8

LAS HOSTILIDADES
(1702-1703)

Naumaquia abril-agosto de 1702

El buen tiempo del mes de abril invitaba a organizar lo que podía ser una de las últimas celebraciones antes de que comenzara la guerra. Y con esa desazón que produce un porvenir incierto en el horizonte inmediato, y como para espantar los fantasmas del sufrimiento, Felipe V decidió agasajar a su adorada reina con una naumaquia en el estanque del Buen Retiro. Esta ficción de una batalla naval nada tenía del escenario bélico que, temían algunos, se había de producir. El aire tibio de primavera acompañaba la jornada. En el centro del lago había un pequeño islote ovalado, donde tendrían lugar escenas mitológicas, que entusiasmaban a la corte. El estanque se pobló de galeras engalanadas, ligeros bergantines y esbeltas góndolas.

Los gallardetes flameaban en los mástiles; las coronas de laurel aguardaban a los vencedores; un aire de alegría, más voluntariosa que real, sobrevolaba el ambiente.

Mientras se desarrollaba el espectáculo y las diversas embarcaciones se perseguían, se atacaban, retrocedían para volver a intentarlo después, la Reina comprendió que ese juego podía convertirse demasiado pronto en realidad. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Tan joven y habría de permanecer sola; un marido recién hallado y ya la guerra lo iba a enredar en su manto de pólvora.

Así fue. Llegado mayo, las noticias no podían ser peores.

Holanda declaró la guerra a España el 6 de mayo. No tardaría Inglaterra en hacerlo, el 15 del mismo mes. Se temía la incorporación de Portugal al conflicto, lo cual sería catastrófico, pues daría paso a través de su territorio a las tropas coaligadas, que, unidas al Imperio y Brandeburgo, resultaban enemigo formidable. Pero la Reina había de sufrir otra profunda amargura: Víctor Amadeo de Saboya, su propio padre, atravesó los Alpes y atacó el Milanesado. Este príncipe había heredado de su madre, Olimpia Mancini, el gusto por la intriga y el doble juego.

Lo que tanto temía su hija se había cumplido.

Afortunadamente, a pesar del breve espacio de tiempo transcurrido, los funcionarios franceses que Felipe V trajo consigo y los que habían llegado después habían conseguido poner orden en la administración y organizar las finanzas. El Rey partió al mando de las tropas hispano-francesas en el mes de julio. Se dirigía a Cremona, ciudad sitiada por el príncipe de Saboya.

La Reina se sintió más animada al recibir las primeras noticias del campo de batalla: el 15 de agosto el soberano le anunciaba la gran victoria de Luzzara, a la que seguirían otros rotundos triunfos. Le hablaba también su marido de un asombroso luthier llamado Stradivarius, que confeccionaba violines de sonoridad excelente. Le decía así mismo que proyectaba encargar a dicho artista alguno de esos instrumentos, para su deleite en los conciertos de palacio.[145]

Visita a la Reina

Grande fue la sorpresa de la escultora al entrar en la sala a la que la condujeron. Carmen quedó rezagada, impresionada por la concurrencia. Elegantes damas rodeaban a una hermosa muchacha de distinción relevante y mirada inteligente. Todas sus acompañantes la trataban con muestras de respeto, lo que indicaba su alto rango. Era agraciada y, al percatarse de la presencia de la Roldana, la animó con voz cantarina:

—¡Entrad, señora escultora! Elevada estima tengo por vuestras imágenes.

Una señora de edad madura pero que caminaba recta y ágil como una flecha se aproximó para descubrir la primera imagen. Levantó con pausa el lienzo que la cubría y apareció la Inmaculada.

—¡Dios sea loado! —exclamó la princesa de Orsini—. Quel beauté!

Era en efecto la Virgen más bella que la Reina, acostumbrada a la hermosura y calidad en el arte, había contemplado jamás. Pidió que se la acercaran, y cuando la tuvo a su lado, la inspeccionó en silencio, con sumo interés. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia su escultora de cámara:

—Razón hubo el Rey en confirmaros. Mucho me agradó la Natividad que colocaron en mi oratorio de Figueras, pero esta Inmaculada supera a muchas que he conocido. Ved —continuó María Luisa de Saboya—, mirad —dijo a sus damas—. Mirad el óvalo perfecto del rostro, el ligero rubor de las mejillas de la Virgen, tan natural, tan real, ¡parece que la sangre cálida fluye bajo la tibia piel!

