EL JUICIO DE ROMA
(1700)
Era 20 de mayo y Portocarrero recibió de nuevo una noticia que sembró la alarma y le produjo intensa indignación.
—¡No consentiré que la avaricia de las potencias destroce nuestra España! ¡Por Dios santo, no lo he de consentir!
—Eminencia —aconsejó Villafranca—, así que su majestad torne de Aranjuez, convocad el consejo.
—Disponedlo así.
El embajador español en París, el marqués de Castelldosrius, había obtenido una copia de un documento revelador. Se trataba de un acuerdo entre Francia, Inglaterra y Holanda para efectuar el reparto de las posesiones del último de los Austrias.
Villafranca cavilaba sobre las dificultades presentes, que una vez más habría que remediar con valor y razón. Ensimismado, no oyó entrar a la Roldana, que le traía sus últimos encargos: un primoroso belén que el marqués destinaba a su hija, y una Virgen cosiendo de impecable factura.[118]
—He de admirar estas tallas —dijo abatido el marqués— para sentir que la cordura continúa en este mundo. Roldana, representáis el buen hacer, el tesón, la excelencia. Necesitamos gentes que hagan así su trabajo.
—Este arte es mi vida. Mi existencia ha sido dedicada a mi familia y a la escultura.
—Bien se percibe que os habéis entregado a ambas en cuerpo y alma.
—Señor, os encuentro postrado, ¿nuevas amenazas planean sobre nosotros?
Sintió Luisa haber hecho la pregunta. En tiempos tan revueltos era mejor ignorar, más aún cuando las soluciones eran tan complejas. Pero ya era tarde. El marqués estaba respondiendo.
—El mundo que conocemos se acaba. Los Austrias realizaron mil proezas, pero las dinastías fenecen y otra estirpe reinará en España.
—¡Señor santo! ¿Tan precaria es la salud de nuestro soberano?
—Sí. Así es.
Un relámpago de temor estremeció a Luisa. El andamio de su vida, construido con tanta paciencia y esfuerzo, se desmoronaba. Si el Rey moría, ¿cómo podría mantenerse en su cargo? ¿Podría sobrevivir?
Se miraron protector y artista y pudieron comprobar ambos la desolación que abrumaba al otro.
—Excelencia… —comenzó la Roldana.
Pero en ese instante apareció con evidentes muestras de agitación el marqués de Mancera, que, ante la inmediatez del consejo, venía a intercambiar pareceres con su amigo.
—Vengo de entrevistarme con el embajador de Inglaterra.
La Roldana, que ya se iba, quedó petrificada tras la puerta ante lo que oyó decir:
—Sé de la justicia y oportunidad de vuestro candidato —afirmó Mancera—, mas hemos de estar preparados para la reacción de las potencias. El embajador me ha mostrado en exceso su despecho. Temo que los piratas ingleses redoblen su hostigamiento en Indias, cortando así una vía de provisiones… Y que estalle… —le resultaba imposible pronunciar esa palabra— y que estalle la guerra.
—Habrá que dilucidar aquello que es beneficioso para nuestra nación. Un poder en ascenso como el de Francia puede ser el defensor de días de paz y prosperidad para nuestro pueblo.
Estando ya reunido el consejo, a una leve seña de Carlos II, inició Fresno:
—Vuestra majestad cede el todo de la monarquía en un nieto del rey de Francia, con la seguridad de no haber la incorporación de las dos coronas.
—Bien decís —apoyó Portocarrero—. Cierto es que el Tratado de los Pirineos contemplaba la renuncia de María Teresa. Mas el taimado Mazarino introdujo una cláusula, el pago de una dote. Al no ser cumplida ésta, consideran los franceses invalidado el contrato.
—Con la venia de vuestra majestad —intervino Villafranca—. Hemos sufrido repetidos intentos de socavar nuestra grandeza: repartir el Imperio español si el Rey, que Dios guarde, moría sin descendencia. ¡Como si el Imperio estuviera en almoneda! ¡Qué vergüenza, señores!
