21

La tenue iluminación que lograba entrar en la habitación dibujaba caprichosas figuras en el techo. El monje les había invitado a sentarse en una sala oscura en la que les costó trabajo encontrar las sillas.

—Perdónenme. Yo paso mucho tiempo aquí, solo. Me gusta esta penumbra para poder rezar con tranquilidad.

Encendió una deteriorada lámpara que no mejoró mucho la claridad de la estancia.

—Así mejor, ¿no? —preguntó.

—Sí, mucho mejor —respondió la mujer—. ¿No debería llamar a la policía para que no vengan?

—No se preocupen. Era una mentirijilla que les dije para que se marchasen, porque cuando noté que había ruidos, me dirigí hacia donde les hallé y tropecé con ustedes, por lo que no me dio tiempo a llamar a la guardia. Pero surtió efecto… ¿verdad? —preguntó con una sonrisa picarona en los labios.

—Sin ninguna duda —respondió el detective—. ¿Puede contarnos cuándo y cómo llegó el conde de Divange al monasterio de Ripoll?

—Pues fue de forma repentina. Un día por la mañana apareció aquí un hombre preguntando por alguien que pudiese ayudarle en unas investigaciones muy importantes que decía tener que hacer. Mis superiores me eligieron a mí para acompañar a un estudioso que conocía bien el glorioso pasado de este templo y que incluso nos aportó algún dato adicional que nosotros mismos no conocíamos. Fue sorprendente encontrarnos con él, porque jamás habíamos recibido en este santo lugar a un hombre tan documentado en temas del milenarismo.

—Sí, efectivamente, mi padre se ha pasado toda su vida estudiando la alta Edad Media y el entorno del año Mil.

—Pero lo que más nos sorprendió fue que nos dijese que era el conde de Divange y que vivía en un castillo de la época de Silvestre II. ¡Eso es increíble!

—Pues es la casa donde yo vivo —añadió Guylaine, arqueando una ceja.

—Debe de ser usted muy afortunada, señorita, ya que su padre es una de las personas más cultas que he conocido. De hecho, cuando mis superiores hablaron con él, le invitaron a comer con nosotros, y tan larga se hizo la velada que le invitamos a cenar, y tan tarde se hizo que le propusimos quedarse esa noche y todo el tiempo que quisiera.

—O sea, que estuvo aquí una semana completa —reflexionó el detective.

—Así es. Puede que algo más de siete días.

—Pues mi familia le ha estado buscando desde entonces. Mi madre está seriamente preocupada, ¿verdad, Marc? —preguntó la mujer.

—Sin duda —respondió el hombre—. La condesa ha sufrido mucho en este tiempo.

—Vaya; lo siento. No sabíamos que Pierre no había dejado instrucciones en su casa y, por tanto, que su gente no tenía conocimiento de que se encontraba aquí.

—¿Venía solo? ¿Preguntó alguien por él mientras estuvo aquí? ¿O después de que se fuese? —el detective notó que estaba atosigando al monje con sus preguntas—. Disculpe tanto interrogatorio, pero es que este asunto ha llegado a alcanzar cierta gravedad, por lo que le ruego que lo comprenda.

—No se preocupe; lo entiendo. Sí, llegó solo. Nadie preguntó por él mientras estuvo aquí y, sí, se han interesado por él esta misma mañana. Eran dos hombres, con un aspecto que no me gustó.

—¿Y qué les dijo?

—Nada. Realmente nada. Indagaron si el conde había estado por este lugar y, por precipitación, se me escapó la verdad. Les dije que sí. Pero eso fue lo único. No les dije a qué se dedicó Pierre la semana que pasó con nosotros.

—Bien hecho —apostilló la mujer—. ¿Y qué hizo mi padre una semana completa en este monasterio?

—Rezar. Es un hombre muy religioso.

—Eso ya lo sé. ¿Y qué más?

—Estuvo indagando cosas realmente extrañas. Nosotros conocemos este templo como nadie, porque llevamos aquí mucho tiempo, siglos. Se dedicó a medir distancias, palpar piedras de las paredes y leer y releer todas y cada una de las inscripciones que este edificio tiene. Además, repasó los antiquísimos libros y documentos que aún conservamos.

—¿Y sacó alguna conclusión? —siguió interrogando la mujer.

—Sí; mostró un interés especial por el abad Oliba.

—¡Lo presentía! —la sonrisa de la mujer no pasó desapercibida para el detective, que comprobó lo bien que conocía a su padre.