—Majestad —intervino la Orsini—, mucho os complace…

No la dejó terminar:

—¡Cómo no habría de hacerlo! Es perfecta. Observad la pureza de las líneas, la armonía y serenidad de la faz… Y los colores, elegantes y sutiles, ese azul del manto que se enrosca leve como una pluma sobre la túnica de oro, pintada de campestres flores con infinito primor… ¡Bravo, escultora!

En semejante ocasión, la Roldana daba por buenos sufrimientos y penurias, sacrificios y desilusiones. Era la confirmación de su talento, aquel del que sentía debía extraer todas las posibilidades. La reina saboyana, ahora española, habituada a un ambiente de arte donde la calidad era regla, la apoyaba.

Tras una breve conversación, se retiró María Luisa de Saboya, pero la camarera mayor permaneció para observar con detenimiento no sólo las imágenes, sino a la mujer que las creaba. Reconocía en ella a la luchadora. Pertenecían las dos a la estirpe de aquellas que, ante la adversidad, se crecen; aquellas que, como los toros de casta, cuando la vida se tornaba peligrosa, cuando los acontecimientos las zarandeaban sin piedad, sacaban coraje de donde no lo había; y de las que, con una fuerza que ignoraban poseer, hacían de la necesidad virtud. La princesa, en Roma, entre castillos medievales, y en las lagunas de Venecia; la escultora, en las iglesias y moradas sevillanas bañadas por el sol: ambas hubieron de batallar por sobrevivir.

Ahora el Alcázar madrileño las unía en singular simbiosis.

—Sé de vuestros avatares —inició la Orsini—. Creedme si os digo que conozco de la angustia y sobresalto de vuestras demandas. Podéis quedar descansada. Vuestro talento es, y será, reconocido.

—De vuestra excelencia quedo deudora.

—Id en paz. Hacedme saber toda vez que necesitéis auxilio.

Marchaban las dos primas por los corredores de palacio como si un ángel las hubiera tocado con la palma de su mano.

—¡¿Ves, Luisa, ves?! La suerte te acompaña de nuevo. Ya no te abandonará nunca.

—¡Qué así sea!

Embajador en París 13 de septiembre de 1702

Las intrigas e insidias continuaban en la corte. Unos venían y otros iban. Portocarrero había conseguido librarse del almirante de Castilla, su enconado enemigo, desterrándolo a Granada. El otrora omnipotente Melgar, enfrentado a Portocarrero, había sido desposeído de todos sus cargos, permaneciendo tan sólo como consejero.

Pero el nuevo Rey cambió el destino del almirante: decidió nombrarle embajador extraordinario, o sea, con plenos poderes, ya que consideraba, con sentido común, que no convenía enemistarse con semejante personaje. Mas la inquina del cardenal movió sus hilos, y la embajada fue rebajada a ordinaria. Era más de lo que un grande podía soportar. Y Portocarrero tenía el deber de considerarlo y saber que no se puede arrinconar contra la pared a fiera herida. Hubiera debido escuchar y recordar, lo que a menudo tuvo que oír en la corte papal: Si púo vincere, ma non stravincere[146].

El duque de Medina de Rioseco, almirante y conde de Melgar, puso rumbo a Francia. Se alejó de Madrid con suntuosa comitiva de trescientos cincuenta caballeros y ciento cincuenta carruajes repletos de vajillas, tapices y cuadros. Cuando todos en la corte le hacían llegando a Burgos, camino de la frontera francesa, él se dirigía hacia Portugal, donde se uniría a los partidarios del archiduque. Malos presagios envenenaban el panorama de la deseada prosperidad.

Orsini versus Portocarrero

La que pareciera entrañable amistad entre el cardenal y la camarera mayor se iba deteriorando de manera sutil. La rivalidad solapada fue alimentando un acerbo resentimiento, que acabó estallando con fuerza devastadora. La Orsini ganaba en poder e influencia. Su habilidad para instilar sugerencias en la mente de los Reyes, sin imponer su criterio, y haciendo luego ver que la idea era original de los soberanos, la habían convertido en elemento indispensable de toda decisión. La Reina era inteligente y dotada de reflexión, pero la experiencia y la astucia de la dama madura iluminaban sendas aún desconocidas para la joven señora.