El conde de Frigiliana, el único partidario de los austracistas, dijo enfurecido:
—¡La dignidad nos impide soportar que otros decidan lo que ha de hacerse en nuestro solar!
—Decidme —preguntó entonces el cardenal—, ¿quién tiene el poder de alzarse con el gobierno, enfrentarse a Inglaterra y evitar la guerra? ¿Cuál es la potencia bajo cuya sombra protectora podríamos vivir en paz?
Por consejo de Portocarrero tomaron la decisión de pedir el arbitrio del Sumo Pontífice para tan espinosa cuestión. La carta del Rey fue enviada el 14 de junio, y en ella se enfatizaban los aspectos que podían influir en la decisión:
… Es también una amenaza para la cristiandad, que caería en manos de ingleses y holandeses…
… Para que así tome yo, el más firme, a la seguridad, de mantener inseparables los Reynos de mi Corona, la Sagrada religión y sus cultos…
El consejo había introducido todo aquello que podía producir inquietud en la Santa Sede.
Desorientada, confundida y atemorizada, emprendió Luisa el retorno a casa. Los rumores que había oído en palacio junto con las terribles frases de Mancera y Villafranca le habían dejado el alma de sudario. Carmen la vio llegar desde el banco en el que la aguardaba. Era una mañana gloriosa, con el esplendoroso sol de mayo inundando los jardines cercanos al Alcázar. Ante el silencio de Luisa, preguntó:
—Niña, ¿qué mal te aqueja? —Y como no obtuviera respuesta insistió—: ¡No me tengas en ascuas! ¡Dime qué sucede!
—¡Ay, prima! No sabes qué turbaciones nos acechan.
La mirada anhelante de Carmen le hizo continuar:
—Como tú ya conoces, fui a entregar aquellas dos obras que me encargó el marqués. Allí oí que las potencias, o los poderosos, o no sé qué Belcebú extranjero, se quieren apoderar de nuestra patria.
—¿Y cómo es eso posible? El Rey no lo permitirá.
—El Rey se nos muere, Carmen. El buen Carlos II se apaga. En la corte dicen que es cosa de semanas. Se habla también de un nuevo soberano, de un francés.
—¿Un francés, dices? ¡Dios nos coja confesados! ¡Si no han hecho más que pelear con nosotros! ¡Hemos vivido angustias sin cuento por nuestros hombres, que marchaban a luchar en guerras con Francia!
—Sí, pero ahora aseguran que es el único que puede darnos concierto.
—¡Mira tú cómo cambia el mundo! ¡Ahora amigos de los franceses!
—También escuché que los ingleses y sus malditos piratas están cada vez más atrevidos, al ver la debilidad del monarca.
—Eso no me gusta nada. A los ingleses siempre les ha dado por atacar Cádiz. Y Sevilla está muy cerca.
—¡Ay, niña! ¡No aumentes mi espanto!
Y continuó Luisa, como para sí misma:
—Mas el señor de Mancera dijo que el francés podía salvar nuestra paz… Eso quiere decir… ¡que hay peligro de guerra!
Tras unos árboles, una mujer rencorosa observaba a las dos primas. Sentía envidia de la posición de una, de la felicidad de la otra y de la amistad de entrambas.
Y juró vengarse.
