BODA REAL
(1701-1702)
En Versalles, el Rey Sol argumentaba con sus consejeros sobre la idoneidad del matrimonio de su nieto.
—A pesar de su juventud —decía—, o precisamente por ella, ha de estar acompañado. Es menester que encontremos princesa galana, de carácter animoso y porte real.
La princesa Orsini, instalada de nuevo en la corte francesa, había conseguido trabar amistad con la influyente duquesa de Noailles y, por su mediación, con la todopoderosa madame de Maintenon. Las tres damas apoyaban vivamente la propuesta, así como los demás consejeros del Rey. Tras conciliábulos interminables, fue elegida María Luisa de Saboya, prima de Felipe, que tenía tan sólo trece años.
Alta, fino el talle; pálida la tez, donde brillaban ojos vivos; la sonrisa pronta, de dientes muy blancos; con un empaque que revelaba nobleza y majestad, todo en ella resultaba gracia y donaire. Cuando su padre, Víctor Amadeo de Saboya, le comunicó la fausta noticia, estalló en llanto y se negó en redondo a consentir el enlace.
Promesas de dicha y magnificencia nada pudieron ante su negativa. Una amenaza, sin embargo, consiguió disuadirla de su obstinación:
—Serás encerrada en un convento, ¡de por vida!
El retrato de la princesa llegó a Madrid, y Felipe V se enamoró perdidamente de la jovencísima candidata. Decidió que se celebrarían los esponsales el 11 de septiembre, en Turín. La pompa con la que la boda por poderes fue organizada sería oscurecida por la magnificencia con la que el rendido novio deseaba recibir a su amada. Inició Luisa el viaje hacia su destino, y el 27 del mismo mes, se detuvo en Niza, donde la aguardaba Ana María de La Tremouille, apenas nombrada camarera mayor.
Mujer de agudo ingenio, había logrado que Portocarrero intercediera en su favor ante Luis XIV, que no consideraba muy oportuna esta elección. Había utilizado el cardenal el siguiente argumento: «Tener a la princesa Orsini en la corte española sería ventajoso para Versalles, y al no tener ésta ni familia ni apoyos en España, no trabajaría más que para Vuestra Majestad, y no actuaría a dictados de parientes intrigantes».
La insistencia de madame de Maintenon haría el resto. Y ahí se hallaba la ambiciosa señora, dispuesta a ganarse con su talento y su tesón un lugar de preeminencia en la corte española. Su carácter seductor, su experiencia en los usos palaciegos, su conocimiento de diversos países y culturas, su rápido ingenio y la siempre eficaz adulación cautivaron a la nueva reina, que la hizo su consejera y confidente.
A los pocos días llegó la comitiva a Figueras, donde el enamorado rey esperaba a su esposa. La juventud de él deseaba ardientemente el momento de intimidad, pero los pocos años de ella le hacían temer la unión con aquel desconocido. Ya en el banquete, la tensión producida por las diferentes costumbres de ambas cortes había originado un cierto desencuentro. Las damas españolas de la Reina, ofendidas por la preeminencia gastronómica gala, volcaron todas las fuentes portadoras de comida francesa, sirviendo sólo los platos cocinados a la española. Para más inri, la Reina fue separada de sus acompañantes piamontesas. Además, la niña-reina mostraba sus reticencias hacia su cortejador. María Luisa de Saboya, alarmada por la insistencia de su inflamado pretendiente, mostraba decidida sus recelos. Desconcertado por la reacción de su ya esposa, sin que él fuera consciente de su propia torpeza, al insistir, acrecentó el temor de ella.
Llegado el momento de retirarse para consumar el matrimonio, María Luisa tuvo un ataque de pánico, y llorando desesperada, comenzó a dar auténticos alaridos sobre «los salvajes españoles», y corrió veloz hasta su cámara, donde se encerró determinada a no abrir. Nada ni nadie fue capaz de disuadirla. Ni los discursos apaciguadores de un clérigo, ni las hábiles palabras de su amiga la Orsini pudieron rendir la fortaleza de una niña asustada de trece años. Al cabo de tres días, consintió en ver a su confuso galán, cuyo interés se había multiplicado por la resistencia de la bella.
