La condesa parecía satisfecha. Había decidido lanzarse a la caza y captura de su presa, su joven amante, y ahora le tenía a un tiro de piedra.
Sabía que corría un riesgo enorme persiguiendo a un muchacho por una ciudad donde los Dubois habían sido un linaje de referencia durante mucho tiempo y, por tanto, todos sus miembros estaban obligados a respetar las formas de una institución, el condado de Divange, cuya historia había corrido de forma paralela a la de la propia ciudad.
El concurrido bar en pleno centro de Reims, una antigua taberna de grandes dimensiones desde donde se podía divisar la impresionante catedral de Notre-Dame, le permitía pasar inadvertida mientras observaba al nutrido grupo de amigos con el que se había reunido Bruno.
A priori, parecían un conjunto de jóvenes magrebíes hablando de chicas, fútbol o probablemente motos. Ninguna mujer entre ellos. Eso la tranquilizó.
La tormenta había pasado, dejando al descubierto una noche estrellada con una suave temperatura que hacía muy agradable tomar un vermut en una de las mesas exteriores. Eligió una cómoda silla desde la que podría vigilar los movimientos del grupo a través de un gran ventanal.
Trató de relajarse convenciéndose a sí misma de que el peligro había pasado. Allí sentada no hacía nada malo y en caso de encontrarse con cualquier persona conocida, siempre habría una explicación de por qué había salido a tomar un trago.
La tranquilidad que le daba el lugar que había conseguido, observando su objetivo de forma recatada, y el dulce estado al que la llevó la bebida, hizo que su mente la transportase por momentos hasta los primeros días en que conoció al conde. Ella tenía algo más de veinte años y el noble ya había pasado la crisis de los cuarenta. Se conocieron en una recepción benéfica en la planta alta del hotel Hilton de París. Nunca antes había tenido la oportunidad de ver la torre Eiffel desde ese privilegiado salón que permitía observar el símbolo de la capital francesa con uno de los ángulos más elitistas posibles. Y el lujo era una de sus aspiraciones en la vida. Por eso, cuando comprobó que un noble, propietario de una de las más afamadas bodegas productoras de champagne le ofrecía una copa con el burbujeante líquido en su interior, ella aceptó rápidamente la primera, la segunda y hasta una quinta, creía recordar.
Pierre Dubois era considerado por aquel entonces como uno de los más conocidos solteros de oro de todo el país, y ella supo aprovechar la ocasión. La bebida les llevó a reservar una habitación en el mismo hotel, de donde no salieron hasta después del almuerzo del día siguiente. Recordaba aquella primera noche como la más importante de su vida por muchas razones y, curiosamente, lo que siempre le había parecido más importante de esa velada mágica era que la suite que el conde había conseguido le posibilitó seguir disfrutando de la visión de la torre iluminada —sin duda, una premonición— incluso mientras hacían el amor.
Lo demás llegó muy rápido. Le pidió matrimonio en menos de quince días y en el plazo de tres meses ya estaban casados y ella, asentada en uno de los castillos de mayor reputación de todo el imperio francés, disfrutando de los placeres que siempre soñó una chica a la que su Burdeos natal nunca le había ofrecido lo que anhelaba.
Al año siguiente nació Guylaine, su única hija, y a partir de ahí la rutina se había instalado en la vida de ambos de forma permanente. Aunque lo peor vino cuando su marido se embarcó en la misma aventura de sus antepasados, tratando de descifrar los misterios de finales del primer milenio y de encontrar esa absurda cabeza creada por el dichoso papa francés.
Hasta donde recordaba, había olvidado cuándo fue la última vez que intimó con el conde, porque éste se había entregado a sus investigaciones en exclusiva. Durante años, meditó la posibilidad de pedir el divorcio e iniciar una vida en solitario. Lo sopesó muchas veces, pero siempre le disuadía lo bien que Pierre había sustanciado el contrato matrimonial, y por eso, jamás daría un paso tan severo que le hiciese retroceder en sus aspiraciones materiales.
Un día llegó el joven Bruno, elegante, refinado, dulce y, sobre todo, con tiempo disponible para hacerla feliz. Había olvidado la cantidad de tardes, noches, fines de semana y meses enteros que su marido pasaba en sitios impronunciables buscando los rastros de su eterno objetivo, el papa mago.
Pero, a decir verdad, el hechicero lo había encontrado ella…
El camarero se acercó por si quería pedir otra copa. La aceptó confirmando con la cabeza y la giró para observar con precisión a cada uno de los participantes en la reunión en la que se encontraba su amante.
Dos de ellos representaban una edad similar a la de su joven amigo. Otro, de pelo cano muy ensortijado, debía de tener un poco más de edad.
El último, un hombre maduro de piel oscura y nutrida cabellera rizada, le resultaba familiar. Dado que creía conocerle, trató de hacer un esfuerzo para recordar dónde le había visto.
El corazón le dio un vuelco cuando comprobó que se trataba de uno de los trabajadores del castillo, un obrero que se había ocupado de diversas reparaciones en las bodegas y que se había marchado voluntariamente, coincidiendo con la desaparición de Pierre.
* * *
Consiguió calmarse gracias al segundo vermut que bebió del tirón.
Volvió a escudriñar a los participante*» de la reunión y comprobó que, efectivamente, se trataba de él.
La situación que se le presentaba ahora no era nada fácil.
Por un lado, debía dar cuenta al detective de lo que había visto, porque era evidente que había algún tipo de relación entre ese hombre y su amigo. Pero, para ello, tendría que explicar su relación con el joven, lo que revelaría su especial unión a una persona de mucha menos edad que ella.
Un profundo desasosiego se instaló en su interior.
Cuando trataba de dar un último sorbo a su copa, que ya se encontraba vacía, comprobó que los hombres estaban intercambiando papeles que parecían haber traído cada uno de ellos. Prestó especial atención a una carpeta azul bastante deteriorada que portaba Bruno. En su interior, había multitud de folios envejecidos y hojas que habían sido arrancadas de libros antiguos.
Desde la distancia, consiguió ver un par de pergaminos que podrían pertenecer a la inmensa colección de legajos del condado de Divange.
Maldijo el día en que permitió al muchacho acceder al despacho de su marido.
* * *
Abandonó precipitadamente la taberna.
Sabía que no iba a conciliar el sueño en toda la noche. Tendría que elaborar una teoría creíble para que el detective vigilase a esta gente, pero al mismo tiempo, debía ocultar la relación con su amante.
La tarea que se le presentaba era complicada, aunque al final, la gran confianza que tenía en ella misma y en el manejo de situaciones llevadas al límite, acabaría mostrándole la forma de resolver el entuerto.
De hecho, ya tenía una ligera idea sobre cómo enfocar el problema.
Una amplia sonrisa dibujada sobre su bronceado rostro era el reflejo de que ya había encontrado el camino.