El embajador acababa de recibir la carta que debía presentar con suma urgencia a Su Santidad. El duque de Uceda abandonó su despacho con la prontitud que el caso requería. La embajada ese día estaba tranquila, pues él había anulado todos sus compromisos para dedicarse al grave asunto que le ocupaba. Atravesó la sala donde acostumbraban a aguardar las personas que habían solicitado audiencia; luego la recoleta estancia destinada a la pequeña orquesta que interpretaba tanto la música sacra en las celebraciones pertinentes, como la gozosa, idónea para el baile de grandes ocasiones, o para representar obras de teatro. Cruzó los salones de Cardenales y de Obispos, que habían sido enriquecidos bajo los mandatos del cardenal Albornoz y del duque del Infantado; se persignó ante la bella pintura de Nuestra Señora de la Asunción que presidía el oratorio de la embajada y embocó la escalera de planta cuadrada[119] que encargara el embajador conde de Oñate a su amigo el genial Borromini, que hizo así mismo la reestructuración del antiguo palacio Monaldeschi para adaptarlo a su nueva utilización como embajada de España[120].
La imponente silueta de Uceda se detuvo en el último tramo de la escalera. Un rayo de sol atravesó los arcos derramando una cálida luz dorada sobre los frescos de las paredes. Estos representaban diversas armas guerreras de la Antigüedad clásica, corazas y cascos en sienas y sepias. Esperaba al duque la carroza que lo conduciría al Quirinal, siendo el tiempo estivo, a fin de cumplir el encargo encomendado. Atravesó el androne[121] y se internó en las calles bulliciosas. Era ya mediada la mañana y los romanos se afanaban en sus cotidianos quehaceres. Un aguador proclamaba las bondades de su líquido elemento; un ciego desgranaba con voz cadenciosa los avatares de la esquiva fortuna, romances de amores y de exóticas tierras, penalidades de devotos cristianos en los Santos Lugares, dolorosos cautiverios de avezados marinos cristianos que anhelaban en su prisión tornar a navegar bajo las estrellas.
Mujeres que piaban como pájaros al hablar se reunían en corros, comunicándose unas a otras las novedades familiares, mientras sus activos mocosos corrían de un lado a otro, jugando a esconderse y encontrarse. El embajador miró distraído esa vida en efervescencia que se repetía a diario alrededor del Palacio de España, que había dado nombre a la plaza. Al pasar la carroza, tres caballeros que charlaban con animación saludaron al duque de Uceda quitándose el sombrero en una profunda reverencia y acariciando con sus plumas el suelo empedrado con los famosos sanpietrini[122].
La mente del embajador barajaba diversas opciones para presentar a Su Santidad la importante petición que había de transmitir. Era consciente de la magnitud de su misión, y no se le ocultaba que se hallaba en una encrucijada que cambiaría la historia. Su acompañante, el agente de preces[123], se mantenía en silencio respetando la reflexión del duque. Varios caballeros con aire de poderío y garbo componían el séquito, así como otros carruajes de menor importancia donde se acomodaban los agregados de embajada, que se encargarían de escuchar con la mayor atención lo que en la audiencia se dijera, y de anotar con mayor atención si cabía aquello que se callaba.
Cuando llegaron a su destino, la guardia suiza rindió al embajador los honores pertinentes. Se alzaba la imponente morada donde antaño se elevaba un templo al dios Quirino. Fue fortificado desde la Antigüedad, dada su situación estratégica para defensa de la ciudad. Estaba rodeado el palacio de frondosos jardines y numerosas fuentes que aportaban un refrescante alivio a las altas temperaturas estivas. Junto a una de esas fuentes, el embajador dejó vagar su mirada sobre las dos estatuas romanas de los Dioscuri, allí colocadas desde el siglo XVI. Buscaba así, en intento inútil, distraer su mente, asediada por la preocupación. Uceda hizo notar a uno de los jóvenes de su séquito el magnífico balcón sobre la puerta de entrada, la famosa Loggia della Benedizione, debida al genio del Bernini. Desde allí, el Papa impartía su bendición a los fieles y peregrinos. Subió la espléndida escalera helicoidal. Cruzó la galería de Alejandro VII, donde Pietro da Cortona había realizado la más extraordinaria representación del Viejo y el Nuevo Testamento. Le pidieron pasara a una sala, diciéndole que Inocencio XII lo aguardaba con impaciencia.
