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Reims

Véronique Dubois sentía una opresión claustrofóbica entre las cuatro paredes de su habitación, provocada por la acumulación de circunstancias que estaban haciendo de su vida un verdadero tormento.

Era difícil saber cuándo habían comenzado sus problemas; pero para ella —una mujer al borde de la edad madura— no cabía otra opción que pensar que un marido que no le prestaba la más mínima atención, abstraído en absurdas aventuras, y una hija en edad de volar por sí sola, suponían motivos más que suficientes para sufrir una crisis como la que estaba sufriendo en los últimos días.

Sola, aburrida y hastiada del insoportable comportamiento del conde, llevaba mucho tiempo dedicada a otras aficiones, entre las que reconocía su especial dedicación al alcohol. En realidad, ella nunca había bebido como lo hacía en los últimos años, aunque, a decir verdad, suponía el mejor refugio ante las adversas condiciones que presentaba su existencia. Sin Pierre en el castillo, su hija fuera del país y, sobre todo, con su amante perdido para siempre, ¿qué podía hacer una mujer acostumbrada a disfrutar de lo mejor de cada uno de los acontecimientos que le había brindado la vida?

Consciente de que había ingerido un poco de champagne y sin nada que hacer esa tarde, la condesa inició un recorrido por las dependencias vacías del castillo, que, ahora más que nunca, parecían auténticas mazmorras.

Entró en la habitación de Guylaine y abrió uno de sus armarios para comprobar que todo estaba en regla. Los vestidos de su hija le gustaban para ella misma y, de hecho, más de una vez le había cogido uno prestado para acudir al encuentro con Bruno, a fin de que su aspecto pareciese más acorde con la edad del chico.

Un agrio pensamiento le vino a la mente al pensar que no llevaba nada bien eso de envejecer y que —muchas veces había reflexionado sobre ello— la búsqueda de un amante tan joven se debía a un afán de su subconsciente por compensar los años que le llevaba su marido.

Salió del cuarto de su hija y se dirigió hacia las estancias superiores, en las que hacía tiempo que el conde había ubicado sus oficinas. Necesitó unos instantes para recordar cuándo había estado allí por última vez y se convenció de que debía de hacer más de un lustro. En aquel lugar, que le parecía decepcionante debido a la piedra gris de las paredes y a lo arcaico de las instalaciones, observó que alguna de las ventanas ni siquiera tenía cristales, ya que componían el torreón superior de la fortaleza medieval de los Divange, cuyo aspecto exterior estaba protegido por ser un bien histórico.

Se sentó en la mesa de Pierre y se reclinó en su sillón preferido, una antigua butaca forrada en piel que debía de tener más años que él.

Se relajó y trató de averiguar qué era lo que seguía atándola a ese lugar, pues, en realidad, era ya muy largo el período de infortunio que llevaba confinada en aquella jaula de oro.

Por todo ello, el divorcio era una decisión tomada cuya puesta en práctica sólo era cuestión de tiempo, ya que, antes de eso, había que encontrar al conde perdido.

Abrió uno de los cajones y observó el absoluto desorden que imperaba en su interior, donde decenas de lápices, bolígrafos y plumas estilográficas parecían haber sido abandonados una vez que su máxima vida útil había sido alcanzada. En realidad, aquello parecía un cementerio de bártulos de escritura.

Se atrevió, por segunda vez, a profanar otro de los compartimentos de la mesa de trabajo del conde, aunque esta vez encontró un conjunto de distintas carpetas de colores que habían sido amontonadas siguiendo un completo desbarajuste.

Tomó una al azar y vio que contenía documentos relacionados con las compraventas de terrenos en los que Pierre había realizado excavaciones arqueológicas sin cesar, buscando información sobre la posible localización del armatoste que ahora ocupaba la sala del sótano.

Desplegó una carpeta amarilla y lo que encontró le elevó las palpitaciones de forma preocupante.

Se trataba de una carta manuscrita dirigida a su marido y cuya letra reconocía perfectamente, porque era la de su amante.

* * *

Nerviosa e impaciente, la condesa comprobó que era el único folio que contenía.

Lo situó sobre la mesa vacía y comenzó a leerlo.

Estimado Pierre:

Antes de nada, quiero agradecerle el interés que ha mostrado durante las negociaciones y, sobre todo, al aceptar mi propuesta.

Sé que no ha debido de ser fácil, pues el desarrollo de sus investigaciones y las de su familia, centenarias sin duda, llevaban una trayectoria cuya inercia, normalmente, es imposible de frenar.

Por eso, una vez más (pero esta vez mediante este escrito), debo decirle que su decisión ha sido la más acertada y que no va a equivocarse.