María Luisa de Saboya mantenía una correspondencia regular con Versalles durante las hostilidades, y en ella mostraba el afecto de ida y vuelta que generaba en su pueblo. En carta a madame de Maintenon confesaba: «Aprés Dieu, c’est les peuples à qui nous devons la couronne. Nous ne pouvons compter que sur eux. Mais, grâce à Dieu, ils font le tout[147]

Jean Orry había conseguido revitalizar las finanzas para sufragar los gastos militares, y organizó, como ya lo hiciera para Luis XIV, los recursos necesarios para el estipendio de las tropas y los pagos de la intendencia. Su poder de decisión llegaría a cotas tan altas que, contrariamente a lo que preveía el Rey Sol, provocó muchas envidias. Una sátira, anónima, como solían ser estas coplas, decía:

Orry a mandar,

el Rey a obedecer;

el uno a presidir, otro a cazar

y desta suerte todo es desmembrar

de España el cuerpo, en vez de componer.

¿Aquesta es planta? No, que es deshacer,

pues van los más peritos a escardar

y los que ignoran vienen a ocupar

lo que en su vida pueden comprender.

El agradecimiento

La Roldana trabajaba con el ansia de quien sabe que su tiempo se acaba. No sentía miedo ni aprensión. Estaba serena, agradeciendo todo aquello que la vida le había proporcionado. Era cuestión de fatiga, de cansancio. A veces, un proyecto, un boceto que apuntaba una manera distinta, le originaba una nueva ilusión. Pero ésta era siempre efímera. Contempló a su hija Rosa María absorta, mirando por la ventana. Habían sido su razón para esforzarse. Dejó que la nostalgia se adueñara de su corazón; dejó que el recuerdo invadiera su mente.

«¡Ojalá pudiera soñar!», se dijo.

Soñar. Su vuelta al cálido hogar paterno, donde ser querida y respetada era cotidiano; donde cada mañana se despertaba con un nuevo afán de superación; donde había vivido la felicidad de las cosas pequeñas: la embriagadora fragancia del azahar o el aroma del pan recién hecho… Y el abrazo de un amor incondicional…

—Gracias, padre —rezó en voz alta—. Gracias por amarme y darme la seguridad que me haría fuerte. ¡Esa fuerza que necesité para enfrentarme a la vida!

Embajadas de familia

Los embajadores de España en París, pero, sobre todo, el francés en Madrid, gozaban de un trato singular, de prerrogativas que no se concedía a los otros representantes extranjeros. Se llamaban embajadas de familia, y sus legados tenían acceso casi directo y, desde luego, diario, al soberano. En esas circunstancias tan particulares, llegó a la corte española un personaje que protagonizaría una de las intrigas más enrevesadas de aquellos años. El cardenal D’Estrées gozaba de gran predicamento, pues sus misiones diplomáticas en Roma y Venecia habían sido coronadas con el éxito. Venía también avalado por su sólida amistad con Ana María de la Tremouille, la princesa de Orsini.

Mas su eminencia estaba acompañado por su sobrino, el joven abate D’Estrées, que inició rápida inclinación hacia la camarera mayor. Las reticencias de la dama con respecto a la imperiosa autoridad del cardenal y la ambición del muchacho hicieron el resto. Comenzaron la princesa y el abate su particular guerra palatina para socavar el poder del cardenal. La Orsini, con la intención de enviar de vuelta a París a su eminencia, y el abate, soñando con ocupar el puesto vacante que dejaría su tío. Los consejeros españoles se felicitaban en la ocurrencia, pues ya Felipe II, recordando a Maquiavelo, había anunciado «divide y vencerás». El omnímodo poder del bando francés se debilitó.

Mucho se apesadumbró Luis XIV al conocer la actuación imprudente en la que se habían internado sus protegidos. No podía admitir que esos capaces servidores del Estado actuaran con semejante frivolidad, poniendo en entredicho el buen hacer de los franceses. Un análisis escrupuloso del problema habría también señalado que personajes de relieve en la corte aguardaban con paciencia la culminación de errores varios, para atacar a sus adversarios, los todopoderosos agentes galos. El abate D’Estrées, una vez que su tío fue reclamado en Versalles, continuó con las intrigas. No aceptaba ya la tutela de la Orsini, pensando tener él más poder del que en verdad disfrutaba. Pagaría caro su error.

Batalla de Rande 23 de octubre

La realidad, como suele suceder, se impuso por medio de las terribles acciones de guerra. El general y almirante de la Flota Manuel de Velasco tornaba de Indias con sus galeones repletos. Uno de los mayores tesoros provenientes de aquellas tierras se alojaba en las bodegas de sus navíos. A pesar de ir escoltada por buques de la potente Marina francesa, la presa resultaba demasiado apetitosa para que no tentara a la coalición. Los capitanes de la escuadra hispano-francesa, avisados del peligro que se cernía sobre ellos, alcanzaron refugio en el fondo de la ría de Vigo el 22 de septiembre.

