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París

Jamás había visto un tapón de tráfico como el que tenía delante, en el cual, entre otros obstáculos, la salida hacia Porte Maillot llevaba varios minutos colapsada, sin existir posibilidad alguna de escapar de aquella ratonera. Y para colmo, el ruido de las bocinas acabó por complicar aún más la situación.

Si una persona de treinta años como él que había nacido en aquella ciudad no podía asumir los continuos embotellamientos, era difícil imaginar cómo subsistían los millones de ciudadanos de fuera que habitaban esa hermosa, pero insufrible, urbe.

Una vez más, llegaría tarde.

Cuando comenzaba a ver la elevada cúspide del hotel Concorde Lafayette, consiguió alcanzar una vía más rápida. Quizá no estaban tan mal las cosas.

Un toque de suerte le permitió aparcar sin problemas.

El restaurante Chez Robert había llenado todas sus mesas. No iba a ser fácil localizar a la persona con la que había acordado almorzar. El maître salió a su encuentro y le pidió que le acompañase.

—Hola, Marc. Tu tío te espera bastante enfadado.

Él mismo le acompañaría hasta su mejor mesa, el rincón que siempre reservaba a sus mejores clientes.

Marcos Miñón, el hermano de su padre, miraba el reloj mientras hablaba por teléfono. Al verle aparecer, le saludó indicándole que tomara asiento. Su aspecto mostraba impaciencia.

—Vaya, al fin llegas —dijo a su sobrino.

—Sí, el tráfico, ya sabes.

—Pues haber salido antes —le soltó, mirando de arriba abajo lo que llevaba puesto.

—Bueno, ya estoy aquí. ¿Sólo quieres almorzar conmigo o hay algo más?

Respiró antes de hablar.

Si no fuera por su hermano, por su pasado, jamás hubiese contado con su sobrino Marc para un asunto como éste. No obstante, el recuerdo de tiempos más difíciles, en los que su familia había tenido que afrontar situaciones complicadas, le hacía pensar que de una forma u otra había que integrar a este joven.

Sesenta años atrás, sus padres habían abandonado España, después de la guerra que había partido el país en dos. Él y su hermano nacieron allí, pero crecieron en Francia, como tantos otros españoles de aquella época.

—Tu padre te puso mi nombre, aunque somos muy distintos.

—No creo que me hayas hecho venir para soltarme una reprimenda más. Recuerda que ya tengo más de treinta años.

Los dos hermanos habían reflotado una agencia de detectives que su padre les dejó al morir. Al principio, los primeros años fueron duros por el estado en el que se encontraba el negocio tras la larga enfermedad del detective Mignon, nombre que había elegido para evitar el uso de la «ñ», que dificultaba que sus clientes reconociesen su apellido con facilidad. Con el paso del tiempo, toda la familia acabaría utilizando esa misma forma para darse a conocer a los demás. Marcos, el hermano mayor, lideró eficientemente la empresa, hasta el punto de que tras diez años se había convertido en una reputada agencia parisina. Había dedicado su vida a ese proyecto con tal intensidad que su entrega le impidió crear una familia. La soledad le había acompañado durante todos estos años y sólo su hermano le dio calor en los momentos difíciles. La llegada de su primer y único sobrino, Marc, fue todo un acontecimiento que los Miñón celebraron con gran alegría.

Pero eso fue hasta el día en que su hermano y su cuñada murieron en extrañas circunstancias. Sucedió mientras investigaban un caso aparentemente sencillo.

Un anciano llegó una fría mañana de invierno a la agencia. Quería que un detective averiguase si sus hijos estaban metidos en líos de drogas porque deseaba dejar su herencia a alguien que continuase con el negocio familiar, un honrado establecimiento de importaciones y exportaciones con más de un siglo de antigüedad denominado Baumard. Aunque el encargo no parecía tener complicaciones, Marcos y su hermano sufrieron varias agresiones mientras indagaban.

Cuando estaban a punto de entregar el informe de conclusiones a su cliente, sucedió el terrible accidente. Tras asistir a una representación de ópera en el moderno edificio de la Bastille, los padres de Marc volvían a su casa en Montparnnasse, donde acababan de comprar un apartamento con una habitación más, amplia y soleada, para que su hijo tuviese un sitio digno donde crecer y estudiar.

La noche era lluviosa. Una ruidosa tormenta caía sobre París cuando tomaron el camino de regreso a casa. El coche perdió el control y se empotró contra la valla del río Sena. Aunque la policía achacó el accidente al exceso de velocidad y al mal tiempo, algunos testigos creyeron ver un vehículo negro que venía empujando el coche de los padres de Marc, haciéndoles perder el control.

No consiguieron encontrar el vehículo sospechoso, ni tampoco relacionar el incidente con el asunto que estaban investigando.

Hacía ya más de veinte años que había ocurrido, rompiendo la etapa de estabilidad en sus vidas.

—Bueno, ¿me vas a decir para qué me querías? —le dijo su sobrino, sacándole de sus pensamientos.

—Déjame que te cuente. Ha desaparecido un conde en la región de Champagne, cerca de Reims. Ha dejado una carta expresando su deseo de que no le sigan, y la policía lo ve claro, aunque su mujer, la condesa, y sobre todo, su hija, insisten en indagar dónde puede estar. Hay una denuncia puesta para que le busquen incluso en el extranjero, pero estas dos mujeres quieren que nuestra agencia investigue por separado, por si acaso.

