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EL ASTRO SOL
(1700-1701)

Fontainebleau 9 de noviembre

Los españoles que se hallaban en Fontainebleau eran portadores de una misiva que iba a cambiar el tablero europeo. El duque de Escalona solicitaba al poderoso monarca Luis XIV que aceptara la Corona de España para su nieto el duque de Anjou, a la vez que definía en toda su crudeza la situación:

El actual estado del reino es el más lastimoso del mundo, porque el débil gobierno de los últimos reyes y la baja adulación de los servidores y ministros han producido un horrible desorden en los asuntos. La justicia abandonada, la policía descuidada, los recursos agotados, los fondos vendidos…[132]

Y continuaba el recuento de todas las adversidades que afligían a los reinos. El Rey aceptó la carta y prometió leerla con la mejor disposición. A los cuatro días respondió a la regente, doña Mariana, aceptando en nombre de su nieto. Mandó noticia a la embajada española emplazándoles para cuatro días más tarde en Versalles. El escenario había sido cuidadosamente preparado por el Rey Sol, a fin de mostrar la gloria, poder y refinamiento de Francia, y Francia era él.

El sentido de la propaganda que manejaba Luis XIV con maestría le había inspirado construir en ese lugar, que originalmente no tenía ningún encanto, un palacio que fuera la representación de la potencia de un Rey Sol. Al viejo pabellón de caza, Luis XIII había añadido una construcción ligeramente más amplia.

Con los arquitectos Le Vau y Mansart crearía Luis XIV un fastuoso palacio, que era el que asombraba ahora a los españoles por su opulencia y sus majestuosas dimensiones. Grandes y numerosas ventanas, espejos resplandecientes y colores claros hacían de este moderno palacio un lugar sorprendente.

Queriendo el Rey Sol asemejarse al astro rey, decidió derramar luz y claridad sobre París. Dio en organizar un servicio que ofrecía a los viandantes lámparas de aceite. El éxito había sido inmediato, disfrutando los parisinos de mayor seguridad en las otrora oscuras noches de la ciudad. Avanzó un paso más en bien del progreso: ordenó instalar dos faroles en cada calle, resultando un total de ¡dos mil setecientas treinta y seis luminarias! Comenzó a circular la noticia por toda Europa. Se decía: «Hay en París tanta luz durante la noche, como al mediodía.»[133]

La Ciudad de la Luz

Los españoles de la misión se hacían lenguas de la prosperidad, limpieza y encanto de la Ciudad de la Luz, como fue llamada desde entonces.

El embajador de España, marqués de Castelldosrius, había sido invitado a pasar al gabinete del Rey. El duque de Anjou entró a los pocos minutos por una puerta trasera. Se dirigió entonces Luis XIV al embajador diciéndole:

—Podéis saludarle como a vuestro rey.

Castelldosrius cumplimentó al nuevo rey con una profunda reverencia y le hizo objeto de largos parabienes en español.

Al instante, mandó el rey galo abrir las puertas de par en par, y pasaron a una gran sala. Allí estaban los nobles del reino y los embajadores europeos, entre los que se percibía intensa expectación. Los presentes conocían la trascendencia del acto del que iban a ser testigos. Esa mañana cambiaría la historia. Cuando el joven Felipe llegó junto a su abuelo, éste lo cogió del brazo y comenzó a pasear entre los cortesanos. El silencio producido por la emoción del momento era profundo, y entonces se oyó la voz de Luis XIV:

—Señores, he aquí el rey de España. La cuna lo llamaba a esta Corona, el rey difunto también por su testamento; toda la nación lo ha deseado, y me lo ha pedido con insistencia. Era la orden del cielo y lo he otorgado con placer. —Y dirigiéndose a continuación a su nieto, lo conminó—: Sed buen español, ése es ahora vuestro primer deber, pero acordaos de que habéis nacido francés, para mantener la unión entre las dos naciones. Esta es la forma de hacerlas dichosas y mantener la paz en Europa. —Señalando a su nieto, dijo al embajador—: Si sigue mis consejos, seréis gran señor, y lo seréis pronto. Seguir nuestro parecer sería lo mejor para él.[134]

El viaje

Los días previos a la partida transcurrieron rápidamente. La vida discurría plácida, en apariencia, en esa corte refinada y culta. Las mujeres cuidaban su aspecto con esmero y usaban la coquetería con agrado. Observaron los españoles la diversidad de costumbres. El Rey se quitaba el sombrero ante todas las mujeres, incluso ante las campesinas; era poseedor de talento natural, y obraba de manera generosa. Era un hombre bien plantado, un rostro agradable y piernas torneadas que él se encargaba de poner de relieve.