La historia había sido el comentario de todos. Se elucubraba si había sido reacción natural dada su juventud, o pícara estratagema de la camarera mayor, mujer de experiencia y conocedora de artimañas y ardides, a fin de exacerbar el interés del enardecido Felipe. El caso es que los esposos gustaron de su mutua compañía, y las señoras españolas comenzaron a vislumbrar una inteligencia notable tras los graciosos mohines de María Luisa de Saboya.
Uno de esos días, la Reina se fijó en una hermosa Natividad que habían colocado en su oratorio. Llamó a la Orsini, y le pregunto por el autor de tan encantadora talla.
—Ved, princesa, qué interesante la composición. Forma un triángulo perfecto, que eleva la vista al cielo; ¡qué elegancia de colores, tan tenues!
—Ha de ser un presente realizado para vuestras majestades, pues la corona que sujetan los ángeles a vuestra majestad pertenece, y las armas bajo ella, las vuestras son.
—¡Mirad las expresiones de la Virgen y san José! —continuó la Reina con admiración—. La ternura que expresa el rostro de la Madre y el contento del santo se complementan con la serenidad de un divino Niño.
—Cierto, majestad. Además, los querubines, con su grácil aleteo, imprimen airoso movimiento y generan místico alborozo.
—¿Sabéis quién es este insigne escultor?
—Majestad, no. Mas indagaré para satisfacer vuestro contento y saciar mi curiosidad.
Al poco llegó ufana la princesa:
—Majestad, mis pesquisas han procurado sorprendente resultado: no es hombre el autor. ¡Es una mujer!, y obtuvo la plaza de escultora de cámara con Carlos II.
—¿Una mujer, decís? ¡Qué coraje habrá necesitado para llegar tan alto!
—He sabido también que esta Natividad, en efecto, fue un don para vuestras majestades, y que con ella y otra obra suplicaba ser confirmada en el mismo cargo por el Rey, pues grande es su necesidad, que es ella quien sustenta a su familia y procura su cobijo.
—¿Cómo artista singular puede padecer de esta manera? Su talento a la vista está. Rendido viaje, en Madrid he de conocerla. Entre tanto conversaré con el Rey de este asunto.
Emprendieron ambos esposos ruta hacia la felicidad, en una armonía del todo inesperada tras el accidentado comienzo. Pasarían unas semanas conociendo sus reinos, y luego se encaminarían a la capital. Los esperaba una serie de festejos que se habían preparado con mucho cuidado. Al entrar en la Villa y Corte, encontraron la ciudad sembrada de arcos triunfales que habían creado para los Reyes los mejores artistas. Aproximándose hacia el Alcázar, los envolvió un verdadero túnel de efímeros poblados de ninfas danzantes, guirnaldas de exótica vegetación, personajes mitológicos que simbolizaban los diversos reinos y esbeltas columnas con racimos de frutas que anunciaban la abundancia de las tierras.
Numerosas fuentes cantarinas, colocadas entre cada arco, daban acuática respuesta a las rondallas, creando la bienvenida a los soberanos con intensa alegría.
La imaginación de los dos jóvenes quedó prendada de la vitalidad y energía de este país que les había tocado en suerte. Atrás quedaba el «salvajes españoles» de Figueras. A la chica despierta que dormía en su interior fue revelado un pueblo poseído por las ganas de vivir, un pueblo mediterráneo, con enorme talento para las artes, unas gentes a las que ella no tardaría en amar, y a su vez, se vería correspondida por ellos. Entre la multitud que aclamaba a sus reyes, una mujer madura observaba las festividades con evidentes signos de inquietud. No acertaba a discernir si aquellos fastos eran signo de nuevos tiempos que traerían riquezas y prosperidad, o si, por el contrario, dejarían vacía la hacienda para ocuparse de las artes.
Esa reflexión tenía su fundamento, pues la Roldana no había obtenido respuesta ni a sus dádivas ni a sus cartas. Cuando se halló a solas con Carmen, ésta encontró a su prima muy abatida.
—Luisa, ¿qué te ocurre?, ¿qué terrible afán te turba?
