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El ánimo de los presentes fue creciendo cuando comprobaron que la zona donde podía estar el legado del médico árabe, un científico del antiguo imperio califal, nunca se había estudiado y que se encontraba cubierta por capas de tierra desde hacía siglos.

—¡Esto es prometedor! —exclamó Pierre Dubois, visiblemente emocionado—. Podemos estar sobre la casa de un erudito que hace mil años encontró secretos que aún hoy día, a pesar de nuestros avances, desconocemos.

Marc tiró del brazo del conde, indicándole que era necesario guardar cautela por la presencia del joven recién llegado. Después de todo lo que habían pasado hasta ahora, era evidente que debían tener mucha precaución.

El joven notó los recelos del grupo y se decidió a tomar la iniciativa antes de que adoptasen cualquier decisión que no le favoreciese.

—Pienso que ustedes deben confiar en mí —dijo Bruno—. Les he demostrado que cumplo mi palabra, porque les he traído hasta aquí como prometí, y además, si no es por mí, no podrán cavar en este lugar. Yo conozco a todos y cada uno de los obreros que trabajan en esta misión arqueológica y, por eso, pueden estar seguros de que nadie nos preguntará qué es lo que estamos haciendo. Créanme.

—¿Y qué es lo que le motiva a usted para tomarse esto con tanta dedicación? —preguntó el conde, esperando una respuesta convincente del joven.

—Soy un enamorado de la cultura árabe en general, y de Medina Azahara en particular. Cualquier cosa novedosa que se descubra en estas tierras es para mí un soplo de aire fresco en mi carrera que mantiene viva mi pasión por esta profesión. La arqueología de la época Omeya me da la vida.

—Le entiendo y comparto su entusiasmo. Sólo hay que mirarle a los ojos para saber que usted no haría nada irregular. Cualquier persona que muestre por este tipo de actividad la intensidad de la que usted ha hecho gala merece estar presente en descubrimientos como éste —sentenció el noble.

—Muchas gracias, señor —dijo Bruno, agachando la cabeza en señal de agradecimiento por la decisión que había tomado.

* * *

Una vez resuelto su problema de credibilidad, el joven tomó la iniciativa de la excavación y, utilizando su teléfono móvil, llamó a varios colegas que, según él, participaban en la remodelación de una extensa área del jardín alto, a escasos metros de allí. En menos de tres minutos, apareció una cuadrilla de cinco personas, cargados con picos, palas y toda clase de herramientas apropiadas para actuar en los yacimientos arqueológicos.

La sorpresa de Marc fue mayúscula cuando comprobó que aquella gente se puso a trabajar de inmediato sin mediar palabra con ninguno de ellos. Parecía como si esos obreros fuesen autómatas dirigidos cuya labor era imposible de reprogramar.

Al cabo de un rato, habían abierto un extenso boquete que dejó al descubierto la parte superior de un desvencijado muro de piedra. A partir de ese momento, los operarios aminoraron la marcha del trabajo, en previsión de que apareciesen nuevos restos, en cuyo caso debían evitar dañarlos.

La cara de asombro del conde iba en aumento.

Por un lado, el hallazgo de las paredes de una vivienda que hacía unas horas no se encontraba allí le hacía poner toda su atención sin pestañear, y por otro, la pulcritud y profesionalidad de aquella gente le dejaba admirado, ya que no podía reprocharles el más mínimo detalle.

Ni el implacable sol que caía a esa hora del mediodía, ni la insistencia de su hija para que se pusiese a cubierto, conseguían que el noble se despegase de los trabajos ni por un minuto.

Con los ojos muy abiertos, sentado en una destartalada silla de madera que le trajeron los obreros, Pierre Dubois seguía muy pendiente la evolución de la excavación.

* * *

No sin pensarlo varias veces, Marc decidió abordar al conde en un intento de desentrañar la verdad de la muerte de sus padres.

Una sólida pista nunca debía ser desaprovechada.

Si los matones conocían la desgracia de los Mignon —o incluso algo peor, la habían llevado a cabo— y, además, llevaban muchos años persiguiendo las investigaciones de los Dubois, era evidente que podía haber alguna relación, por pequeña que fuese, entre un asunto y otro.

Animado por la idea de que el noble pudiese aportar alguna cosa de interés, se dirigió a él solicitándole que le siguiese para hablar de un tema confidencial.

El hombre se movió sin rechistar y caminó a su lado hasta llegar a la casa de Ya’far, en la cual buscaron un asiento que cumpliese unos mínimos requisitos de confort para acometer una conversación de interés.

Tragó saliva dos veces y lanzó la pregunta que tenía en la cabeza desde hacía días.

—Quiero hablar con usted de un tema que no está directamente relacionado con el caso que nos ocupa, pero que es importante para mí —musitó Marc, que descubrió que le costaba trabajo pronunciar esas palabras—. No puedo asegurar que tenga algún tipo de conexión con los Dubois o con cualquiera de las cosas que han pasado en los últimos días, pero pienso que, cuanto antes lo aclaremos, mejor para todos.

—Dispare —solicitó el conde—. Le veo muy tenso.

—Es que lo que le voy a decir me afecta personalmente, de forma directa.

—Mejor aún. Dígame de qué se trata e intentaré ayudarle. Estoy en deuda con usted.

El detective volvió a tragar saliva, porque no quería ni pensar en la reacción de aquel hombre si supiese el desliz que había tenido con su mujer, ya que la ira de Pierre Dubois, con todo el poder de la nobleza a sus espaldas, podía hacerle mucho daño a él y a la agencia de detectives para la cual estaba trabajando. Un golpe bajo como ése no lo merecía su tío Marcos, que tanto le había aportado en su vida y que ahora, si el conde se enteraba, sufriría un serio revés, pues no era nada apropiado acostarse con el cliente que te contrata. Sobre todo si su marido es uno de los mayores productores de champagne del mundo.

Por eso, era mejor hablar del tema que ahora le ocupaba antes de que esa hipotética reacción se produjese.

Alejando esos turbios pensamientos, Marc Mignon se decidió a lanzar las palabras que había preparado.

—Mis padres murieron en el transcurso de unas investigaciones que a priori parecían simples y nada peligrosas. Estaban indagando sobre una sociedad denominada Baumard. ¿La conoce usted?

—Perfectamente. Por supuesto que conozco esa empresa. Yo soy el propietario.