—¿Y que pinto yo en esto?

—Es un caso fácil que puedes llevar tú solo, y una buena manera de iniciarte en el negocio.

—No lo tomes a mal, pero… ¿Acaso he dicho yo que quiera trabajar contigo?

—La Agencia Mignon también es tuya. Eres el único heredero que dejó tu padre.

—Bueno, eso no quiere decir que tenga que estar empleado allí —expresó Marc, mostrando su extrañeza.

—Mira, hijo, ya no puedes ser el jovencito que va de aquí para allá salvando el mundo. Tus aventuras en Greenpeace han estado muy bien desde que terminaste tus estudios, pero todo tiene un límite. Lo que te propongo es iniciar una carrera en la agencia, tu empresa, y que vayas tomando las riendas. Yo ya tengo cierta edad. ¿Qué me dices?

—No sé. Voy a pensármelo.

Sus ojos se dirigieron instintivamente hacia el exterior, mientras daba un ligero sorbo a su copa.

* * *

El caos de tráfico seguía paralizando la ciudad. Pensándolo bien, no le vendría mal dar un paseo y esperar que los miles de coches que atascaban el Boulevard Peripherique fuesen desapareciendo. Desde donde se encontraba, los Campos Elíseos constituían un objetivo razonable para Marc Mignon.

París era un espacio inagotable, una ciudad que, por más que recorriera, le permitía pasar desapercibido.

La comida con su tío le había creado cierta inquietud, y lo cierto es que llevaba bastante tiempo dándole vueltas a la cabeza en relación con su futuro.

Hacía ya más de un año que había dejado su puesto en Greenpeace. El tiempo que pasó persiguiendo barcos en el atlántico, o fotografiando osos polares en el norte, siempre supondría para él la mejor referencia de su pasado. Desde entonces, colaboró con otras organizaciones de forma esporádica y en estos momentos había contraído una relación estable con una organización no gubernamental de ayuda a países africanos.

Intensa y acelerada, su juventud había transcurrido en un suspiro.

Cientos de veces su tío le había dicho que parase, que orientase su vida como cualquier joven de su edad. Pero en el fondo, era evidente que para él era una continua huida, un buen pretexto para no pensar en la familia que había perdido y en la adolescencia tan solitaria que había tenido.

La plaza Étoile, con el imponente Arco del Triunfo presidiendo la entrada a los Campos Elíseos, le advirtió que ya había alcanzado su lugar de destino. Eligió una brasserie con mesas en el exterior, cerca del sitio que más le gustaba de toda su ciudad: la imponente tienda de discos Virgin Megastore, donde pasaba muchas tardes buscando música de los países en los que había estado alguna vez. Ver pasar a la gente, mientras saboreaba una cerveza bien fría, le permitiría reflexionar sobre la oferta de trabajo.

Si alguien le conocía bien, ése era su tío Marcos.

En realidad, había sido su padre durante unos años, hasta que llegó a la mayoría de edad y comenzó a volar solo, rápido y sin rumbo.

Aunque consiguió terminar sus estudios, llevaba más de diez años de vicia nómada, deambulando por multitud de países persiguiendo causas perdidas contra gigantes, empresas contaminantes, estados corruptos y otros entes que causaban desagravios continuos al medioambiente y que habían sido sus particulares molinos contra los que, como un quijote cualquiera, se había enfrentado durante mucho tiempo, quizá demasiado.

Desde un punto de vista práctico, la oferta de su tío no parecía descabellada. En el fondo, podría suponer un empleo estable para el futuro y un camino hacia la felicidad que nunca consiguió persiguiendo objetivos inalcanzables.

No es que le importasen estos temas más allá de lo normal, pero lo cierto es que llevaba bastante tiempo queriendo cambiar de vida.

Y la propuesta para entrar en el mundo de la investigación no era mala.

Su padre había sido detective, de los buenos, según le habían contado. Su tío, un hombre íntegro y formal, también había dedicado su vida a la profesión. Era evidente que se trataba de un buen empleo, en el cual se podía viajar, conocer gente, compartir situaciones interesantes y, sobre todo, un sueldo, algo que no siempre tuvo en los últimos años.

Era probable que este empleo le permitiese lograr la estabilidad que a veces anhelaba en su vida. O quizá no. Porque muchas veces tenía la sensación de que el pasado le había dejado una impronta en su mente, sobre la que no tenía control, que le obligaba a cambiar de proyecto y de ciudad cada seis meses.

Por eso, la oferta de su tío era un reto, ya que tendría que demostrarse a sí mismo y a otros que podía controlar su vida, ser un hombre serio y, desde ahí, que el mundo entero podría confiar en él.

Por otro lado, el trabajo que le había ofrecido venía cargado de algunas incógnitas. Como la mayoría de la gente, él no sabía nada de delitos, no conocía las técnicas de investigación y probablemente no sabría cómo actuar en determinadas situaciones.

Pero era evidente que el caso no parecía difícil. Seguir a un viejo loco, un conde chiflado, no se presentaba como un asunto inabordable para un investigador novato.

De una forma u otra, fue calando en su mente la idea de que este primer reto no era un obstáculo para iniciar una nueva aventura.

Sin darse cuenta, Marc Mignon había tomado la decisión. Se había convertido en un improvisado detective.