Era este papa respetado por todos y querido por muchos. Al sentarse en el trono de Pedro, había tomado algunas decisiones muy necesarias, pero difíciles de ejecución. Para evitar las posibles corruptelas que en el pasado habían originado los sobrinos de los pontífices, nipoti en italiano, había instaurado la figura del cardenal secretario, que durante años por venir mostraría su utilidad, ya que debía éste ser escogido entre los más capaces[124].
Fortaleció esta decisión con la bula Romanorum Decet Pontificem, destinada a erradicar los abusos de poder de la familia del Papa.
Dejó su huella así mismo como arquitecto para los ciudadanos de Roma, con la construcción de numerosos palacios, entre los que destacaba el que albergaba la Curia Inoccenziana en Montecitorio, espléndido ejemplo del Barroco tardío[125]. Inocencio XII era alto, de mirada abierta y afable, nariz prominente y una barba cuidada que enmarcaba un rostro alargado. Todo en él rezumaba serenidad y discreta elegancia. Acostumbraba mostrar disposición atenta hacia los argumentos y singular afecto a las personas.
Por su parte, Juan Francisco Pacheco, duque de Uceda, era un personaje que gozaba de la consideración de la corte pontificia, y con entendimiento singular de la situación que le correspondía dirigir. Había presidido una embajada extraordinaria ante este mismo papa en 1698, y durante nueve años, de 1687 a 1696, regido con dedicación los destinos del virreinato de Sicilia, años que le dieron un profundo conocimiento de los reinos itálicos, posición que le hacía imprescindible en la actual ocurrencia.
Tras besar la mano del Pontífice e intercambiar las habituales frases de cortesía, entregó al Papa la misiva de Carlos II. Leyó Inocencio XII la carta del rey de España con atención, deteniéndose en algunos párrafos con expresión dolorida. Uno en particular concentró su anhelo de justicia:
Muy Santo Padre… —iniciaba el Rey—, en la menos salud que la que Nuestro Señor en su infinita misericordia ha vuelto a prestarme, y de haber hecho concepto, de que me faltara la sucesión, y la Vida, para cuyos casos, y pretextando la conservación de la paz, y reposo de la Europa, y evitar las encendidas guerras, que ocasionarían las pretensiones, de los que intentasen tener mejor derecho de mis Reynos, los separan y distribuyen, como Vuestra Beatitud habrá entendido…
Le causaba agudo dolor la imagen de ese hombre joven aún, martirizado por la enfermedad, rey de un inmenso imperio, y que suplicaba su ayuda, su laudo, para evitar que las ambiciones de las potencias pudieran desmembrar los reinos que sus antepasados habían logrado reunir con tanta fatiga. Suspiró y continuó leyendo:
… Y que sus hijos y fieles no padezcan los peligros, tribulaciones y angustias, en que pudieran hallarse con tan ciertos, y horrorosos riesgos, como se experimentarían con dolor grande, de la Santa Sede, si llegase el caso, de que por mis graves, y muchos pecados, viesen mis Reynos, la fatal desgracia de mi última hora, sin dejarles sucesión mía, o providencia tal, que la supla, sin embarazo y sin oposición…[126]
Entendió el Papa la tormenta de angustia que soportaba el maltrecho rey, y acabó la misiva, decidido a dar una respuesta a la mayor brevedad.
Aguardó Uceda, observando al tiempo a los cardenales allí reunidos, que podían convertirse en útiles aliados o formidables adversarios. Destacaban entre estos príncipes de la Iglesia: el cardenal Altieri, de probada influencia en la corte papal y su eminencia de Bouillon, que pasaba por haber sido excelente defensor de los asuntos de Francia en su época de encargado de Negocios. Luis XIV le había concedido su estima entonces, hasta que el apoyo otorgado públicamente por este cardenal a Fenelon en su disputa con Bossuet decidió al Rey Sol a destituirle de su cargo.
Las capas de seda bermellón brillaban bajo la luz romana con empaque y esplendor, en un recinto ya de por sí imponente.