En cuanto al nuevo rey de España, pensaban los españoles que era el mejor de todos los hermanos: rubio, los ojos muy oscuros, la tez blanca, alto y buena figura. Parecía tener un carácter amable y pacífico, mas dada su juventud todavía había de desarrollar otras tendencias de su personalidad. En una de las recepciones previas a la partida, la princesa palatina, dama de acerada lengua, segunda esposa de Felipe de Orleans, aconsejaba al embajador de España:

—El buen Sire tiene mucha necesidad de estar rodeado de personas capaces, pues su natural ingenuo no lo llevaría muy lejos; pero tiene buen corazón y es el mejor hombre del mundo.[135]

Al tiempo que escuchaba a la princesa atentamente, el embajador observó que Luis XIV se entretenía por largo tiempo con su consejero-secretario Jean Orry. Anotó en su mente la demorada entrevista.

Bien había de valerle.

4 de diciembre de 1700

Toda la corte, encabezada por Luis XIV, se reunió en Sceaux, donde despedirían al rey de España. Partía éste con suntuoso séquito formado por cuarenta carruajes y numerosa escolta que mostraría a España la magnificencia de su nuevo monarca. Muchas muestras de afecto le dio el abuelo a su nieto. La despedida fue triste, ahíta de pena y sollozos. Pero el Rey Sol, ante todo, era el soberano, y en voz muy clara y potente exclamó:

—Ya no hay Pirineos; dos naciones, que de tanto tiempo a esta parte han disputado la preferencia, no harán en adelante más que un solo pueblo: la paz perpetua que habrá entre ellas afianzará la tranquilidad de Europa.

«Ojalá así sea —pensaron muchos españoles—. ¡Que Dios lo quiera!»[136]

Grande fue la emoción de todos los asistentes ante semejantes palabras, pues todos anhelaban la paz. Sin embargo, la reacción, temida por otra parte, de la corte de Viena, Inglaterra y Holanda oscurecía un horizonte ya de por sí amenazador.

Hacía frío, pero la jornada era clara y quedaban muchas leguas por recorrer, así que iniciaron el camino con el ánimo esperanzado de tiempos mejores. Pronto pudieron comprobar los españoles cuán engañosas son las apariencias. Aquel monarca rubio, apacible, elegante, poseía una resistencia titánica a los vientos gélidos que comenzaron a soplar en la tarda mañana. No consintió en demorarse después del almuerzo y quiso continuar la marcha. Así recorrieron Francia en pleno invierno, con lluvias espesas y rutas enfangadas que demoraban el avance.

El 22 de enero por fin avistaron Irún, la primera ciudad española. Entraron con solemnidad en una gran avenida flanqueada por robustas casas solariegas con hermosos blasones de piedra, mudos testigos de las hazañas realizadas por aquellos esforzados vascongados, que se habían distinguido en la navegación, la milicia o la administración. Homenajearon a su soberano con fiestas y alardes durante dos días, y el 25 pasó a San Sebastián.

Llegaron a esta villa y la primera providencia del monarca fue trasladarse para una solemne oración de acción de gracias a la antigua iglesia de Santa María, catedral marinera, volcada a los pies del Cantábrico. Era un tarde de furiosa tempestad, y las olas batían con saña las piedras del pequeño puerto.

Felipe permaneció unos instantes contemplando la grandeza de esa mar embravecida, que brindaba sutiles tonos de los más variados verdes, profundos, transparentes, intensos o leves, adornados con la espuma que generaba la violencia de las olas. También aquí hubo fiesta de postín el 26, trasladándose luego a Vitoria, donde le ofrecieron, para agasajarlo, la primera corrida de toros. Creyeron le había gustado su experiencia taurina, pues La Gaceta de Madrid publicó: «El Rey estuvo tan gustoso, que después de correr veinte toros, preguntó si quedaban más».

