París
Aunque tuviese que venir a París mil veces, una mujer tan cosmopolita como ella siempre encontraría en esa amplísima ciudad cosas interesantes por hacer y que, en una urbe tan pequeña como Reims, nunca podría llevar a cabo.
Véronique abandonó el hotel Hilton, en el que, por alguna extraña razón que no recordaba, había tenido el impulso de reservar el día anterior, quizá porque aquel sitio le traía inconfesables recuerdos debido a que fue el lugar en el que comenzó a cambiar su vida. Pero desde entonces —de eso hacía muchos años— no había vuelto a pernoctar allí.
Caminó por la acera y avanzó hacia la agencia Mignon, cuyas céntricas oficinas no se encontraban lejos, por lo que, en unos pocos minutos, divisó el coqueto edificio de cuatro plantas que albergaba la mayor organización francesa dedicada a la investigación privada.
Sin necesidad de acreditarse, la mujer que se encontraba en la recepción la atendió personalmente y la acompañó hasta la sala de reuniones de la planta superior. La condesa le agradeció el trato y, sin poder evitarlo, pensó que se había equivocado al juzgar aquella empresa, que era mucho más grande de lo que ella hubiera imaginado. Pero la verdad es que ya ni recordaba por qué había elegido esa agencia para buscar a su marido, aunque se alegraba de haberlo hecho, ya que lo que estaba viendo era una entidad de un tamaño respetable para ese tipo de actividad.
Le ofrecieron un café y, mientras lo tomaba, apareció un hombre de considerable estatura, de tez morena y pelo negro, un cincuentón bien conservado que atrajo inmediatamente su atención.
—Buenos días, condesa. Yo soy Marcos Mignon —le dijo mientras le cogía la mano para besarla—. Le ruego que pase a mi despacho.
La mujer se sentó en un confortable sofá de piel desde el que, a través de unas inmensas ventanas, podía ver Trocadero y la propia Torre Eiffel.
—Tiene usted un lugar de trabajo digno de las mejores empresas —señaló Véronique—. Yo siempre he imaginado que una agencia de detectives es un sitio oscuro, con un ventilador obsoleto y con una puerta de cristal donde figura el nombre del investigador.
—Creo que usted ha visto muchas películas americanas —explicó el hombre, sonriendo por la ocurrencia de la mujer—. Hoy día, existen muchas agencias modernas como la nuestra; aunque, pensándolo bien, también queda alguna que otra de similares características a las que menciona.
Marcos esperó a que la condesa terminase su café y, en cuanto dejó la taza sobre una mesita, le lanzó la pregunta.
—¿Cuál era el asunto tan urgente del que quería usted hablar conmigo?
—Antes de nada, quisiera agradecerle que nos enviase a ese magnífico y joven detective para encontrar a mi marido. Está siendo de gran ayuda y parece que en estos momentos tiene pistas muy sólidas en relación al posible paradero del conde.
—Me alegro de que lo diga. Mi sobrino está comenzando en este oficio, pero le puedo asegurar que va a ser uno de los mejores de todo el país. Su padre lo llegó a ser y estoy convencido de que no le va a faltar madera. ¿Tiene eso algo que ver con lo que ha venido a decirme?
—No exactamente. Él está con mi hija en España en estos momentos —explicó la mujer—. El problema está aquí, en París, y por eso me he decidido a ponerme en contacto con usted.
—Pues adelante.
—¿Está usted obligado a guardar confidencialidad de toda la información que sus clientes le ponen a su disposición?
—Sí, por supuesto. Es algo así como el secreto profesional que ningún buen detective debe revelar. Además, en mi caso, usted, la condesa de Divange, es mi cliente. Por tanto, puede confiar en mí.
—Bien. ¿Tiene un poco de agua? Es muy difícil para mí exponer lo que voy a decirle, pero es de vital importancia que lo haga.
Marcos se levantó y abrió una puerta panelada que dejó ver en su interior un frigorífico con toda clase de bebidas. Al observar que también tenía botellas pequeñas de champagne, Véronique pensó que una de ésas le haría más fácil soltar las explicaciones que tenía que darle al detective. El hombre asintió y abrió dos, con objeto de tomar lo mismo que ella, aunque al reflexionar sobre ello, se dio cuenta de que la hora no era muy propicia para comenzar la ingesta de alcohol.
—Hace unos años conocí a un joven magrebí que, por razones que son difíciles de señalar, irrumpió en mi vida de una forma muy significativa.
—No tiene por qué contarme ese tipo de detalles si no quiere.
—Sí, desgraciadamente, esos detalles son importantes. El caso es que he mantenido con él una intensa relación en todo este tiempo, con encuentros regulares en mi propia casa, el castillo donde usted sabe que vivo. Allí tiene mi marido el despacho donde realiza sus investigaciones y, como puede imaginar, hay mucha información sobre todos los asuntos que lleva consigo.
—¿Cuál es el nombre de esa persona?
—Bruno.
—¿Y su apellido? —interrogó Marcos.
—Jamás me lo dijo —le contestó la condesa, dando otro sorbo a su copa y encendiendo un cigarrillo a continuación—. Tampoco me hacía falta saberlo. Lo cierto es que era un chico culto y, con el paso del tiempo, me pidió que le dejase algunos libros de la amplia biblioteca de mi marido. Más tarde, también me pidió algunos planos y legajos relativos a las indagaciones más recientes acerca de una maldita máquina antigua que la familia Dubois ha estado buscando durante siglos. Yo no le di ninguna importancia, pues pensé que mi amante podía estar aburrido en los períodos en los que no tenía exámenes, ya que él es estudiante de arqueología aquí en París.
