Córdoba
La mente de Marc navegaba por aguas turbulentas, cuando la voz de Guylaine le devolvió al mundo real. Aunque habían llegado a salvo al hotel, el profundo cansancio y la desorientación les hicieron decidirse por cenar en la habitación y recomponer la búsqueda.
En poco menos de diez minutos, la mujer había realizado tres llamadas seguidas.
En la primera, comprobó que la policía no tenía nuevas noticias de Renaud, el cual se había esfumado sin dejar rastro, ya que ni tan siquiera los vigilantes de la mezquita pudieron confirmar que dos hombres hubieran sacado a otro a rastras o algo parecido, y una vez revisado el monumento en profundidad, quedó claro que el asistente del conde tampoco permanecía en el interior.
La segunda comunicación la trató de hacer con el móvil de su madre, que seguía sin contestar, y el buzón de voz dejaba entrever que no había nadie al otro lado. Por alguna razón, la mujer pensó que su madre no quería coger la llamada, aunque la idea le parecía ridícula.
Sin embargo, en último lugar consiguió hablar con el personal del castillo. El mayordomo le reiteró que seguían sin tener noticias de la condesa, que no había contactado con ellos desde que abandonó el lugar sin rumbo conocido.
—¿Tienes idea de por dónde continuar esta loca carrera? —preguntó Guylaine.
—No, pero seguro que encontramos el camino. No hay que perder la fe —respondió el hombre, que ojeaba un amplio mapa de la ciudad de Córdoba—. Debemos pensar en lo que nos ha contado hoy Renaud y buscar soluciones. ¿Cómo dijo que se llamaba la ciudad que mandó construir Abderramán III, en el siglo X?
—Medina Azahara. Es una ciudad palatina —es decir, palaciega— que edificó el califa para dar cabida a todas las dependencias de la organización del Estado y establecer su propia residencia. Yo la visité hace unos años, coincidiendo con una magnífica exposición sobre el arte y la cultura de los Omeyas, y me causó una profunda impresión. Antes de acudir a aquella muestra de la herencia califal cordobesa, no tenía ni idea de la excelente labor arqueológica que allí se había realizado.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que nadie puede ni siquiera imaginar lo que Medina Azahara encierra. Como historiadora, te diré que cualquiera que ame los vestigios del pasado puede quedar fascinado por el proyecto arqueológico de la ciudad enterrada.
»Hasta 1911 la gran obra califal permaneció olvidada bajo capas de tierra, por lo que su recuperación ha sido, por tanto, muy reciente y se ha llevado a cabo a lo largo del siglo pasado. Conforme se iba recuperando cada una de las partes del emporio, el mundo alababa una de las sorpresas mejor guardadas de la historia de la humanidad.
»Para que te hagas una idea, aún hoy, sólo el diez por ciento de la superficie total de la ciudad ha sido excavada, y como la dimensión estimada de Medina Azahara es de más de un millón de metros cuadrados, imagínate lo que puede quedar por descubrir bajo ese noventa por ciento que aún sigue cubierto de tierra.
—Me parece fascinante. ¿A nadie se le ha ocurrido destapar todo ese yacimiento para ver qué hay debajo?
—La arqueología hay que conducirla con cuidado, siguiendo un método que permita no dañar el patrimonio, ya que una excavación mal hecha puede ser irreversible.
—Y puede que tu padre haya elegido ese sitio para echar un vistazo en busca de algún dato de interés.
—Creo que sí. No me extraña que si ha venido a Córdoba, y no está en la mezquita, esté en los alrededores de la mítica Medina Azahara.
Cansados de tanta charla, y después de un día tan intenso, cada uno de ellos se dirigió a uno de los extremos de la cama y de forma cortés, se despidieron hasta la mañana siguiente.
* * *
Tras unas inmensas gafas de sol, Marc abandonó el vehículo que habían alquilado esa misma mañana y procedió a inspeccionar el exterior del recinto vallado por si acaso veía por allí a alguno de los matones. Cuando tuvo la certeza de que, al menos en esa zona, no aparecía nadie sospechoso, pidió a Guylaine que le acompañase.