19 de febrero de 1701

Tras cruzar el país que ya era el suyo, arribó a la cercanía de la capital el 16 de febrero. Se preparó el soberano para su llegada a la Villa y Corte descansando unos días en Alcalá de Henares, distante a sólo siete leguas de Madrid.

Partió hacia Madrid el 18 para hacer su entrada triunfal el 19. La expectación de la buena gente se hallaba en su apogeo. La afición de los madrileños por salir a la calle, unida a la curiosidad por atisbar a su nuevo señor, habían atestado las calles. Circulaban las más extravagantes noticias sobre la altura del Rey:

—¡Oye, oye! Que hablan que es…, ¡es un gigante!

Sobre el color de sus cabellos:

—Dice mi señora que sabe de muy buena tinta que parece un ángel, tanto sus cabellos son rubios, y sus ojos, azules.

Y entonces el informante miraba alrededor para gozarse con la admiración que sus palabras habían producido. Los más avisados añadían:

—Parezca ángel o el mismísimo demonio… ¡A mí!…, yo quiero que arregle nuestras miserias.

—Sí, hombre de Dios, ¡que sí! Ya vas a ver cómo estos franceses tan dispuestos otorgan presto concierto a nuestros pesares.

—¡Quita, quita! Ni que fuera el bálsamo de fierabrás —apuntaba otro.

Y así entretenían la espera.

Luisa, entre la gente, observaba con atención, mientras Carmen y Bernabé se dejaban contagiar por el entusiasmo general.

Entre tanto, una comisión integrada por clero, nobles, magistrados, funcionarios y cofrades se aprestaba a recibir a Felipe V a las puertas de la ciudad. Mucho impresionó a esta comisión el boato con el que se presentaban los franceses. Tras las bienvenidas y protocolo de rigor, el séquito se dirigió en primer lugar a Nuestra Señora de Atocha, para un solemne tedeum. La Real Capilla había preparado, como la ocasión requería, una excelente música y un coro extraordinario, y el monarca, tan aficionado a ella, comenzó a disfrutarla. No le fue posible.

La abigarrada multitud lo aclamaba con entusiasmo tal, que no dejaron al buen Rey escucharla.

Desde ahí se organizó la magna comitiva hacia el palacio del Buen Retiro. Se unieron a ella más de doscientos nobles, y tras ellos, un carro empavesado —El Triunfo de la Guerra—, seguido de otro —El Triunfo de la Paz—, que fue aplaudido con frenesí. La ciudad entera se había engalanado para recibir a Felipe V. Por doquier se alzaban arcos triunfales elaborados en artísticos efímeros, que no por fugaces tenían menor simbolismo. Al contrario, representaban mensajes cargados de sentido, que el observador culto habría de apreciar: caballos, realeza; espejos, prudencia y verdad; leones, valor; suaves cortinajes, grandeza, y un sinfín de cuernos de la abundancia, victorias navales y terrestres, alegorías y mitologías que convirtieron la villa en una fiesta. Los músicos enardecían al gentío con clarines y pífanos, y el son de los tambores aportaba el tinte heroico que tal día merecía.

Embocaron la avenida flanqueada por altos árboles aún desnudos que conducía a palacio. En las escaleras aguardaba el consejo del reino en pleno, los grandes de España, infinidad de caballeros, nobles y funcionarios. Se adelantó el cardenal Portocarrero y, besando la mano al Rey, le dio el primer consejo:

—Para poder saciar a la mucha gente que desea lograr vuestra vista, habéis, majestad, de poneros de manifiesto en el balcón.[137]

Repetidas veces hubo de mostrarse Felipe V ante el pueblo, que parecía no cansarse de mirarlo. Suntuoso en su persona, se mantenía en aquella solemne ocasión con una majestad y un decoro sorprendentes para su juventud. Parecía disfrutar con la circunstancia, pero su continente era reservado y respondía a las cortesías con deferencia y amabilidad. Estaba satisfecho.

En la mañana del día siguiente, una noticia vino a turbar su alegría: la avalancha de gente fue tan desmedida, que en la Puerta de Alcalá murieron varias personas aplastadas. Lo primero que hizo el Rey, mortificado por el trágico suceso, fue organizar la seguridad con objeto de controlar a la multitud, para que no se produjeran estos desgraciados incidentes cada vez que él saliera a saludar. Se iniciaba una nueva era, que todos deseaban fuera de paz.