—Excelencia —inició el Papa—, España ha sido y será siempre nuestra amada hija. Es por este afecto que nos contristan los avatares por los que transcurren los asuntos de vuestra patria.
—Santidad, mi señor el Rey, conocedor de vuestros altos sentimientos hacia su persona, confía en vuestra prudencia y sabiduría para que os dignéis conceder vuestro laudo en el grave problema de la sucesión a la Corona. Nuestro amado soberano está sumido en la desolación tras la muerte del candidato José Fernando de Baviera. Carlos II mira con inquietud hacia el futuro de los reinos, que no desea ver desmembrados, ni repartidos, según intereses de poderes ajenos a nuestros lares.
—No se me escapa, señor embajador, la honda preocupación que desata la ausencia de heredero. Las apetencias de los poderes europeos, que ansían cimentar su dominio o aumentar su influencia, hacen que la lucha se intensifique a medida que pasan los años. Nos hemos de velar para que el conflicto se resuelva en bien de los españoles.
—Agradezco en grado sumo el cuidado de la santidad vuestra, pues el monarca sólo mira por el bienestar de sus reinos y desea vivamente acertar con la elección, que redundará en la felicidad y prosperidad de los españoles.
—Que Dios os guarde, embajador. Reflexionaremos con detenimiento y diligencia en favor de España.
En un pequeño taller en las cercanías del Alcázar, una escultora trabajaba con ahínco en un encargo real. Muchas esperanzas había depositado Luisa en la comisión del Rey. Un Jesús Nazareno para enviarlo como regalo al papa Inocencio XII. Era la oportunidad para consagrarse y que nadie pudiera discutir su valía. Tallaba la madera con sereno tesón, cuidando cada detalle y cada movimiento de un hombre aplastado por pesada cruz.
Las piernas apenas sostenían el cuerpo mortificado por la flagelación. El dolor era patente en el rostro surcado por hilos de sangre, que manaba de las heridas producidas por la corona de espinas; los ojos bajos, implorando el fin del suplicio. Pero, sin embargo, los brazos rodeaban el madero en afectuoso abrazo, como símbolo de aceptación de la voluntad del Padre.
Villafranca, cuando vio el resultado, quedó boquiabierto:
—¡Dios me valga! Creí que no podríais superar la Magdalena, y ante mí tengo esta talla que es el inicio de algo nuevo en el arte: la expresividad, el movimiento, la veracidad de un hombre sufriente… Su Santidad quedará complacido.
—Excelencia, a vuestras órdenes me pongo para que mandéis buscarla cuando estiméis oportuno.
—¿Cuánto tiempo os habéis de demorar en dorar y estofar la imagen?
—Encomendé la corona de plata a un orfebre de la calle de las Platerías, y el paño de terciopelo escarlata a unas monjas del convento de las Descalzas, que están bordando en fino hilo de oro el manto, con el mayor primor.
—No conviene apremiar a estos dedicados artistas. Tomad las semanas de que hayáis menester, y mandadme aviso cuando podamos recogerla. Quedad con Dios.
La prontitud con la que el Papa había convocado la reunión era claro signo de su profunda inquietud. Se hallaban junto a Inocencio XII los cardenales Fabrizio Spada, que había desempeñado con éxito la Nunciatura en Saboya y Francia, y en la actualidad era el influyente secretario de Estado; Giambattista Spínola, cardenal camarlengo[127]; y por último, Giovanni Francesco Albani, inspirador de la bula para atajar el nepotismo, y desde hacía tres años, al frente de la Secretaría de los Breves Apostólicos.[128]
Roma entera, con la velocidad a la que se difunden las noticias en la Villa Eterna, supo de la gravedad de los asuntos tratados al ver entrar al secretario de Estado varios días consecutivos en el Palacio de España. Causaba estupor ver la asiduidad con la que el cardenal Spada visitaba al embajador, cosa que era inusual. El 6 de julio entregó a Uceda la respuesta de Inocencio a Carlos II. El arbitrio del Papa había de ser definitivo para la sucesión.
