Echó un último vistazo a la habitación del hotel, por si olvidaba algo. La condesa le había ofrecido una suite ubicada en el interior del castillo, donde podría trabajar con comodidad y sin perder el tiempo en desplazamientos inútiles.
Además, le había dado una pista que parecía interesante. Se había acordado de que semanas atrás uno de los obreros que trabajaban en las bodegas, de origen magrebí, realizó muchas preguntas sobre las investigaciones de su marido; ese hombre se había marchado por voluntad propia el mismo día que desapareció el conde.
Marc Mignon cerró la puerta y avanzó hacia el exterior del hotel Mercure Cathédrale, en el Boulevard Paul Daumer. Lo había elegido porque se encontraba realmente cerca de la autovía A4 y a sólo unos minutos de la fascinante catedral de Reims. Aunque disponía de parking privado, un multitudinario congreso de enfermeras había colapsado todo el establecimiento desde el mismo día en que había llegado, forzándole a dejar el coche en una calle próxima.
A lo lejos, observó que un individuo estaba inspeccionando con descaro el interior de su vehículo, un Peugeot negro realmente sucio, cubierto por una espesa capa de polvo, por lo que el tipo no podía ver prácticamente nada a través de los cristales.
Observó sus movimientos tratando de adivinar qué diantre quería de él, aunque pensándolo bien, con cierta probabilidad se trataba de un pillo intentando robarle. Mientras miraba a su alrededor, lo pensó mejor y decidió que allí había mejores coches que expoliar que el suyo.
Avanzó tan rápido como pudo, de tal forma que el ruido de sus zancadas alertó al hombre, que salió corriendo en dirección a unas callejuelas cercanas.
Le siguió por la Rué Venise acelerando el ritmo, lo que provocó que su corazón palpitara con fuerza. Cuando prácticamente estaba encima del sujeto, observó que se trataba de un joven, casi un niño. La cara del pobre viendo que alguien más grande que él, sensiblemente más corpulento, le perseguía, no dejaba lugar a dudas: le había sorprendido.
Paró para dejarle ir. Pensó que era evidente que se trataba de algún chaval de la zona. El muchacho sonrió al ver que su perseguidor se paraba, abandonando la idea de atraparle, y aprovechó para perderse por la Rué de Capucins. El detective comprobó que se trataba de un joven probablemente marroquí o argelino.
Cuando aún no había recobrado el aliento, recordó lo que le había dicho la condesa sobre el trabajador magrebí y la posible implicación de grupos islamistas.
La idea resonó con fuerza en su cabeza.
Estaba claro que le estaban siguiendo.
* * *
Aunque el incidente le había contrariado, la idea de que el día se le presentaba bastante completo le hizo sacar fuerzas de su interior.
Tenía que interrogar al asistente del conde, Jean Luc Renaud.
Desde el mismo instante en que le había conocido, el tipo le transmitió una cierta inquietud, ya que le parecía tímido, introvertido y reservado, una de esas personas que siempre parecen esconder algo. A pesar de ello, debía intentar sonsacarle con paciencia porque con toda seguridad tendría más información sobre el conde que cualquier otro humano. Aunque la condesa le había afirmado que este sujeto sufría pasión por su superior y que, por ello, colaboraría sin reservas, a él le quedaban muchas dudas.
Apareció con un abultado expediente bajo el brazo.
El detective observó que vestía de forma un tanto anticuada y que la enorme pajarita de cuadros le confería un cierto aspecto inglés.
—Me gustaría mantener esta reunión en su despacho y visitar también el lugar de trabajo del conde, si no le importa —solicitó Marc.
—En absoluto —respondió Renaud de forma inmediata, confiando en la profesionalidad del detective—. Si eso le ayuda, será para mí un placer mostrarle nuestras oficinas.
Le siguió hasta unas habitaciones situadas en la parte alta del castillo. Comprobó que esa zona de la fortaleza medieval presentaba un aspecto realmente distinto a las dependencias donde se encontraba la zona residencial. En realidad, parecía que habían retrocedido cientos de años al subir hasta allí.