—Veo que aquí la llaman Madinat al-Zahra —pronunció el detective a modo de reflexión, leyendo un gran cartel que anunciaba que habían llegado a un centro monumental gestionado por la administración regional.
—Así es su nombre original. Podría significar «la ciudad de Zahra», una de las concubinas de Abderramán III por la que sintió una especial predisposición, por no decir un profundo enamoramiento. Aunque hay quien sostiene la versión poética de que construyó esta urbe en honor de su amada, lo cierto es que hoy día es incuestionable que quiso demostrar al mundo su poder al autoproclamar el Califato Independiente de Córdoba, porque si los califas de Oriente tenían una ciudad palatina, cómo no iba a tener la suya propia el Omeya cordobés, ante todo, para demostrarles a sus enemigos que su fuerza y poderío eran inmensos. Por lo tanto, la explicación a lo que vamos a ver a continuación tenemos que enmarcarla en el ámbito político y religioso de un dirigente musulmán que levantó este emporio en menos de cuarenta años, comenzando en el 936 de nuestra era.
—¿Es posible, por tanto, que estuviese aquí alguna vez Silvestre II? ¿Pudo sacar de este lugar ideas para construir la horrorosa cabeza que tienes en el sótano de tu casa? —preguntó el detective en tono jocoso.
—Cuando aún era un monje benedictino, nuestro papa estuvo en España. Eso fue exactamente entre los años 967 y 970, y por tanto, esta ciudad y todas sus instalaciones estaban recién construidas y en pleno uso —explicó la mujer, demostrando que conocía bien la materia.
Tras un breve paréntesis, que provocó deliberadamente con el objetivo de que el hombre comprendiese lo que decía, aportó otro dato significativo.
—Además, no debemos olvidar una cosa muy importante. Antes de que Silvestre llegase aquí, Abderramán III había decidido ceder el poder a su hijo al-Hakam II, quien le sucedió estando él aún vivo. Fue en el año 961. Por tanto, si el monje realmente estuvo en Medina Azahara, el califa que gobernaba en ese momento era la persona más culta, amante de los libros antiguos que jamás tuvo el Imperio Omeya. Fue él quien atesoró los textos más ancestrales, secretos y prohibidos que reposaron en un mismo lugar, y al mismo tiempo, en la ciudad que era el centro del mundo.
—Imagino que es un hecho importante. Nuestro hombre objetivo, el monje francés, viajó a Córdoba atraído por la inmensa biblioteca de un califa interesado por las artes ocultas.
—Sí, pero en realidad no era sólo así, porque había mucho más en este lugar. Al-Hakam II era una persona realmente sensible y amante de todas las artes, de cualquier clase —continuó la mujer—. Fue un hombre ecuánime, que trató por igual a todos los grupos étnicos y religiosos, que respetó a cristianos y judíos e incluso les dio puestos relevantes en la administración del califato. Quiero decir que creó una burocracia basada en personas que aportaban un valor especial a la gestión y al conocimiento y rechazó el sectarismo de otros dirigentes que querían una Córdoba libre de otras razas y exclusivamente centrada en la religión. En definitiva, fue un hombre magistral, universalista e inteligente, cuya figura quizá ha pasado desapercibida en la historia de al-Ándalus por el hecho de que gobernó entre dos personas que eclipsaron su figura: su padre, Abderramán III, y el insigne Almanzor, el azote de los cristianos.
—O sea, que, si Silvestre estuvo por aquí, seguro que fue bien recibido por al-Hakam II, ese hombre piadoso que has descrito.
—Pienso que sí, e incluso debió de permitirle el acceso a la inmensa biblioteca califal —reflexionó la mujer—. El monje benedictino se había educado en los mejores monasterios franceses y había complementado su formación en las disciplinas más aceptadas del momento. Por tanto, no es de extrañar que un hombre tan inteligente como él tuviese las puertas abiertas en un sitio como éste.
—¿Y cómo murió el califa al-Hakam II? —se interesó Marc, que comenzaba a pensar que le caía bastante bien ese tipo.
