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Una cena en el restaurante del hotel, situado sobre la última planta, serviría para que los tres pusiesen en común el estado del asunto, puesto que tanto Guylaine como Marc pensaban que el conde aún tenía muchas cosas que contar.

Desde la mesa que les habían reservado, podían contemplar una bonita vista de la ciudad de Córdoba iluminada por la noche.

—Esta ciudad tiene un encanto especial —murmuró la mujer, con la vista perdida en uno de los muchos monumentos que se divisaban.

—Sí que lo tiene —añadió el detective—. ¿Qué tal tu nueva habitación? Espero que sea espaciosa.

—Es igual que la que teníamos. Mi padre está en la ducha y vendrá en unos minutos. Después de tantos días malviviendo, el conde de Divange parece estar recuperando los placeres básicos que su acomodada vida le permiten —pronunció Guylaine entre risas.

—¿Por qué lo dices?

—Lo primero que ha hecho es pedir una botella de champagne que está saboreando de forma especial. ¡Y la ha pedido de las buenas!

—¡Claro! No se me había ocurrido. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien junto a él?

—Por supuesto, es mi padre. Mira, ahí llega…

Se había vestido con un impecable traje azul marino, acompañado de una elegante corbata roja, a juego con un pañuelo que sobresalía ligeramente del bolsillo superior de la americana.

—Parece usted otra persona, señor Dubois —le indicó Marc, que se había hecho una nueva idea de la figura del noble.

Vestido así, nadie diría que ese hombre había estado durante días viviendo una solitaria experiencia durante la cual había dormido en posadas o a la intemperie, y en la que sus hábitos alimenticios se enmarcaron en el reducido círculo de la comida rápida y los frutos secos.

—Siéntate a mi lado y retomemos la conversación de esta tarde —le pidió Guylaine, acariciándole suavemente el brazo—. Estoy nerviosa por conocer en detalle tus descubrimientos, porque aún no nos has contado lo que dijo la cabeza parlante.

—Cierto. Pidamos primero la cena y comenzaré a haceros partícipes de todo lo que sé —solicitó el conde, que revisaba la carta afanosamente buscando sus platos favoritos—. Disculpadme, llevo muchos días sin comer de forma decente y estoy que me muero por algo especial.

Optó por foie de canard como primer plato, seguido de maigret con salsa de manzana.

—Veo que quiere usted recordar nuestra gastronomía —apuntó Marc, sorprendido por el hecho de que el conde pidiese pato en ambos casos—. Imagino que esto, junto al champagne que ha pedido en la habitación, le hará volver a la buena vida al estilo francés.

—Observo que mi hija ya le ha hecho partícipe de mi afición por esa bebida. ¿Se llevan ustedes bien? He comprobado que hay un buen feeling, y eso me gusta, porque aún nos queda camino por recorrer.

El estómago del detective sintió un repentino vacío, cuando de nuevo le vino a la cabeza la imagen de la condesa retozando con él en la cama. No sabía cuánto tiempo tendría que pasar para que aquellas imágenes se borrasen de su mente, aunque tenía claro que debía evitarlas si quería continuar en el caso con un mínimo de lucidez, pues todo apuntaba a que pasaría unos días junto al conde. Para retomar la conversación, bebió un buen sorbo de vino y aclaró sus pensamientos.

—Creo que ha llegado la hora de que nos ponga al día —propuso, tratando de poner un tono de voz serio que le hiciese olvidar los incómodos pensamientos.

—Allá voy. Comenzaré por el momento en que la máquina echó a andar. ¿Eso le vale?

—Por supuesto. No obstante, voy a grabar su voz para poder oír su exposición varias veces y así tratar de encontrar pistas que nos conduzcan al fondo de la cuestión. ¿Le importa?

—No, en absoluto. Puede usted poner en marcha ese aparato.

Marc Mignon pulsó el botón de grabación, que produjo en el pequeño dispositivo digital una tenue señal de inicio y, de inmediato, comenzó a recoger la voz del conde de Divange.

Los días que pasé analizando el descubrimiento han sido, sin lugar a dudas, los mejores de mi vida.

Ninguna persona que baya estado tanto tiempo como yo buscando algo puede dormir tranquilo una sola noche sin tratar de resolver este enigma que encierra el hallazgo, pues sería como encontrar una caja con secretos ancestrales y dejarla cerrada durante un tiempo a sabiendas de que lo que contiene puede cambiar el curso de la historia. A nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo. Pero es que, además, en mi caso, éste era el entresijo que ha entretenido y retado a muchas generaciones de mi familia que pensaban que la clave del milenio se encontraba en el castillo que el condado de Divange ha conservado intacto durante más de diez siglos, entre otras, por esa razón.

Por todo eso, he de reconocer que mis actos en los días siguientes al hallazgo de la cabeza parlante fueron inapropiados.

Aquella sala oculta, aquel ambiente que rezuma historia y, en general, la atmósfera que rodea la máquina podrían embriagar a cualquier persona que estuviese interesada en el pasado más enigmático que ha tenido Europa. Allí sentado, pasé días y noches pensando que el mismísimo Silvestre había estado en ese recinto y que él mismo construyó y colocó todos aquellos artilugios en la posición en la que los encontramos. Previamente a que diese con la manera de echar a andar la máquina, comprendí que el papa del primer milenio había ocultado todo aquello antes de morir porque sabía que lo que había descubierto no debía caer en manos de cualquiera. Aunque dejó referencias para que otros pudiesen hacer buen uso de sus descubrimientos, nuestro papa trató a toda costa de que la cabeza no llegase a ser utilizada con otros fines diferentes a aquéllos para los que él la creó.

