Algo le daba brincos en su interior. Las entrañas mismas se le revolvían cuando pensaba en lo que había ocurrido. No tenía la certeza de que fuera así, pero todo indicaba que esta gente estaba implicada en el asunto.
Jean Luc Renaud avanzó entre la oscuridad de las cavas como pudo, y se percató de que fuera la tormenta había comenzado a descargar con fuerza, provocando una tarde cerrada y oscura. Dentro, no quiso encender las luces, porque ése era uno de los pactos que desde hacía años había respetado con quienquiera que fuese su aliado. Aunque ahora las cosas habían podido cambiar.
El olor penetrante de los caldos almacenados, miles de botellas ordenadamente depositadas en los estantes de madera, dejaba claro que las empresas del conde no iban nada mal. En los últimos años, al menos dos de las marcas comerciales de la excelente producción de champagne que desde allí se lanzaban al mercado habían alcanzado las más altas cotas que recordaran los Dubois desde hacía años.
Llevaba toda su vida unido a ellos, en realidad, desde el mismo momento en que terminó sus estudios de historia medieval, la misma carrera que el conde, y desde entonces sus trayectorias habían discurrido de forma paralela. Ser asistente de un medievalista tan significativo como Pierre Dubois, con una irrepetible biblioteca a sus espaldas, un pasado familiar plagado de éxitos en múltiples descubrimientos y, sobre todo, con un castillo donde investigar de forma directa, fue una oferta laboral que no le costó aceptar. Desde entonces, su relación con el conde había sido buena, impecable a decir verdad. Le trataba bien, le consentía sus pequeños defectos y no pagaba mal. Por eso, nunca había cuajado en él la más mínima intención de cambiar de trabajo.
Además, si algo caracterizaba a Renaud, era precisamente la falta de valor para tomar decisiones, su apego a aplazar responsabilidades. Ante situaciones comprometidas, era como si unos grilletes paralizadores le impidiesen la puesta en marcha de cualquier iniciativa.
Por eso, su perfil era claramente el del inseguro, aunque él prefería pensar que, al contrario, era su perfeccionismo el que le impedía arrancar en muchas situaciones, por la necesidad que le creaba su espíritu de mejora.
Fue precisamente en uno de esos episodios de parálisis cuando recibió la primera ayuda especial.
Sucedió en uno de los barrios más antiguos de Reims durante una investigación en la cual se encontraron pergaminos originales de la alta Edad Media. El conde estaba pasando unos días en Nueva York, impartiendo unas conferencias que le llevarían más de dos semanas al otro lado del océano.
Por medio de una llamada telefónica, Pierre le había ordenado que se hiciese por cualquier método con todas las viviendas del antiquísimo inmueble donde se habían hallado los legajos. Ese mandato suponía echar a la calle a un numeroso grupo de vecinos de avanzada edad que habitaban la finca desde hacía muchas generaciones.
Fue en el transcurso de ese asunto cuando dos misteriosos jóvenes, vestidos con trajes de impecable corte, aparecieron como de la nada y se ofrecieron para solucionar el tema. No sólo cumplieron su palabra, sino que las familias dejaron sus viviendas sin oponer la más mínima resistencia.
Después de esa rápida intervención, Renaud recurrió a ellos en diversas ocasiones y, curiosamente, nunca le habían pedido dinero ni cualquier otra cosa diferente a información sobre las investigaciones.
Al principio, había creído que o bien eran estudiantes de la Sorbona interesados por los análisis medievales del conde, o que se trataba de periodistas o informadores de alguna revista histórica de prestigio, al acecho de alguna exclusiva. También llegó a pensar que eran abogados por la rápida resolución de los temas que se le plantearon.
Ahora no lo tenía tan claro.
Lo que había sucedido era que tras varios años de trato con esta gente, y con tantos asuntos resueltos, podría decirse que tenían un pacto. O algo parecido, porque en verdad no tenía ni idea de lo que estaba pasando.
Y para eso había venido.
Una botella cayó de uno de los estantes y aterrizó en el suelo, estallando en cientos de pedazos.
El ruido le hizo mirar, descubriendo que había varias personas al fondo de una de las salas de maduración.
—¿Sois vosotros? —preguntó Renaud dirigiendo su voz hacia donde se había roto el vidrio. La penumbra le impedía identificar a los sujetos allí presentes.
—Así es. Otra vez estamos aquí para ayudarte.
—¿Qué es lo que queréis?
—Tenemos que pedirte algo —la voz sonaba fría, sin matices aparentes.
—¿Sabéis dónde está Pierre Dubois? —el tono del asistente comenzaba a dejar entrever su estado de nervios.
—Hoy las preguntas las hacemos nosotros, Jean Luc. Hemos venido a que nos cuentes todo lo que habéis sacado en claro de la máquina y…
—Lo cierto es que no sé gran cosa. El conde ha llevado las investigaciones personalmente, en secreto.
—No nos mientas. Hemos venido a llevarnos cualquier cosa que haya escrito tu jefe, y después, tienes que ayudarnos a sacar la cabeza mecánica de allí.
—Yo no puedo ayudaros a eso. Nuestro trato nunca alcanzó asuntos como éstos —lanzó Renaud, visiblemente ofuscado.
—Nunca te hemos pedido nada. Ahora ha llegado el momento de que pagues tus deudas.
El eco de las palabras pronunciadas desde la distancia hizo entender a Jean Luc Renaud que el diablo venía a reclamar lo que era suyo.