Un tenue desgarrón de luz en medio de los negros nubarrones alertó a Jean Luc Renaud de que el cielo seguía cerrado y, en consecuencia, una tarde más los chaparrones iban a inundar la campilla, como venía ocurriendo en los últimos días en los que las tormentas se sucedían sin dar tregua.
Instintivamente, trasladó el escenario a su situación personal, porque de una u otra forma había entrado en un estado turbulento por los insólitos acontecimientos que le estaban ocurriendo en los últimos tiempos, y no entendía cómo un hombre como él, que siempre pisaba terreno firme y que odiaba las situaciones ambiguas que no pudiese controlar, se había metido en un lío tan gordo como ése.
Pero así estaban las cosas y ahora tenía que salir del entuerto como pudiera.
El nuevo encuentro debía producirse, por decisión de ellos, cerca de la ciudad de Epernay, a pocos kilómetros de Reims, aunque el lugar exacto donde habían fijado la cita era la abadía de Hautvillers.
Debía reconocer que el sitio era realmente original, puesto que allí se encontraba la tumba del monje benedictino que descubrió el método para elaborar el champagne, Dom Pierre Pérignon.
Accedió por una estrecha carretera a cuyos lados reposaban pacientemente miles de vides de una de las bodegas más prestigiosas de la zona. Imaginó que bajo aquellas tierras debía de haber cientos de túneles que los bodegueros habrían excavado para que la producción de años anteriores completase el ciclo de maduración de una bebida de la que él no sabía mucho, porque jamás había probado ni una sola gota de alcohol.
No le apetecía volver a entrar en contacto con esta gente, aunque tras el difícil encuentro con el detective, que le había sonsacado todo lo que prácticamente sabía, debía continuar los contactos hasta que se aclarase la situación del conde. Se resistió como pudo, pero era evidente que el hombre que habían contratado para localizar al noble era sagaz y ahora estaría detrás de él, siguiéndole los talones.
Una vez más, el sitio elegido estaba oscuro como la boca de un lobo, y con sólo un vistazo, comprobó que era el lugar perfecto para pasar desapercibidos. De hecho, a él nunca se le hubiese ocurrido fijar una cita en una zona como ésa, que, bien visto, parecía un lugar realmente discreto.
La propia tumba de Dom Pérignon serviría para mantener el encuentro.
Aunque había llegado de forma puntual, como siempre solía hacer cuando tenía una cita importante, Renaud no encontró a nadie en los alrededores de la iglesia de la abadía. La tenue luz no ayudaba mucho en la adivinanza de saber si allí había alguien o, por el contrario, esa gente habría entrado y le esperarían junto al nicho del monje.
Penetró en la oscura capilla buscando en su interior una lápida que dijese que allí estaba enterrado el inventor del champagne, y encontró una enorme placa de mármol negro.
Los minutos pasaban y nadie aparecía en el lugar, por lo que volvió a mirar su reloj y descubrió que ya pasaba media hora de la seis en punto, la hora fijada para el encuentro.
Para hacer tiempo, leyó todo lo que rezaba la lápida para aprender un poco de un personaje del que conocía más bien poco.
Cuando ya se marchaba, el silbido de la puerta de la iglesia al abrirse le hizo percatarse de que alguien estaba entrando. Giró en redondo y fue cuando los vio.
Desde la penumbra del altar, dos hombres se acercaban hasta él. Sin pensarlo, aunque con cierto miedo, les lanzó un saludo.
Tembloroso y dubitativo, el asistente se dispuso a hablar.
—Habéis tardado mucho —les dijo Renaud.
—Hemos tenido algún inconveniente por el camino, pero vemos que no has estado solo, sino que tienes buena compañía: ni más ni menos que el monje que descubrió las burbujas del champagne.
—Sí, pero la verdad, sé poco de vinos.
—Pues deberías conocer la historia de Dom Pérignon, que le ha hecho ganar mucho dinero a tu jefe, cuya bodega es una de las más jugosas en beneficios.
—Disculpadme, pero yo sólo me dedico a sus otros asuntos. ¿Qué es lo que queréis de mí en esta ocasión?
—Lo mismo que te pedimos en nuestro último encuentro. Queremos conocer las notas que haya escrito el conde sobre la máquina, el resultado de sus investigaciones en los días posteriores al hallazgo de la cabeza parlante y, además, deseamos que nos ayudes a elaborar un plan para sacar todos los artilugios de allí, sin levantar sospechas.
—Eso es, sencillamente, imposible. Para empezar, Pierre no dejó ni un solo papel escrito antes de su marcha, salvo la carta donde explicaba que se iba. Por otro lado, es imposible sacar la cabeza de allí, porque es de tal dimensión que no cabe por la abertura que se ha practicado en el muro del castillo, y en cualquier caso, sería muy peligroso abrir más ese boquete, dado que se trata de un muro de carga de los cimientos de la fortaleza antigua. La máquina mide más de dos metros de ancho y de alto, por lo que sería impensable sacarla de aquel lugar sin destrozarla. Y entiendo que ustedes no quieren que se destruya…
—No, en absoluto. Nuestra intención es ayudar a resolver los problemas que puedan surgir para poner la máquina en marcha. Ya sabes que te hemos ayudado en todo lo que hemos podido durante años y ahora no queremos más que seguir siendo útiles en la búsqueda. Cualquier cosa que necesites de nosotros, sólo tienes que pedirlo, porque siempre estaremos cerca de ti. No lo olvides.
—¿Tenéis al conde retenido con vosotros? ¿Sabéis dónde está? —preguntó Renaud algo alterado.
—Las preguntas las hacemos nosotros. Tú debes dedicarte a avanzar en las investigaciones y hacer que la cabeza parlante funcione. Ése es nuestro objetivo y debería ser también el tuyo.
—Pero es que no entiendo nada —musitó el asistente—. Al menos, podéis decirme por qué es tan importante para vosotros esa máquina y qué pretendéis con ella al querer hacerla funcionar. Os ruego que me lo digáis.
—Parece mentira que no alcances a ver algo tan simple —dijo uno de ellos—. Hace algo más de mil años, ese engendro mecánico que tienes en el castillo era un conjunto de piezas inertes, conductos vacíos y pulsadores que no conducían a ninguna parte. En esos tiempos, era una máquina sin alma.
»El papa francés encontró respuestas a secretos milenarios porque dedicó su vida a buscar el conocimiento más profundo de la sabiduría ancestral, la más antigua que se recuerda en este planeta. El resultado de sus investigaciones fue aplicado a la cabeza parlante que el propio Silvestre había construido años antes sin que pudiese hacerla funcionar como él quería. Con esos conocimientos, la puso en marcha y obtuvo un ser perfecto que concentra miles de años de ciencia antigua contenida.
—No entiendo nada —expresó Renaud.
—Pues es evidente. Dios ha sido el protagonista de la historia de la humanidad. Ha acaparado el concepto del bien, dejando de un lado otras culturas y otros conocimientos que siempre fueron considerados como portadores del mal.
—¿Y la máquina en qué lado estaría?
—Creemos que la máquina es el Anticristo. Su poder es inmenso.