EPÍLOGO

¿FUE UN SUEÑO?
(1704)

La despedida

Pedro procuraba ayudar a su tía, a la que veía, con desconsuelo, cada día más probada. Era como si poco a poco, subrepticiamente, fuera abandonando la vida. Los acontecimientos se precipitaban. Además del cariño y la estima que había ella despertado en él, mucho era lo que tenía que aprender de la Roldana: su visión de la escultura, tan innovadora y atrevida, su conocimiento de los usos de la corte, su coraje para no dejarse vencer. No. No podía dejarla ir. Había de ayudarla a querer vivir.

Como ha sucedido tantas veces a lo largo de los siglos, las penalidades y desgracias agudizan el genio de muchos artistas. La Roldana había superado barreras, había batallado para que ella, una mujer, ocupara el puesto de escultor de cámara, privilegio reservado hasta entonces a los hombres. Había sabido presentarse sumisa cuando la ocasión así lo requería, y este respeto y su innata inclinación a la piedad le habían abierto puertas que si no habrían permanecido cerradas.

—Tía —rompió su silencio Pedro—, se dice que vuestras últimas obras, la Anunciación y la Natividad, mucho han complacido a la Reina. Habéis de poneros buena y realizar una talla que será el asombro de todos.

Lo miró agradecida por su devoción. No podía confesarle que para continuar habría necesitado un valor que ya no encontraba en su interior.

—Mi corazón de mujer ha estado siempre dispuesto a no dejarse vencer. Mas ahora, el coraje ausente de él está.

—No claudiquéis. Habéis enfrentado con brío insospechado en frágil criatura la existencia repleta de pesares que os ha tocado en suerte.

—¿En suerte, dices? Muchas veces me pregunto si fue así, o si decisiones carentes de necesitada reflexión me abocaron a la difícil vida que ha sido la mía.

—De cierto que tomasteis la mejor resolución…

No pudo acabar su frase, pues Luisa lo interrumpió con una impaciencia que desconcertó al chico:

—No, Pedro, no. ¡Discurre! Has de reflexionar en las encrucijadas del azaroso caminar en este valle de lágrimas. Una decisión errónea puede lastrar tu bienaventuranza. Usa de tu tiempo para valorar las situaciones.

—Quejosa estáis. ¡Cuánto me duele veros así!

—No. Ha valido la pena. Honda ha sido mi aflicción, pero, en cierto modo, he sido libre. Mi mente ha forjado aquellos seres que se agitaban dentro de mí. Mis manos los han convertido en arte.

—¿De dónde sacaste la fuerza para continuar? ¿Qué te hizo seguir adelante?

—Es algo inexplicable. Es un hálito que nos arrastra, una confusión armoniosa, una música sublime, un tráfago dulce que lo llena todo, encontrando eco en el alma. Y a la par, un afán de supervivencia que une rabia y desesperación. Y es también un delirio de salir de uno mismo, que propiedad del alma es. Este delirio es mi delirio.

—¿Todo eso os enseñó el abuelo?

—Mucho amé a mi padre, tan clarividente, pero he de aconsejarte que, aunque tengas buen maestro, hay que estar atento a aprender de la vida. Cada día es una enseñanza.

—¿Estar atento? ¿Cada día una enseñanza? ¿Cuál es vuestra intención?

—En el comienzo de tu vida, encontrarás un periodo en el que se debe crear el armazón de la propia existencia. Pero la juventud, con su ansia de vivir, no se detiene a pensar en el futuro.

—¿Por qué no se nos alcanza su importancia?

—Porque en los años mozos, la existencia, con su fulgor, oscurece la reflexión.

—¿Cuál fue vuestra defensa contra las trampas del vivir?

—A veces daba yo en pensar que pedía demasiado a la vida; que ésta, por fuerza, ha de ser dura y asolada por inevitables tristezas; que la clave está en no dejarse vencer. Y continuar… Pero se ha de proseguir con alegría, dando gracias por aquello que permanece o por los dones inesperados que la existencia nos depara. ¿Sabes que en ocasiones tardamos en reconocerlos como tales? Hay que estar ojo avizor, Pedro. Es gran infortunio entender la felicidad cuando ya nos abandonó.