Por toda respuesta la Roldana se echó a llorar. Se odiaba a sí misma por hacerlo, pero sentía una inmensa debilidad; había sido valerosa en muchas ocasiones, en situaciones muy diversas, pero ahora temía flaquear.
—¡Ea, ea! Ven aquí, niña chica. ¡Ya era hora de que te consintieras un desahogo! Dime qué te ronda la cabeza, qué tribulación te produce este desasosiego.
—Prima de mi alma, ¡no sé por dónde empezar!
—Inténtalo, mujer —animó Carmen—. Te hará bien.
—Ante todo, siento mortal fatiga. No sé si son los penares de mi vida, los achaques de mi edad o la inseguridad que ronda mi existencia y la de los míos.
—¿De qué incertidumbre me hablas?
—Conoces que no he tenido satisfacción de las tallas que al Rey donamos, ni de las sucesivas cartas.
—¡Pero, chiquilla, muchas son las mudanzas que en la corte se han operado, ten paciencia!… Que no decaiga tu ánimo. Ya verás cómo en cuestión de días recibes buenas nuevas.
—Sí, pero yo ya no tengo con qué esperar; los acreedores me conminan al pago, y de aquí a poco puedo perder el alojamiento.
—Luisa, tienes una familia próspera en Sevilla. Allí te acogerían de mil amores hasta que soplaran de nuevo vientos propicios.
—¡Parece mentira que tú me repitas semejante dislate! Ya te lo dije. Sabes lo que he luchado por el honroso cargo de escultora de cámara, ¿y quieres que ahora abandone?
—¡Cálmate, prima de mi alma! Sé de tu mérito y de tu batallar para que así fuera reconocido; sé de tu coraje al aspirar a aquello que mujer alguna había obtenido… Sólo te pido que consideres un descanso…, una pausa…, para recuperarte.
—¡Nunca! ¡No me verán vencida!
El sol lucía como sabe hacerlo en el otoño madrileño, aquella tarde. Su luz dorada envolvía los perfiles de la lejana sierra, y se recreaba posándose en árboles y arbustos que rodeaban el Alcázar. El cielo, límpido, sereno, se inflamaba a medida que pasaban los minutos de nubes plenas de cárdenos y bermellones, grises y violetas, regalando a los habitantes de esa ciudad atardeceres inolvidables.
—Como mi corazón —suspiró alborozada la Roldana—, henchido de nuevo de esperanza.
—Mujer, qué trágica eres —reconvino Luis Antonio—. Habías de aguardar un poco, antes de desesperarte y atediarnos con tu disgusto.
Carmen intervino veloz para evitar la querella que veía avecinarse a pasos agigantados:
—¿No te lo decía, prima, que tu buen hacer te sacaría de apuros, que habían de premiar tu talento? ¡Qué gran contento para mí verte reconocida de nuevo!
Sonrió la Roldana a su amiga. Carmen estaba siempre pronta para ayudarla, para serenarla. Sentía por su prima una ternura que iba mucho más allá del agradecimiento. Era una complicidad que las dos disfrutaban y que los malos momentos no habían conseguido erosionar; era sincera admiración por la generosidad que siempre le había demostrado, y era la comprensión de que su vida hubiera sido diversa si no la hubiera tenido a su lado; si no hubiera gozado de su sentido común, de su manera sencilla de ver las cosas, de su forma indiscutible de quererla. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¿Qué es esa pena, niña? ¡Hoy es día de celebración! ¿Cuántos reyes han de confirmarte como escultora para que te veas satisfecha?
Rio Luisa con ganas ante la salida de su prima. La noticia que le había transmitido Villafranca la había recibido cuando más la necesitaba. Los caudales terminados, la fatiga dominando su cuerpo, los continuos desprecios de Luis Antonio y el alma transida de desesperación la habían dejado agotada. Pero ahora, era de nuevo escultora de cámara, Felipe V lo había así ordenado, y en breve juraría su cargo. Era 9 de octubre, otra fecha que permanecería grabada en su memoria.