Largas fueron las deliberaciones sobre la conveniencia de descargar el valioso cargamento. Estaba claro que así había de hacerse, pero dificultades administrativas al tener Sevilla el monopolio de dicho comercio retrasaron la decisión. Por fin tuvieron tiempo de descargar los tesoros y ponerlos a buen recaudo, mandándolos por tierra. Los ingleses gozaron de la oportunidad de descubrir, mediante información de sus espías, el astuto escondrijo, pero llegaron tarde para apropiarse del botín.[148] El 22 de octubre la flota anglo-holandesa hacía una impresionante aparición en la ría de Vigo.

La componían más de ciento cincuenta navíos, amén de buques de apoyo y todo tipo de embarcaciones. Las fuerzas de la coalición contaban nada menos que con trece mil quinientos hombres, frente a dos mil quinientos de las defensoras. Esa misma noche los atacantes intentaron varias veces hacer saltar la cadena que cerraba la entrada del refugio. La inquietud ante el ataque se percibía en las fuerzas hispano-francesas en la amanecida del 23. Ignorante del traslado del botín, el almirante Rooke dio la señal de ataque, y comenzó el desembarco de las tropas en las orillas de la ría.

Al mismo tiempo, la nave capitana inglesa Torbay se adentró ría arriba, seguida de otros cuatro buques, el Mary, el Kent, el Monmouth y el Grafton, con el fin de aniquilar los barcos franceses. La torpe estrategia naval del comandante en jefe francés, conde de Chateaurenault, hizo que, una vez destruidas las naves Le Bourbon y L’Esperance, el resto de la Armada francesa, colocada en semicírculo, no pudiera resistir el embate de las fuerzas coaligadas. El humo ennegrecido oscureció el cielo; atronadores cañonazos hacían saltar los barcos en astillas cuando los pesados proyectiles alcanzaban su objetivo; bolas de betún ardiente desollaban a los desgraciados marineros. Todo se cubrió de polvo, trozos de madera surcaban el apocalíptico firmamento y cuerpos malheridos saltaban por los aires; mientras lamentos de dolor y desgarradores gritos poblaban el espacio pidiendo auxilio. Cuando los castillos de Rande y Cordeiro cayeron en manos enemigas, el combate estaba perdido.

No fue la coalición un vencedor clemente. Asolaron, saquearon e incendiaron Redondela y la isla de San Simón hasta que todo quedó arrasado, comportándose como auténticos filibusteros. El 30 de octubre, el almirante Rooke dio la orden de partida. Llevaban consigo varios buques apresados, entre ellos un galeón que se hundió a la altura de las islas Cíes, galeón que daría lugar a la leyenda del tesoro hundido en las profundidades.

Las noticias de la derrota alcanzaron la corte con celeridad. Un desolado pasmo se abatió sobre la villa. Se hizo evidente entonces el peligro al que se enfrentaban.

El peligro

El desconsuelo de la Roldana no tenía límites. Por una parte sentía la indefensión a la que estaban sometidos los puertos de mar y ciudades anejas. Temía por su familia, sus hermanas, sobrinos, y por su amada Sevilla.

—¡Ay, Luisa de mi alma, ay! —se lamentaba Carmen—. ¡Mira que vernos otra vez envueltas en guerras! ¿Crees que llegarán hasta aquí?

—Yo ahora tengo el pensamiento puesto en Sevilla. Los puertos de mar y las ciudades cercanas están en sumo peligro. ¿Qué será de mis hermanas, de sus hijos, de mi anciana madre, si esos lobos atacan Cádiz?

—¡Ay, niña, no sigas! ¡Me estremezco de sólo pensarlo!

—Tengo escuchado de la codicia de estos atacantes. Parece que se llevan todo lo que pueden, y lo que no alcanzan a portar lo queman. Imagina el desastre que pueden formar en Sevilla. ¡Allí sí que tienen tesoros que robar!

—Nuestra ciudad queda muy lejos de la mar. No conseguirán llegar.

—¡Ojalá así fuera, Carmen! Pero ¿no has oído las noticias de Galicia? Se metieron por la ría y destrozaron las poblaciones ribereñas.

—¡Qué atrocidad, prima, qué atrocidad! Entonces… pueden —le costaba imaginarlo—, pueden adentrarse por el Guadalquivir y…

—Eso mismo que estás pensando —interrumpió Luisa—. Temo por los nuestros, temo por la ciudad que nos vio nacer y me asusta pensar qué va a ser de nosotros, con un país adentrado en guerra y la precaria situación de las finanzas.

