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Las decenas de kilómetros que habían recorrido desde el aparcamiento de camiones no le parecieron suficientes para tener la seguridad de que el vehículo rojo había quedado atrás, así que, sin perder de vista la carretera, Marc no le quitó ojo al retrovisor por si acaso aparecía el fatídico coche de sus perseguidores.

—¿Crees que nos siguen? —preguntó Guylaine, que cada vez que su acompañante miraba hacia atrás, percibía una notable sensación de preocupación.

—Pienso que les llevamos un buen trecho de distancia. No obstante, creo que podemos coger un tren de alta velocidad en Madrid y llegar a Córdoba antes que ellos, y así despistarles.

—Buena idea.

La entrada en la gran urbe fue más fácil de lo previsto, gracias a las indicaciones que señalaban la estación de Atocha. En unos momentos, consiguieron dejar el coche en la oficina de alquiler de vehículos, comprar unos billetes y montarse en un tren que circulaba a una velocidad de vértigo camino de la antigua ciudad de Córdoba.

Se acomodaron en sus respectivos asientos y profirieron un profundo suspiro al unísono. El hecho les resultó simpático y se miraron sonriendo por la precipitada carrera que habían realizado hasta encontrarse allí.

Marc se decidió a poner las cosas en su sitio.

—Quiero que sepas que corremos un serio peligro.

—¿Te crees que no lo sé? He sonreído por el quejido que hemos dado los dos al sentarnos, pero la verdad es que me duele todo el cuerpo por la tensión.

—Pues imagínate cómo me crujen los huesos cada vez que me muevo —dijo el hombre, palpando sus piernas—. Me apetecería pasar varios días seguidos en alguna de las playas en las que he estado en mi vida. Me siento realmente cansado.

—Imagino que será por la paliza. Tenemos un rato libre hasta llegar a Córdoba. ¿Quieres hablarme de tu vida anterior? Me refiero a la etapa en la que defendías ballenas acosadas por los despiadados pesqueros japoneses.

—Claro. ¿Qué quieres saber?

—Me gustaría que me explicases por qué un tipo joven como tú decide gastar los mejores años de su existencia en una experiencia como ésa.

—¡Vaya pregunta! Pienso que no ha sido un gasto, sino una inversión. Creo que debo ponerme cómodo para explicártelo de forma que suene sensato lo que te voy a contar —estiró las piernas todo lo que pudo y cruzó los brazos sobre el pecho—. Como te he dicho, mis padres murieron cuando yo tenía unos diez años. Es difícil imaginar lo que pasa por la cabeza de un niño que pierde a su familia de una sola vez y, además, en el momento en que se está haciendo un hombrecito. Para decírtelo de una forma sencilla, fue un hecho brutal, un acontecimiento del que no me he recuperado en todo este tiempo. Los años siguientes fueron realmente duros y complicados para mí, pues podríamos decir que primero fui un niño bueno —realmente pacífico— y, luego, un adolescente rebelde. Mi tío cuidó de mí y estuvo pendiente de lo que pasaba por mi vida en cada momento, así que, a trancas y barrancas, logré terminar el bachillerato e incluso una carrera universitaria. Se lo había prometido y se lo debía después de dedicar sus mejores años a su sobrino. Este hombre no se casó, no disfrutó, y he llegado a pensar que incluso ha tenido una existencia célibe por culpa de las preocupaciones que yo le daba, y por eso, me propuse darle esa satisfacción que él anhelaba y terminé mis estudios. Después de eso, decidí dedicar el resto de mi vida a mí mismo, y en lugar de buscar un empleo relacionado con mi profesión, inicié una larga etapa en la que el inconformismo y la sedición formaban parte de mi rutina diaria. Primero anduve recorriendo el continente americano, desde el norte hacia el sur, gastando el poco dinero que me enviaban desde Francia, y luego, trabajando en empleos de poca monta. Poco a poco, en ese estado de insubordinación permanente, me di cuenta de que el mundo era un asco y, especialmente, sucedió algo que terminó de lanzarme hacia una actitud más activa contra el poder establecido. Ocurrió en una fábrica de pescado en Chile en la que estuve trabajando unos meses después de recorrer toda la costa del Pacífico. Allí comprobé que las empresas no tienen ningún tipo de escrúpulos cuando se trata de obtener recursos baratos para vender a precios caros, pues esta gente adquiría cualquier cosa que proviniese del mar, sin respetar especies en extinción, ni nada parecido, así que, cada vez que recibíamos una remesa de materia prima, me sentía morir, por lo que allí llegaba. Al cabo de unas semanas, entré en contacto con una gente de Greenpeace que venía persiguiendo a los barcos pesqueros que servían a estos tíos sin escrúpulos de cualquier cosa que pidieran, y logré introducirme en ese círculo, dado que me apetecía luchar por algo que cambiase el mundo, por lo que decidí unirme a ellos. Los años siguientes fueron increíbles. He visto una buena parte del planeta tierra y he visitado países en los que jamás hubiese imaginado estar, aunque, eso sí, en varias ocasiones estuve en serio peligro de sufrir algún percance importante. ¿Recuerdas el lanzamiento de barriles con desechos nucleares y la gente que iba en lanchas debajo de los buques? —paró para comprobar que la mujer asentía—, pues allí estaba yo, en una de esas barquitas sin protección ninguna en medio del océano. Comencé a tomarle gusto a esas aventuras y terminé persiguiendo a cazadores de osos y gente que sacrificaba cachorros de focas en el Polo Norte. Después de mucho tiempo inmerso en esta cruzada personal, caí herido en el transcurso de una persecución de varios tíos que habían matado a miles de diminutos animales en un llano helado y que dejó una inmensa mancha roja en la nieve. Me tuvieron que curar en un hospital inmundo de un lugar que ni sé pronunciar y, luego, cuando pude viajar, volví a Paris para descansar unos meses, y…

