18

El vuelo desde París había cumplido todas las expectativas. Rápido, cómodo y puntual, el avión les había traído hacia su destino, permitiéndoles llegar a la cita con el comisario a la hora acordada. Muy temprano, una llamada al teléfono que le había facilitado la policía francesa les permitió obtener más información de primera mano y concertar una reunión ese mismo día. A la policía española le pareció muy precipitado, dado que ellos aún estaban en la capital gala, pero la importancia del tema hizo que tanto Guylaine como Marc decidieran comprar unos billetes por Internet y aterrizar en Barcelona lo antes posible.

Aunque el viaje había sido placentero, el detective había tratado de identificar a todos y cada uno de los pasajeros, por si reconocía a alguna persona sospechosa que hubiese visto en Reims o, incluso, cuya voz reconociese entre los captores del día anterior, y eso, a pesar de que aún le dolía todo el cuerpo y la cara se le había inflamado, lo que le impedía abrir uno de los ojos con normalidad.

Pero lo peor era que le costaba mirar a la chica a la cara por lo que había ocurrido la noche anterior. Aunque lo recordaba con gran intensidad, intuía que ella jamás lo comprendería.

Les recibió el inspector Casals en Carrer Balmes, cerca de la avenida Diagonal. El hombre parecía muy concienciado de la importancia de encontrar al noble, porque desde la policía francesa se había hecho gran hincapié en el asunto.

Parecía tener toda la información relativa al caso, ya que el tamaño del expediente era voluminoso. Desplegó una foto de Pierre Dubois y comenzó la entrevista.

—¿Es éste su padre? —preguntó de forma directa.

—Así es. Creo que es una foto reciente —respondió Guylaine, ligeramente emocionada.

—Parece que fue visto en el monasterio de Ripoll ayer mismo, en la provincia de Girona.

—¿Dónde está eso? —interrogó Marc.

—Cerca de aquí, a unos cien kilómetros; a poco más de una hora —contestó el inspector.

—Y para llegar allí, hay que pasar por Vic, ¿no es así? —reflexionó la mujer.

—Así es. Veo que conoce usted nuestra región.

—Sí, he venido varias veces. Soy historiadora y le he hecho esa pregunta porque sé que el papa Silvestre II estuvo en Vic estudiando durante un tiempo y, con seguridad, debió acceder a la fantástica biblioteca del monasterio de Ripoll para conocer muchos de los libros traducidos del árabe.

—Exacto. Es un magnífico monumento con un bagaje incalculable.

—Pues por eso está allí mi padre. Va siguiendo las huellas del papa mago…

* * *

Acordaron que Guylaine conduciría hasta Ripoll.

A él le dolían ambas piernas, tenía un intenso dolor en el abdomen y, sobre todo, no podía ver con nitidez. Aunque no era un trayecto largo, podría pensar con claridad mientras la mujer llevaba el coche, pues tenía cosas que meditar, por lo que un paseo de algo más de una hora le vendría bien para ordenar sus ideas.

Aún resonaban en su mente las palabras de uno de los delincuentes conminándole a no seguir en el caso si no quería que le ocurriese lo mismo que a sus padres.

Desde que tenía uso de razón, su tío Marcos le había hablado de la muerte de sus progenitores, y hasta donde él conocía, siempre fue sincero en su valoración de los hechos, ya que era evidente que hablaba con el corazón cuando se refería al caso Baumard. De una u otra forma, tanto a su abuelo como al hermano de su padre, les había afectado el nefasto asunto de una forma irreversible.

Al viejo Miñón, un madrileño que tuvo que huir de una España acorralada por las bombas y dividida en dos bandos antagónicos, la muerte de su hijo y su nuera le costó lo que la guerra no pudo quitarle: su propia vida. Murió al año siguiente, aquejado de una depresión que fue asentándose en sus entrañas.

Por otro lado, su tío Marcos también sufrió las consecuencias de la terrible noticia de la muerte de dos seres tan queridos. Para él, los efectos del fatídico accidente eran también claros: no fue capaz de contraer una relación estable con ninguna mujer desde entonces y, a juzgar por lo que Marc conocía de él, parecía como si jamás hubiese vuelto a ser feliz.

No recordaba a su abuelo, porque era muy pequeño cuando falleció, pero su tío le había hablado del asunto en muchas ocasiones, del desarrollo del mismo e incluso le había mostrado el expediente una de las veces que su pequeño sobrino visitó las oficinas de la agencia.

