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La condesa trató de realizar una llamada por cuarta vez. Miró por la ventana y comprobó que la tarde gris había acabado en una fuerte tormenta y, cuando caían tantos rayos de forma repetida, la central telefónica siempre quedaba inutilizada, si bien, para colmo, el móvil tampoco funcionaba en esta ocasión. Su carácter, el fuerte temperamento que siempre había tenido, no le permitía aceptar esperas como ésta.

Llevaba más de tres días queriendo comunicar con él.

Por primera vez en su vida había confiado ciegamente en una persona, algo nada usual en toda su existencia.

Observó el deslumbrante juego de colores que se estaba desarrollando en el horizonte, y aunque estaba acostumbrada a ver tardes como ésta, siempre le resultaban sorprendentes, pues el fuerte ruido y las mezclas de tonalidades sobre un cielo plomizo le traían ideas extrañas, quizá relacionadas con la difícil situación en la que se había metido ella sola.

Le había conocido dos años atrás. Su nombre, Bruno, parecía más bien italiano. Tenía un cierto acento, eso sí, que ella siempre achacó a su origen, claramente magrebí. El chico le había explicado que venía de una familia humilde, y se jactaba de que sus músculos los había conseguido escatimando horas a los libros.

Pero no era cierto.

Era la persona más sofisticada que jamás había conocido.

Por eso, merecía el continuo esfuerzo que había tenido que hacer ella en los últimos tiempos para ocultar la existencia de su joven amante, sobre todo para que su hija, mucho más presente en el castillo que su marido, no averiguase nunca la relación. Gracias a que el conde viajaba continuamente, ya fuese en la búsqueda de su pasión preferida, el milenarismo, o bien porque tenía que dar alguna que otra conferencia, y a que su hija Guylaine debía dormir frecuentemente en París por su profesión, Véronique Dubois podía disfrutar en su propia cama de un placer muy especial.

Como hombre, era realmente excepcional. Tierno, afectuoso, sutil, y lo mejor, la colmaba de detalles que la hacían enloquecer. Como persona, a ella siempre le había parecido un hombre afable que vivía su juventud disfrutando de las cosas buenas. Los cientos de regalos que le había hecho en todo este tiempo siempre sorprendían a un hombre que sabía apreciar los exquisitos cumplidos y los valoraba porque tenía cultura. El joven Bruno solía coger algún que otro libro de la excelente biblioteca del castillo. Lo devolvía cumplidamente a su sitio original y, en muchas ocasiones, le hacía a ella algún comentario sobre lo bien que lo había pasado en compañía de ese texto. La arqueología y la historia medieval constituían sus preferencias, y lo sorprendente era que tenía los mismos gustos que su marido.

Por un lado, le gustaba ella. Por otro, se había apasionado con los temas milenaristas, igual que el conde. Al principio, de vez en cuando, hacía tímidas preguntas sobre las investigaciones, pero, al cabo de un tiempo, había perdido todo recato en interrogar a Véronique sobre los descubrimientos de su marido. Todo legajo encontrado, cualquier pergamino rescatado, era motivo suficiente para que él se interesase por su significado y las posibles consecuencias que podría tener.

Ella no le había dado demasiada importancia al tema, hasta ahora, cuando se percató de que hacía varios días que no la llamaba y que su teléfono, al intentar localizarle, siempre aparecía desconectado.

Ahora le remordía la conciencia porque empezaba a sospechar que su joven amante podría estar relacionado con la desaparición de su marido.

* * *

Marc sacó del bolsillo trasero de su pantalón una bonita y escueta agenda forrada en piel que su tío le había regalado con motivo de su debut en la profesión. Guylaine observaba cómo anotaba la fecha y la hora, y a partir de ahí, esperaba que ella comenzase a relatar los hechos.

Ahora sí, este hombre parecía un auténtico detective privado.

—Todo comenzó al final del primer milenio —dijo la mujer, asumiendo un tono de voz bastante serio—. Hay una serie de personajes que debe usted conocer.

—Creo que podemos tutearnos. Pienso que tenemos la misma edad y es absurdo hablarnos de esta forma. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, me parece bien.

—Pues adelante. Sigue, por favor.

—Nos tenemos que situar a mitad del siglo X, en torno al año 950 o, probablemente, un poco antes. En esta fecha nació un hombre sin igual, uno de los genios más grandes que ha tenido la humanidad. Su nombre es Gerberto de Aurillac y tuvo su origen en ese pequeño pueblo. Este sabio maravilló a la gente de su tiempo y encandiló a la aristocracia, así como a la Iglesia católica, y cautivó por igual a nobles y a obispos, de tal forma que con muy poca edad se convirtió en la persona más influyente de su época.

»Llegó a ser tan poderoso que, auspiciado por emperadores y arzobispos, alcanzó el Solo Pontificio y se convirtió antes del fin del milenio en Silvestre II, el papa del año Mil.

—Muy interesante —expresó Marc, que tomaba notas sin parar, realmente seducido por la historia que le estaban contando—. ¿Y este hombre fue el que fabricó este monstruo?