—¿Y qué? —preguntó Guylaine, que seguía la narración del pasado de Marc con interés.

—Pues que mi tío Marcos me ofreció este trabajo. Tengo que confesarte que te mentí. Éste es mi primer empleo como detective. Lo siento.

El silencio en la cabina, sólo matizado por el suave silbido de un tren que avanzaba a gran velocidad hacia su destino, fue cortado por las primeras palabras de la mujer tras la confesión que había escuchado.

—Ya lo sabía. Mi madre investigó tu agencia en los primeros días en los que te ocupaste del caso, y luego, había cosas que ella no entendía de tu forma de afrontar el caso.

—¿Y qué halló?

—Que nadie te conocía en el mundo de los investigadores privados. La agencia Mignon es muy famosa, pero el joven Marc es un perfecto desconocido.

—¿Y por qué no se lo dijo a mi tío? ¿Cuál fue la causa para que me permitiese seguir en el caso?

—Es bien sencillo. Mi madre es imprevisible y le gusta la gente «agradable». Debe de tener sus razones…

La mujer recordó la seria sospecha que pendía sobre el joven que tenía a su lado, y a pesar de que conocía la pasión de la condesa por la diversión, se preguntó si habría sido capaz de llegar a acostarse con ella, porque si así era, jamás le perdonaría.

* * *

El personal de la compañía ferroviaria se acercó con un carrito lleno de bebidas que ofreció a los pasajeros. Un botellín de agua sirvió para aclarar la garganta del hombre, que terminó por lanzar lo que tenía en la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—Veo que te has inquietado, así que déjame que te lo explique. He querido gastarte una broma con el significado de Mignon[3], nada más. ¿Es que hay algo que no sé? —preguntó la mujer, observando atentamente su reacción.

—No, nada. Sólo que no sabía lo que habías querido decir…

Marc dejó perder su mirada a lo lejos del fondo del tren, y sopesó la posibilidad de que la mujer conociese el traspié que había dado con su madre.

La puerta de cristal que separaba un habitáculo de otro dejaba entrever a dos tipos que se acercaban desde la parte delantera, a varias decenas de metros de ellos.