Por razones que no puedo explicar ahora, conozco bien casi todo lo acontecido en esa búsqueda milenaria, y lo que yo puedo aportar es bastante significativo como para que emprendamos esta nueva etapa juntos.

Atentamente,

Bruno.

Tuvo que respirar tres veces antes de pensar qué hacer con esa carta, aunque su primera reacción, totalmente impulsiva, fue romper ese infame trozo de papel en mil pedazos.

Con el pulso aún tembloroso, pudo comprobar que el folio tenía adosado un clip metálico que su marido había usado para adjuntar el sobre en el cual vino aquella correspondencia, a la que dio la vuelta para verificar —no sin estupor— que la dirección de Bruno estaba perfectamente escrita en el dorso.

* * *

Sin saber cómo expresar sus sentimientos, Véronique comenzó a proferir una serie de insultos que jamás hubiese pensado soltar en el refinado condado de Divange.

Durante años había sido la amante fiel de un joven sin recursos que, junto a ella, había progresado de manera notable. En ese tiempo, le dio sus mejores momentos y le atendió con sus más sinceras caricias, y lo que era peor, había albergado la posibilidad de formar una pareja estable con él, juntos para siempre.

En los últimos días, una vez asumida la ruptura que el chico deseaba, comenzó a reflexionar sobre lo que ocurrió en todo ese tiempo que transcurrió desde el día que lo conoció hasta el abominable momento en que la abandonó.

Entre otras muchas cosas recordó que, a pesar de sus intentos, él nunca quiso mostrarle su apartamento —la vivienda que decía tener alquilada en París—, y siempre habían hecho el amor en el castillo o en alguno de los pisos, repartidos por todo el país, que formaban el patrimonio inmobiliario de los Dubois. Además, recordaba algún que otro encantador hotel perdido por la geografía francesa, donde también se habían entregado a los placeres más sensuales.

En la carta dirigida al conde, figuraba la dirección del remitente, localizada en el mismísimo Boulevard Haussmann, extraordinariamente cerca del edificio de la Ópera, un céntrico lugar que no casaba con la posición social a la que el joven Bruno siempre había afirmado pertenecer.

¿Qué había detrás de todo aquello?

¿Quién era en realidad su amante?

Echó mano de su teléfono móvil, pero recordó que lo había lanzado contra la pared de su habitación y estaba destrozado, así que dejó pasar unos minutos y, haciendo uso de los conocimientos adquiridos en las clases de yoga a las que llevaba años asistiendo, meditó el paso que procedía dar a continuación.

Descolgó el teléfono del despacho de su marido y marcó el número de la agencia Mignon.

Si había contratado una reputada empresa de detectives, esa misma habría de valerle para descubrir qué había detrás de todo aquello.

* * *

La condesa exigió hablar con el máximo responsable de las oficinas, el señor Marcos Mignon, el cual había sido la persona a la que ella había confiado la búsqueda de su marido.

Le informaron de que el director general de la sociedad se encontraba analizando un asunto en Estrasburgo, pero que regresaría probablemente al final del día siguiente, y si el tema no era muy urgente, él la llamaría a su regreso, o bien, lo haría alguno de los muchos detectives de la amplia organización.

Los gritos de Véronique Dubois convencieron rápidamente a la secretaria de que aquella mujer era capaz de cualquier cosa por hablar con su jefe y, quizá por eso, le pidió amablemente un número de teléfono al que poder devolverle la llamada. La condesa le repitió dos veces el número y la extensión del castillo de Divange, donde estaba en ese momento.

Tres minutos más tarde, el aparato comenzó a sonar con fuerza, ya que una llamada efectuada desde un teléfono móvil trataba de conectar con las dependencias superiores.

—Buenas tardes, señora condesa. Mi secretaria me ha explicado su urgencia por conectar conmigo. ¿Ocurre algo? ¿Es que hay alguna cosa que no va bien?

—Digamos que así es —respondió Véronique—. El detective que usted nos ha enviado está en estos momentos en España con mi hija y, aunque parece que allí las cosas van progresando adecuadamente, lo cierto es que he descubierto una nueva pista que es realmente significativa para el caso y que atañe a un posible sospechoso cuya residencia está en París. ¿Cuándo vuelve usted a su oficina?

—Tenía previsto regresar mañana en el último vuelo de la noche, pero, si usted me lo pide, puedo estar allí a primera hora.

—Sí, se lo ruego. Quisiera verle lo antes posible.

El hombre asintió y se despidió cortésmente.

Una vez cumplido su objetivo, la mujer colgó el teléfono y se dispuso a preparar una maleta para salir de viaje unos días, comenzando por esa misma noche.

Si su cínico ex amante estaba en París, ella debía ir allí y desenmascararlo.