—Qué lástima, tía. ¿Es posible la dicha y no reconocerla?

—Me temo que así es. La precipitación enturbia la mente. El afán por conseguir nuestro anhelo o el dolor por una pérdida nos impiden gozar de otros aspectos de la vida, aislándonos de los seres queridos. La capacidad de amar queda suspendida, anulada, sometida a los hielos de un corazón oprimido. En otras circunstancias las ocupaciones cotidianas nos absorben en demasía, impidiéndonos gozar la dicha del camino.

La mirada de Pedro se posó en la de su tía con tal intensidad, que conmovió a la Roldana. Sensación que ya había vivido con anterioridad. Recordó esa mirada en el taller de su Sevilla natal. Supo que había de avisarle, que su experiencia podía serle útil.

Y entonces él preguntó:

—¿Cuál ha sido vuestro bien más preciado?

—Amé mi trabajo, que me hacía ser yo misma; amé a mis hijos, carne de mi carne, con ternura; a mis amigos, elección viva por afinidad o diversidad, pero siempre con estima; amé profundamente a todos aquellos que me hicieron conocer un mundo que no sabía que pudiera existir, que me abrieron las puertas de un horizonte sin fin, que me impulsó a volar tan alto como pudiera. Ahora lo sé. Estoy cierta. Lo más valioso es el amor.

Viéndola de nuevo fatigada, Pedro se aprestó a dejarla para que descansara. Ella quedó pensativa. Quiso continuar su labor, pero el esfuerzo la dejó exangüe. Se recostó en el sillón y cerró los ojos. Sus pensamientos la hicieron volver al pasado.

—Aquel amor ¿fue sólo un sueño, fue una quimera de mi espíritu necesitado de ternura? ¿Fue él una invención de mi mente?

La ternura

Carmen así mismo se preocupaba por su prima, con la que había compartido desde la infancia amistad, complicidad y ternura, en una relación sin fisuras a lo largo de los años. Acudió a su cámara, pues sabía que ese día no había ido a trabajar. No conseguía sacarla a un paseo, ni tan siquiera que contestara a sus buenos amigos Ontañón, De Ory y Jordán, que deseaban visitarla. La encontró reclinada sobre la cabeza de su hija, acariciando su pelo, mientras Francisco abría las contraventanas para que entrara la luz del sol, que le traía aromas de su Sevilla natal.

—Madre, ahora que tiene compañía, y tan de su gusto, me voy a hacer los mandados que me pidió.

Y tomando a su hermano por el brazo, dejó solas a las dos primas.

—¡Has de animarte, Luisa! Te veo muy decaída. ¿Quieres que te cuente noticias de la contienda? Las fuerzas aliadas han desembarcado en Lisboa en furioso tropel, pero nuestro ejército, liderado por el Rey nuestro señor, saldrá victorioso. ¿Sabes que es llamado el Animoso?

—Mucho temo que esta guerra dure largos años. No sé si conservo la fuerza para más tiempos de escasez y miseria como los que tengo conocidos. No sé, Carmen. No sé si quiero vivir más.

—¡No te reconozco! ¡Has sido siempre una luchadora! Recréate en tus logros. Escultora de cámara. Eres la primera mujer que ha logrado tal honor.

—Cierto es que alcancé lo que mujer alguna obtuvo antes, pero los pleitos, las penas y las necesidades han sido muchos. ¿Percibes tú la suerte de tu felicidad?

—Luisa —desgranó con lentitud Carmen—, yo no ambicionaba más que vivir, tú, la gloria.

—No te engañes. Yo no anhelaba entrar en la historia, quería sólo trabajar. Tú supiste siempre del verdadero sentido de la vida. Yo me equivoqué.