Una recia voz masculina se unió al diálogo:

—No os aflijáis tanto, tía. Están todos bien por casa y ansiosos de abrazaros.

Se volvieron las dos hacia la puerta y observaron al hombre hecho y derecho que les hablaba. Era Pedro Duque Cornejo, el hijo de su hermana Francisca. La Roldana recordaba al muchacho que vino a darle la terrible noticia de la muerte de su padre, pero había madurado, había adquirido una fuerza de varón de buena ley que produjo en Luisa una intensa emoción. Era el vivo retrato de su padre, y Luisa se arrojó a sus brazos, sintiéndose segura. ¡Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de esa sensación!

—Vengo, tía, a aprender de su talento. Ése fue el último consejo de mi abuelo. Si no tenéis inconveniente, desearía permanecer con usted y ayudarla en el taller. Aprender a su lado sería mi más ferviente empeño.

—¿Mi padre te envió? —con asombro—. Él podía enseñarte todo lo que necesitas saber para ser imaginero de tronío.

—Insistió en que a usted me llegara.

—Bien está. Trabajarás a mi lado, como yo hice con él. —Y dándole la bienvenida exclamó—: ¡Dios te ha traído a nosotras!

La Anunciación

Siguieron días de entrañable conversación, en la que recordaban a los seres queridos, a la par que trabajaban en dos obras que, por la intermediación de la Orsini, le encargara la Reina. Se trataba de una Anunciación y su pareja, una Natividad.[149]

En la Anunciación, Pedro había ya observado elementos que anticipaban el arte que había de seguir. Quedó perplejo y admirado, analizándolos con deleite:

En este relieve, la Virgen aceptaba el encargo que por medio del ángel se le manifiesta. Pero su rostro demuestra la preocupación que le embarga; el cuerpo se halla sometido bajo el peso de una noticia que le produce angustia, ansiedad. Lejos están las expresiones dulces, las miradas tiernas que antaño la Roldana prodigaba. Es la visión de una mujer madura, que sabe de las dificultades que encierran las situaciones de la existencia, aun las más lisonjeras. El ángel, a su vez, ordena con gesto imperioso el cumplimiento del mensaje del Padre Eterno. Oscuras nubes se ciernen sobre la parte superior de la talla, y la hacen parecer más inquietante si cabe.

El joven escultor se extasiaba ante la sabiduría de su tía, y él insuflaba una nueva energía en la mente de la Roldana. El espíritu de ésta se hallaba fatigado, pero el sobrino, tan parecido al viejo Roldán, le hizo recobrar nuevas fuerzas. El vigor creciente que se apoderaba del ánimo de Luisa no dejaba lugar al hastío. Era como si comprendiera que le faltaba tiempo para transmitir a su sobrino el caudal de sabiduría artística y vital que necesitaría para sobrevivir en un mundo exigente y competitivo. De arteras celadas y envidias aceradas.

De manera imperceptible, poco a poco, ella comenzó a transvasar el inmenso amor que sintió por su padre a este mozo ávido de discernimiento. La inteligencia de su sobrino, su capacidad de análisis, generaban tal clarividencia que tornaban todo asunto en armonioso. Ese chico poseía una cadencia conciliadora que apaciguaba la congoja de ella. Deseaba Luisa traspasar a Pedro todos aquellos conocimientos que había adquirido con los años, pero, sobre todo, darle a conocer los vericuetos e intrigas de la corte, de modo que no tuviera él que sufrir las carencias que ella había padecido.

—Es de suma importancia —le advirtió la Roldana— que te instruya en los modales que hagan de ti pulido cortesano. Has de aprender a desconfiar de las buenas palabras, y creer sólo en los hechos. Te ayudará a subsanar los errores que yo cometí.

Se afanaban ambos en la Natividad, que mostraba la madurez que había alcanzado la obra de Luisa. Era una escena donde la pasión, el movimiento y la composición original se unían para establecer una manera totalmente nueva de representar los misterios de la divinidad. Un ángel aún en vuelo entrega el Niño a la Virgen, mientras que otro se arrodilla reverente a los pies de la Sagrada Familia. Tras ellos, un coro de serafines entona cánticos de alabanza, componiendo una espiral de alas y túnicas. Un torbellino de nubes eleva a un enjambre de querubines, que son transportados hacia el cielo en total contento. Por una ventana que se abre en el portal, entra una luz cegadora que anuncia la bienaventuranza eterna.

