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Reims

Región Champagne-Ardenne

(Francia)

Un inesperado rayo de luz alumbró la mesa de trabajo del conde, provocando que la penumbra de la habitación adquiriese tonos violáceos. El súbito cambio atrajo la atención del noble y le hizo mirar a través de una enorme ventana desnuda, sin cristales.

Una hermosa luna dominaba un cielo estrellado, donde momentos antes poderosas nubes habían descargado gran cantidad de agua, en una más de las tormentas de verano que asolaban las tardes de la campiña.

Desde el mismo momento en que había instalado su estudio en la estancia situada en la parte más alta del castillo, Pierre Dubois, conde de Divange, consiguió avanzar de forma notable en sus investigaciones. Y ahora, la nueva tonalidad del recinto, lívida como su tez, parecía confirmar el fabuloso hallazgo que acababa de realizar.

Los pergaminos iluminados por la tenue claridad no dejaban lugar a dudas: la cabeza parlante, la infernal máquina creada por el papa mago, tenía que encontrarse allí mismo, en el castillo en el que sus antepasados habían vivido durante siglos.

El descubrimiento le hizo perder la compostura y bajar gritando hacia los sótanos, donde las paredes, construidas con enormes bloques de piedra, denotaban la antigüedad del recinto que, con más de mil años, había sido utilizado como fortaleza durante buena parte de la Edad Media, sufriendo serios estragos en múltiples batallas que habían conducido a profundas restauraciones. Una edificación adosada en el siglo XIX contenía la zona residencial y del personal de servicio, en la cual se habían incorporado toda clase de comodidades, dando como resultado un hogar moderno y confortable, en clara disparidad con el baluarte medieval.

La llegada del conde al ala izquierda supuso un enorme revuelo para los sirvientes, que contemplaron con estupor al noble visiblemente alterado.

—¡Tenemos que cavar tras el muro sur! —gritó.

—Son las tres de la madrugada, señor conde —expresó su asistente.

—Ya lo sé. Acabo de descubrir que estábamos equivocados. Llevamos más de doscientos años buscando en sitios desacertados.

—Pues entonces quizá podamos esperar un poco más…

—¡No digas tonterías! Llama a los obreros y que estén dispuestos para una nueva búsqueda de inmediato. Comenzaremos en cuanto salga el sol —sentenció.

Había dedicado toda su vida a tan particular cruzada, digna continuación de la de sus antepasados, y ahora no iba a esperar ni un minuto tras una revelación como la que había tenido hacía unos instantes. Necesitaba saber si realmente uno de los mayores misterios de la historia podía ser desvelado.

Preso de la impaciencia, descendió hacia los cimientos del castillo, eludiendo comprobar si su mujer y su hija dormían. Si sus ideas eran ciertas, el panteón familiar al completo vibraría de emoción en un día tan glorioso. Y eso no se podía postergar.

Palpó con sus propias manos el muro, que coincidía con la posición e incluso con la dimensión que los pergaminos marcaban. La piedra parecía realmente antigua, similar a la utilizada en las primeras construcciones de la fortificación allá por el siglo X. Sopesó la idea de utilizar por sí mismo las pesadas herramientas que sus trabajadores habían manejado en las labores de perforación el día anterior, pero desistió al recordar el lamentable estado de salud en el que se encontraba.

Mientras tanto, un paseo por sus viñedos a la luz de la luna le tranquilizaría, porque dormir tan sólo unos minutos era ya tarea inútil.

Nunca antes había rondado por sus dominios a esa hora, en la que miles de estrellas conformaban un increíble tapiz sobre la región de Champagne.

Toda la extensión de terreno que abarcaban sus ojos, así como la mayoría de las plantaciones adyacentes, pertenecía a los Dubois desde hacía muchas generaciones. Su familia había estado ligada a la producción del espumoso líquido desde los primeros tiempos en que el abad benedictino Dom Pierre Pérignon, cuya tumba se hallaba cerca, descubrió por casualidad la forma de producir el rey de todos los vinos. Desde entonces, la región entera se había convertido en una amalgama de historia y pasión por el caldo que llegaría a ser el más famoso del mundo. Todos vivirían para siempre bajo el signo de la chispeante bebida.

Se situó en el porche de una de las terrazas y vislumbró un paisaje ondulante repleto de vides que se desparramaban con el peso de sus frutos.

«Una buena cosecha», pensó.

Pero no sólo el creador del champagne tenía su sepultura en los alrededores del castillo. Otros muchos franceses ilustres, hombres y mujeres, habían engrandecido la patria desde esa comarca. De hecho, la persona que mayor gloria había dado a Francia, Charles de Gaulle, también descansaba eternamente cerca de allí.

Pero eso no le interesaba ahora.

