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La inquietud consiguió desvelarla una noche más debido a las especiales circunstancias que estaba viviendo, ya que sentía una gran soledad en los últimos días. Su padre llevaba mucho tiempo sin dormir, había perdido peso y, probablemente, también la razón. Tampoco tenía una idea clara de dónde andaba su madre.

Y para colmo, la amplitud de su aposento, aunque plácidamente amueblado, le añadía un cierto desasosiego.

Guylaine siempre había creído que el palacete adosado al castillo no era apropiado para el desarrollo de una vida en familia, quizá porque desde pequeña ella había sufrido las continuas desavenencias entre sus padres, que dentro de un espacio tan enorme parecían abocados a soportar eternos desencuentros.

En los últimos años las cosas se habían complicado, porque la desilusión entre ellos había encontrado un profundo arraigo, una tendencia absurda que no lograban romper. Ella lo había intentado en multitud de ocasiones sin conseguirlo. Podía contar las miles de veces que había reflexionado sobre la personalidad de sus padres, lo distintos que eran y las formas tan opuestas que tenían de ver la vida.

Una vez más, pensó en ellos.

Su padre —apasionado, independiente, algo tímido, cariñoso, estudioso y brillante— siempre la había tratado con respeto y consideración, hasta tal punto que ella lo convirtió en su referente en prácticamente todos los aspectos. A sus casi treinta años, Guylaine Dubois podía afirmar que le debía mucho a su progenitor, tanto en lo material como en la definición de su personalidad.

Por otro lado, su madre también era apasionada, pero demasiado vehemente. De hecho, cada vez que intentaba entenderla, tropezaba con un infranqueable muro que ella misma había construido, para que ni siquiera su hija penetrase más allá de la apariencia. Más de una vez le había preguntado a ella, directamente y sin tapujos, la razón de su renuencia a ser analizada, a expresar sus sentimientos y a mostrar su verdadera personalidad.

En el fondo, no era extraño que cada uno viviese en su propio mundo desde hacía años y que la relación entre ambos se pudiese calificar de irrecuperable. Por todo ello, ante tan dispares temperamentos, sus intentos para fortalecer el maridaje de los condes habían resultado repetidamente infructuosos, una causa perdida.

La luz del día comenzaba a traspasar las cortinas cuando un intenso dolor en la espalda le recordó las decenas de vueltas que había dado en la cama y que, con cierta seguridad, ahora le iban a pasar factura. Para colmo, recordó que le esperaba un duro día en la universidad, pues tenía que examinar a sus alumnos a primera hora y luego tenía concertada una reunión de profesores para preparar las vacaciones de verano y el temario del próximo curso. Reunió las energías suficientes y pegó un brinco hacia el baño. Desde allí, telefoneó al personal de servicio para que tuviesen listo el desayuno.

* * *

Se sorprendió al ver a su madre en los fogones.

La imagen era inédita en sus retinas.

La cocina mostraba un aspecto concurrido debido a la presencia de buena parte de los empleados del castillo que 110 querían perderse la novedad de ver a su condesa aderezando algunas viandas. Incluso Jean Luc Renaud, el serio y profesional asistente del conde, mostraba su sorpresa y satisfacción por la actitud de la condesa.

—No creo que conserve en mi memoria una escena como ésta —dijo Guylaine, mostrando una amplia sonrisa.

—Tu padre no aparece por este lado de la casa desde hace muchos días, y alguien tiene que tomar el timón… —lanzó Véronique, mientras sujetaba entre las manos un buen trozo de carne—. He decidido preparar un Chateaubriand, a mi estilo. ¿No lo recuerdas?

—Pues la verdad es que no. ¿Y cuál es el motivo?

—Tenemos que hacer que tu padre salga de ese horrible lugar. Mi receta no puede fallar. Con un poco de suerte, hoy comerá aquí.

—Buena idea. No se me había ocurrido.

—Pues ve a decirle que salga de ese escondrijo, se duche, y esté listo a mediodía para almorzar su plato preferido.

—Allá voy.

Descendió hacia el lúgubre sótano, sonriendo por la feliz ocurrencia de su madre. Las reflexiones que durante la noche había tenido sobre la deteriorada relación de sus padres se evaporaron de repente, como si hubiesen sido una pareja bien avenida y feliz desde que se casaron. La sola idea de encauzar sus vidas en esa dirección le hizo tomar fuerzas y, por eso, tenía que convencer a su padre de que aceptase la invitación a comer.

Introdujo su cuerpo por el reducido espacio que habían abierto en la pared de piedra. La angosta abertura, a modo de improvisada puerta, y la penumbra del lugar, le hicieron sentir una ligera sensación de claustrofobia que superó con entereza.

Dentro de la estancia, descubrió que había algo raro. Un cierto olor a azufre le hizo detenerse durante un segundo.

«Probablemente habrán utilizado algún producto químico en los experimentos», pensó.

