El noble tuvo que respirar tres veces antes de tomar la primera decisión. La mayoría de los obreros tendrían que ser despedidos, eso sí, con amplios emolumentos por el trabajo realizado, y sólo un grupo de trabajadores de confianza podría permanecer en el equipo, dado que había que construir un acceso más razonable al recinto.
Una vez bien iluminada, la sala dejó al descubierto multitud de objetos e ingenios que requerirían muchas horas de estudio, ya que la labor de retirar el polvo depositado, catalogar, hacer funcionar y comprender el uso de tantos dispositivos supondría una tarea ingente.
Las pocas personas autorizadas a entrar se esforzaban en no mirar directamente a los ojos del terrible busto. La presencia del mismo creaba una atmósfera de cierta turbación porque irradiaba extrañas sensaciones.
Jean Luc Renaud, el asistente personal del conde, trataba de inspeccionar la máquina bajo un punto de vista científico, sin tener en cuenta el horrible aspecto del artefacto en su conjunto. Armado de toda la valentía de la que disponía, pronunció la frase que todos estaban esperando.
—¿Es la cabeza parlante del papa mago?
—Así es —contestó el conde, que mostraba una ambigua expresión, fruto de la mezcla de alegría por haber encontrado su más preciado objetivo y de sorpresa por la pasmosa imagen del monstruo—. Ésta debe de ser, sin duda, la máquina creada por el papa sabio.
Los presentes daban vueltas alrededor del increíble descubrimiento para tratar de identificar la naturaleza del engendro. Sin quitarle la vista de encima, Pierre Dubois balbuceaba todo lo que se le iba ocurriendo.
—Tenemos ante nosotros uno de los secretos más buscados en el último milenio. Desde su creación, no han parado de surgir dudas sobre su veracidad y mucha gente jamás creyó que existiese. Sin embargo, no faltó tiempo tras la muerte de Silvestre II para que comenzasen los ataques que dieron origen a múltiples leyendas, descabelladas unas, y acertadas otras. Los templarios incluso le pusieron un nombre a esta maravilla —Baphomet[1]— y la adoración que le veneraron les costó la vida, entre otras causas. Mucho se habló de esta cabeza en el juicio que puso fin a la Orden del Temple y, quizás porque no se aclaró nada, la leyenda siguió rodando durante siglos hasta que llegó nuestro compatriota, Eliphas Lévi, en pleno siglo XIX, y le dedicó una buena parte de sus estudios a Baphomet y a lo que representa. Dios mío, aún no puedo creer que tengamos delante un prodigio como éste, que puede explicar tantas cosas…
—¿Qué es lo que tiene en la boca? —volvió a preguntar Renaud, señalando una de las partes de la máquina que, a modo de abertura bucal, disponía de múltiples varillas de metal dispuestas de forma paralela. Cada una de ellas tenía entrelazadas una serie de conductos que se perdían en el oscuro interior del ingenio.
—Es un ábaco —respondió el conde sin vacilar.
—¿Se refiere usted a uno de esos antiguos artilugios para hacer cálculos? —volvió a preguntar con ojos desorbitados.
—Exacto. Podríamos decir que, de alguna forma, el ábaco es el precedente de las máquinas calculadoras que conocemos hoy día, e incluso, en su forma más compleja, es el pariente lejano de los actuales ordenadores.
—Pero… si este horrible engendro es un invento de nuestro papa Silvestre II, ¿ya se conocía el ábaco en el siglo X?
—Incluso mucho antes. Fue inventado al mismo tiempo por culturas diferentes, en distintos momentos. Había ábacos europeos, orientales, americanos y otros muchos. Su origen se pierde en el tiempo. Al contrario de lo que se piensa, el ser humano tuvo antes la inquietud de contar que la de escribir.
—No entiendo nada —dijo Renaud—. Usted se ha pasado toda su vida persiguiendo la famosa cabeza parlante del papa mago. En los últimos siglos, muchos arqueólogos de medio mundo la han buscado, y ahora, ésta es, sin duda, una cabeza, pero… ¿cómo podría hablar? Me parece decepcionante.
—Al contrario. Seguro que la cabeza habla, y tiene cosas que contar. Esta máquina utiliza los profundos conocimientos matemáticos que su creador tenía. La boca es el instrumento de entrada de datos, algo así como el teclado de un ordenador. Nuestra labor se centra ahora en hacer que funcione un autómata milenario.
* * *
Los escalones le parecían más altos que de costumbre. Una llamada de la condesa, interesándose por el hallazgo, le hizo acudir de inmediato. No vendría mal un receso para coger fuerzas.