Pedro observaba el relieve asombrado por la vitalidad que de él emergía. Ante sí tenía a una escultora que lo había logrado todo, el puesto más codiciado de la corte, reconocimiento, notoriedad y, sin embargo, seguía ella esforzándose como si fuera una principiante, como si le fuera en ello la vida. No pudo reprimir el incipiente imaginero una expresión de estupefacción al contemplar los dos relieves cara a cara.

—¡Anhelo descifrar el misterio que impulsa vuestro ser a elaborar estas maravillas!

—Pedro, es la sangre que nos une la que te hace hablar de esa forma encomiástica.

—No. No es así. Es algo superior. Más fuerte que la sangre, más intenso que la familia, más duradero que la vida. Es ese algo indefinible que une dos almas, que no atino a percibir de dónde procede…

Al mirarla, la vio tan pensativa, que pensó el chico que sus palabras podían haber sido inconvenientes, y preguntó contrito:

—¿Qué le sucede? ¿He sido en exceso imprudente?

—¡Quita, quita! Me has emocionado. Me has recordado a alguien a quien mucho amé; a mi padre, tu abuelo.

—Tuve la fortuna de gozar de su compañía, y ahora de la vuestra.

—¡Me enseñó tantas y tan variadas artes! —suspiró la Roldana con añoranza—. Con él aprendí a estofar, tallar y dorar…

—Como yo deseo hacer. Contando con vuestra generosidad.

—Me hizo conocer algo aún más importante: a creer en mí; a tener fe en mí misma. ¡Bien hube menester de ella en mi existencia!

Calló por unos instantes, y el mozo comprendió que había de estar atento y no perder ni una palabra de esta inestimable lección de vida que iba a recibir.

—Fue hombre singular. Me hizo conocer los espaciosos campos de la mente en libertad, y nunca he podido olvidarlo. Habría sentido, si por comodidad me hubiera dejado llevar por el parecer o entender de los demás, que traicionaba la memoria de mi padre y todo aquello que él deseaba transmitirme.

—¿Es pues la libertad el mayor de los dones, tía?

—No. Es la dignidad el bien más preciado, aquel que hemos de defender de quien nos la quiera arrancar.

—Pero, tía, ¿no es la libertad la más alta meta? Usted ha sido libre para poder trabajar.

—No siempre. La libertad hube de ganarla, a muy alto precio. Sólo cuando la has perdido, se te alcanza su inmenso valor. Pero la dignidad es superior. Puedes conservarla en las situaciones más adversas. No depende de los demás. Depende de ti. ¡Nadie te la puede arrebatar!

Pedro la observaba con una mirada tan intensa, que ella interrumpió su reflexión. Parecía que estuviera absorbiendo sus enseñanzas con avidez. Era poseedor de una curiosidad inagotable, pero al tiempo la rodeaba de una ternura que le recordaba a su padre. Amor incondicional. ¿Cómo era posible? ¿Se podía dar ése milagro? Él era mozo; ella se fue de Sevilla cuando él aún era un niño. Esa complicidad, ese entendimiento, ¿de dónde procedían?

Sintió una renovada esperanza: la continuidad de su obra. Intuía que el talento que el mozo mostraba y la buena estrella que había de acompañarlo le harían conocer fama y hacienda saneada. La mano de Pedro Roldán los había unido.[150]

La trifulca

La Orsini, en un tiempo necesitada de apoyos, se afirmaba cada vez más en su privanza. Su afán de mando aumentó a medida que las consultas de sus altezas se hacían más frecuentes. Había ya eliminado al cardenal galo D’Estrées y a su sobrino, a este último sin gran dificultad, pues la mediocridad del joven abate le hacía desmerecer su buena presencia. La vanidad planetaria de Portocarrero y la ambición desmesurada de la princesa habían de enfrentarse un día. El cardenal entendió que la Orsini, a quien había conocido en la soledad de su segunda viudez, le guardaría gratitud eterna. Poco conocía su eminencia la humana naturaleza. La princesa deseaba olvidar cuanto antes su antigua dependencia, pues la presencia de su valedor le recordaba pasados tiempos de necesidad que ella se afanaba en enterrar. Como bien enseñara Gracián, hay quien no perdona el favor concedido.

Las discrepancias, en un principio enriquecedoras, se tornaron enconadas luchas, sin cuartel, sin perdón ni remisión. La guerra, con sus constantes preocupaciones, se adueñaba del pensamiento y alteraba el vivir. Los difíciles asuntos de Estado, la hacienda enmarañada y las premuras de organización y bastimentos para la guerra eran competencia de Jean Orry, que contaba con el apoyo de la Orsini. Juntos formaban una sociedad de intereses mutuos, pero que, en toda verdad, beneficiaban la incorporación a la modernidad de España, muy necesitada de transformación. Portocarrero no percibió que su influencia iba declinando, y en una ocasión en que la Orsini se había extralimitado en sus competencias, se dirigió a la princesa con soberbia y desmesurado enfado, que provenían más de su ira que de su razón.