La respuesta de Inocencio XII, como había prometido, no se había hecho esperar. Carlos II leyó con ansia la carta: «Carissimi in Christo filiem nostrem salutem…»
Buscó aquella frase que podía apaciguar su ánimo:
… in caso della mancanza, che Iddio non permetta di Vostra Maestá senza sucessione… come il suo real consiglio, per la sicurezza Maggiore della publica tranquilitá… l’intento il chiamar sucessore alla sua Corona, in mancanza di prole, uno de secondi figli del Delfino de Francia…[129]
Sintió un poderoso sentimiento de alivio. ¡Por fin una solución! Cada día que pasaba estaba más débil, cada instante le acercaba más al largo viaje que todos hemos de emprender. Su esperanza se había agotado. Su única preocupación era el bienestar de sus gentes. Ya nada tenía importancia, más que la paz que legaría a su pueblo. ¡Había deseado con tanta vehemencia un cuerpo robusto que le permitiera cumplir con aquello que de él se esperaba! Mas ahora ya sólo sentía fatiga, y una imperiosa necesidad de abandonar, de dejarse ir.
«¡Aún no! —se dijo—. He de ordenar los asuntos pendientes, para mantener los reinos, para salvarlos del caos, para que permanezca la paz».
Luisa vivía angustiada. Sabía bien que en la vida se ha de temer que sucedan malas rachas, pero ésta estaba durando más de la cuenta. Para colmo de males, otra muerte había venido a desbaratar sus esfuerzos. Inocencio XII había muerto el 27 de septiembre. Allí, en el centro del taller, se alzaba la portentosa imagen, con su carga, su dolor, su miedo de hombre y su resolución divina.
La talla del Jesús Nazareno en la que ella pusiera tanto empeño y tanto esfuerzo no llegaría nunca a su destino. Formar parte de la colección de escultura de los palacios pontificios habría significado su consagración como artista, y esta oportunidad se había desvanecido. No podía en manera alguna acudir en busca de socorro en esta contingencia. Sus protectores estaban ocupados y preocupados con los acontecimientos políticos que se sucedían a velocidad de vértigo. Mas insistió Luisa para que Villafranca contemplara su trabajo y tomara una decisión sobre el destino de la imagen. El marqués llegó apurado, con la cabeza henchida de preocupaciones. Mas al entrar quedó estupefacto:
—¡Es la más auténtica representación de la divinidad cargando con la Redención! ¡Qué fuerza y majestad!
—Señor, agradezco vuestras palabras. Mas me inquieta en grado sumo el futuro de esta imagen, ahora que el Papa ha muerto.
—Una obra de esta magnitud merece una colección real. He de pugnar para que el Rey la acepte en El Escorial. Es el lugar adecuado.
Su bienhechor no la abandonaba, mas el desánimo comenzaba a invadirla, y por las mañanas levantarse suponía un gran esfuerzo. Intentaba darse ánimos, pero las penurias sufridas pasaban factura. Tenía ganas de rendirse, de que alguien la cuidara; anhelaba un poco de ternura que ella había dado a manos llenas. Sentía un dolor sordo, un peso insoportable que taladraba su ánimo y no la dejaba ni cuando hablaba ni cuando callaba ni cuando andaba, respiraba, trabajaba, o incluso cuando dormía. Se despertaba sobresaltada por la angustia, obsesionada por la idea de encontrar remedio a sus problemas.
Eran los síntomas que sufren todos aquellos a los que la batalla de la vida no ha doblegado el espíritu, pero cuyo cuerpo avisa de que está a punto de rendirse.
