El conde tensó los músculos de la espalda cuando llegó el momento de exponer con nitidez el terrible pronóstico de la máquina.
—Con todo lo que os he contado, creo que estáis en disposición de oír las funestas predicciones a las que llegó Silvestre alrededor del año Mil, gracias a las profecías, hechos y acontecimientos que sucedieron en el cambio del milenio, las consecuencias del milenarismo en su grado más concreto.
—Pues adelante. Dispara porque no aguanto más esta tensión —dijo Guylaine—. Han sucedido tantas cosas en tan poco tiempo que me han creado una situación de estrés que no sé si voy a poder superarla. Es importante que tratemos de resolver lo que sea porque tenemos a mi madre desaparecida, Renaud está probablemente en manos de unos matones, que sabrá Dios lo que habrán hecho con él, y para colmo, hay gente ahí fuera que nos persigue sin que tengamos la más mínima idea de quiénes son. Por lo tanto, te ruego que concretes y nos digas cómo podemos llevar a buen puerto el legado de Silvestre. ¿De qué se trata y cómo podemos arreglarlo?
—Gaia —soltó el conde con aire circunspecto—. Ésa es la clave.
—La teoría que dice que la tierra es un organismo vivo que se autorregula a sí misma —expuso Marc—. He leído un montón de veces la obra del químico James Lovelock. Al principio, nadie le concedía un ápice de credibilidad, pero ahora parece estar de moda.
—Veo que está usted informado, señor Mignon —soltó el conde, que apreció que el detective estuviese al tanto de esas investigaciones—. Así será más fácil hacerlo entender.
—¿Me permite que vuelva a conectar la grabadora para poder recordar más tarde lo que ha dicho?
—Adelante.
Los antiquísimos libros que consiguió Silvestre, muchos de los cuales recogían la sabiduría de civilizaciones ya extinguidas, apuntaban a que la tierra, la madre naturaleza, venerada como una auténtica diosa, posee unos recursos que le confieren una especie de personalidad propia.
La idea de que nuestro planeta sea capaz de autorregularse, o bien de regirse por sus propios principios, es algo que hemos olvidado los seres que poblamos este mundo. Sin embargo, culturas anteriores a la nuestra fueron capaces de verlo con claridad, concediéndole el rango de divinidad y, en consecuencia, adorando a la única diosa que de verdad vemos y tocamos: la tierra o, si se quiere, Gaia.
Esta teoría le concede a nuestro planeta las mismas características que a un ser vivo, que es capaz de mutar y de regularse a sí mismo.
Sin embargo, la aparición de religiones monoteístas o politeístas en los últimos milenios ha hecho olvidar lo más básico, y por eso, no nos acordamos de profesar una mayor atención al mundo en el que vivimos, el espacio que sostiene y permite la vida de miles de millones de personas en este momento.
Rezamos a nuestros dioses y olvidamos rendir pleitesía a quien nos mantiene con vida, un planeta único que es capaz de soportar y tolerar que los seres humanos modifiquen su hábitat sin apenas rechistar.
Incluso mucho antes de la muerte de Jesucristo, en el siglo I a. C., Cicerón llegó a escribir algo muy esclarecedor. Dijo textualmente lo siguiente:
«Somos los amos de la tierra. Disfrutamos de las montañas y las llanuras, y los ríos también son nuestros. Sembramos el grano y plantamos árboles. Fertilizamos la tierra e incluso detenemos y corregimos el curso de los ríos. En resumidas cuentas, con nuestras manos nos atrevemos, mediante nuestras acciones en el mundo, a crear otra naturaleza».
Esta categórica frase no es la única que manifiesta que nuestros antepasados conocían el poder de la tierra y los efectos que se pueden producir si nosotros, los humanos, modificamos sustancialmente las reglas del juego.
Otros muchos escritores de las épocas más remotas escribieron, en muchas lenguas distintas, multitud de tratados y descubrimientos basados en hallazgos de la edad antigua.
Al final del primer milenio, la mente más lúcida del momento, la de Silvestre, fue capaz de ordenar las ideas al respecto y llegar a pronosticar que la vida se acabará en este mundo cuando Gaia deje de aguantarnos, cuando no pueda más.
Por un lado, como be dicho, recogió el saber de los libros antiguos con conocimientos que aún hoy, a pesar de los adelantos de que disponemos, harían palidecer a muchos científicos.
Por otro lado, se dio cuenta de que con los progresos que el ser humano estaba haciendo a finales del siglo X, los nuevos tiempos que estaban por llegar iban a ser muy diferentes, y pronosticó que la población crecería a ritmos agigantados haciendo que la tierra sea incapaz de contener a tanta gente viviendo sobre ella.
Fue precisamente aquí, en Córdoba, donde comenzó a elaborar un modelo matemático capaz de calcular cómo evolucionaría la vida en nuestra sociedad. Al ver la inmensa ciudad califal, con sus acequias, puentes, acueductos, sistemas de alcantarillado y un largo cúmulo de avances hasta entonces inéditos para él, como la medicina, la astronomía y otras ciencias, fue cuando se convenció de que el ser humano iba a multiplicarse hasta límites insospechados y que la tierra no iba a ser capaz de poder con tanta gente sobre ella.
Recogió los conocimientos de esos textos ancestrales y los proyectó en un modelo matemático que introdujo en su máquina, ayudándose de su gran habilidad con los ábacos y con las matemáticas.
Con todo ello, llegó a la conclusión de que la tierra tendrá una tremenda discusión con sus habitantes no más allá del año 2033.
Y ahí es donde puede haber una aportación importante de la profecía del Apocalipsis.
Es curioso, pero lo cierto es que el ciclo de los Mil años se reproduce. A finales de ese periodo, hubo quien se interesó por este tema y dedicó su vida a investigarlo.
Ahora, una vez pasado el final del año Dos Mil y entrados de lleno en el tercer milenio, es la humanidad entera quien se pregunta qué pasará con nuestro planeta y con el temido cambio climático.
El detective pulsó de forma instintiva el botón de stop y la grabadora emitió un débil pitido que fue suficiente para que todos se fijasen en el aparato.
Marc soltó la pregunta sin esperar.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Lo que usted está pensando. Es lo que podíamos llamar «El Efecto Mil», un extraño comportamiento de la naturaleza cuyos ciclos afectan al ser humano y a todo lo que esté sobre la faz de la tierra.