Buscó tras las estanterías donde habían clasificado ordenadamente los extraños aparatos. Parecía que no había nadie. Agudizó la vista para tratar de escudriñar si su padre estaba tras la máquina. La oscuridad y el gran tamaño del engendro le impedían ver si estaba trabajando en la parte posterior. Rodeó el monstruo y observó que tampoco estaba allí.

Su primera impresión fue positiva. Debía de haber subido a tomar un baño y descansar. Por fin una buena noticia.

Al girar para afrontar de nuevo la reducida salida, vio la nota.

Un sobre amarillento, pegado sobre la pavorosa faz de la cabeza parlante, hizo que su corazón palpitase aceleradamente por un instante.

Con letra temblorosa, Pierre Dubois había redactado una clara misiva.

Anunciaba que se iba para encontrar la verdad.

* * *

Los sollozos de Guylaine atrajeron la atención de todos los presentes en la misma cocina que momentos antes había reunido risas. Véronique abandonó rápidamente el delantal para atender a su hija, que, entre lágrimas, pudo mostrarle la carta que traía en las manos.

La condesa, manifestando un repentino cambio de humor, pidió a todo el personal que se retirase, salvo Renaud, y procedió a leer en voz alta.

Queridas Véronique y Guylaine:

Los últimos días han sido los mejores de mi vida. Aunque me habéis visto muy alterado, he disfrutado como nunca en todos los años de mi existencia.

Tantos siglos dedicados a perseguir la obra de nuestro papa mago, por fin, han visto su recompensa. No sé cuántas generaciones de nuestra familia han tenido que pasar para que encontremos el secreto y pongamos luz al milenario enigma.

Al principio, entender lo que este fiero artefacto contenía me llevó días, quizás semanas, porque nadie imaginaba que la cabeza parlante era en realidad una sutil combinación de arte, ciencia y… creo que brujería.

Los mecanismos, los conductos, los dispositivos y todas y cada una de las piezas que contiene este milagroso busto fueron construidas bajo el mayor conjuro que el ser humano haya realizado jamás.

Ahora puedo afirmar, sin lugar a dudas, que éste es el auténtico Baphomet, el ídolo que adoraron los templarios y buscaron muchos estudiosos durante siglos.

Aún no sé si este artificio nació con la ayuda del diablo, desatado a los Mil años, como dice el Apocalipsis, o surgió de la más profunda magia de los árabes, o simplemente fue producto de la mente compleja de nuestro papa Silvestre.

Pero lo cierto es que ha ocurrido.

La máquina ha hablado.

La condesa paró para tomar aire y, de camino, razonar lo que estaba leyendo. De reojo, miró a su hija para ver si su expresión también denotaba la misma sorpresa que aquel escrito estaba produciendo en ella. Observó al fiel asistente de su marido, que permanecía encogido y consternado por lo que estaba oyendo.

Sacó fuerzas de su interior y siguió leyendo.

Me ha costado trabajo entender lo que quería decir este terrible monstruo, pues mis conocimientos matemáticos son buenos, pero no están a la altura de un cerebro como el de Silvestre.

Creí por momentos que la cabeza respondería a preguntas simples, mundanas y propias de una época donde la barbarie llenaba los campos, las aldeas y los castillos, y donde sólo los monasterios se salvaban de tan infaustos tiempos.

Pero me equivoqué.

El mensaje que contiene este trasto es inequívoco e inesperado.

Un perfecto modelo matemático —mitad ciencia, mitad sortilegio— lleva sin escapatoria posible a una certera conclusión que este engendro consigue demostrar. Lo mismo que dijo en el año Mil, lo mismo que dice ahora.

El fin del mundo ha llegado.

La respiración de ambas se aceleró de forma perceptible. Guylaine había dejado de llorar para permitir que su rostro dejase representar perfectamente el desconcierto que la carta estaba produciendo en ella.

Miró a su madre, comprobando que la expresión de su cara dejaba clara su incredulidad en el contenido del escrito.

Un pequeño paréntesis sirvió para acometer los últimos párrafos.

Este mundo se acaba. No hay duda. No hay lugar a equivocaciones. El modelo es perfecto y puede demostrarse sin fisuras. Pero aún hay cosas que podemos amarrar.

Hay algo que podemos hacer.

Y tengo que buscar el camino hacia ello.

Antes de que todo llegue, debo encontrarlo.

Me voy de forma voluntaria. No os preocupéis por mí. Estaré bien en esta cruzada personal a la que debo enfrentarme solo.

Por eso, os mego que no me sigáis y que estéis tranquilas hasta que vuelva.

Cuidaos hasta mi regreso.

Pierre Dubois

Conde de Divange

Jean Luc Renaud abandonó la estancia aceleradamente, porque no le gustaba mostrar sus sentimientos en presencia de otras personas. Llevaba toda su vida junto al conde, y su partida, sin contar con él, le dolía profundamente.

A solas, las mujeres quedaron abrazadas la una a la otra. De nuevo, la hija rompió a llorar mientras su madre dejaba vagar la vista hacia el exterior de la estancia.

El tiempo había cambiado.

Espesas nubes negras avanzaban hacia ellas, amenazando tormenta.