El taller de Luisa

La Roldana estaba absorta contemplando el Jesús Nazareno que hiciera para el Papa por encargo de Carlos II. Su bienhechor, Villafranca, le había prometido que formaría parte de la colección real en El Escorial. La muerte de Carlos II había truncado este deseo. Quedaría el Nazareno en su casa hasta que una oportunidad le permitiera recordar a sus valedores la importante imagen.[138]

Ahora que un nuevo Pontífice, Clemente XI, se sentaba en el trono de Pedro, quizá destinarían esta talla para él. Pero con todos los conflictos e incertidumbres actuales, ¿quién se ocuparía de estos menesteres? En esas cavilaciones se hallaba cuando su rostro se llenó de alegría al ver a su visitante. Venía acompañado de Lucas Jordán, ya consagrado en la corte como artista imprescindible para trabajos de calidad. El napolitano siempre le había mostrado su admiración y simpatía. El señor De Ory se había ausentado de Madrid durante largas semanas, y sus otros valedores, tanto don Cristóbal como Villafranca, tenían mil ocupaciones que atender. Quedó don Germán impresionado mirando al Nazareno. Luisa, en silencio, esperaba su veredicto. Se sentía intranquila. Finalmente, De Ory sentenció:

—Es una de vuestras mejores obras. El peso del madero dobla el cuerpo del hombre joven, pero maltrecho por el sufrimiento. Le falta el aire, no puede respirar; finos hilos de sangre recorren su rostro y se introducen sinuosos bajo el manto. ¡Qué elegancia la del manto! Espléndido, Luisa. Cara Roldana, esta talla es digna de una colección real. Hubiera complacido al Pontífice. Ma che pecato!

—Vuestras palabras sosiegan mi ánimo. ¿La juzgáis digna de ser presentada a nuestro soberano?

—Tengo para mí que otras obras vuestras, más amables, menos trágicas, serían del agrado del monarca. Al menos, que una de ellas sea una Natividad o unos enérgicos ángeles.

—¡Oh, señor De Ory! Sed mi valedor. Sois conocedor de los gustos y preferencias de la Francia. Conducidme por ese laberinto. Y decidme, ¿qué puedo crear que a mi rey pueda complacer? Vos conocéis de mis desdichas. Necesito trabajar para mantener a mi familia.

—Luisa, no sufráis angustia —intervino Jordán—. Tenéis amigos en la corte que aprecian vuestro talento, y apoyos no os han de faltar.

—Confiad en mí —corroboró De Ory—. En breve, se me alcanza que podré ayudaros. Realizad con todo el esmero y cuidado unas obras que presentaremos a Felipe V. Ahora todos están con la mente en graves asuntos. Pero, en unos meses, se presentará la ocasión adecuada. Confiad en mí. ¡Arriba los corazones!

Y se dirigieron hacia la puerta.

Entró en ese instante Carmen, que tras cumplimentar al francés y al pintor, interrogó a su prima con la mirada. Como ella no soltara prenda dijo:

—¿Y bien?

Al no recibir respuesta, insistió:

—¡Luisa, hija! ¡Qué ensimismada estás! ¿Qué te ha dicho? ¿Tienen concierto nuestros infortunios?

—Sí, Carmen mía, sí. Me ha dado mucho aliento. Hemos de trabajar con denuedo para elaborar unas imágenes que sean del agrado del nuevo rey. Don Germán hallará la manera de apoyarme.

—¡No se diga más! Afanarse con brío y esfuerzo. ¡Vas a triunfar de nuevo!

Junta de Regencia

Estando reunida la Junta, se emplazaron el cardenal y los grandes para llevar a cabo una recopilación de los asuntos de enjundia que habían de ser resueltos con la máxima urgencia. Tomó la palabra Portocarrero y con voz grave recapituló:

—Como bien vuestro entendimiento os hace ver, vivimos tiempos diversos, y nosotros todos, siendo fieles servidores, hemos de ofrendar rendimiento y no altivez, que buena consejera no es. —Miró a su alrededor, comprobó la aquiescencia de todos y continuó—: Si vuestras mercedes dan licencia, gustaría comenzar por una loa a nuestro soberano, que Dios guarde. —Asintieron, y su eminencia explicó—: Oriundo de una corte cultivada y de refinados gustos, un tanto frívola y de libres costumbres, es el Rey de probada religiosidad y clemente sentido de la justicia. Innegable es su virtud, y así exige a los que le sirven. Estáis avisados. La providencia nos ha colmado. Tenemos un buen rey. Sirvámosle con lealtad.

