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Detrás de unos esbeltos cipreses, apareció de pronto la impresionante silueta del castillo.

Había partido de París temprano, con la idea de atender la petición de la condesa de almorzar con ella y con su hija. El trayecto hasta Reims le llevó menos de dos horas, aunque, al final, para dar con su destino tuvo que buscar entre cientos de hectáreas de viñedos. A decir verdad, había llegado a aburrirse de rodar entre tantos cultivos, todos iguales, ordenados y monótonos, pero, finalmente, la idea de que aquellas uvas terminarían siendo parte de la bebida que más le gustaba consiguió no hacerle perder el interés en la extensa campiña.

El mayordomo salió a su encuentro, presentándose como tal.

Marc Mignon observó el portentoso recinto en el que la parte residencial se ubicaba en un edificio de piedra roja, rematado con un tejado muy inclinado de pizarra negra, que formaba estructuras puntiagudas. Los enormes ventanales de madera pintada de blanco junto a la decoración de las paredes exteriores, con ricos labrados que simulaban parras, dotaban al edificio de un cierto aspecto romántico.

El interior le pareció lujoso pero práctico. Retratos de todos y cada uno de los condes de Dubois, decenas de generaciones, colgaban a lo largo de la escalera principal. El suelo de todo el espacio que alcanzaban sus ojos conformaba un impresionante tablero de mármol blanco y negro, perfectamente pulido.

Cuando aún no había terminado de otear el lugar, el sonido de unos tacones bajando las escaleras atrajo su atención.

—Buenos días. Imagino que es usted el detective Mignon —dijo, ofreciéndole su mano.

—Exacto. Y usted debe de ser madame Dubois, la condesa de Divange.

—Así es. Pero usted llámeme Véronique.

Descubrió que la mujer era más joven de lo que esperaba. Era evidente que se había formado una imagen equivocada, porque su tío le había indicado que el conde debía de tener unos setenta años y, en consecuencia, había imaginado de forma instintiva una dama de similar edad. La persona que tenía delante apenas tendría cincuenta años y, además, era evidente que se cuidaba. Un hermoso cabello rubio, sobre una tez bronceada y firme, le daba un aire jovial, muy lejos de la idea preconcebida que traía. Un entallado vestido rojo marcaba su estrecha cintura. A pesar de la sorpresa, el detalle que más le impresionó fue el intenso color carmesí de la pintura de la barra de labios que se había aplicado, a juego con su atuendo.

De alguna forma, el aspecto de la condesa le trajo a la memoria las chicas californianas que había conocido durante su estancia americana.

—Sígame, por favor —le pidió.

Avanzó hacia una de las salas del fondo. Una pesada puerta de madera, con ricos relieves que formaban racimos de uvas, daba paso al comedor, donde esperaba la hija.

«Vaya. Dos rubias por el precio de una», pensó el candidato a detective.

Guylaine Dubois parecía una réplica de su madre, eso sí, algo más joven y menos altiva, carente de porte aristocrático.

La condesa eligió los sitios para cada uno de los comensales. Ella se situó en medio.

—Entiendo que tendrá usted cientos de preguntas que hacernos —expresó la condesa, mientras encendía un cigarrillo.

—Así es. Pero quizá sea mejor que oiga la historia completa contada por ustedes.

—Como prefiera. Mi marido es un experto milenarista…

—¿Qué es eso? —le interrumpió el joven.

—¿No conoce usted las teorías milenaristas? ¿Nunca ha oído hablar de ellas, de aquellos misteriosos hechos?

—Pues la verdad es que no.

—Esto nos llevará un poco más de tiempo del previsto. ¿Vuelve usted hoy a París?

—No. Voy a quedarme en Reims, hasta que aclaremos dónde está su marido —dijo Marc, que no paraba de observar a las dos mujeres, sin dejar de pensar en el perfume de la condesa, que impregnaba todo el ambiente.

—Veo que está usted convencido de su éxito —expresó Véronique—. Me alegra oírlo. Bueno, Guylaine puede contarle mejor que yo el fondo de las investigaciones de Pierre. Ella es historiadora, profesora universitaria, y ha colaborado con su padre cuando se lo permitía su trabajo.

—Así es —dijo la hija—, aunque no siempre me ha dejado participar en ciertos asuntos.

—¿A cuáles se refiere?

—Es largo de explicar. Mi familia lleva siglos investigando el mismo tema. Mi padre ha recogido los conocimientos de sus antepasados, y aunque yo he crecido en este ambiente, esas investigaciones no siempre han estado a mi alcance.

—Háblenos de usted, señor Mignon. Es importante que le conozcamos. Luego mi hija le acompañará a ver la monstruosa cabeza parlante y le contará las indagaciones de mi marido.

El joven tardó unos instantes en entender que la condesa no estaba proponiendo, sino exigiendo. Comprendió que aquella mujer estaba acostumbrada a ese modo de hacer las cosas y, por eso, trató de adivinar cómo sería el conde dentro de la órbita de esta enérgica persona.

—Pues yo pertenezco a la agencia Mignon, que fundó mi abuelo, y que desarrollaron mi padre y mi tío. Antes de esto, he hecho de todo, incluyendo salvar ballenas en el océano y cuidar osos en el Polo Norte.

