El día le recibió con un espléndido sol, que se empecinaba en brillar con una intensidad que atravesaba las fastuosas cortinas de la enorme habitación del castillo.
«Si todos los trabajos son como éste, yo sigo en esto», pensó Marc.
Una ligera carrera a marcha rápida por los alrededores le vendría bien para mantenerse en forma y de camino le permitiría pensar en el curso que estaban tomando los acontecimientos. Se calzó las zapatillas, una de sus mejores prendas deportivas, que se le antojaron al mismo nivel de lujo que la mansión en la que había pasado la noche.
En el hall se encontró con Guylaine, que iba hacia el comedor. La chica, de forma instintiva, se le acercó para besarle en la mejilla dándole los buenos días.
El gesto le gustó tanto que se frotó la barba para ver si se había afeitado. Se acordó de que iba a hacer un poco de ejercicio y que había previsto la ducha para más tarde.
—Si quieres, quedamos después de tu regreso para analizar la carta, tal y como acordamos —dijo la mujer.
—Claro. Sólo voy a hacer unos pocos kilómetros y vuelvo en seguida. ¿Me esperas tomando el desayuno?
—Por supuesto, allí estaré con la nota de mi padre. Llevaré el original.
* * *
Cuando el sudor se le colaba por entre las cejas, comenzó a pensar que quizá debía parar, porque había recorrido una buena distancia y ya se daba por satisfecho, así que, de vuelta, un paseo caminando a marcha rápida no le vendría mal para ir calmando el ritmo mientras iba viendo los sorprendentes colores que había tomado la campiña en una mañana tan hermosa.
Un ruido extraño, proveniente de atrás, le sorprendió. Véronique conducía un carrito eléctrico que le recordó a los que se usaban en los campos de golf.
La mujer le hizo señas con la mano indicándole que subiera.
—Te llevo. Ya has corrido bastante —le dijo la condesa con una amplia sonrisa en la boca—. Imagino que mantener ese tipo te cuesta lo tuyo.
Marc subió pensando que no era mala idea volver en tan refinado vehículo.
—Me gusta hacer deporte. Me mantiene en forma y…
—Y ayuda a que las chicas te den besos. Como el que te ha dado hoy mi hija.
—Vaya. Creo que se trataba tan sólo de un saludo cordial. Así lo he entendido yo —le respondió el hombre, ligeramente contrariado.
—No te preocupes. Me encanta sacar a la gente de quicio. Ahora que me vas conociendo, ya puedes comprobar que soy un poco malvada y, también, bastante irónica. Pero no te inquietes, porque a lo mejor lo que ocurre es que me da envidia ver a la gente más joven que yo intimando.
Las risas de la condesa, prolongadas y sinceras, le hicieron entender que estaba ante una mujer muy lejana a la estricta disciplina que había imaginado en la nobleza.
* * *
La ducha le resultó realmente gratificante y, por si acaso, decidió darse un afeitado a fondo. Treinta minutos más tarde, Marc se reunía con Guylaine para desayunar juntos.
—Aquí está el escrito que dejó mi padre. ¿Quieres verlo?
—Por supuesto; es una pista básica para encontrarle.
El hombre comprobó que la letra aparecía temblorosa y con muchos altibajos, desigual y casi ilegible, impropio de la escritura de una persona con la formación del noble.
—¿Por qué pudo escribir de esta forma? ¿Esto es lo normal? —preguntó el detective mientras daba un bocado a un croissant.
—Así es su tipo de letra, pero es evidente que hay precipitación en toda la carta, pues hay párrafos que hasta a mí me cuesta leer —dijo la mujer, pasando su dedo por la irregular caligrafía.
—¿Y por qué lo hizo tan rápido? Hay algo que no entiendo. Si una persona decide quitarse de en medio, con el objetivo de investigar nuevas ideas en relación con la máquina, puede elaborar un texto como éste con toda la parsimonia del mundo, porque lo puede hacer antes, durante, o en el último minuto, pero está claro que tiene tiempo para hacerlo. ¿No te parece? —reflexionó el hombre.