—Bien hacéis en señalarlo —sentenció un consejero—, mas hemos trabajado esforzados con los Austrias, y ahora lo haremos con fidelidad para nuestro señor Felipe V.

—No seáis receloso, y desechad vuestra turbación. No hay enojo en mi parlamento, sino comienzo habitual y debido recuerdo. Emprendamos el recuento de lo pasado y el sumario de lo venidero. Señor consejero duque de Montalto, tenéis la palabra.

—Eminencia, uno de los asuntos que debe ocupar nuestro cuidado es la Marina. Estos últimos años de bancarrota no han permitido la renovación de la flota, como hubiera sido deseable. El astillero de Mapil en Usurbil está pronto a la tarea. En el pasado, Pedro de Aróstegui armó buques de calado, como el San José y el San Joaquín. En el presente, su hijo Francisco está dispuesto a firmar asiento[139] con la Corona, y siguiendo las indicaciones del superintendente de la Armada, construir naves maniobreras en su navegar.

—No es momento de malos augurios —intervino Villafranca— mas no se os oculta que el Emperador, Holanda e Inglaterra están enfurecidos con el desenlace de la sucesión. Estoy de acuerdo con Montalto. Sería prudente estar preparados. Conocéis la singular reforma que el virrey de Nueva España, marqués de Mancera, realizó en la flota —añadió Villafranca—; gracias a lo cual, pudimos controlar los avariciosos ataques del pirata Morgan y sus secuaces; reforma que hasta hoy protege nuestras naves y respalda nuestro libre comercio. Es de suma urgencia reforzar la Armada Real. Es garantía de seguridad de nuestras naves. La penuria económica que tanto nos perturbó en estos nuestros virreinatos lleva camino de recuperación y de dar los frutos de que hemos menester. De ellos se puede tomar ejemplo.

—Bien decís, señor consejero —prosiguió Portocarrero—. Hemos de esforzarnos para que esto se cumpla. Deseo pedir vuestro concurso para escuchar al virrey del Perú, que noticias trae de aquellos reinos.

La púrpura de la rosa

Entró en ese momento el conde de la Monclova, y decidido, tras saludar con cortesía a sus pares, inició su parlamento:

—Sabéis bien el mucho sufrimiento que hubieron de lamentar las buenas gentes del Perú: terremotos, epidemias, tifones, nada nos fue dispensado en los años pasados. El conocimiento y la industria de sus habitantes han logrado la mejora de estos atribulados reinos.

—Señor virrey —interrumpió el cardenal—, como vos habéis sugerido, el conocimiento ha sido pieza fundamental en la maquinaria de esa recuperación. Y ese conocimiento tiene su origen en el saber que se imparte en su sapiente universidad y en los colegios reales o imperiales.

—Así es. La universidad que se fundó en Lima en 1551 ha sido centro de saber y de cultura, originando un anhelo de ciencia y respeto por las artes que ha producido genios de la poesía como Garcilaso de la Vega, y que mantiene teatros y comedias entre los mejores del orbe.

—Bien se ve que amáis en demasía vuestro virreinato —interrumpió jocoso uno de los miembros del consejo—. ¿No creéis exagerar cuando los decís entre los más altos del mundo?