María Luisa de Saboya recorría las estancias de palacio acompañada de sus damas, sin encontrar ninguna que le mostrara las comodidades que ella deseaba. Conocía de la austeridad de las moradas españolas, pero, ahora que se encontraba en una de ellas, la realidad se le antojaba peliaguda. Echaba de menos los confortables aposentos de su mansión de Turín. Se prometió remediar con la mayor brevedad esta desagradable circunstancia. Una vez sentadas, la animada charla de su camarera mayor, a caballo entre el optimismo, la comprensión y la lisonja, le levantó el ánimo. La Orsini, como en adelante sería llamada por los españoles, conocía ya España, pues la había visitado cuando estaba casada con el príncipe de Chalais. Esto le daba ventaja en el análisis de las actuales circunstancias.
Era así como la sagaz princesa había logrado una posición de relieve en la corte; hasta tal extremo, que no había proyecto que los Reyes no consultaran con ella. Al mismo tiempo se había tornado indispensable para madame de Maintenon, a quien informaba con puntualidad. Esta dama había advertido a la Orsini, antes de que marchara hacia España: «El buen Rey tiene un carácter indeciso y una exagerada falta de confianza en sí mismo.»[142] La camarera mayor cuidaba de los Reyes a la vez que hacía creer a la poderosa dama que, por mediación suya, gobernaba los asuntos de España. La realidad era bien distinta: Ana María de la Tremouille servía con inteligencia a sus reyes, sí, pero más aún a sus propios intereses y su infinita ambición.
Todas las damas presentes confirmaban los curiosos detalles de la gran recepción que se preparaba en homenaje a los reales desposorios. En el Buen Retiro se levantaban soportes para arcos y efímeros, tramoyas varias y castillos de fuegos artificiales que contribuirían a rendir visiones inolvidables. Al atardecer de un buen día de sol, se encaminaron los Reyes al palacio.
A su paso por las calles contemplaban los soberanos, balcones, miradores y azoteas, adornados con tapices, guirnaldas y colgaduras.
El Salón de Reinos resplandecía en toda su magnificencia.
Los grandes de España, embajadores extranjeros y los leales funcionarios del gobierno, así como las autoridades locales, aguardaban con impaciencia la llegada del soberano y su joven esposa. Las damas se habían esmerado en que su apariencia fuera elegante. La duquesa del Infantado vestía una rutilante basquiña de seda coral de pronunciado escote recamado en oro; las mangas, abullonadas, eran recogidas por lazos bermellón, que anunciaban las amplias sayas del mismo color, bordadas en arabescos de hilo de oro. Un broche de perlas grises y blancas remataba los oscuros cabellos, que daban realce a unos pendientes de diamantes.
La condesa de Fuenrubia lucía un vestido de brocado de oro con mangas acuchilladas sobre seda marfil. Dos espectaculares broches de esmeraldas sobre escarapelas de un tenue verde almendra ceñían su pelo negro como la noche, peinado en dos airosas cocas[143].
La marquesa de Santa Cruz miraba a su alrededor con su intensa mirada, envuelta en terciopelo gris, adornado con encajes y cintas bordadas con perlas y plata. La aparatosa moda del guardainfante había dado ya paso a los usos de Francia. Todos los sutiles colores del arco iris estaban representados en ese salón, en un revuelo de sedas, terciopelos, joyas y perfumes mil.
Aparecieron los Reyes en el umbral. María Luisa de Saboya era en verdad graciosa. Su expresión risueña, sus pocos años, la finura del talle y el ademán complaciente le otorgaban un poderoso encanto. Nadie hubiera podido imaginar al verla tan joven que su temple la llevaría a ser persona sensata, prudente para escuchar y hábil para rectificar; al tiempo que dulce y valiente. El Rey pensaba lo mismo, y no ocultaba lo enamorado que estaba de la Reina. Una corriente de energía gravitaba en el ambiente. Todos los presentes deseaban sentir renacer la esperanza de un tiempo nuevo, de la continuidad de la monarquía y de la paz de los reinos.