—A comienzos del siglo XI, tras el año Mil, nuestro abad Oliba mandó reestructurar la iglesia existente para convertirla en una de las más desarrolladas de todo el románico. Construyó nada menos que cinco naves, fachada con dos altas torres, crucero larguísimo y cabecera de siete ábsides. Un auténtico y espectacular edificio que aún hoy sigue causando sensación.

—Así es. Es sorprendente y… misterioso. Está claro que el conde sacó de aquí pistas… —el detective trató de sonsacar al monje.

—No sé qué decirle. La verdad es que Pierre se fue y no nos contó lo que descubrió. Es cierto que se marchó diciendo que le habíamos ayudado mucho y que había resuelto en nuestro monasterio la mitad de las dudas que tenía para desvelar el mayor enigma del año Mil.

—¿Y sabe cuál es? —inquirió Guylaine.

—No, eso no lo dijo… Nos explicó muchas cosas del fin del primer milenio que no conocíamos, pero no aportó nada más en relación con los descubrimientos que realizó en nuestro templo y que le hicieron tan feliz cuando se marchó. Es evidente que es un estudioso apasionado por los secretos del papa francés, pero no puedo decirles nada acerca de las conclusiones de su semana aquí porque no lo dijo cuando se marchó a…

—¿Adonde…? —saltaron los dos al mismo tiempo, lo que asustó seriamente al monje, que dio un repullo en su silla.

—A Córdoba.

Comprobó que los jóvenes estaban realmente interesados por el rumbo que el conde había tomado, y eso le gustó, porque el noble le había causado una gran impresión y, en consecuencia, desde entonces, le tenía respeto y consideración. Por eso, se decidió a darles toda la información que tenía.

—Su padre se ha ido al sur de España, señorita, a la ciudad que un tiempo fue el centro del mundo. Y además, le puedo decir que el conde se marchó diciendo que tenía la confirmación de que el papa había estado allí. Cuando me lo dijo, no le podía creer. ¿Cómo pudo un hombre como Silvestre II traspasar las fronteras para irse a un territorio blasfemo? ¿Para qué fue allí? ¿Qué oscuros propósitos pudo tener para hacer un viaje tan arriesgado?

* * *

Regresaron al hostal a media noche, con el mismo sigilo con el que partieron hacia el monasterio unas horas antes. Por el camino de vuelta, no hallaron ni un solo atisbo de sus perseguidores.

Guylaine aprovechó para llamar de nuevo a su madre y comunicarle las buenas noticias. La condesa recibió con júbilo las explicaciones de su hija, quien le narró de forma acelerada el encuentro con el monje y el hecho de que su padre había estado con ellos todo el tiempo, y que se encontraba bien.

Cuando terminaron de hablar, la mujer se dio cuenta de que no le había dicho que su padre había partido hacia Córdoba. Se quedó pensativa y, al volver la cabeza, vio que Marc parecía dormido, así que, sin darle las buenas noches y sin apenas hacer ruido, decidió entrar en su cama.

Desde que se acostó, aunque exhausto por los acontecimientos de los últimos días y por el viaje, el hombre no había conseguido pegar ojo porque la misma idea le daba vueltas en la cabeza una y otra vez. Había oído la conversación de su acompañante con la condesa y, a partir de ahí, le fue imposible conciliar el sueño.

Sopesó durante toda la noche si era oportuno o no contarle a su tío la sorprendente amenaza del matón, con la que concluyó la brutal paliza. Por un lado, su corazón le decía que debía hacer partícipe a su pariente más cercano, el hermano de su padre, de la inesperada noticia después de tanto tiempo, pero, por otro lado, una voz en su interior le indicaba que aquello era algo que le había ocurrido a él —como si de una conjunción de extraños acontecimientos se tratara— y, por tanto, lo debía resolver solo. Se lo debía a sus padres, que habían muerto tan jóvenes y que prácticamente no tuvieron la oportunidad de conocer a su hijo.