La observó antes de entrar en su dormitorio. Su hermoso pelo rubio, recién lavado, se ondulaba ligeramente por la corriente de aire. Desde la ventana, su esposa parecía vigilar los cultivos en un día en el que un sol radiante engordaba las uvas de la próxima cosecha.
Mujer enérgica y sutil, la condesa de Divange, Véronique Dubois, dedicó una amplia sonrisa a su marido. Un beso en la mejilla bastó para expresarle su felicitación por el hallazgo.
—Anoche oímos tus gritos y pensamos que se trataba de una más de tus ocurrencias pasajeras —expresó la mujer—. Nuestra hija no ha conseguido pegar ojo en toda la noche. Ya sabes lo sensible que es.
—¿Cómo está Guylaine? —preguntó el conde, mostrando interés en la persona que más le importaba en el mundo.
—Preocupada por ti, pues llevas demasiados meses inmerso en ese proyecto. Toda tu existencia, en realidad. Nadie se explica lo que está ocurriendo con tu vida.
—Déjalo ya. Afortunadamente, hemos tenido éxito en la búsqueda.
—O no; ahora tendrás que trabajar aún más con esas cosas que has encontrado.
—Hemos hallado artilugios realmente interesantes y, sobre todo, la cabeza parlante. Es verdad que tenemos que iniciar una investigación rigurosa que llevará muchas horas de trabajo, pero lo haré a gusto. Déjame demostrarte que puedo reconducir nuestra relación, y ser un buen marido, padre, e incluso, un amante razonable.
—Hay cosas que nunca cambian, Pierre. Los milagros no existen.
La condesa cerró con fuerza la puerta del baño, dando por terminada la conversación.
* * *
Entre grandes sobresaltos y decepciones, los días siguientes transcurrieron con rapidez, debido a la excitación que producía tener reunidos en una sola estancia multitud de aparatos cuyos secretos ocultos era necesario desvelar. Ni uno solo de los dispositivos disponía de un simple escrito que explicase su funcionamiento, aunque algún que otro pequeño artilugio, una vez limpio y catalogado, respondía a un uso claramente identificado. Los astrolabios, de distintas formas y tamaños, componían la parte más sencilla de investigar. Sin embargo, un grupo de pequeñas máquinas dotadas de cientos de ruedas dentadas, que giraban en distintas direcciones, desafió la inteligencia de los allí presentes.
La cabeza parlante, sin duda, era el objeto más complejo de todos los encontrados. Construida en bronce, aún dejaba entrever restos de un antiguo baño de oro que debió de tener tiempo atrás, confiriéndole un aspecto aún más siniestro. El conde la hizo medir y anotó todos los detalles posibles. La altura, de más de dos metros, le dotaba de un aspecto imponente; y en anchura, tenía una dimensión incluso superior. En cuanto a la profundidad, debido a los múltiples mecanismos que contenía en su interior aquel engendro, también le hacía disponer de un espacio respetable. En conjunto, respondía a un inmenso monumento al diablo, cuyo uso y finalidad, para la que fue creada, nadie quiso aventurar.
El frontal era lo más imponente. La cara, indescriptible y desconcertante, pertenecía a un ser indefinido, mitad humano, mitad animal. La mirada de ese monstruo fulminaría a cualquiera que osase mirarle directamente a los ojos.
La boca, de gran tamaño, parecía ser un instrumento cuyo uso estaría destinado a introducir órdenes a la máquina, tal y como había explicado el conde. Aunque su apariencia podría responder a un ábaco tradicional, con sus características varillas con cuentas, su aspecto dejaba claro que aquella parte del artilugio era el punto de entrada a la máquina, ya que distintos resortes conducían al interior.
Los mecanismos traseros tampoco dejaban lugar a dudas. Aquel monstruo mecánico debía tener una utilidad definida. Había sido creado para un fin determinado que debían descubrir.
—¿Sabe usted para qué sirve? —preguntó el asistente al conde, alterado por los acontecimientos.
—Es evidente que se trata de un artefacto para realizar cálculos y dar respuesta a preguntas concretas —respondió, fijando sus ojos en los múltiples conductos, barras, palancas, ruedas y botones instalados en el interior—. Creo que tenemos que estudiar algunos de los cacharros de la sala para entender cómo funciona esta máquina. Lo que está claro es que, si la construyó el propio Gerberto de Aurillac antes de ser papa, utilizó secretos contenidos en libros antiguos, probablemente árabes o hindúes. Y sin esos libros va a ser difícil hacer funcionar este trasto.
—Y si realmente la construyó Gerberto, es decir, el papa Silvestre II, ¿por qué tiene esta apariencia diabólica?