Tras los saludos protocolarios y las presentaciones de aquellos a los que el Rey no conocía, se sirvió un convite exquisito, que ofrecía la nueva gastronomía que hacía unos años comenzara a desarrollarse allende los Pirineos. Era una cocina más ligera, con elementos no usados hasta entonces, que sorprendieron a muchos de los asistentes.
El verdadero pasmo vendría después. Fueron anunciados los fuegos artificiales, y salieron los convidados a los numerosos balcones que se asomaban a los jardines y a las lejanas fachadas y tejados. Era noche cerrada, iluminada tan sólo por distantes antorchas y faroles, cuando, de manera súbita, salvas de artillería anunciaron el comienzo de los fuegos. Unas enormes letras, una F y una L, aparecían entrelazadas en el entenebrecido firmamento, brillando como estrellas matutinas.
Siguieron arquitecturas efímeras que ardían en alegre crepitar; ruedas de fuego de brillantes colores que giraban con frenética velocidad; y abrasadores castillos de agua, que desafiaban la imaginación. Un sinfín de bombas, petardos y cohetes se engarzaba con el tañido de las campanas, el son de los tambores o la dulzura de una melodía. Cerró el fastuoso espectáculo el emblema de los Reyes coronado por las iniciales entrelazadas, las mismas que abrieran estos fuegos artificiales que ninguno de los presentes olvidaría. Harían bien en disfrutar de esos momentos de felicidad, porque el futuro se presentaba denso de conflictos, luchas y penalidades.
No era aún el momento de dar la noticia, pero las malas nuevas no podían ser ocultadas por más tiempo. Como temieron desde el principio, aquello que se anunciaba tan funesto se hizo realidad. Las potencias marítimas, enfurecidas al ver que se esfumaba de sus manos la posesión de territorios hispanos, formaron en La Haya la Gran Alianza.
En documento que había sido firmado el 7 de septiembre, se repartían, con flagrante desfachatez, el botín antes de vencer la batalla.
Inglaterra obtenía Menorca, Gibraltar, Ceuta y un tercio de Indias; Holanda, parte de Flandes y una tercera parte de los territorios de Indias; Alemania se quedaba con el Milanesado; Portugal, con Galicia y Extremadura, quedándose el archiduque con el resto del Imperio español. Se mostraba el acierto de la elección del candidato francés, al estar éste determinado a no dejarse arrebatar un ápice del territorio recibido. La guerra parecía inevitable.
Fuera porque el Rey gustaba de las obras de la Roldana, o bien por consejo de la Reina, Villafranca, gran maestre de la Casa del Rey, recibió la orden de tomar juramento a dicha escultora. Parecía que se abría un periodo de esperanza para Luisa. No era fácil conseguir ese puesto. Ser confirmada por Felipe V, de gustos tan diversos a su antecesor, significaba entrar en la leyenda. Juró su cargo de escultora de cámara del primer Borbón erguida, sostenida por el legítimo orgullo de los que han tenido que luchar y, no habiéndose dejado vencer, consiguen sus designios. Recuperó el ánimo que necesitaba para continuar su trabajo, para crecer en su profesión, como su padre le aconsejara. Bien lo necesitaba. Su marido la asediaba con insolentes pullas y ademanes groseros. Había de tascar el freno para que su hogar no fuera el escenario de batallas campales domésticas. En uno de sus momentos de ira irracional e incontrolada, llegó a decirle:
—¡Vete! ¡Vete ya! ¡No te necesitamos para nada!
Había creído que nada de lo que él le dijera podía hacer mella en su corazón. Estaba equivocada. Aquellas breves palabras le hicieron sentir el fracaso de su matrimonio. Nada de lo que había hecho había despertado en su marido el más mínimo aprecio, estima, crédito. Ya no pedía amor ni devoción, pero sí respeto, y su dignidad intacta.
«¿Cuáles fueron mis yerros? —meditaba—. ¿Qué habría podido hacer mejor?»
Carmen, conociendo sus desdichas, intentaba ayudarla para que, al menos, se desahogara con ella. Pero bien sabía la sensata prima que el mal no tenía remedio, y procuraba colmar de ternura el vacío producido por el maltrato que Luisa sufría.
—¡Ea, niña, ea! No piensa lo que dice. Los hombres son así, desconsiderados y desagradecidos.