—No habríais debido inmiscuiros en negocio que no era de vuestra competencia. Vuestra escasa información del asunto tratado os conduce a error.

—Eminencia reverendísima —comenzó mordaz la princesa—, no es mi costumbre intervenir en aquello a lo que no he sido llamada. El Rey consideró oportuno demandar mi leal saber y entender sobre las reformas que Orry intenta llevar a cabo. No ambiciono poder ni privanza, sólo ansio ayudar a mi señor.

—Bellas palabras, princesa. Mas hueras son y ayunas de contenido.

—Señor cardenal, he hablado con recta intención.

Ahí la furia que inflamaba a Portocarrero le hizo perder los estribos:

—¡No emborronéis con hipocresía vuestra natural avidez, señora! Vuestro secuaz y vos misma desconocéis las tradiciones de estos reinos, y así haciendo, cometéis desafueros sin cuento.

—No olvidéis, eminencia, que el señor Orry no toma estas providencias por cuenta propia, sino que acata órdenes del Rey. Desechad la confusión que os aturde. ¿Hasta cuándo insistiréis en desafiarme?

—¿Desafiaros? —gritó Portocarrero mascando su rabia—. Perdéis el sentido de la jerarquía, princesa. ¿En qué desvarío navega vuestra mente febril? No hay lugar al desafío hacia quien no ostenta cargo alguno en el gobierno. Habéis de tornar a la razón, que a todas luces os abandona.

—Calmaos, eminencia. No se ha de gobernar con impulsos sino con la cabeza.

—¿Cómo osáis pretender enseñarme cuál ha de ser mi conducta? ¿Hasta cuándo habré de soportar vuestra insolencia?

En ese momento, la taimada princesa, que había sobrevivido a tantas batallas, anunció con sonrisa sibilina:

—Tal vez vuestros deseos sean escuchados, eminencia.

Portocarrero, comprendiendo la velada amenaza, le espetó:

—¡Válgame Dios, lo que he de escuchar! ¡Pronto habéis olvidado que fui yo quien intervino para procuraros la honrosa condición en la que ahora os holgáis!

—Señor cardenal, sólo los fósiles no sufren mudanza. No podréis detener las reformas que se avecinan. Sólo Dios es eterno.

Carnaval 1703

La Roldana sentía que su amistad con su sobrino iluminaba su vida. Lo que antes le pareciera sin interés ahora comenzaba a intrigarla. Sabía Luisa que el conocimiento que deseaba transmitir a su sobrino, como si de vasos comunicantes se tratara, lo había completado. Era mucha la alegría que Pedro Duque le había traído. Los aromas de Sevilla estaban en su acento cantarín; en su finura en plantear los asuntos; en esa mezcla de antigua sabiduría y gracia innata que es propia de las gentes de Andalucía. Una nueva forma de encarar el trabajo, una inusual mezcla de tonos o el singular escorzo de una imagen incitaban su curiosidad. Este chico trabajaba recio y con tesón. Mas Pedro era joven, y era lógico que deseara también divertirse. Había anunciado a su tía su voluntad de participar en el carnaval, que se celebraba por las calles de Madrid. Pero se hacía tarde y él no regresaba. Quien ha sufrido desgracias imprevistas sabe que la tragedia se presenta de la forma más cotidiana. Dio en pensar en todas las posibilidades funestas que podían acontecer, y su angustia crecía con el paso de las horas.

En contra de la opinión de su marido, salió Luisa a buscar a su sobrino. No era tarea fácil encontrar a alguien en aquel alboroto: canéforas con sus cestas de oro repletas de frutos, flores, sésamo y yedra; bacantes vestidas de pieles de tigre y pantera, coronadas de viña y con tirsos[151] en la mano; mujeres veladas, enmascarados, embozados, luminarias vacilantes; personajes mitológicos tambaleantes por su afición a Baco, danzantes impetuosos recorrían las calles en un desesperado intento por cumplir con la máxima del carpe diem, desgañitándose al grito antiguo del carnaval: «Evohé», «Bacché».

La guerra había de ser olvidada por unos días, por unas horas; el ansia de vivir arrojaba a la marea humana a disfrutar del instante.