—Creo recordar que en el año 974 sufrió una fuerte hemiplejia, de la que no se recuperó. Entonces, cedió el poder y se dedicó a lo que más le gustaba en la vida: sus libros. Cuentan que se recluyó en su templo favorito: la biblioteca. La enfermedad le acercó aún más a su taller de copistas, encuadernadores, escritores y estudiosos.
»Dado que había comprado libros en prácticamente todos los países conocidos, dedicó sus últimos años a leer e interpretar cientos de entre las miles de obras que habían llegado de Bagdad, Damasco y El Cairo.
Guylaine hizo una pausa para tomar aire y terminar la charla antes de iniciar el paseo por la ciudad perdida.
—El día que murió al-Hakam II, el mundo perdió a uno de los bibliotecarios más ilustres que ha tenido jamás la humanidad.
* * *
Una ligera decepción se asomó a los ojos de Marc cuando recibió la primera impresión al penetrar en el recinto, ya que esperaba ver fastuosos palacios, ricos labrados y florecientes jardines.
Al verle la cara, Guylaine comprendió lo que estaba pasando por su cabeza y se lanzó a explicarle la razón por la cual el recinto se encontraba en ese estado.
—No olvides que todo esto estaba bajo tierra hasta hace unos cien años, y que ha permanecido así durante muchos siglos. Además, hay constancia de que el expolio ha sido continuo en este tiempo y que los habitantes de Córdoba han utilizado tradicionalmente materiales procedentes de Medina Azahara para sus construcciones particulares, de forma que ésta ha sido la cantera de la ciudad hasta que se procedió a su rescate y se frenó el deterioro.
—¡Pues vaya pena! —dijo el hombre, mirando alrededor—. Yo imaginaba un entorno rico y lujoso, como el que vimos ayer en la mezquita.
—Así fue antes de que en el año 1010 comenzara la destrucción de la ciudad de los Omeyas de Córdoba. No obstante, recuerdo que hay zonas relativamente bien cuidadas y que conservan el esplendor que Abderramán III y su hijo al-Hakam II dieron a este emporio. ¡Sígueme!
La mujer optó por saltarse el recorrido propuesto por los organizadores y procedió a atajar por un terraplén que les llevó hacia un edificio formado por tres espaciosas naves longitudinales, flanqueadas por otras dos laterales, separadas mediante una puerta central y otra frontal porticada que servía de acceso al interior.
Guylaine comprobó que su acompañante por fin entendía la riqueza del sitio donde se encontraban, pues la edificación presentaba rastros evidentes de un pasado glorioso.
—Si tuvieses que rodar una película sobre Las Mil y una Noches, ¿la harías aquí? —preguntó la mujer, a medida que daba vueltas con los brazos abiertos, alegrándose de haber vuelto a un lugar que le traía buenos recuerdos.
—Sin duda. ¿Y qué uso tenía esta gran estancia? —preguntó Marc, al tiempo que tocaba el mármol de una sólida columna rematada con un soberbio arco.
—Estamos en el Salón Rico, o Salón de Abderramán III. Las leyendas dicen que esta sala tenía en los labrados de la parte superior tal profusión de oro, plata, perlas y piedras preciosas que, al entrar los rayos del sol, producían un mágico juego de luces que dejaba extasiado a aquel que lo mirase. En este salón, el califa recibía a sus invitados y, cómo no, los deslumbraba con esta impresionante decoración, que convertía a la estancia en la referencia de la nueva urbe.
—Sí, ahora veo el esplendor del lugar. Este edifico debió de ser soberbio —expresó Marc, mirando el techo.
—Pues espera a ver el resto… —sugirió la mujer—. Como te dije, Medina Azahara es una ciudad palaciega o áulica. Aquí se centró el cuerpo principal de la administración de un Estado que llegó a ser el más poderoso de la época. Por tanto, debía incorporar toda clase de servicios para el personal, tal y como viviendas para los altos dignatarios y sus séquitos, dependencias para los militares y sirvientes y un largo etcétera. Esa zona corresponde a las viviendas superiores que forman un conjunto de edificios alineados alrededor de un enorme patio central. Otra área muy importante era el cuerpo de guardia, una parte del recinto que estuvo dominada por una elevada torre desde la que se vigilaba el conjunto palatino. Esa parte debió de ser más austera, porque era evidente que los militares no merecían una lujosa decoración como ésta. ¿Quieres ver más cosas?