El caso Baumard se había originado en París, veinte años atrás. El fundador de una reputada familia de importadores encargó a los Mignon que siguiesen a sus hijos para que averiguasen si habían establecido un negocio paralelo de adquisición de drogas, valiéndose de la red de comerciantes que la sociedad tenía en el sudeste asiático. En las indagaciones preliminares participaron tanto Marcos como su hermano, que no encontraron ni el más mínimo rastro de cualquier negocio ilegal asociado a las importaciones y ninguna relación con asuntos de drogas.

Y, sin embargo, cuando todo parecía claro y la agencia Mignon estaba a punto de entregar el informe final a su cliente, el padre de Marc llamó una tarde a su hermano diciéndole que había descubierto algunos elementos nuevos en el caso y debía analizarlos, aunque aún no podía afirmar si eran relevantes o no.

Esa misma noche, le pidió que cuidase del pequeño Marc, ya que su madre y él iban a asistir a la ópera. A la vuelta se produjo el fatal accidente, ocasionado probablemente por el mal tiempo, que hizo estrellar el coche contra una de las vallas laterales del río Sena. Nunca se supo la razón, a pesar de que algunos testigos aportaron la idea de un sospechoso vehículo negro que habría podido forzar el accidente. Marcos se afanó durante varios meses en investigar exclusivamente las posibles relaciones de los hijos de Baumard con las últimas indagaciones de su hermano y abrió nuevas líneas de análisis que pudiesen conducir a cualquier tipo de alternativas.

Jamás consiguió encontrar el vehículo que chocó con el de su hermano, y tampoco pudo relacionar, ni de forma remota, el accidente con el caso Baumard. Tras veinte años, el asunto estaba olvidado y archivado en la agencia Mignon.

Y ahora, unos maleantes que se dedicaban a pegar palizas para obtener no sabía qué extraños propósitos le lanzaban una pista al hijo del hombre y de la mujer que fallecieron en aquel incidente.

¿Había relación entre el caso Baumard y el caso Dubois?

¿Qué diablos había querido decir aquel tipo?

Y para colmo, el día terminó como jamás hubiese podido imaginar: acostándose con la persona que le había contratado, su cliente.

Era evidente que le había gustado, porque disfrutó mucho con la delicadeza con la que le trató Véronique, que parecía conocer bien la forma de hacer feliz a un joven varón.

Pero si lo que había ocurrido llegaba a oídos de algunas personas, por ejemplo su tío Marcos, o bien la propia Guylaine, ¿qué iban a pensar de él?

La mujer notó que su acompañante no paraba de encontrar acomodo en su asiento, y aun siendo consciente de que conducía bien, optó por preguntarle a Marc si se sentía incómodo por su forma de llevar el vehículo.

—No, en absoluto. Discúlpame; es que no se me va de la cabeza el caso, nada más.

—¿Puedes hacerme partícipe de tus investigaciones?

—Claro. Le doy vueltas a una frase que pronunciaron esos tipos. ¿Serás capaz de guardar un secreto?

—Cuenta con ello. Soy una mujer noble, no lo olvides.

Las risas de ambos ayudaron a crear un ambiente propicio para que el hombre se decidiese a contarle lo bien asentado que se encontraba en el asunto que tenían por delante, y le agradeció el buen trato que tanto ella como su madre le estaban dispensando, pero evitó hablar de la historia de sus padres y la dichosa amenaza lanzada por sus secuestradores.

—¿Cómo de bien te trató mi madre? —le preguntó la mujer, desviando por unos momentos la vista de la carretera, mientras miraba directamente a su acompañante.

El detective se tomó unos segundos en responder, porque no sabía si la chica se habría querido referir al desliz con Véronique.

—Bueno, creo que la condesa es una señora muy correcta que no responde a la imagen clásica de la aristocracia, sino que, por el contrario, atiende a los demás como iguales. De veras, siempre imaginé que sería distinta a como ahora la veo, y lo mismo me ocurre contigo.

Marc la miró fijamente, tratando una vez más de encontrarle parecido con su madre. Hasta el día anterior, hubiese jurado que la hija era más dulce que la condesa, pero ahora ya no lo tenía claro. Por otro lado, el sentido del humor, la frescura en las ideas y la juventud que transmitía Guylaine eran exclusivos de ella, aunque lo cierto era que a Véronique la había conocido en un curso intensivo, de una sola noche, y en esas condiciones, era difícil sacar conclusiones de alguien.