—Sí, estoy de acuerdo. Esta letra tan asimétrica muestra brusquedad, y a decir verdad, yo no recuerdo ningún escrito de mi padre con esta tipografía tan pobre y mal configurada. Sin embargo, la forma de expresarse sí que es enteramente suya. Así se comunica él y cuando leo estas palabras, me viene a la cabeza su voz, como si estuviese leyendo directamente estos párrafos.
—¿Eso quiere decir que tú crees que él redactó la carta? —lanzó el detective de forma directa.
—Pienso que sí. Es su escritura y, además, la firma no deja lugar a dudas: utilizó su puño y probablemente su estilográfica para confeccionar este mensaje. No te quepa la menor duda.
—¿Y podía estar mediatizado? Quiero decir, influido por alguien que le presionase para escribir estas extrañas cosas —preguntó Marc, que seguía leyendo el papel sin levantar la cabeza.
La mujer tardó unos segundos en responder, lo que fue aprovechado por el detective para servirse más café.
—Eso no lo sé —respondió Guylaine, que había entendido el objetivo de la pregunta—. Creo que la letra tan dispersa e inconexa puede deberse a la premura por marcharse, adondequiera que fuese, para seguir el hilo de la investigación de lo que fuera que buscase. Cuando mi padre se emociona por algo, es imparable. Yo sé que mucha gente, incluida mi madre, no tiene un buen concepto sobre lo que Pierre es capaz de hacer. Pero si en algo le conozco, te puedo asegurar que cuando ese hombre cree en algo, va a por ello y lo consigue. El conde es un tipo muy especial.
—Sí, lo imagino. Pero piénsalo, ¿pudo ser coaccionado? No lo tomes a mal, pero es una posibilidad. Alguien podría haber entrado en la cueva esa que tenéis abajo, donde está la horrorosa máquina, y pudo haberle obligado a escribir estas palabras bajo amenaza de muerte o algo así. ¿Crees que es una teoría absurda?
—No, en absoluto. Se lo dijimos a la policía, ya que lo llegamos a pensar tanto mi madre como yo, porque nos costaba creer que mi padre se marchase sin despedirse, al ser algo inusual por lo cariñoso que es, al menos conmigo. Por tanto, yo no descarto esa posibilidad. De hecho, como te he comentado, se lo expliqué al inspector jefe de la brigada en varias ocasiones en los días siguientes a su desaparición, pero no me hizo caso.
—Bueno, pues una de dos: o se ha marchado o lo han secuestrado. Seguiremos investigando. ¿Y qué hay acerca del contenido de la carta? —preguntó Marc, que había tomado notas de todo lo que se le había ido ocurriendo.
—Creo que hay algunas ideas interesantes —respondió la hija del conde—. Mi padre llama a la máquina Baphomet.
—¿Qué es eso?
—La cabeza parlante de Silvestre II desapareció con su muerte. Nadie supo qué fue de ella y, ni tan siquiera, si algún día existió en realidad. Las leyendas se sucedieron una tras otra en los siglos siguientes hasta que comenzó el juicio a la Orden del Temple. Ocurrió exactamente el viernes 13 de octubre de 1307, cuando de forma sorpresiva los caballeros templarios fueron detenidos y sometidos a un proceso que duró varios años. En el transcurso de los interrogatorios, algunos de ellos hicieron referencia a una cabeza in figuram baffometi; o lo que es lo mismo, con figura bafomética. No todos los templarios declararon su adoración a esa deidad, sino que sólo algunos estamentos, los más altos, parecían involucrados y, desgraciadamente, jamás se supo nada más de ese Baphomet de los templarios.
»La palabra volvió a aparecer siglos más tarde, cuando un estudioso de las artes ocultas, Eliphas Lévi, pintó una imagen para su particular Baphomet. Quizá, por estas razones, mucha gente llamó a la cabeza parlante de esa forma.