—Claro; para eso hemos venido —respondió el hombre, que volvió a ponerse las enormes gafas de sol para salir al exterior.
La mujer cogió la mano de Marc y tiró de él hacia el fondo, donde tras unos pequeños árboles, se situaba otro edificio con arcos rematados de bella factura.
—Ésta es la casa de los visires —continuó Guylaine—. Es un magnífico grupo de cinco naves longitudinales que está próximo a la muralla que rodeaba Medina Azahara. Mira el contraste del edificio sobre la parte trasera.
El detective le hizo caso y contempló cómo el verde de los enormes abetos posteriores al conjunto arquitectónico y el color marrón de las paredes de piedra componían una bella estampa por la que merecía la pena hacer un pequeño descanso para deleitarse mirando un paisaje que debió de ser de los más relevantes de Córdoba.
Continuaron avanzando por el lugar de forma desordenada, sin respetar el itinerario marcado en el circuito turístico. Al cabo de unos minutos, alcanzaron otro edificio cuya fachada exhibía enormes arcos en las puertas de entrada.
—Ésta es la «arquería porticada», la entrada oriental al recinto fortificado del Alcázar. Delante, había una gran explanada que era utilizada como plaza de armas, donde los militares formaban filas y exhibían su poderío. Tienes que hacer un esfuerzo e imaginar aquí a miles de jinetes vestidos con preciosas túnicas con la media luna dibujada en sus bellas vestimentas. ¿Creías que esto iba a ser así? —preguntó la mujer.
—Esto es enorme. No me lo esperaba de esta forma…
—Pues aún hay más. Si miras hacia allá, verás que hay unas ruinas. Son los restos de otra mezquita aljama, que fue el primer edificio que se levantó en esta ciudad, por el fuerte apego de su fundador a la religión islámica. Debió de ser un lugar igualmente fastuoso, del que no se ha conservado casi nada del templo, porque como puedes ver, sólo la base del edificio y ciertos restos de los pilares han quedado en pie después de tantos años.
El calor apretaba cuando Marc se decidió a plantearle a Guylaine un receso, debido a que casi no podía respirar por el implacable sol que caía sobre ellos. Ella lo entendió y tiró de nuevo del hombre hasta un espacio con algo de sombra desde donde podría proceder a explicarle una de las partes que a ella más le gustaban.
—Éste es el «pabellón del jardín» —dijo la mujer, con un brillo especial en los ojos—. No hay palacio en el mundo, ni edificio fastuoso, ni siquiera una sola casa que se considere modélica que no tenga un jardín ornamental. Y eso fue lo que pensó Abderramán III para esta zona de Medina Azahara, en la que el califa enamoraba a sus esposas y les hacía bellas promesas.
Dejó que su acompañante mirase el lugar con detenimiento, y localizó un sitio con sombra abundante adonde propuso dirigirse. Al cabo de unos segundos, se encontraban plácidamente sentados sobre un murete a modo de improvisado banco.
—¿Me has dicho que esto era el jardín del palacio?
—Así es. Esto pudo ser un encantador edificio, de los más románticos de todo el entorno, donde el califa traía a sus amantes y las encandilaba mientras observaban la exuberante vegetación y los pájaros, al tiempo que escuchaban el murmullo de los cientos de fuentes y estanques que rodeaban el lugar. Tuvo que ser un paraíso dentro de una ciudad magistral, un milagro de la naturaleza dentro de la urbe más lujosa del mundo en aquel momento.
—Esto es para enamorarse —murmuró Marc.
La mujer no contestó porque permanecía absorta mirando las ruinas. Al cabo de unos instantes, se decidió a volver a la realidad.
—Bueno, creo que no hemos venido aquí a disfrutar del paisaje. ¿Dónde puede estar mi padre?
—Justo detrás de ti, hija mía.
La voz del conde de Divange surgió de entre varias columnas.
Al girar, Marc y Guylaine comprobaron que Pierre Dubois estaba allí, justo detrás de ellos.