Un letrero situado sobre la carretera C-17 les indicaba que la salida para Vic estaba próxima. La mujer aprovechó para recordarle al detective que ésa era la ciudad donde Silvestre II, cuando aún era el joven Gerberto, había ido para ampliar sus conocimientos de matemáticas y otras muchas disciplinas.

—¿Te acuerdas de lo que te expliqué?

—Sí, no me olvido. Lo tengo aquí apuntado en mi libreta. Desde este lugar, nuestro monje dio un salto al monasterio de Ripoll para buscar libros antiguos en su enorme biblioteca.

—Así es. Y ésa debe de ser la razón por la que mi padre ha ido allí. Debe de pensar que puede encontrar algo —dijo, mirando por el espejo retrovisor.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué miras tanto hacia atrás?

—Creo que alguien nos sigue. No dejo de pensar en lo que me dijiste en el avión, y a lo mejor estoy obsesionada, pero lo cierto es que hay un coche rojo que viene detrás de nosotros desde la salida de Barcelona.

El hombre giró la cabeza y trató de ver el vehículo. Una berlina de tamaño medio con dos personas en su interior venía detrás de ellos, a una distancia en la cual casi podía ver a los ocupantes.

—Vamos a ver si salen en Vic. Si no lo hacen, nosotros abandonaremos esta carretera en la próxima salida y comprobaremos si en realidad nos persiguen.

La mujer obedeció religiosamente y bajó la velocidad, desviándose de su ruta. Se introdujeron en un pequeño pueblo que parecía tranquilo, con casas de ladrillo bermellón y edificaciones de nueva construcción que aparecían a ambos lados de la calle. Sin perder ojo, Marc pidió a la mujer que no corriese mucho para ver si les seguían.

Al cabo de un rato, descansaron al ver que habían perdido de vista el coche rojo.

* * *

Era ya mediodía, y un sol radiante iluminaba una ciudad pequeña, antigua y bien conservada. La entrada en Ripoll se produjo sin grandes contratiempos, a pesar de lo cual el hombre no paraba de mirar a todos lados.

—El coche rojo parece haber desaparecido —dijo, volviendo a fijar su vista en la calle que tenían delante.

—Te recuerdo que hemos venido a buscar a mi padre. Ése es el objetivo.

—Por supuesto. Pero si nos siguen, habrá que saber por qué y tener toda la precaución del mundo, ¿no es así?

—Sí, perdona —respondió la mujer, recordando que al detective le habían propinado una brutal paliza.

Aparcaron el vehículo cerca del centro de la ciudad, en una calle donde había circulación en doble sentido y en la que una señal vertical indicaba que el milenario monasterio se encontraba cerca. Cerraron las puertas del coche y avanzaron hacia el lugar.

El hombre dio un último vistazo a la zona.

Cuando ya volvía la cabeza hacia delante con la idea de iniciar el camino hacia la abadía, sus retinas recibieron de nuevo la imagen del coche rojo. Se encontraba girando hacia la derecha al final de la avenida y era evidente que sus ocupantes les habían visto aparcar.

—Debo decirte que nos siguen. No me cabe la menor duda —pronunció Marc, que no le quitaba ojo al lugar donde había visto el vehículo por última vez.

—Bueno, tendremos cuidado. Si te parece, vamos a visitar el templo y echamos un vistazo por si mi padre estuviese por aquí.

—Adelante, pero ten mucha precaución.

Llegaron a una plaza justo delante del monasterio.

Un bonito y equilibrado conjunto arquitectónico románico de dos torres se elevaba frente a ellos. La parte más alta correspondía al campanario.

Guylaine observó que su acompañante venía algo acelerado, pendiente de todo lo que se movía.

Un nutrido grupo de turistas esperaba que el guía les hiciese una señal para avanzar hacia el interior. En ese momento, la mujer tuvo una repentina ocurrencia que, más que comunicar al hombre, le impuso. Tiró de la manga de su camisa e hizo que ambos se uniesen al conjunto de visitantes, como si de tíos turistas más se tratara.

Marc comprendió rápidamente la idea y la aprobó mediante un sencillo guiño. Al cabo de unos minutos, estaban entrando en el santuario escudados por decenas de turistas armados con cámaras de fotos.

—Buena ocurrencia —le dijo el hombre, que no paraba de mirar a su alrededor por si encontraba algo sospechoso—. No debemos bajar la guardia en ningún momento. Nos están siguiendo y es posible que esa gente haga lo mismo que nosotros.

—Vale. Ocúpate tú de vigilarles y yo me encargo de observar el entorno y sacar conclusiones de lo que ha venido a hacer mi padre a este lugar. ¿Estás de acuerdo?