—Así es. Eso dice la leyenda.

—O sea, tenemos un pontífice que construyó una máquina increíble. ¿Cuándo fue papa exactamente?

—Su pontificado se desarrolló entre el año 999 y el 1003, en el cual murió sin que nadie sepa cuál fue la causa de su fallecimiento. Incluso su muerte está rodeada por el misterio.

—Sí, me hago una idea, pero cuéntame más sobre cómo llegó a ser papa un hombre tan extraño.

—Gerberto era realmente inteligente —Guylaine recogió su abundante melena rubia en una densa cola para estar más cómoda—. Su mente funcionaba con una lógica matemática sin parangón, lo que demostró a través de numerosos descubrimientos que acabarían marcando una época. Luego hablaremos de sus aportaciones a los números, porque fue él quien introdujo el sistema de numeración arábigo en la cultura occidental.

«Comencemos por el principio. Nuestro papa nació en una choza, en el seno de una familia humilde probablemente campesina, y dice la leyenda que cuando llegó al mundo sucedieron grandes acontecimientos. En su aldea, en el interior de una cueva, vivía un druida llamado Andrade que celebraba rituales a favor de distintas divinidades. Este anciano le vaticinó un gran futuro y le transmitió profundos conocimientos celtas.

»El caso es que, en lugar de cuidar los rebaños de su padre, el joven Gerberto pasaba las horas estudiando los astros. Fue precisamente en esos momentos cuando comenzó la andadura de este singular personaje. Una noche estaba rodeado de animales y, de forma fortuita, pasó por el lugar el abad de un monasterio cercano, que le descubrió fascinado por la contemplación de estrellas cuyos movimientos conocía perfectamente. Le interrogó sobre lo que estaba observando y comprobó la gran inteligencia del joven.

Por ello, le invitó a entrar en la abadía para completar su formación. En esos tiempos, los claustros eran los auténticos depositarios del saber y se ocupaban de las enseñanzas más diversas de todos los conocimientos. Allí, nuestro campesino aprendió muy rápido y se empapó de todo el saber de la época. Se convirtió en un joven oblato, o lo que es lo mismo, un niño ofrecido a un monasterio, donde realizó el aprendizaje propio de un monje benedictino, siguiendo oficios litúrgicos y trabajando en la escuela. Aprendió a escribir en tablillas y a cantar bajo la supervisión de un chantre y, además, el maestrescuela le enseñó la gramática latina, pues pronto se interesó por los clásicos, mostrando una avidez de conocimientos que sorprendió a toda la abadía. En ese sitio, pudo completar las enseñanzas del Trivium, es decir, gramática, retórica y dialéctica.

»Y llegó el momento en que aquel lugar no podía enseñarle nada más a ese joven que poseía una inteligencia especial, porque la escuela no era suficiente para un genio de sus características; sin embargo, no era fácil enviar a un monje de un sitio a otro por el riesgo que conllevaba, pero la suerte tocó en su puerta un día y no fue la única vez en su vida.

»El conde Borrell de Barcelona pasó por allí durante uno de sus viajes a Francia, adonde llegó para casarse con Ledgarda, la hija de Raimundo Pons, el conde de Rouergue. Con gran fortuna para Gerberto, el noble catalán fue a visitar la tumba de san Gerardo y paró en la abadía. Durante una conversación con el abad, éste le habló del alumno más aventajado de todo el monasterio y de la incapacidad de poder continuar su aprendizaje. En una España ocupada desde hacía siglos, donde prácticamente todo el territorio era musulmán, Cataluña era un territorio fronterizo que se había empapado de la cultura árabe. Además, en muchos de sus monasterios también se habían traducido obras del sirio, persa y otros ancestrales idiomas; así que esos textos hacían referencia a la astronomía, aritmética, geometría y otras muchas ciencias poco desarrolladas en la Europa de aquel entonces.

«Nuestro personaje llegó a Cataluña, a Vic, donde permaneció durante tres años. Allí continuó sus estudios, de forma que, junto a la formación que había recibido, la completó con otras ciencias del Quadrivium, que estaba compuesto por las disciplinas de la música, geometría, astronomía y aritmética. Es en esa época cuando se despertó en el joven alumno un interés excepcional por los números, pasión que le acompañaría toda su vida.

»Cuando ya se había empapado de aquel saber, Gerberto marchó junto al conde Borrell y al obispo de Vic en un viaje a Roma. En la ciudad santa, ocurrieron muchas cosas interesantes: el obispo fue asesinado y nuestro hombre conoció al emperador Otón I. Fue en este momento cuando su vida cambió radicalmente, ya que nació una amistad excepcional entre ellos, que continuaría luego con sus dos descendientes, Otón II y Otón III, quienes tendrían mucho que ver con su llegada al trono de Pedro.

»En Roma, Otón I le pide que le dé lecciones a su hijo, el joven príncipe heredero que por aquel entonces tenía unos dieciséis años, y este hecho es crucial, puesto que en ese momento surge entre el maestro y el discípulo una relación que duraría toda la vida de ambos.