El virrey, sin recoger el guante, respondió sereno:

—Acepto vuestra chanza e incredulidad, y advierto así mismo que no tenéis conocimiento de lo que allí sucede. Ciertamente, resulta arduo comprender la excelsa condición de las artes del Perú. Considerad, sin embargo, que los españoles arribamos a un territorio de gran cultura, en el que el mestizaje de lo mejor de ambos pueblos ha dado el magnífico resultado de hoy. Para celebrar el advenimiento de nuestro amado rey Felipe V, se ha de estrenar una ópera singular, género novedoso aún en Europa, llamada La púrpura de la rosa. Mi predecesor, el conde de Lemos, llevó en su séquito a un personaje de industrioso parecer y con musicales inclinaciones, Tomás de Torrejón. Sobre un libreto del insigne Calderón de la Barca, ha compuesto nueva música para esta obra, que narra en armoniosa cadencia de vihuelas, guitarras y voces, los amores de Venus y Adonis. Inspirada en la obra clásica de Ovidio, este mito que fue presentado en el pasado con melodías de Hidalgo, había sido estrenado en ocasión de los esponsales de la infanta María Teresa. Como recordaréis la representación se repitió en los esponsales de Carlos II y Luisa de Orleans. Es tal la belleza de la música y la bizarría de las damas que la interpretan, que mucho placer obtendríais si pudierais escucharla y verla.

—¿Damas, habéis dicho? ¿Son sólo damas las intérpretes? —interrogó con interés el presidente.

—Harto conocéis que, en contra del teatro de Shakespeare, donde no era permitida la actuación de mujeres en papeles femeninos, en España hemos gozado de libertad para que la mujer interpretara en el teatro. En esta ópera hay sólo un hombre, que tiene un papel cómico, el de Chato, que deleita con sus chanzas y chascarrillos a la audiencia, mas todos los otros cantantes mujeres son, e interpretan héroes o galanes masculinos con alegre vivacidad e indiscutible talento.

—Admirado me habéis. Veo en lo que decís profunda influencia de la Contrarreforma —sentenció Portocarrero—, ya que elevando a la Virgen a lugar predominante, enaltecidas son todas las mujeres.

—Así es, señor presidente. Y en cuanto a las intérpretes, que damas son, eran galanas y cumplidas. La trama, como os decía, son los amores de Venus y Adonis, tratados en la pintura y la literatura con ingenio. Los personajes de la mitología, Marte, su hermana Belona, Venus y Adonis, más nutrido tropel de ninfas y furias, son acompañados de la Desilusión, la Mentira, el Tiempo, la Ira, la Sospecha, la Envidia y el Miedo. Vuestras mercedes conocen los estragos que estas dos últimas producen en quien las sufre. La música excelsa, las damas canoras, los decorados y escenarios encarnaban las mejores esencias del Barroco español, entrelazadas con la fulgurante magia de Indias. Sin ánimo de exagerar, he de decir que será un prodigio.

—Bien sirve quien bien ama —apostilló el presidente—. Y a las claras se ve que amáis los territorios que gobernáis.

—Cumple a mi intención relataros que, en la obra en cuestión, participan tanto españoles como indios o mulatos; un solo requisito: que sean ventajosos en la música o elevados en la interpretación.

—Es mi deseo, señor virrey —dijo Villafranca—, referiros que también en la corte damos licencia a damas extraordinarias para que ejerzan su talento. Acercaos; esta talla es de la Roldana, como ahora dan en llamarla. Observad su expresión, la dulzura de la mirada y la firmeza del gesto, prodigio de realidad. ¡Venid, presto!

—En verdad, es singular. Mucho agradecería a vuestra merced que me hicierais la bondad de referírmela, pues tengo en el Perú tallistas que gran provecho obtendrían de este ejemplo.

—La amistad que a vos me obliga me inclina a deciros que está aquí, en palacio, y que al instante mando que acuda a nuestra presencia.

Venus y Adonis

—Pasad, señora escultora de cámara —conminó el cardenal—, es tan grande vuestro nombre, que ansian conoceros desde las Indias.

Sonrió Luisa con la calurosa bienvenida, y permaneció en silencio, en modesta actitud, esperando a que le dijeran qué negocio habían de encomendarle. Su fama crecía, y con ella, también su esperanza. Se dirigió a ella el virrey, preguntándole:

—Señora escultora de cámara, mucha es la admiración que despertáis en mí. Y vengo de Ultramar, donde la imaginería conoce tiempos de esplendor.

—¡Qué evocador ese nombre…! ¡Ultramar! ¿Es en vuestras tierras en dónde sor Juana Inés, la monja de singular talento, crea poesía sublime?

Impresionó a Monclova la tranquilidad en el ademán y la curiosidad y conocimiento de ella por las cosas de Indias.