Su trayectoria profesional, su vida entera, la había dedicado a desentrañar la vida de un misterioso individuo, un compatriota ilustre. Silvestre II no había nacido en Reims, pero había alcanzado sus máximas cotas intelectuales en esas tierras. Su nombre no dejaba lugar a duda: Gerberto de Aurillac era original de ese pequeño pueblo, a mucha distancia de esta región, aunque había alcanzado la perfección espiritual y científica en el corazón de Champagne-Ardenne.

Y si alguien estaba ligado al cambio de milenio, el final de una época infausta, ése era precisamente el papa mago, el primer papa francés, el papa matemático. Muchos apodos para una misma persona, lo que, sin lugar a dudas, era signo de una personalidad controvertida. Pero a él le gustaba sobre todo uno de sus sobrenombres, el más revelador de todos: el papa del año Mil.

Enigmas en torno a este curioso personaje había cientos. Le habían acusado de pactar con el diablo, de practicar la brujería y de apropiarse de los conocimientos científicos de los árabes. Una antigua leyenda decía que un gallo cantó tres veces al nacer Gerberto, y se le oyó hasta en Roma…

Sólo Dios sabría si los maleficios y la práctica de la nigromancia que le atribuían fueron alguna vez practicados por este intelectual que había ocupado el arzobispado de Reims, luego el de Rávena y, finalmente, había alcanzado el trono de Pedro. Todo ello no podía parecer normal en un hombre que consiguió idear máquinas, dominar las matemáticas y practicar políticas impropias de su tiempo. No era extraño que sus contemporáneos vieran a este hombre tan inteligente como a un mago. En la alta Edad Media, ese pequeño campesino no podría haber llegado a ser papa y sabio si no hubiese sido con el apoyo del diablo.

Si sus averiguaciones eran correctas, por fin se podría aclarar la verdad.

Mil años más tarde, el mundo conocería los increíbles secretos de un hombre sin igual que estableció las bases para que todo cambiase.

Elevó la mirada y comprobó que el horizonte comenzaba a tomar tintes anaranjados. No recordaba cuánto tiempo había pasado allí, pero lo cierto era que un intenso lumbago le sacudió la cintura al levantarse, debido probablemente a que el frío de la noche se le había colado en el interior de su maltrecho cuerpo.

Sin pensarlo, se irguió como pudo y caminó hacia el sótano, donde le esperaba disciplinadamente el equipo de trabajo al completo. Su asistente, al verle, avanzó hacia él solicitando instrucciones.

—¡Seguidme! —masculló el conde.

—Por ahí ya hemos probado cientos de veces —expresó el ayudante.

—No de la forma en que vamos a hacerlo hoy.

Con una seguridad inusual, ordenó transportar la pesada maquinaria hacia un muro de contención que no conducía a ninguna parte.

—Hasta ahora hemos cavado en toda la superficie del sótano pensando que lo que buscamos estaba bajo el suelo —dijo, señalando con su dedo índice la tierra levantada del fondo.

—¿Y dónde si no? —preguntó el capataz.

—Pues a los lados. ¡Quitad esta piedra! —acarició repetidas veces una enorme laja que, argamasada junto a otras, componían una parte del inmenso muro de los cimientos del milenario castillo.

Los obreros procedieron a aplicar el martillo percutor sobre la unión de las piedras. El ruido convirtió la estancia en un lugar por momentos inhabitable, aunque, pasados unos minutos, el pedrusco parecía estar separado del resto, por lo que el capataz ordenó parar. Uno de los operarios comprobó que un trozo se movía y procedió a desplazarlo manualmente para tratar de retirarlo de su posición.

Al observar que se había abierto un hueco en el grueso tabique, el conde pidió al hombre que apartase los cascotes desprendidos y procedió a introducir su raquítico cuerpo por la abertura.

Cuando la polvareda se asentó, la linterna puso al descubierto una gran sala en la que cientos de objetos se repartían de forma irregular por todos lados. Parecía como si aquel lugar hubiese sido abandonado de forma precipitada siglos atrás y, para colmo, una gruesa capa de mugre lo impregnaba todo, impidiendo identificar la mayor parte de los artilugios allí depositados.

La vista se le amoldó en pocos segundos a la profunda oscuridad que a duras penas era rasgada por el haz de luz de la linterna.

En el centro de la estancia, Pierre Dubois, conde de Divange, encontró lo que historiadores, arqueólogos y eruditos buscaron sin cesar durante siglos.

Una descomunal cabeza, una gigantesca máquina, monstruosa y perversa, fiel representación del sufrimiento, un enorme muñón doliente, se alzaba sobre un solemne pedestal de mármol negro como el mismo infierno, observando al conde con la mirada más siniestra que ningún ser humano hubiese visto en los últimos mil años.