Pero ella sabía que Luisa era demasiado inteligente para consolarse con lugares comunes, y sentía una profunda rabia al ver injustamente tratada a su prima del alma.
—Trabaja, Luisa, trabaja —le decía—. Tus tallas serán admiradas por generaciones venideras. ¿Cuándo una mujer pudo aspirar a lo que tú en tus manos tienes? No pierdas el tiempo con ofensas que no han de dañarte. Tú, ¡a lo tuyo!
Y entonces la Roldana sentía de nuevo el soplo de la vida, y la pasión que bullía en sus manos se encendía para dar aliento a la materia.
Las novedades corrían como la pólvora. El Alcázar era un hervidero de noticias, reales o inventadas, ya que el mejor conocedor de los asuntos callaba con prudencia, y el que ansiaba pasar por entendido oía mal y repetía peor. Había llegado de París, decían, un consejero del Rey Sol que había obrado maravillas en la corte francesa, poniendo orden en las finanzas y organizando la administración. Se llamaba Jean Orry y venía para aconsejar a Felipe V en la ingente tarea que lo aguardaba.
En Madrid encontró Orry a su amiga la princesa de los Orsini, que lo recibió como agua de mayo. Se trataba de un compatriota, alguien que entendería su mentalidad, pero, sobre todo, era un personaje de probada capacidad y con una extraordinaria habilidad para la economía y el comercio. La princesa, mujer inteligente y de perspicaz intuición, sabía que Luis XIV había designado a un hombre que no tenía ningún tipo de atadura con los intereses de las poderosas familias, que en la corte española se disputaban cargos e influencias. Las controversias recientes sobre la sucesión habían enfrentado a un bando con el otro, y había de pasar tiempo hasta que los ánimos se serenaran.
Jean Orry, que no sufría ningún tipo de yugo, sería la persona adecuada para tomar las impopulares decisiones que era preciso adoptar. En su cartera portaba la reestructuración de la administración, más centralizada, como funcionaba ya en Francia.
Felipe V lo recibió con entusiasmo, y le encomendó de inmediato, como Orry esperaba, la reforma de la hacienda y la razonable reestructuración de la intendencia.
Al poco de llegar se encontró con su primo Germán, que le había precedido en España, donde había trabajado como hábil y confidencial agente de los intereses galos. Mucho se benefició Jean del conocimiento de su primo. Éste había sabido escuchar, templar y observar, y ahora resultaba una fuente inagotable de información contrastada. Además, era su único apoyo, pues bien conocía el recién llegado que la ambición de la Orsini en el presente a él la ligaba, pero que intrigas e influencias podían cambiar el tablero a una celeridad endiablada.
Según la costumbre establecida en los albores del siglo XVII, el domingo anterior o el siguiente al día de difuntos se organizaba una corrida de toros en la que los nobles alanceaban y rejoneaban, lo que servía de regocijo a la buena gente. De esas filas comenzaron a salir los chulos, que con inmenso valor se atrevían a torear a pie a las imponentes bestias. Corría la voz de que Felipe V, agasajado en Vitoria en su triunfal incorporación al reino de España con una corrida, «había gustado tanto de ella, que acabados todos los toros, preguntó si no había más».
Como parte de las festividades por los regios esponsales, el pueblo de Madrid quiso complacer a sus reyes con un festival de toros, y se organizó especial festejo que había de tener lugar en la Plaza Mayor.
No ha mucho, en la privanza de Valenzuela, éste había restaurado dicha plaza, con tal acierto, que se había convertido en espléndido escenario para cualquier celebración. Bien porque las gentes estuvieran cansadas de las pasadas privaciones y zozobras, bien porque barruntaran que nuevos conflictos estaban por llegar, el pueblo de Madrid se entregó a las fiestas con sincero entusiasmo, en un vivificante carpe diem.
El día de autos amaneció soleado, con la fresca brisa de la sierra limpiando el panorama de inoportunas nubes. La luz singular que esta población disfruta en el otoño envolvía fachadas y tejados, corrales y plazas, contribuyendo con su fulgor a transformar el acontecimiento en algo memorable. Confirmada de nuevo en su nombramiento, Luisa estaba invitada a la corrida junto con Luis Antonio, Carmen y Bernabé. Se acomodaron en sus lugares, y Luisa se dedicó a observar a su alrededor.