—No, no. Vive en el virreinato de Nueva España. Pero también el Perú habría de complaceros. Pintan unos ángeles guerreros que no tienen igual. Los representan vestidos a nuestra usanza; con jubones de piel, arcabuz en ristre y suntuosos chambergos de coloridas plumas.

—¡Ah, excelencia, ya tenemos algo en común vuestros artistas y yo! Uno de mis primeros encargos fue unos ángeles lampareros, que imaginé volando al encuentro del Señor.

—Podríais tallar para mí unas imágenes llenas de ternura o de pasión, que servirían de modelo para los escultores de allende los mares. O alguno de vuestros belenes, que recién conozco son excelsos.

Intervino Portocarrero:

—Señora escultora, ¿conocéis el mito de Venus y Adonis?

—Sí, eminencia. Creo recordar que trata de los amores de la diosa con el joven dios de la belleza. Sé también que esta leyenda ha inspirado numerosas obras de arte.

—Sois mujer de ingenio. Me dicen que os llaman la Roldana. Este nombre avala vuestra fama. ¿Pensáis merecerla? —preguntó Monclova.

—Señor virrey, Dios me dio un padre que creía en el talento, fuera éste de hombre o de mujer. Cuidó con esmero mi educación, y me enseñó el valor del trabajo. La bondad de sus majestades me alzó a este gran honor. No he de afirmar yo mis méritos. Sólo sé de mi trabajo, que hago con pasión.

Villafranca observaba complacido la escena. Luisa no había caído en la trampa de la vanidad. Permanecía serena, aguardando las preguntas que desearan hacerle.

—Y ¿cómo pudisteis obtener —dijo Monclova— el prestigioso cargo de escultora de cámara? Según me dicen, es la primera vez que una mujer alcanza esta dignidad…

—Tuve maestros excelsos para mi formación: mi padre, don Bartolomé Murillo y don Luis Valdés Leal… Todos amigos de casa. Más tarde tuve mi propio taller…

—Sí, sí, pero la ocurrencia de aspirar a la corte —quiso aclarar Portocarrero— ¿quién la tuvo?

—De mis benefactores fue. Creyeron en mí tan altas personalidades como el marqués de Villafranca, don Cristóbal de Ontañón y el señor De Ory. Ellos me impulsaron a mostrar mi obra en Madrid.

—Señora escultora —intervino el cardenal—, veo con agrado que recibir tan preciado honor no ha nublado vuestro juicio. Me complace que conservéis gratitud hacia aquellos que os ayudaron a encumbraros.

—Nada hubiera podido yo sola. Sin el favor de Dios, nada soy.

—Bellas palabras que revelan mejores sentimientos —sentenció Portocarrero.

Mas el virrey tenía ya en mente otra idea, que le apremiaba concluir.

—Con licencia de vuestra eminencia —inició Monclova, y dirigiéndose a Luisa—: ¿os inspiraríais para realizar las tallas de la Ira, la Envidia y todas las que aparecen en La púrpura de la rosa?

—Alejadas son de mi habitual quehacer, sobre todo la mitología, mas si a vos cumple ordenarlas, así lo haré.

—Roldana —sentenció Villafranca—, de sobra conocemos vuestras virtudes cristianas. Un poco de mitología no ha de haceros mal alguno.

Ahí el cardenal remachó:

—Las colecciones reales poseen pinturas y frescos inspirados en la mitología. Extenderé un permiso, a fin de que podáis documentaros.

—Según me contó Germán de Ory —dijo riendo el marqués—, os causa ligero escándalo el comportamiento de Venus.

—Yo… —Luisa titubeó— percibí la diferencia de edad como tan dispar, que negaría el entendimiento…

Portocarrero no la dejó terminar:

—El emperador Carlos V supo valorar y utilizar la industria de mujeres en bien de la Corona, sin detenerse en la edad.

—Sí, eminencia —respondió Luisa puntillosa—, mas en este mito se habla de amores.

—Roldana —informó el cardenal—, el Rey Sol, respetado y temido por la cristiandad, escucha y aprecia el consejo de dama que le aventaja en edad. Madame de Maintenon, se llama, y es admirada por su buen criterio.

—Disculpad mi audacia, eminencia, ¿tiene el Rey amores con dicha dama?