—Muy interesante. ¿Y por dónde va a comenzar a investigar? —preguntó la condesa, mientras encendía otro cigarrillo.

—En estos casos, en la agencia tenemos un procedimiento establecido. Sin embargo, antes tengo que entender el fondo de las investigaciones del conde…

—Claro. Pero disfrute de la comida y luego hable con mi hija, que le explicará perfectamente la obsesión de los Dubois.

* * *

El hombre comprobó que el interior del castillo presentaba espacios muy diferentes cuando la joven y él comenzaron el descenso hacia los sótanos.

Por primera vez desde que llegó, el olor de la condesa, su característica y sofisticada fragancia, había desaparecido. El hecho le hizo pensar que la mujer no había bajado hasta allí nunca.

Aquélla era una parte muy distinta a la que había visto arriba. El lujo, el orden y el confort de las estancias superiores habían dado paso, en pocos metros, a un ambiente auténticamente medieval, donde la piedra gris predominaba sobre cualquier otro elemento. La iluminación también modificó su idea del lugar, porque la lobreguez de aquel sitio le recordó las mazmorras de algunas de las películas que había visto sobre las fortificaciones feudales.

Su sentido del humor, que generalmente se disparaba en situaciones extremas, le hizo pensar en la posibilidad de pedir a la chica una antorcha, de esas que aparecen en todas la cintas americanas y que nadie sabe de dónde han salido, pero que de repente salvan la oscuridad de las más profundas cavernas, pirámides y toda clase de subsuelos.

Cuando aún sostenía en su mente la divertida ocurrencia, reflejada en su rostro mediante una amplia sonrisa, Guylaine giró su cabeza para explicarle cómo acceder al recinto.

Le sorprendió la cara del detective, que parecía disfrutar de aquella situación.

—No entiendo qué le hace tanta gracia —dijo, mostrando su desagrado por las risas del hombre.

—Le ruego que me disculpe. Me han venido a la cabeza algunas escenas simpáticas. Soy un apasionado del cine de aventuras.

—Pues espero que sea usted un detective con los pies en el suelo y no de película, para que pueda encontrar a mi padre.

La frase le llegó como un puñal.

«Vaya. Ya estoy metiendo la pata», pensó Marc Mignon, que sintió una repentina frustración.

La luz llegaba desde el interior con un color mortecino, algo amarillento.

El hombre vio que la piedra había sido taladrada para practicar una abertura en un muro de dimensiones considerables.

—¿Cómo se le ocurrió a su padre abrir un boquete precisamente aquí?

—Encontró pergaminos antiguos que revelaban una estancia oculta. De hecho, mis antepasados han estado buscando bajo el suelo durante siglos. Mi padre ha sido el más listo de todos los Dubois, porque ha encontrado legajos que indicaban que aquí estaba el gran secreto del papa mago.

—¿Quién es ése?

—Entremos y hablemos —dijo la mujer, que comenzaba a pensar que la elección del detective no había sido la más acertada.

Guylaine penetró por el hueco creado entre las lajas de piedra, sin tocar los bordes de la improvisada y rudimentaria puerta.

Marc la siguió, sin recordar que sus propias dimensiones eran mayores que las de la mujer. Sus hombros quedaron encasillados, de tal forma que tuvo que emplear a fondo sus piernas para impulsarse hacia dentro. El exceso de fuerza aplicada le hizo chocar contra ella, que le miró recriminándole esa forma de acceder al recinto.

Justo cuando comenzaba a dedicar sus mejores disculpas, lo vio.

Increíble, inimaginable, inhumano, impío, irreverente…

No estaba preparado para encontrarse con una cosa así.

La mujer se alegró al comprobar que la monstruosa máquina había logrado acabar con la sonrisa del hombre.

—Jamás había visto nada igual —dijo el joven.

—Pues vaya preparándose para lo que le espera. Mi padre llevaba mucho tiempo buscando este engendro, y cuando lo encuentra, se larga. Lo que queremos de usted es que descubra dónde está el conde.

—Sí, claro…

Fue incapaz de mirarle a los ojos. El cruel rostro del armatoste que tenía delante impedía observar aquello, lo que fuera, de una forma objetiva. Era, sencillamente, imposible.

Localizó un arcón que contenía en su interior algunos extraños objetos y pensó en él para utilizarlo como banco.

Lo arrastró delante de la bestia e invitó a Guylaine a sentarse.

—Cuando usted quiera puede comenzar a explicarme qué diablos es esto…

—Pues probablemente es el mismo Satanás. Qué sé yo.

—Empiece por el principio, se lo ruego.

—Discúlpeme. Mi padre es muy importante para mí. Trataré de explicarle el principio de sus investigaciones, sus objetivos y, si le parece, acabaré mostrándole la carta que dejó antes de desaparecer. Creo que es importante que conozca usted todos los entresijos de los estudios de mis antepasados antes de leer el escrito, porque en él hay muchas referencias a ellos.

—Me parece bien. Mis conocimientos sobre estos temas son nulos. Si quiero llegar al fondo de la cuestión, es importante que usted me ponga en antecedentes. Adelante, pues.

—Todo comenzó hace Mil años…