Marc asintió con la cabeza.

El grupo ya se encontraba en el interior del impresionante recinto cuando una mujer alta y morena, la guía del conjunto de visitantes, levantó un paraguas a modo de indicador para que el resto de las personas se detuviesen en torno a ella, en señal de que iba a iniciar las explicaciones.

—Estamos ante la espectacular portada del monasterio de Santa María de Ripoll —recitó en voz alta—. Este soberbio templo tiene su origen en un personaje muy simbólico en Cataluña. En el año 879, el conde Wifredo el Velloso decidió iniciar la repoblación de toda la comarca fundando este monasterio y, aunque al principio no estuvo claro el diseño del recinto, unos años más tarde, exactamente en el año 888, sus constructores decidieron reorganizarlo y consagrarlo a Santa María, en presencia del propio conde y su mujer, que no tuvieron ningún recato en ofrecer a su propio hijo a la orden, ingresándolo como monje y donando al monasterio una considerable suma de bienes y riquezas.

La guía hizo una pausa en la explicación para comprobar que el grupo asentía y comprendía los razonamientos que había dado. Cuando terminó de brillar el resplandor del flash de las cámaras, decidió avanzar hacia una nueva posición y proseguir la disertación.

—Las leyes en que se basó la repoblación hicieron de Ripoll un lugar seguro y protegido de los árabes. Esto dio lugar a que otros hijos de Wifredo determinaran ampliar el monasterio, hasta que en el año 935 este fabuloso conjunto fue consagrado por el obispo de Vic. No mucho tiempo más tarde, el abad Arnulfo diseñó y amplió la basílica a cinco naves y cerró el conjunto con una muralla. Además, consiguió que el papa Agapito aprobase proteger el templo en el año 957 y, gracias a ello, se inició la construcción del claustro y el aumento en el número de habitaciones para los monjes. Fue también Arnulfo quien impulsó el desarrollo del scriptorium y, gracias a él, se consiguió enriquecer de forma notable la biblioteca, convirtiendo la escuela monástica de Ripoll en uno de los centros más importantes de la época.

Guylaine propinó a Marc un gran codazo para que estuviese atento a las explicaciones.

—Esto es muy relevante. Observa que está hablando de los años en los que Silvestre II debió de estar por aquí. Recuerda lo que te dije de la excelente biblioteca que contuvo este monasterio.

—Tengo los oídos pendientes de las explicaciones, pero los ojos los debo ocupar en otra cosa —dijo el hombre, que miraba a las decenas de personas allí reunidas, por si veía algo extraño—. ¿Crees que los relieves de la portada pueden contener algo simbólico que tu padre considere interesante?

—En realidad, la portada es de mediados del siglo XII. Debemos centrarnos en las partes del edificio que son de finales del primer milenio. Lo demás es superfluo para nosotros —propuso Guylaine.

La guía siguió avanzando a través de la nave central y, cuando el grupo se centró en torno a ella, decidió continuar la ilustración de sus seguidores.

—El obispo Oliba, bisnieto del conde Wifredo, tras haber sido conde, renunció a las prerrogativas de su estado para vestir los hábitos benedictinos en este monasterio. Fue en el año 1008 y lo hizo por todos los acontecimientos que habían sucedido en el final del primer milenio.

Guylaine propinó otro fuerte codazo a Marc, el cual se sobresaltó por el desproporcionado aviso.

—¿Has oído? —preguntó la mujer.

—Claro. ¿Y qué?

—¡Calla!

—El abad Oliba —continuó la guía— dio un nuevo y definitivo impulso al scriptorium mediante la confección y adquisición de manuscritos. Además, rehízo parte del templo porque mandó construir los campanarios en la parte delantera. Tras años de incesantes trabajos, en torno al año 1032, antes del 1033, es decir, justo mil años después de la muerte de Jesucristo, había desarrollado un majestuoso edificio, macizo y sin igual, de enormes dimensiones para aquella época. En presencia de condes, obispos y altas instancias de la Iglesia, Oliba consagró este templo.

—Aquí hay algo —afirmó Guylaine en un tono de voz que sonó inapropiadamente alto.

Marc miró una vez más a su alrededor y comprobó que había tanta gente que era imposible saber si allí había un par de hombres infiltrados.

Cuando aún no había terminado de asumir ese pensamiento, el detective oyó una voz que le provocó un intenso vuelco en el estómago.

Era uno de los captores que le habían golpeado el día anterior y ahora, podía verle la cara.