—Pierre quiso trasladar aquí nuestros despachos hace unos meses. Decía que estaba convencido de que si nos rodeábamos de este ambiente íbamos a encontrar pistas nuevas. Y tuvo razón… —dijo el asistente, mostrando una expresión melancólica, que parecía sincera.
—¿Y qué encontraron? —preguntó el detective, que no paraba de prestar atención a todo lo que veía.
—Hallamos unos pergaminos de un monje del siglo X que había trabajado codo con codo con Gerberto de Aurillac, el papa…
—Sí, ya sé quién era.
—En esos documentos había una gran cantidad de datos sobre espacios públicos de la antigua ciudad de Reims y su entorno, incluidos planos de edificaciones históricas en las que más tarde Pierre indagó para llegar a la idea de que la cabeza parlante estaba en un lugar determinado del castillo, aunque a nadie se le había ocurrido interpretar la información en ese sentido. Gracias a esos legajos, el conde tuvo una genial ocurrencia, una iluminación sin precedentes en las investigaciones, que le llegó una noche mientras trabajaba de madrugada en la torre superior.
—¿Podemos ir allí?
—Claro, sígame —le respondió el asistente del conde sin dudarlo.
Pasaron por la oficina de Renaud, que lucía un impecable aspecto y donde el orden imperaba por todos los rincones. Los montones de papeles que se amontonaban sobre su mesa aparecían dispuestos en una simetría perfecta, como si hubiese medido milimétricamente las distancias entre las carpetas a la hora de dejarlas allí. Múltiples elementos de papelería se encontraban estrictamente depositados sobre el tablero, y el colmo del concierto lo representaba un conjunto de lápices situados todos a la misma distancia unos de otros, formando paralelos perfectos.
—¿La chica de la limpieza no le mueve sus cosas? —preguntó Marc en tono jocoso.
—Aquí no entra nadie más que yo. Y el conde, claro…
Continuó avanzando hacia el despacho de Pierre Dubois, comprobando que la estancia del asistente servía de antesala al habitáculo donde su jefe trabajaba. De mucha mayor dimensión que la de su empleado, la imagen de la oficina del noble era radicalmente distinta. El desorden y la anarquía dominaban toda la estancia. Cientos de pergaminos, documentos y legajos se repartían de forma desorganizada por doquier, hasta tal punto que ni la pantalla del ordenador era visible debido a las notas amarillas pegadas sobre los bordes del monitor.
—Podemos sentarnos aquí. Esta mesa parece confortable —propuso el detective, apartando cuidadosamente un grupo de papeles.
—Sí, es el lugar preferido de Pierre —dijo Renaud.
—Pues póngase cómodo y dígame todo lo que sabe —el tono en que dijo la frase le pareció acorde con los objetivos que pretendía.
De alguna forma, surtió efecto cuando el asistente cambió la expresión de su rostro y comenzó a sincerarse de forma plausible.
—Mire, señor Mignon, usted puede contar conmigo porque nada deseo más en esta vida que encontrar a Pierre y saber la verdad. Siempre he estado al lado del conde de Divange, dedicándole mi carrera profesional al completo.
—Bien, así lo espero. Comience explicándome todo lo que ha pasado en las últimas semanas.
La narración del asistente sonó convincente y, además, coincidía con las exposiciones que la hija del conde había manifestado. La historia le resultó tan familiar que su mente inició un viaje en otra dirección, y cuando el aburrimiento alcanzaba sus mayores cotas, Renaud pronunció la palabra «diablo».
—¿Qué ha dicho? ¿Podría repetirlo? Comience de nuevo esto último, por favor.
—Desde hace unos años, hemos estado recibiendo ayuda especial en nuestras investigaciones…
—Cuéntemelo con pelos y señales.