—No veo nada en todo eso que pueda estar relacionado con la desaparición de su esposo —manifestó el detective.
Sin contestar a su pregunta, la mujer metió la mano en su bolso y extrajo una carta doblada.
—Ayer, rebuscando en los cajones de mi marido mientras estaba aburrida, encontré de forma fortuita este documento.
Se lo acercó y el hombre lo leyó.
La expresión de su cara cambió cuando ella le dijo que nunca había estado en el apartamento del joven y que la razón de pedirle cita de forma tan urgente se debía a su intención por entrar allí, aunque no estuviese dentro Bruno.
* * *
El hombre necesitó dar un largo trago a la bebida antes de contestar a la condesa si accedía o no a su petición.
—Yo no puedo allanar un apartamento de otra persona así como así. Sólo la policía puede hacerlo, y con la autorización de un juez, por cierto.
—He contratado la mejor agencia de París —expuso la mujer con tono firme—. Estoy convencida de que usted está acostumbrado a hacer esas cosas todos los días, así que no me cuente historias. Yo voy a ir allí ahora mismo, por lo que si quiere acompañarme lo puede hacer, y si no, iré yo sola.
Marcos lo pensó mejor y decidió que, si no le daba la razón a aquella compleja persona, ésta cometería una locura.
Salieron del edificio accediendo a un ascensor que les llevó directamente al aparcamiento subterráneo donde el detective tenía un coche preparado para partir.
Alcanzar el Boulevard Haussmann les llevó poco más de veinte minutos, aunque, gracias a la facilidad con la que Marcos consiguió aparcar, les pareció mucho menos y, para suerte de ambos, encontraron inmediatamente el edificio donde debía hallarse el apartamento del chico.
El portal estaba abierto y no parecía haber ningún conserje vigilando la entrada, de modo que se decidieron a subir en el ascensor hasta la cuarta planta. Cuando aún no habían alcanzado el nivel deseado, Marcos le explicó lo que debía hacer.
—Usted pulsará el timbre y esperará a que respondan. Si el joven está dentro, imagino que le invitará a pasar, en cuyo caso yo la esperaré en el rellano de la escalera, y sólo en caso de que esté ausente, trataremos de abrir la cerradura. ¿Está de acuerdo?
La mujer asintió justo en el momento en que el elevador alcanzó su destino.
Frente a la puerta del apartamento, Véronique volvió a pensar que el lujoso inmueble no era lo que ella hubiese esperado de un chico que le había manifestado muchas veces su condición de estudiante en situación precaria.
Pulsó el timbre y esperó tres segundos antes de volver a presionarlo.
Al no haber respuesta, le hizo una señal a Marcos para que se acercase y comprobó que llegaba con un nutrido grupo de llaves y ganzúas enlazadas por un aro. El hombre se puso de rodillas y comenzó a introducirlas de una en una, con el oído pegado a la cerradura. En sólo unos minutos, el acceso al apartamento estaba libre, por lo que sacó su pistola y procedió a entrar en primer lugar.
* * *
Registró una por una las habitaciones y verificó que no había nadie, así que le pidió a la condesa que le diese instrucciones sobre lo que debían buscar allí.
—Me gustaría ver si hay correspondencia, documentos o cualquier otra clase de papeles que nos puedan decir quién es ese tipo en realidad.
Véronique abrió los cajones superiores de un refinado escritorio situado en una de las esquinas del salón y descubrió un nutrido grupo de cartas que decidió revisar. En realidad, le interesaban dos cosas: las posibles comunicaciones que hubiese podido tener con su marido y, sobre todo, la existencia de mensajes de otras mujeres.
Marcos Mignon indagó si había algún que otro sitio oculto que pudiese contener papeles, por ejemplo, dentro de los armarios, pero, al no haber nada parecido, fue a la parte trasera de la puerta de entrada y comprobó que había una caja con llaves adosada a la pared. La abrió y descubrió que de una de ellas colgaba un pequeño indicativo que la identificaba como «trastero».
—Voy a bajar un momento a vigilar la entrada y, de camino, echar un vistazo a los sótanos del edificio —le dijo a la condesa—. Parece que este tío tiene un pequeño espacio abajo para guardar trastos, por lo que es posible que también pueda haber documentos.
—Adelante. Yo seguiré aquí.
La mujer terminó de analizar los papeles del joven y se guardó dos cartas que podrían contener datos interesantes. En el fondo, ella había intimado varios años con él y tenía derecho a conocer detalles de su vida privada que, por una u otra razón, él siempre le ocultó.
De paso, aprovechó para ir al dormitorio y ver cómo era.
Una cama y algunos muebles componían un espacio sencillo pero bien decorado. Abrió un armario y observó que había una serie de trajes de buena calidad, de marcas muy reputadas, que nada tenían que ver con el vestuario habitual de un estudiante sin recursos.
Todo aquello le resultaba extraño porque el Bruno que ella conocía parecía haberse desvanecido para dejar paso a una persona bien diferente. Se sentó en la cama y trató de imaginar con qué mujeres habría hecho el amor su amante y por qué le había negado a ella la posibilidad de acceder a esa parte de su vida.
Un ruido sordo le llegó desde el salón.
Pensando que debía de ser el detective, salió a su encuentro, pero no vio a nadie en el lugar.
Retrocedió y, al dar la vuelta para dirigirse al cuarto de baño, un fuerte golpe le alcanzó la nuca.
Todo se oscureció de repente.