Al menos, eso es lo que yo imagino…

El caso es que Silvestre murió a los pocos años de acceder al pontificado y no pudo completar la tarea que se había impuesto a sí mismo a la hora de construir la sofisticada máquina. También es probable que la distancia entre Reims y Roma fuese insalvable para alguien que entregó su vida a la Iglesia. Aunque no se conoce la causa de la muerte del papa del año mil, lo cierto es que hay mucha gente que apuesta por la idea de que fue envenenado con algún oscuro propósito, entre los que puede estar la búsqueda de la cabeza parlante, que resume los secretos de la antigüedad hallados por el genio durante toda su vida.

Por todo ello, cuando comencé a conectar resortes, unir conductos y poner a punto los distintos botones del inmenso artefacto, entendí que, para que todo aquello funcionase, debía aplicar los mismos principios que utilizó Silvestre y que documentó en alguno de sus tratados, como el Regulae de numerorum abaci rationibus, que proporcionaba interesantes aspectos de su mente matemática, o en alguna de sus obras preferidas, como el estudio de geometría de Euclides, traducido por el que era su referente en la materia, Boecio.

Cuando comenzó a funcionar en conjunto, comencé a extraer nuevas ideas que venían de la propia máquina y que, día tras día, me fueron sorprendiendo de una forma creciente.

Al cabo de un tiempo, comprobé que allí dentro, Silvestre había introducido buena parte del saber de las épocas más remotas que se recuerdan y que se creían perdidas.

¿Hubo alguna civilización anterior a la nuestra? ¿Somos los primeros seres inteligentes que han poblado la tierra? ¿Hasta qué punto la madre naturaleza ha gobernado los designios del planeta tierra?

Probablemente, jamás obtendremos respuesta a estas preguntas, pero lo cierto es que ha habido muchas culturas anteriores a la nuestra que supieron recoger los secretos más recónditos con relación a esas materias, y que, sin embargo, debido a la barbarie que aconteció en nuestro planeta en el primer milenio, se perdieron de forma inexorable.

¿Imagináis la cantidad de libros, pergaminos, papiros y toda clase de obras científicas que recogían el saber antiguo y que han desaparecido a lo largo de la historia de la humanidad?

Pues Gerberto de Aurillac, Silvestre II, el papa mago, o como queramos llamarlo, recogió durante su vida muchas de esas maravillas, porque fue recopilando las obras más importantes de la sabiduría antigua, y no sólo las interpretó, sino que, con los conocimientos que tenían, construyó una máquina que proyectaba las enseñanzas de la gnosis más ancestral.

Por tanto, la cabeza parlante ha recogido toda esa información de las épocas más remotas y, especialmente, las relacionadas con la madre naturaleza.

Aunque el fin del primer milenio se ha considerado muchas veces como uno de los períodos más oscuros de la historia, lo cierto es que fue precisamente en ese momento cuando se produjo paulatinamente un despertar de la cultura, un resurgimiento de la escritura y de la confección de documentos.

Y, afortunadamente, allí estaba una de las mentes mejor dotadas de todo el milenio para recoger esa información y ponerla a favor del futuro.

Y en esencia… eso es la cabeza parlante.

Marc pulsó repentinamente el botón de stop de la grabadora y lanzó una pregunta para expresar su extrañeza.

—Pero… ¿dónde está la parte esotérica de la máquina? Me refiero al hechizo que usted mismo dijo en su carta. Y no sólo eso… ¿Por qué escribió que el fin del mundo se acerca?

—Sí, yo también me imaginaba mucha brujería, poderes demoníacos y relevantes secretos que traspasan la ciencia —añadió Guylaine—. ¿Qué hay de todo esto?

—Buenas preguntas —respondió el conde—. Si me permitís, os diré que hasta ahora he contado la parte científica sobre cómo Silvestre construyó una máquina sorprendente, capaz de hablar, a su manera. Como he dicho, la utilizó para almacenar una buena parte del saber antiguo que consiguió en sus viajes, uno de los cuales fue el que realizó a Ripoll y el otro, a Córdoba, a su fabulosa biblioteca. Pero también aplicó esos conocimientos adquiridos de una forma práctica y, por alguna extraña razón, obtuvo un modelo para proyectar el futuro. No sé cómo, pero lo cierto es que la máquina llega a la conclusión de que la vida en la tierra tiene unos ciclos y, en función de ellos, va a haber un cataclismo de dimensiones descomunales, tras el que la vida en este planeta será de otra forma.

—¿Y cuál es esa fecha? —le preguntó su hija algo contrariada.

—Aproximadamente en el año 2033.

—O sea, a los Mil años de los extraños hechos del fin del milenio o, lo que es lo mismo, a los dos mil años de la muerte de Jesucristo —añadió la mujer.

—Así es; veo que estás al tanto —dijo el conde—. De nuevo, aparecen los augurios del Apocalipsis, pero esta vez, de una forma científica se puede demostrar que la profecía se va a cumplir.