La fiesta le inspiraba: un movimiento rápido y certero; un escorzo del caballo que dudaba un instante; los colores tan cálidos y vibrantes; el gesto de expectación, asombro o incredulidad de los espectadores. La vida. Con su caudal inagotable, le atraía con todo su poder.
Aparecieron los Reyes en la plaza y fueron recibidos con el clamor de la multitud. De inmediato se avisó del comienzo de la fiesta. Era la primera vez que María Luisa asistía a una corrida, y los lances del inicio la impresionaron vivamente. El albero refulgía como si fuera de oro, y en eso, varios grandes hicieron su entrada en la arena en sus enjaezados caballos. La sincronización con los sensibles equinos era tal que parecían centauros.
El movimiento de las bestias era tan medido y armonioso, que parecía estuvieran bailando, ofreciendo al respetable un espectáculo de belleza sin par. Al observarlos con detenimiento, se advertía en ellos una gran seguridad, pues se acercaban tanto a los toros que éstos se enfurecían por la burla, momento en que el corcel aprovechaba para hacer una finta y dejar al astado con un palmo de narices.
La Roldana gozaba con la visión, que le recordaba tanto a su tierra. Del sur habían partido esos caballos que eran la gloria de Andalucía. Seguía con atención las evoluciones de los caballeros, cuya vista no se alejaba ni un ápice de los temidos toros, de inusitada rapidez para su gran tamaño.
En los tendidos, las mujeres lucían mantones de los más variados colores; sedosas mantillas elevadas por airosas peinetas, avivadas por flores de restallante carmesí. El temor que la osadía de algunos caballeros producía en las damas era a veces aprovechado para aproximarse un poco más al ansiado objeto de deseo, con el noble fin de apaciguar su espanto.
El duque de Medinaceli, recién llegado de su virreinato de Nápoles, buen conocedor del arte taurino, explicaba a su majestad el origen y avatares de la lidia.
—Decidme —preguntaba el Rey—, ¿qué remoto origen tiene ésta vuestra fiesta?
—Majestad, no ha mucho que se celebra como la veis hoy día. Es la manera de demostrar valor, habilidad y astucia para enfrentarse a oscura contingencia. Pero es también un arte. Ved, majestad, los caballos: además de su sin par galanura, cortejan al toro en un baile casi sagrado que guarda reminiscencias con mitos de la Antigüedad.
—¿Qué mitos son ésos? —preguntó la Reina—. ¿De qué antigüedad remota proceden?
—En la Grecia clásica, en Cnosos, frescos de expresión singular nos muestran a jóvenes muchachos y briosas sacerdotisas burlando al toro con toda suerte de volatines, saltos y acrobacias.
—¡Ah, el Mediterráneo —comenzó Felipe V—, origen de cultura!…
No pudo terminar, pues un clamor general se levantó en la plaza. Un espontáneo se había arrojado al ruedo y ofrecía su cuerpo indefenso a la furia de la bestia, que bramaba enloquecida. El espanto que causó en Luisa fue inmenso: creía haber reconocido al joven temerario. Se parecía de manera sorprendente a su sobrino.
—¿Es él? —preguntó a Carmen.
—No, Luisa. Tiene un parecido, pero no ha de ser él.
Esta reacción hizo meditar a la Roldana: había desarrollado un pánico paralizador ante los peligros que amenazaban a sus seres queridos. La pérdida de cuatro de sus hijos la había marcado para siempre.
«¿O será que la edad comienza a debilitarme?», se preguntó.
Un caballero salió de inmediato al quite, y con la lanza en ristre, cargó contra el toro, que abandonó la fácil presa para seguir al ágil equino. Mirando Luisa al ruedo, vio cómo el experimentado jinete apartaba a la peligrosa fiera del impetuoso espontáneo.