—¿Y qué más cosas dice la carta? —interrogó el detective.
—En primer lugar, dice que la creación de la máquina pudo ser fruto de la brujería. En mi vida hubiese imaginado a mi padre diciendo algo así, porque él no cree en esas cosas y, además, añade que el artefacto funciona gracias a la combinación de arte y ciencia, bajo los efectos de un potente conjuro.
Marc leyó detenidamente el texto.
—Esto no quiere decir tampoco mucho. A mí me da la sensación de que significa que hay un brujo dentro del engendro para hacerlo funcionar.
—Sí, pero es que mi padre dice cosas que no se corresponden con su forma de ser. Te repito que él no confiaba en temas del más allá. Desde siempre, el conde me luí ensenado a creer sólo en lo que pueda ser demostrado por la ciencia —añadió la mujer, que comenzaba a mostrar una expresión de desconcierto y tristeza—. Fíjate en lo que sigue a continuación, porque habla de diablo desatado a los mil años, como responsable de todo este desaguisado.
—No quería contártelo, pero creo que tienes derecho a saberlo —dijo el hombre, adoptando el tono más serio de su repertorio—. Te ruego que mantengas la confidencialidad y que no hagas alusiones a lo que te voy a decir. ¿Me lo prometes?
—Claro que sí, ya sabes que puedes confiar en mí.
—Creo que el asistente del conde, Jean Luc Renaud, ha mantenido contactos con gente que puede estar cerca de círculos satánicos —el hombre paró para observar la reacción de la mujer.
—Eso es absurdo.
—Sí, pero no. Yo tampoco creo en esas cosas, ya lo sabes, pero lo cierto es que él mismo me ha contado que lleva unos años de relación con gente que le ha ofrecido, a título gratuito, una ayuda especial para que el conde encontrase la maldita máquina ésa.
—Renaud es un trabajador fiel a mi padre, del que se fía de forma ciega. Me cuesta trabajo creer que haya hecho algo irregular.
—Así es. No ha hecho nada malo. Sólo ha tratado de ayudar en lo que su jefe más deseaba en este mundo: encontrar la máquina del extraño papa. Y eso lo ha hecho bien, porque la ha hallado. Pero en el camino, Renaud ha entrado en contacto con un grupo de personas que debemos vigilar. Según él mismo, podría tratarse de grupos cercanos al diablo, y lo curioso es que el conde también hace referencia a ello en su carta, pero, además, no olvides que hablamos del demonio y su relación con Silvestre II.
—¿Y qué vas a hacer al respecto? —preguntó la mujer, con lágrimas recorriendo su mejilla.
—Pues investigarles. Debo saber quiénes son y qué información tienen, ya que pueden ser una pieza fundamental en este puzle —añadió Marc, que había cogido una fina servilleta de tela de la exquisita mantelería para limpiarle las lágrimas—. Te ruego que no llores y que tratemos de avanzar en el caso, pues pienso que estamos cerca de encontrar la verdad. Confía en mí.
—De acuerdo —dijo Guylaine—. Lo siguiente que debemos destacar de la carta es esta frase que considero la más preocupante: «Me ha costado trabajo entender lo que quería decir este terrible monstruo. Mis conocimientos matemáticos son buenos, pero no están a la altura de un cerebro como el de Gerberto. Creí por momentos que la cabeza respondería a preguntas simples, mundanas y propias de una época donde la barbarie llenaba los campos, las aldeas y los castillos, y donde sólo los monasterios se salvaban de tan infaustos tiempos. Pero me equivoqué. El mensaje que contiene este trasto es inequívoco e inesperado. Un perfecto modelo matemático —mitad ciencia, mitad sortilegio— lleva sin escapatoria posible a una certera conclusión que este engendro consigue demostrar. Lo mismo que dijo en el año Mil, lo mismo que dice ahora. El fin del mundo ha llegado».
—Pues eso sí que no me casa —dijo Marc, mostrando una expresión de extrañeza—. ¿Qué ha querido decir con esto?