—Fue curioso el comienzo, en el transcurso de unas pesquisas en la cuales buscábamos información relevante sobre Gerberto en su etapa de maestrescuela catedralicio en Reims. En una de las ocasiones, necesitábamos derribar un edificio muy antiguo para cavar en el subsuelo, pero el inmueble tenía aún vecinos que habitaban varios apartamentos. Entonces conocí a dos personas que solucionaron el asunto rápidamente y sin necesidad de que ni el conde ni yo interviniésemos. Fue una gran suerte conocerles porque nos ayudaron de forma considerable. Sólo puedo decirle que cuando terminamos de remover los cimientos de aquella antiquísima construcción encontramos algunos de los pergaminos que precisamente luego nos permitieron hallar la cabeza parlante.
—¿Y quiénes eran esas personas? ¿Podría describirlos?
—La verdad es que sé poco de ellos. Vienen siempre de tíos en dos, y en todas las ocasiones en que nos hemos visto, me han pedido que lo hagamos sin mucha luz, en penumbra, aunque no sabría decirle por qué. Visten bien y son muy educados. Lo cierto es que siempre que los hemos necesitado nos han ayudado para que alcancemos nuestros objetivos y jamás han pedido nada. Bueno, al menos hasta ahora.
—¿A qué se refiere? ¿Qué le han pedido?
—Nada, no quería decir eso.
—Pero lo ha dicho. Le ruego que me conteste lo que le he preguntado. ¿Qué le ha pedido esa gente? —el detective trató de mirarle directamente a los ojos, pero el asistente del conde rehusó su mirada.
—Le suplico que olvide lo que he dicho, porque no me he expresado bien. Esa gente nos ha ayudado y eso es lo que importa.
—Creo que no está siendo sincero. ¿Sabe dónde puedo encontrarles?
—No, no tengo la menor idea, pero le prometo que, en cuanto sepa cómo llegar a ellos, le avisaré.
El asistente apretó con fuerza los labios porque había decidido no decir ni una palabra más. El detective adoptó una dura mirada con la que intentó presionarle.
Cuando el silencio se había hecho insostenible, Renaud se levantó y abandonó la estancia de forma precipitada.
Marc anotó en su cuaderno con letras mayúsculas lo que era evidente: aquel hombre tenía, con seguridad, algunas de las claves del asunto.
* * *
El camino hacia la parte residencial del castillo le resultó curioso, ya que era como pasar del pasado al presente a través de un corto paseo.
Mientras daba rienda suelta a su imaginación, el detective se encontró con la dueña de la casa, que le preguntó por el transcurso de las investigaciones.
—La verdad, condesa, es que ya tengo pistas bastante sólidas. Creo que podremos avanzar desde ahora con mayor rapidez —respondió el joven.
—Puedes llamarme Véronique, por favor, no me gusta parecer tan distante y aristocrática. Además, no soy mucho mayor que tú…
—Bueno, si me lo pides así, para mí es más fácil. En el fondo, eres la primera condesa que conozco.
—Los nobles somos de carne y hueso. Además, yo no vengo de una familia de sangre azul. Digamos que he sido… adoptada por este fastuoso mundo. Tú no te dejes impresionar en ningún momento. Es un consejillo.
—No te preocupes; sobrevivo en todos los ambientes. Mi vida ha sido un continuo ir y venir de un lado para otro desde que terminé de estudiar. Al menos, ésa es la parte negativa. Lo positivo es que he conocido a gente de todas las clases y condiciones en estos años.
—Vaya. Impresionarías a cualquiera. ¿Eres feliz en lo que haces? —la mujer encendió un cigarrillo americano que quedó marcado por la pintura de sus labios.
—Sí. Me estoy tomando este caso con mucha ilusión. Creo que vamos a encontrar a tu marido pronto. ¿Por qué me has hecho esa pregunta?
—No sé. Quizá es que soy un poco malvada —dio una profunda calada y espiró el humo de forma pausada—. Me gusta desconcertar a la gente joven.
Mientras se retiraba hacia su habitación, Marc comprobó que el aire del pasillo se había impregnado de dos signos perceptibles que evidenciaban que la condesa había estado allí: el humo de sus cigarrillos y su característico y sutil perfume.