Después de la paliza, de una experiencia tan intensa, su mente le indicaba un camino muy directo al asunto. Había esperado que le matasen, que le dejasen mortalmente herido, o incluso que le mutilasen, como suele ocurrir en las películas de policías, donde el protagonista recibe una contundente advertencia para que olvide el curso de las investigaciones que le llevan hasta ese punto. Pero no; lo que había ocurrido no tenía sentido. Veinte años después de la muerte de dos personas, por alguna razón imposible de explicar, aparece alguien y dice que aplicará la misma fórmula para acabar, esta vez, con el hijo de aquellas personas que dejaron su vida en un caso nunca cerrado. En todo este tiempo, todos los Mignon se habían preguntado una y mil veces si el culpable había sido un asesino o, simplemente, un infractor de las normas de circulación que había provocado un terrible accidente. Ahora, gracias a la coacción de un tipejo al que no había podido ver la cara mientras pronunciaba esas palabras, tenía una certeza de valor incalculable: sus padres habían sido asesinados. La sola idea de que esa gente estaba cerca de allí, posiblemente en alguno de los hoteles de Ripoll, le revolvía las tripas. Aunque sólo fuera para obligarles a que le contasen lo que realmente había ocurrido tiempo atrás, un ímpetu irrefrenable por salir y buscarles crecía en su interior y era la verdadera razón de su insomnio.

Guylaine se encontraba en la otra cama de la habitación, a cierta distancia. No podía saber si dormía o no, pero en cualquier caso, la prudencia le decía que debía continuar el transcurso normal del asunto, porque más tarde o más temprano iba a confluir con aquella gente.

Sin embargo, estaba convencido de que la elección que debía tomar no le iba a dejar dormir en toda la noche. Podía llamar a su tío Marcos y contarle la sorprendente noticia. O también podía esperar y ver cómo se desarrollaba la búsqueda del conde, y averiguar el interés de aquella gente.

A priori, ambas opciones eran igualmente válidas, aunque su corazón le marcaba un rumbo muy claro.

El camino debía encontrarlo él solo. O al menos, eso creía…

* * *

Despertó y no encontró a Guylaine en la habitación.

Buscó en el cuarto de baño y descubrió que tampoco se hallaba allí, en vista de lo cual se vistió tan rápido como pudo y bajó las escaleras mientras se calzaba uno de los zapatos. Los tres pisos que tenía que bajar a pie, porque el hostal carecía de ascensor, se le hicieron interminables.

Cuando el corazón parecía que le iba a estallar, un frenazo en seco le hizo volver a la realidad al verla conversando con la dueña del establecimiento en una de las mesas de la planta baja del hostal.

Frente a un zumo de naranja, ambas mujeres compartían algún tipo de conversación cuyo contenido no podía ni imaginar.

Un rápido saludo le bastó para hacerse notar.

—¡Hola, Marc! Estaba contándole a la señora que ayer encontramos por fin referencias claras de mi padre. Le he dicho que estuvo aquí una semana y que se ha ido a Córdoba.

La cara del hombre, sorprendido y enfadado a partes iguales, le dejó claro a Guylaine que había metido la pata.

—Le ruego que no haga caso a lo que dice mi mujer —pidió Marc, que intentó poner la cara más sumisa de las que tenía en su repertorio—. Está un poco contrariada por el viaje a España y debemos proseguir nuestro camino hacia otra parte. Le pido que si alguien le pregunta por nosotros, le diga que nunca hemos estado aquí. Déjeme explicarle por qué.

El detective tiró del brazo de la dueña del establecimiento y le susurró al oído algo que la dejó ampliamente contrariada.

—Mi mujer está un poco descentrada, debido a que estamos siguiendo a mi suegro, que ha desaparecido con una chica joven, abandonando a su esposa, que llora desconsolada en París desde hace unas semanas. No tenemos certeza de lo que voy a decir, pero creemos que ha podido contratar a unos matones para que encuentren a su marido y a su joven amante y, por eso, le suplico encarecidamente que si alguien pregunta por nosotros, o por el padre de mi mujer, le diga que nunca hemos estado aquí. ¿Podrá hacerme el favor?

La señora mostró un rostro de seria preocupación, dando a entender que comprendía las explicaciones del hombre, bastante alejadas de la de la mujer.

En el momento de hacer las maletas, Marc reprendió severamente a Guylaine, que reconoció haberse dejado llevar por lo positivo de la situación, pues por fin sabía que su padre estaba vivo, que se encontraba bien, e incluso tenía conocimiento de dónde estaba.

—Pero olvidas que hay uno, y no sé si dos, grupos de matones que están cerca de nosotros y que nos harán papilla si nos cogen —puso un gesto aún más grave y le miró directamente a los ojos—. Esto no es un juego. Creo que pueden matarnos, a nosotros y también a tu padre, para conseguir el dichoso secreto que pueda contener la maldita máquina del castillo. ¿Entiendes lo que te digo?