Dos damas, escoltadas por algunas gentes de guardia, observaban de cerca la desesperación de la Roldana. Esta no las reconoció hasta que una de ellas se quitó el antifaz.

Aquel remolino de gente aturdía a la Roldana, hasta tal punto que creyó que la persona que tenía ante sí era un fantasma. Pero el espectro la miró, la reconoció y le sonrió con un gracioso mohín. Era la Reina.

Ante el desconcierto de la escultora, la Orsini la amonestó:

—¡Vamos, vamos, Roldana! ¿Por qué os asombra tanto que una reina quiera conocer a su pueblo?

—Señora, yo…

—Decidme, más bien —apremió la princesa—, qué hacéis vos sola, sin máscara, con ese ademán de aprensión entre esta multitud gozosa.

—Busco a mi sobrino, mozo aún y poco habituado a la villa.

—Venid con nosotras —intervino la Reina—. Estaréis más segura. Disimulados nos siguen guardias que velan por nuestra protección. No quisiera perder a mi escultora de cámara, no antes de que me entreguéis lo que os encomendé.

Se colocaron de nuevo las máscaras e iniciaron la marcha. Siguió Luisa al cortejo, sin dejar de mirar a diestro y siniestro, por ver de encontrar a Pedro. Entraron todos en una venta en la que, al son de las guitarras, se cantaban alegres historias de amores compartidos. María Luisa de Saboya parecía feliz al poder escapar de las muchas preocupaciones que en ese momento la acechaban. Estando el Rey ausente, ella había tenido que madurar y enfrentarse a la vida real, al peligro, al dolor, a la inseguridad, a los dilemas de los graves asuntos de Estado. Pero él había llegado en enero, y la Reina se concedía un poco de asueto entre su pueblo.

El posadero, un tal Malayerba, les trajo unos cuartillos de vino, aceitunas y un buen pan candeal.

Cuando comenzaban a cenar, de manera súbita, se organizó una trifulca en un ángulo oscuro del mesón. Se escucharon voces airadas que gritaban:

—¡Pelafustán![152] ¿Quién te has creído que eres? ¡No sabes tú con quién estás hablando!

—No era mi deseo ofender a nadie —oyeron decir a un mozo.

En ese instante, la tía reconoció la voz del sobrino. De inmediato, la guardia había rodeado a las ilustres damas, pero Luisa corrió al rincón donde se desarrollaba el alboroto. En el centro del corro, vio a un hombretón que agarraba a su Pedro con muy malas intenciones, mientras vociferaba iracundo:

—¡Miradlo ahora! Calladito. ¡Te asemejas a un estafermo![153] Más te vale que te prepares a pelear, porque a mí me conocen como el Tragahombres.

Una sinuosa mujer de pelo negro y ojos como tizones se colgaba del brazo del bravucón, pidiéndole:

—¡Déjalo estar, Manuel, es sólo un mancebo! Quería un poco de compañía, una miaja de sandunga[154].

—¡Ah, ya he entendido! Osease, que el señorón se viene a nosotros para que le hagamos el agasajo, el festejo y el requiebro. ¡Ven aquí, ganapán, que te voy a enseñar cortesías yo!

Una navaja brilló con fulgurante destello y Luisa, sin pensarlo, se abalanzó al ruedo. Unos brazos poderosos la retuvieron.

—¡Quietos todos! ¡Obedeced a la ley!

Varios alguaciles provistos de lucientes espadas ordenaban imperiosos el fin de la pelea. Como por arte de magia, el matón había trocado su aviesa intención por cortés mansedumbre.

—Señor mío, no buscaba yo, ¡Dios me libre!, ofender a este gentil mozalbete. Son chanzas que nos traemos, burlas y chirigotas. ¡Estamos en carnaval!

—Bien está —aceptaron los custodios—. De aquí no marchamos. Venga el sosiego. A tener la fiesta en paz.

—¡Qué zozobra me has causado! —recriminó Luisa.

—Tía, quería gozar de la mojiganga[155]. Mis amigos decían conocer a la bailarina.

—Ya es hora de recogerse. ¡Vamos, ligero!

Se dirigió la Roldana hacia la mesa donde se sentaban las egregias damas y, cuando estuvo ante ellas, hizo ademán de besar la mano de la Reina. La princesa de los Orsini la alzó presta, con una celeridad sorprendente.

—¡Aquí no, escultora! Pueden reconocerla.

—Señora, mi gratitud será eterna. Si no es por vuestra guardia, la cuchillada era segura.

—Id en paz, Roldana. ¡Ah!, y que aprenda vuestro sobrino los peligros de Madrid.