—Es quizá la parte más importante del texto, aunque a mí tampoco me casa con ninguna de las investigaciones de mis antepasados. Hasta donde yo sé, Silvestre II era un gran matemático que llegó a introducir avances en Occidente, procedentes muchos de ellos de sus hallazgos en la cultura árabe. Pero no sabía que llegó a elaborar un modelo para pronosticar el futuro y, menos aún, que el resultado iba a ser que todo se acaba. Es inquietante.
—Así es. No me explico cómo un hombre con la capacidad de análisis del conde llega a la conclusión de que este mundo termina y se cree lo que dice el trasto ese. ¿Qué clase de datos habrá sacado de la dichosa máquina?
—Si lo supiéramos, tendríamos la resolución del caso y, probablemente, mi padre no estaría desaparecido —dijo la mujer, que volvía a sollozar.
—Debes conservar la calma, porque lo vamos a encontrar, no te quepa la menor duda. Sigue, por favor, ¿cómo termina la carta?
—En las últimas líneas dice que no le sigamos, porque él solo debe arreglar las cosas —pronunció Guylaine, que con su mano había hecho desaparecer sus últimas lágrimas.
—Parece que tu padre se pone la capa de superhéroe y decide salvar el mundo. ¿A qué se puede referir?
—He pensado mucho en esto. Mi opinión es que ha encontrado algo más allá del propio funcionamiento de la máquina; quiero decir que primero ha puesto el engendro a funcionar, ha obtenido datos relevantes y originales del mismísimo papa, quizá secretos milenarios, y a partir de ahí, conoce dónde puede haber más información para completar o bien resolver el misterio planteado, que puede ser una proyección del futuro, una profecía, o algo así.
—¡Vaya entresijo! ¿Qué diantre contendrá el ingenio ese?
—Ya me gustaría saberlo —dijo Guylaine, elevando la mirada hacia el techo.
—¿Tú serías capaz de hacer funcionar la máquina?
—Definitivamente no.
La respuesta provocó un paréntesis en la conversación. El silencio fue interrumpido por uno de los camareros, el cual les ofreció más zumo de naranja. La negativa de ambos hizo que el hombre se retirase.
Marc aprovechó para analizar el rostro de la mujer. Su semblante era una fina combinación de sutileza e inteligencia. La nariz, pequeña y bien proporcionada, consistía en una copia exacta de la de su madre. Sin embargo, los carnosos labios de la condesa no habían tenido réplica en su hija quizá porque Guylaine había reproducido la boca de su padre, o bien —una idea más alentadora le vino a la cabeza— Véronique se había hecho unos retoques estéticos. En cualquier caso, la similitud en la melena de ambas mujeres era evidente. Un pelo rubio, elegante y señorial, parecía dar el toque perfecto a las ilustres damas.
Pero el análisis no podía estar completo si no comprobaba su perfume. La intensa y penetrante fragancia de la condesa, que le perseguía allá donde fuese, no tenía nada que ver con el suave aroma, juvenil y dinámico, depositado en la piel de su hija.
Ella comprobó que la estaba examinando. Arqueó las cejas en señal de reprobación, pero con una ligera sonrisa en los labios. Una pregunta rápida acabaría con la incómoda situación.
—¿Y ahora qué va a hacer el detective? —indagó la mujer.
—Tenemos varias pistas. Hay que investigar a los amigos de Renaud, y además, tengo unos extraños seguidores que van detrás de mí por alguna razón que desconozco, pero que tiene que ver con la desaparición del conde.
—¿A qué te refieres?
—Tu madre me dio una buena pista relacionada con un trabajador magrebí que abandonó el castillo el mismo día que el conde. Por otro lado, un chaval me ha estado siguiendo, y tengo que comprobar de qué se trata.
—Parecen dos buenas líneas de trabajo para poner en claro —dijo Guylaine, satisfecha con el trabajo del hombre.
—Sí, la verdad es que tengo que poner en claro mi cabeza.