Llegó la suerte de matar, y el Rey, que observaba el tendido con estudiada deferencia, halló dificultades en seguir admirando algo que no podía entender. María Luisa de Saboya se esforzaba por tener puestos los cinco sentidos en la lidia, mostrando interés y satisfacción, pero saltaba a la vista que el espectáculo era demasiado fuerte para ella, que la había impresionado en exceso la violencia de algunas escenas. Así como el Rey, María Luisa de Saboya partió sumida en profunda reflexión. Este país, ahora el suyo, era poseedor de antiguas tradiciones, pero tan diversas a lo que ella conocía, que tendría que esforzarse para entenderlo.
Partieron al acabar la función saludando a todos y agradeciendo los vítores de los entusiasmados madrileños.
Con la Navidad vinieron también los fríos, y la Reina se quejaba con la omnipresente Orsini no sólo de la incomodidad de palacio, sino de las corrientes de aire, la humedad y la tristeza del Alcázar. Una tarde le trajeron a María Luisa unos dulces propios de la estación, que decían recién llegados del Levante. Turrón, le dijeron que se llamaba, y procedía de la herencia árabe, pero la Orsini aderezó su encanto contando la hermosa leyenda que acompañaba este confite.
—Dice la leyenda, majestad, que en la Antigüedad un rey del sur casó con una princesa nórdica que añoraba tanto a su familia, los paisajes de su tierra y sus llanuras nevadas que acabó enfermando de tristeza.
—¿Cómo es posible sentir tal pena —interrumpió la Reina—, que quebrante la salud?
—La historia cuenta —siguió la camarera mayor— que el enamorado rey hizo plantar en derredor del castillo miles de almendros. Cuando éstos florecieron, sus blancas flores formaban ondas de alba nieve, transportando a la Reina con la imaginación a sus lares. —Hizo una pausa y continuó—: La abundancia de los aromáticos frutos hizo que hubieran de inventar manera de aprovecharlos, y de ahí nacería el turrón.
—Alcanzadme ese mágico remedio de la nostalgia. He de catarlo.
Era la primera vez que la Reina lo probaba y le gustó mucho su sabor delicado, la suntuosa unión de almendras y miel, y su textura aterciopelada, que se fundía en la boca dejando el paladar asombrado. Comprobó que sentía menos el mordisco de las bajas temperaturas, y que la fragancia de los frutos envolvía el corazón cada vez que degustaba estos postres, y se aficionó a ellos con deleite.
Poco a poco fue conociendo la enorme personalidad de su nueva patria y, casi sin percibirlo, comenzó a amarla, a valorar sus virtudes, a estimar a sus gentes. Y la corte y el pueblo percibían este contento, esta afición que crecía en ella, y que le haría sentir los asuntos de España como lo más querido a su corazón.
Aires de conflicto llegaban desde los distintos reinos de Europa, y los españoles dieron en prepararse, ya que parecía imposible evitar el enfrentamiento bélico.
La Roldana había recuperado con la confirmación de su encargo real la confianza y el ánimo. Trabajaba de buena hora para aprovechar la luz, pues sus ojos ya no eran tan agudos como antaño, y sus huesos se resentían con las demoradas horas de entrega a su profesión. Realizaba una Inmaculada en la que tenía puesto mucho amor, y un san José del mismo tamaño y hechuras. Había decidido crearlos en barro, pues conocía que al Rey había entusiasmado alguna de sus obras en ese material. Carmen y Luis Antonio finalizaban los últimos toques de dorado y pintura de la Inmaculada[144] y la Roldana se afanaba con el san José cuando pidió licencia para entrar un paje que traía recado de la princesa de los Orsini. Deseaba conocer a la escultora de cámara, y que portara con ella sus más recientes creaciones. La convocatoria se fijaba para la semana entrante.
—¡Qué dicha, Luisa! —dijo Carmen—. ¡Has de llevarme contigo! Dicen que es señora de mucha industria, certero mando, y que más vale caerle en gracia.
—Alguien ha de acompañarte —sentenció Luis—. Pero entre tanto, continuemos con la labor, a fin de que puedas presentar también estas dos tallas.
—Sí, Luis, trabajaré con ahínco. La serenidad de mi vejez depende de este encuentro.