Sin pensarlo, tomó la mano de Guylaine y tiró de ella para que se levantase de inmediato. Le hizo una señal de silencio, situando su dedo índice sobre la boca, pidiéndole que le acompañase sin rechistar. Abandonaron los asientos dirigiéndose de forma sigilosa hacia la parte trasera.

Tras pasar el restaurante, se decidió a hablar.

—Nos vuelven a seguir. Esos tíos han descubierto nuestras ideas, y saben adonde vamos, porque han cogido el mismo modo de transporte que nosotros. ¡Vaya casualidad! —profirió el hombre—. La verdad es que es una coincidencia imposible de imaginar. En el fondo, pienso que debe de haber algo más que no sabemos. Creo que alguien está pasándoles información.

—No sé a qué te refieres —dijo la mujer contrariada.

—Yo tampoco. Estoy tratando de pensar rápido y no encuentro solución a mis reflexiones. ¿Cómo han podido seguirnos hasta aquí?

—Tenemos que encontrar la respuesta, pero antes debemos bajarnos de este tren, que en realidad vuela —apuntó el hombre, mientras miraba por la ventana.

Observaron que sus perseguidores seguían revisando una a una las distintas filas de asientos. Marc se encontró de repente frente a una azafata de la compañía y le preguntó cuál era la próxima parada. Sin pensarlo, una joven rubia con expresión de querer agradar a los clientes le respondió luciendo una gran sonrisa en la boca.

—Córdoba, señor, llegaremos allí en cinco minutos.

De nuevo, decidió tirar de la mano de Guylaine y arrastrarla hasta el fondo del tren. En el momento en que se convenció de que no existía más pasillo que recorrer, le dio un impulso final y la introdujo en el interior del baño. Desde la puerta, cursó una inspección visual de toda la zona y cerró la puerta del aseo, con ellos en su interior. El estrecho compartimento apenas ofrecía espacio vital para ambos, así que, mirándose de frente, aguantaron la mirada sin decir ni palabra, y al cabo de un rato, notaron que el tren perdía aceleración, porque iniciaba su llegada a la estación.

Entre susurros, el hombre le pidió que no dijese ni palabra y entreabrió la puerta para comprobar por dónde andaban los matones.

Con el ferrocarril completamente parado, oteó el pasillo e impulsó a Guylaine fuera del baño. Cuando terminó de comprobar que nadie les seguía, volvió a tirarle de la mano y la dirigió hacia los asientos donde estaba el equipaje. Lo cogieron con rapidez y corrieron hacia la salida.

En el andén, se encontraron entre una hilera de personas que se encaminaba hacia el exterior. Pasearon con naturalidad entre ellos y observaron que la puerta de la estación no se encontraba lejos, por lo que, con la mayor normalidad posible, se dirigieron hacia allí.

Sin rastro de los baladrones que les perseguían, alcanzaron una gran explanada delante del edificio de la estación ferroviaria que daba paso a la ciudad de Córdoba, y aunque existía la posibilidad de alquilar un coche en el interior del edificio, prefirieron salir a una calle adyacente y perderse entre la trama urbana para pasar desapercibidos lo antes posible. Tan sólo con una ligera maleta de mano, podían alejarse de aquel lugar tanto como quisieran.

Un golpe de suerte les llevó hasta un hotel de aspecto moderno, de una dimensión mediana, en el que podrían pasar la noche de forma discreta.

Acordaron utilizar el mismo argumento que en Ripoll: serían una pareja en busca de un viejo suegro loco que ha perdido la cabeza por una joven mujer. Si alguien preguntaba por ellos, el conserje diría que no sabía nada gracias a una generosa propina que fue aceptada sin reservas.

Subieron a la habitación y cerraron la puerta con apremio.

Guylaine se dirigió a la ventana e inspeccionó el exterior, para verificar que nadie les vigilaba desde la calle. La protección que el hotel le ofrecía le hizo comentar al hombre que parecía que, por fin, se encontraban en sitio seguro.

Marc le pidió que no fuese tan cándida, porque si aquella gente les había seguido hasta allí, debía haber alguna conexión que desconocían con alguien de su entorno.

Cuando terminaron de hablar, comprobaron con sorpresa que había una sola cama en la habitación.