La mujer asintió y notó una desagradable presión en los brazos, ejercida por las manos del hombre, que debido a la intensidad con la que la tenía cogida le estaba haciendo daño. Trató de liberarse sin conseguirlo, porque Marc estaba realmente ofuscado con lo que había sucedido.

—Pienso que no eres consciente de lo que nos estamos jugando —continuó el hombre—. Estamos frente a varios grupos organizados que pueden acabar con nosotros por intereses desconocidos.

Guylaine había comenzado a gimotear, cuando aún la zarandeaba.

Al darse cuenta, paró y trató de pedirle disculpas. Notó que la emoción por todo lo sucedido le estaba llevando demasiado lejos y en consecuencia, decidió decirle a la mujer lo que pasaba por su cabeza.

—Tengo que decirte algo muy importante para mí, que ha sucedido en el transcurso del caso y que me tiene contrariado.

La mujer asintió; sacó un pañuelo de papel del bolso para limpiar unas lágrimas que comenzaban a salir de sus ojos y dijo lo primero que le vino a la mente.

—Pues tiene que ser muy gordo lo que te ha ocurrido, porque me has hecho mucho daño en los brazos.

* * *

Se despidieron de la hostelera dándole las gracias por los servicios prestados. Marc le soltó un cariñoso guiño al salir, que le hizo sonreír de forma desenfadada.

De nuevo, recorrieron el camino hasta el monasterio, ya que en sus inmediaciones habían dejado el coche averiado.

Tal y como había prometido la empresa de alquiler, un nuevo vehículo se encontraba disponible para ellos junto al anterior. Un chico joven, vestido con los colores de la marca de la compañía, les vio acercarse y les preguntó si eran ellos los clientes que habían llamado. Una vez identificados, les informó que, para compensarles por los problemas sufridos, les habían traído un modelo superior que presentaba mejores características que el coche dañado.

Una berlina de color blanco, amplia y moderna, les llevaría donde ellos quisieran, sin límite de kilómetros.

Se despidieron de él y, al entrar en el coche, la primera pregunta fue obligada.

—¿Cómo vamos hasta Córdoba? —indagó la mujer.

—Podemos viajar en este mismo vehículo, en cuyo caso tardaremos unas cuantas horas, o bien, dejamos el coche en Madrid y cogemos un tren de alta velocidad hasta allí. No hay vuelos a Córdoba.

—Pues pienso que lo mejor es ir en este coche. Parece confortable y, además, llegamos directamente. ¿Te parece?

—Adelante. La vieja ciudad califal nos espera.

En los primeros kilómetros, que transcurrieron con rapidez, el hombre no cejó en su empeño de mirar por el espejo retrovisor por si el vehículo rojo les seguía de nuevo y, al ver que la mujer se preguntaba qué hacía, le explicó su preocupación.

—Nos han seguido desde París hasta aquí. ¿Crees que han abandonado la caza?

—No lo sé.

—No te quepa la menor duda de que tratarán de darnos alcance y de que intentarán llegar hasta tu padre. Esto funciona así, ¿sabes? Esta gente no va a parar hasta atraparle.

—Pues tendremos mucho cuidado.

—Debo preguntarte algo, y aunque sé que lo he hecho otras veces, tengo que hacerlo de nuevo porque es el fondo de la cuestión. ¿Sabes qué secretos puede contener la máquina del papa? ¿Por qué tanto interés en conseguir descifrarla? ¿Qué puede tener ese trasto para que esta gente haga cosas tan nefastas?

—De verdad que no lo sé. Tenemos que atenernos a lo que decía el conde en la carta. Recuerda lo que escribió sobre la brujería, los hechizos y el fantástico mensaje que almacena ese chisme. Pero en puridad, no tengo ni idea de qué persigue esta gente.

—Pues seguiremos buscando a tu padre para que nos lo explique.

—Así es. Y parece que ya estamos cerca. Por cierto, ¿me vas a contar lo que te ha sucedido en el transcurso del caso y por lo que me has zarandeado esta mañana?

—Sí, por supuesto.

Un súbito cambio de expresión en el rostro de Marc provocó que la mujer abandonase la cómoda posición que había adoptado en el asiento del coche para situarse de una forma más erguida, en espera de lo que le iba a decir.

Al cabo de unos segundos, el hombre comenzó a hablar con palabras que parecían venir desde lo más profundo de su corazón.