»De hecho, de ahí saltó Gerberto hasta nuestra ciudad, Reims. Aquí estuvo ni más ni menos que veinticinco años, dirigiendo como maestrescuela al principio, y luego como obispo, los designios intelectuales de una región que alcanzó cotas inigualables. Nuestro genio creó una revolución en el ejercicio del magisterio, porque las siete artes de la Edad Media, tanto las del Trivium como las del Quadrivium, nunca más fueron las mismas desde que él las hizo evolucionar.

—¿Y hay alguna relación entre sus enseñanzas y esta feroz máquina que tenemos delante? —preguntó el joven, mientras miraba de reojo la horripilante faz del engendro.

—Claro que sí —respondió rápidamente la mujer, que conocía bien la respuesta—. Gerberto llegó a escribir en Reims un tratado sobre la utilización de estas herramientas de cálculo, que tituló Regula de abaco computi, donde ya aparecían los numerales arábigos. Aunque parezca increíble, en pleno siglo X redactó ese manual sobre estos artilugios y, además, construyó diversos ábacos con nada menos que veintisiete posiciones. Con esos números podía contar hasta cuatrillones. Nadie ha sabido jamás para qué quería un hombre como él tanta capacidad de cálculo.

—Vaya. No conocía nada de esto.

—Pues todo está documentado y forma parte de nuestra historia.

—¿Y escribió algo más relacionado con esta máquina? —preguntó Marc, que seguía tomando todas las notas que se le iban ocurriendo.

—Bueno, no directamente, pero sí de otra forma. Compiló apuntes de geometría con retazos del Ars Geometriae de Boecio. En este texto habría algunas aplicaciones prácticas que ahora tenemos delante, y también redactó otros muchos tratados que se han perdido.

—O sea, que nuestro personaje escribía lo suyo…

—Sí, pero no se mostró interesado en tratar temas religiosos, ni teológicos, ni exegéticos. Más aún, tampoco era un entusiasta de la literatura sagrada. Sin embargo, le encantaban los textos profanos, los libros secretos. Tanto en España, como en Roma y aquí en Reims, mandó buscar y traducir multitud de tratados considerados licenciosos por la religión católica.

—Curioso.

—Así es. Por eso mis antepasados han estado tan interesados en encontrar la herencia de Gerberto.

—¿Y alguien más ha mostrado su interés por este tema? ¿Alguna persona, organización, o lo que sea? —preguntó el detective, que había encontrado una buena pista para sus investigaciones.

—Que yo sepa, hay multitud de universidades y profesores, así como escritores, que han seguido la obra de nuestro maestrescuela.

—Pues me gustaría que me vayas haciendo una lista con todos ellos. Especialmente, los que hayan mostrado mayor interés por cosas como la que tenemos delante.

—Vale. Te la prepararé inmediatamente. Ya he terminado mis clases y ahora tengo más tiempo —expresó la mujer, recordando que no tenía que volver en unas semanas por su despacho.

—De acuerdo. Pero aún no has contestado a mi pregunta. ¿Cómo llega a ser papa un hombre tan peculiar como éste?

—Bien. Como te he contado, desde su encuentro en Roma con el emperador, entabló una relación de amistad muy sólida. Otón I y, luego, Otón II le dieron todo el apoyo para que fuera obispo.

»Gerberto ayudó desde Reims a que Hugo Capeto, el conde de París, llegase a ser rey de Francia en el año 987, con lo que se consiguió reemplazar a la antigua dinastía carolingia. Es evidente que todos estos temas políticos no le dejaban mucho tiempo para sus investigaciones.

»Años más tarde, vuelve a encandilar al emperador, el cual le incorpora a su corte en el año 997, encomendándole labores de secretario y asesor personal. Y a pesar de tantas obligaciones, hay datos que avalan el hecho de que siguió trabajando en sus estudios. Por ejemplo, construyó en esos años un nocturlabium[2] que impresionó a la corte.

»Cuando murió el papa Gregorio V, Otón III maniobró para hacerse con el control del pontificado y consiguió que Gerberto fuese papa.

—Por fin. Y Gerberto elige el nombre de Silvestre II.

—Correcto. Y la elección no fue casual. Si recuerdas, Silvestre I había sido el confesor del emperador romano Constantino, cuyo papel unificador fue muy significativo. En el caso de Gerberto, optó por ser Silvestre II probablemente porque su protector, Otón III, lo que quería era crear un gran imperio romano cristiano unificado, una especie de Europa católica, fuerte y estructurada frente a la barbarie.

—Y así es como nuestro monje llegó al poder, justo en un momento fatídico —dijo el hombre, poniendo énfasis en la última palabra.

—Precisamente en el año 999, cuando la humanidad sufría pensando en los terrores del fin del milenio.

—Pero el mundo no acabó ahí…

—No, pero ocurrieron sucesos realmente extraños que podrían explicar por qué esta máquina ha funcionado y, quizás, también podrían justificar las revelaciones que mi padre ha podido obtener de este monstruo. Todas ellas son cosas insólitas. ¿Estás preparado para escucharlas?