* * *
Tomó posesión de la suite. A decir verdad, no estaba nada mal, ya que era amplia, luminosa y, sobre todo, confortable. Un hombre como él, acostumbrado durante años a dormir en un estrecho saco de dormir sobre la cubierta de un barco o en los lechos más insólitos que cualquiera imaginase, no podía más que estar agradecido por el espléndido espacio que le habían dado. Esto le trajo a la memoria los años que había pasado rodando por el mundo. Aquella etapa de su vida ya le quedaba lejos debido a los intensos días que estaba viviendo en este caso, el primero en la que podía ser su nueva y definitiva profesión de detective, porque le estaba gustando su desempeño en la misión que le había encargado su tío Marcos.
Para mayor serenidad, la persona que había encargado el asunto, la condesa, le había manifestado su apoyo en el transcurso de las indagaciones, y su hija parecía convencida de que él podría culminar un tema que se presentaba complejo.
En conjunto, esta placentera situación le hacía pensar que su comportamiento no había estado fuera de lugar en el inicio de las investigaciones y que estaba entendiendo correctamente el contexto en el cual el conde había desaparecido.
Como colofón, ya tenía dos pistas decididamente sólidas.
Por un lado, era evidente que había un grupo de magrebíes que, de una forma u otra, estaban interviniendo en el desarrollo de los acontecimientos. Aún tenía en las retinas la imagen del joven tratando de otear el interior de su coche, probablemente para indagar si había algo que robar, documentos quizá, ya que con toda seguridad le habrían pedido que le siguiese. Evidentemente, eso sería porque había por ahí alguien que estaba interesado en conocer los pasos de un detective contratado por la familia del conde desaparecido. Pero había más cosas que debía investigar. Desde que Guylaine le había narrado la historia completa de los orígenes del papa mago, ese sujeto que ya le parecía familiar, no olvidaba que era posible que Silvestre II hubiese robado secretos a los árabes en al-Ándalus y que ahora, mucho tiempo después, alguien podía estar reclamando. ¿Era eso posible? La idea le pareció inconexa, difícil de asumir, pero no descabellada. Lo tendría en cuenta.
Por otro lado, tenía igualmente una pista importante, representada en la figura del asistente Renaud, quien escondía algo significativo y relevante. Debía investigar cuanto antes a esos sujetos que habían «ayudado» al conde en la resolución de algunos casos difíciles y que habían sido de gran valía para hallar el engendro mecánico. Si el mismísimo diablo estaba detrás de todo, o no, le parecía irrelevante, quizá porque no creía en él. Las declaraciones de la chica, la hija del conde, le habían parecido absurdas, ya que él no confiaba en la existencia de seres paranormales. La vida le había mostrado lo cruda que era a una edad muy temprana, pues la pérdida de sus padres le hizo madurar muy rápido y aprender a entender cómo era este mundo cuando aún no era ni un adolescente. Por eso, a él le preocupaban más los asuntos terrenales que los inframundos que pudiese haber por ahí, los cuales le parecían poco creíbles en los tiempos que corrían.
De cualquier forma, las pistas disponibles le abrían varias puertas que le hacían pensar que el caso —su primer caso— podía tener resolución.
Pero había algo más.
Guylaine le había causado una agradable impresión.
Al principio, había pensado que era la clásica hija de unos condes que la habrían malcriado y que, como suele ser habitual en la aristocracia, estaría muy lejos de la gente normal. No es que conociese a muchos nobles, pero lo cierto es que jamás en su vida había sintonizado con personas que no pisasen la tierra de los mortales, y para un nómada como él, era importante que los seres de su alrededor estuviesen apegados al mundo real, a los problemas que de verdad tiene la vida, aunque, a decir verdad, la condesa y su hija le habían parecido sensatas. Especialmente Guylaine, junto a la que había pasado muchas horas y que, en el fondo, le había dejado un dulce recuerdo en sus retinas.
Se echó sobre la cama y dejó volar su imaginación.