Rieron todos ante la pregunta y la forma, entre temerosa y atrevida, con la que había sido formulada.

—¡Por Dios santo, Roldana! ¡Las cortes europeas querrían saberlo! Sólo hay de cierto que madame de Maintenant, como es llamada por su poderío,[140] ilumina las decisiones de Francia.

Esta frase estaba dirigida a los consejeros, pero, sobre todo, para que llegara a su destinataria, la Maintenon.

A una seña de Portocarrero, Monclova concretó:

—Os repito mi encargo de los personajes de La púrpura de la rosa. Es obra de mi estima, y deseo plasmarla en imágenes que no desaparezcan con la bajada del telón.

—Roldana —concluyó el cardenal—, acudid a mí si necesitáis de asistencia.

—Señor virrey, será para mí un honor que mis obras lleguen a aquellas tierras.

—Sea, escultora. Aguardo con impaciencia la visita a vuestro taller, y poder contemplar esas tallas.

Y con la misma continencia con que había entrado, la Roldana volvió a su trabajo.

La confirmación

Espoleada por la acogida del consejo, se atrevió Luisa a pedir su confirmación como escultora de cámara al nuevo rey. Decidida a ello, había elaborado para su majestad dos obras, como De Ory le aconsejara, que creía obtendrían el beneplácito de Felipe V. Pusieron, tanto ella como su marido, denodado empeño en que fueran imágenes de notable expresividad, colores elegantes y composición esmerada. Satisfecha con el resultado, envió las dos tallas, añadiendo su solicitud para permanecer en el cargo que ya ostentaba. Esperó con impaciencia la contestación, pero pasaban las semanas y no obtenía la ansiada respuesta.

Determinó entonces escribir a finales de junio una carta, de la que meditó largamente el contenido:

A la Majestad Vuestra pongo en conocimiento, que habiendo sido por la generosidad del rey don Carlos II, que goza de Dios, nombrada escultora de cámara, puse en presencia de Vuestra Majestad dos obras que considero alhajas de la escultura. Hasta el presente, no he sabido si son del agrado de Vuestra Majestad, y como soy pobre, suplico se tenga por servido honrarme con la plaza de escultora de cámara, mandando se me dé casa para vivir, y ración para mantenerme con mis hijos. En consideración de Vuestra Majestad, que sabe ejecuto en piedra, en madera, en bronce, en barro, en plata y en cualquier otra materia.[141]

Aguardó en vano. Cuando terminó su paciencia y acabaron sus caudales, se decidió a visitar otra vez al marqués de Villafranca, aunque de sobra sabía ella que mil ocupaciones entretenían a su valedor. Él la recibió con la cortesía que brindaba de costumbre, pero Luisa percibió una nota de tenue frialdad que no estaba antes presente en su amistad. Le contó de sus penurias, y de su necesidad de alcanzar la confirmación de su nombramiento. La escuchó con atención y le dijo:

—Señora escultora, lamento grandemente el sufrimiento que os causan las estrecheces que me relatáis. Escribid de nuevo. Mas haced que la carta llegue a éste mi despacho. Yo me ocuparé de que arribe a buen puerto.

Así lo hizo ella. La misiva, como le habían aconsejado, era clara y escueta:

A Vuestra Majestad, que Dios guarde, pongo en conocimiento que hace catorce años que trabajamos en palacio en presencia de Su Majestad, y cuando había de lograr el premio a mi trabajo, murió el Rey. Por lo que estoy muy necesitada, así mismo mis hijos, y pido me dé Vuestra Majestad alimentos y casa donde vivir.

Felipe V, compadecido de la situación de tan excelsa artista, pidió consejo al portador de la misiva, Villafranca. Pero nada fue decidido. Insistió el marqués y, tras varios intentos, pidió el Rey a Villafranca que redactara un informe. El monarca había contemplado con atención las esculturas que la Roldana le enviara. Se mostró primero asombrado de la fuerza de la artista y luego interesado en el coraje de aquella mujer.

Había de pensarlo, pero… ¡Era tanto el afán! Su joven mente se esforzaba en comprender aquel país vigoroso, henchido de pasión, cuyos destinos él había de regir.

¿Poseía la pujanza para conseguirlo? ¿Sería capaz de gobernar con la necesaria energía este país noble y recio?