—Buena pregunta. Ya sabes que se le acusó de practicar la brujería y de pactar con Satanás. Pienso que construyó este armatoste poco antes del año Mil, y ya conoces los extraños sucesos de aquella época —el conde se giró para mirarle directamente a los ojos—. Pero mi teoría es otra. Creo que nuestro papa le dio este horrible aspecto a la máquina para alejar a los hombres. Por alguna razón que desconocemos, él sabía que este ingenio era un peligro en manos equivocadas.
* * *
El interior del sombrío espacio, una noche más, se presentaba inhóspito. Apenas había conseguido avanzar en las investigaciones, y la humedad se estaba instalando en sus huesos. No recordaba cuántos días llevaba embebido en el asunto, al que había dedicado en exclusiva todo su tiempo. Para colmo, el polvo acumulado en su cuerpo le hacía parecer un fantasma.
Unos pasos en el acceso al recinto le hicieron volver a la realidad.
La vio acercarse de forma sigilosa, como si no quisiese molestar. Su hija Guylaine le traía algo para cenar.
—Esto tiene que acabar. Es necesario que retomes tu vida normal y que pases más tiempo arriba, descansando. No sabemos cuántos días llevas sin dormir.
—No podría pegar ojo ni aunque quisiera —le dijo besándola mientras la abrazaba.
Pierre Dubois había dedicado su vida a dos cosas; ahora, ambas se encontraban reunidas en el mismo recinto.
—Ya sabes la pasión que siempre he tenido por este tema. Las investigaciones de los misteriosos hechos acaecidos en el final del primer milenio han ocupado mi carrera profesional y he dedicado toda mi trayectoria a estos estudios. Si hay un país que puede contener los secretos de esa época, es el nuestro, donde el milenarismo se ha presentado en su máxima expresión. Aquel periodo, el paso del año 999 al 1000, hizo temblar a millones de personas que, convencidas del cumplimiento de las más terribles profecías apocalípticas, daban por terminado este mundo, mil años después del nacimiento de Jesucristo. En ese tiempo, se produjeron extraños fenómenos tales como grandes hambrunas, avistamiento de monstruos marinos, excepcionales eclipses de luna, lluvia de estrellas y cometas y, como guinda, un espantoso meteoro que fue visible en el cielo europeo en el entorno del año Mil durante más de tres meses. Con tantos misterios sin resolver, ¿crees que puedo parar ahora?
A pesar de la pasión que había derrochado para resolver los enigmas milenarios, la mayor ilusión de su vida seguía estando en su hija. La miró directamente a los ojos y comprobó que estaba llorando.
—Mira, Guylaine, ya sabes que me apasiona este tema —le dijo rodeándola con sus brazos y tomando un mechón de su cabello rubio—. Si hay algo que quiero aclarar en este mundo, es precisamente esto, porque se lo debo a todas las generaciones de nuestra familia que han ocupado este castillo. Y aquí parece estar todo lo que necesito para resolver este entuerto.
—Bueno, pero promete que me mantendrás al tanto de tus descubrimientos. Recuerda que yo también amo la historia, aunque ésta no sea mi especialidad.
La mirada limpia y transparente a través de los ojos azules de Guylaine Dubois le dejó claro al conde que siempre tendría el apoyo de su hija.
* * *
El pelo pajizo y ralo de Pierre Dubois, casi blanco a sus setenta años, aparecía revuelto y maltratado después de los días que llevaba investigando sin cesar.
Una tímida expresión de curiosidad asomaba a su cara tras las últimas averiguaciones que había realizado.
De forma progresiva, consiguió que funcionaran distintas partes de la extraña máquina. Un grupo de resortes, combinado con un significativo conjunto de botones de la parte trasera, tenían una clara funcionalidad. Al accionarlos, el engendro ejecutaba de forma repetitiva operaciones sencillas que supo identificar. Más compleja se presentó la labor de transmitir órdenes desde la boca, a través del ábaco, hacia el interior.
Con todo, su principal duda era saber si aquel artilugio sólo serviría para hacer cálculos sencillos o bien para obtener respuestas complejas a preguntas determinadas.
Las anotaciones que iba realizando dejaban claro que aquel ingenio había sido diseñado por un ente superior, debido al laberinto de elementos mecánicos que contenía. De forma metódica, procedió a aplicar los conocimientos que había obtenido de los aparatos más pequeños y, poco a poco, consiguió entender la utilidad de cada una de las piezas y fragmentos.
El nerviosismo fue creciendo cuando comprobó que prácticamente todas las partes del autómata estaban acopladas y que ahora sólo quedaba ponerlas en movimiento en conjunto.
Tomó aire y probó suerte.
Pulsó el resorte de puesta en marcha.
Lo que siguió cambiaría la vida del conde.
Mil años después, la máquina volvió a funcionar.