—Qué disparates estás diciendo. Mira que es un pecado hablar así. Tus hijos te necesitan; Pedro da la vida por lo que contigo aprende, le estás dejando un legado sin par; y yo, chiquilla, ¡no sabría ni respirar sin ti!

—Mucho te agradezco todo el amor que me has dado. Pero quizás haya llegado mi hora.

—Estás siendo ingrata. Me produce espanto oírte hablar así. Has conocido honores y fama.

—Sí, pero ¡a qué precio! Al precio del desencuentro con el hombre al que amaba; al precio de un corazón herido; al precio de la estima desahuciada.

—Fama es lo que tú perseguías, ¿no?

—No la desdeño. La fama es noble si se obtiene, como se requería en la Antigüedad, con valor, fuerza de voluntad y espíritu de sacrificio, sabiduría y equilibrio. Mas tú sabes que más que notoriedad, yo buscaba reconocimiento. El aprecio hacia mi trabajo, creía yo, habría de procurarme saneadas finanzas para mantener a mi familia y trabajar en libertad.

—Mucho era tu anhelo, siendo mujer. ¡Y nunca el miedo hizo mella en ti!

—Te equivocas. El miedo me atenazó en numerosas ocasiones: en la muerte de mis hijos; en las angustias económicas, en el desamor que me atormentaba. Es lícito tener miedo. Pero nunca fui cobarde.

—Tuviste el valor de plantarles cara a los problemas; nunca te lamentaste. No permitiste que las miserias te cortaran las alas.

—Sí, quise volar muy alto. Pero esta lucha eterna, esta zozobra que da el vaivén entre esperanza y desencanto, este batallar por la mera existencia, con los recursos que llegaban tarde o nunca, han minado mi entereza.

—No has de rendirte, prima. Te espera la gloria.

Luisa entonces desgranó con voz apagada:

—Ya la experimenté, ¡y fue tan breve su fulgor!

—¡Otra vez él! ¡Más te valía no haberlo soñado!

—Al contrario. Fue la causa de mi tesón. La alta estima que de mí tenía me espoleó a buscar la excelencia, a conquistar lo que mujer alguna había osado obtener.

—Entonces has tenido la fama en tus manos. Consérvala.

—Ya no importa. Estoy fatigada. La muerte no me parece funesto trance, sino amable compañera.

—¡Luisa de mi alma! Te lo ruego por lo que más quieras. No hables así, que me rompes el corazón.

La Roldana le sonrió con tal ternura, que Carmen no pudo contener el llanto. Había comprendido que la misma decisión que su prima había demostrado para vivir la destinaría ahora para alejarse del mundo. Tomó Luisa la mano de su prima, transmitiendo en ese sencillo gesto toda la amistad que habían ido tejiendo con paciencia, con generosidad, con inteligencia a través de los años.

—Carmen, has de pensar que voy al encuentro del Padre. Mi felicidad ha de ser la tuya.

El oboe

El canto nostálgico de un oboe elevaba sus notas hasta la ventana de la Roldana. La música se fue convirtiendo poco a poco en un lamento. Se le antojaba a ella una voz humana que narraba lastimera la tristeza de su vida. O una voz melodiosa y varonil, que resonaba en sus oídos, evocando un sueño. Como si la felicidad hubiera sido inalcanzable.

Los latidos de su corazón se hicieron muy lentos; la respiración se fue acompasando a ese latir. Un tibio y dulce calor se fue apoderando de sus miembros, y ante sus ojos apareció el rostro de Pedro. Luisa sintió en su mano algo frío, metálico. Lo miró atenta. Era el icono de la despedida.

Su hija Rosa María la encontró, descansando por fin, con una sonrisa en la faz y una imagen bizantina de san Miguel sobre el pecho, del lado del corazón.

El Quejigal, 27 de junio de 2009, día de la festividad de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Acabada la primera corrección el 15 de octubre de 2009, día de Santa Teresa de Ávila.

Terminado de corregir el 28 de noviembre, de amanecida, en la mar, navegando entre la isla de Malta y la isla de Sicilia.

PILAR DE ARÍSTEGUIZ