Habían de entregar unas imágenes en una casa principal y allí se dirigieron las dos primas. Caminaban en silencio, respetando la una la quietud que la otra necesitaba. Cuando hubieron llegado, les pidieron que aguardaran en una de las estancias. Luisa alzó la vista de la talla que tenía entre las manos y, con voz temerosa, que sonaba extraña en ella, preguntó a Carmen:
—¿Qué será de nosotros con estas mudanzas que han de acaecer?
—¿De qué mudanzas me hablas, niña? ¿Qué ha de suceder que tanto te perturba?
—El Rey está muy enfermo, dicen que está en el fin de sus días.
—Sí, sí. Todo eso es muy de lamentar, ya lo tenemos hablado…, pero ¿qué tiene contigo?
—Me apena sobremanera este pobre Rey, tan sufriente de tantos pesares. Y me desvela lo que haya de acontecer cuando el monarca nos deje. ¿Quién vendrá a tomar cuenta de estos reinos? ¿Qué será de mí sin la protección de aquellos que gozan de la del Rey? ¿Habré de retornar a la pelea por mi posición? ¿Qué será de nosotros?
—Sí, Luisa, se me alcanza tu inquietud, pero aquellos que encargan tus obras aquí permanecerán; y tu talento contigo se ha de quedar. Tu valer será reconocido siempre.
—No sé, prima. Consciente soy de que el cambio es ineludible, pero no acierto a ver si ha de ser favorable a mis intereses. Agradezco en grado sumo el afán de los Reyes por las ayudas que me prestaron, pero no sé qué me deparará el futuro, y me angustia.
—La pena por la muerte de tu padre te ha debilitado; estás exánime y ves el porvenir cuajado de nubarrones. ¡Arriba los corazones! La bienandanza ha de ser de nuevo tu compañera.
—¡Que Dios te oiga, prima!
Detrás de los pesados cortinajes unos oídos malévolos escuchaban las palabras que habían sido proferidas. Corrió con la prontitud que da la animosidad a contar al gran señor la información que había sabido recolectar. Esperaba una buena recompensa a sus desvelos y cuidados. El mayordomo del marqués de Villafranca miró con recelo a la mujer. Dudaba del valor de la información que ella decía poseer. La mujer le entregó con aire triunfal un papel pringoso.
—Ya tenemos noticias de este infame libelo. Nada nuevo me portas.
—Lo que su excelencia no conoce es la ingratitud de quien a él tanto auxilió.
—¡Habla, mujer! ¡No agotes mi paciencia!
—¡A la Roldana me refiero! Escuché una conversación entre ella y su prima en la que renegaban de los favores recibidos del marqués; añadían que los libelos razón habían; que muchos bienes el marqués hubo de los Austrias, a los que ahora abandonaba… Y muchas cosas de sin par malicia, que si vuestra bondad permite, os he de referir.
—¡Quita, quita! No tengo yo inclinación a la insidia. Toma, y vete por donde has venido.
Y entregándole desdeñoso unas monedas, indicó que la pusieran en la puerta. La mujer salió acariciando sus ganancias, pero, ante todo, saboreando su venganza. Había esperado mucho tiempo. La Trini, que no conocía el poder de la lealtad, creyó que había inoculado el veneno de su perfidia.
Villafranca leía con gesto contrariado el libelo que lo atacaba con saña. Él había servido, como tantos otros, con lealtad y dedicación a los Austrias, mas era consciente de que ese tiempo pertenecía al pasado. El futuro portaba en su seno mudanza y reto, desafíos y reformas que cambiarían el país. Así había de ser. Tornó al infame papel:
El marqués de Villafranca, sobre ser su familia la que más debe a su soberano, que le dio las galeras de Nápoles, el virreinato de Sicilia, los puestos de teniente general y gobernador de las Armas Marítimas del Consejo de Estado y la Presidencia del Consejo de Italia, a un hermano suyo el Generalato de las Galeras de Cerdeña y el Gobierno de Orán, y a otro la Encomienda de Lopera y Abadía de Alcalá la Real. A su madre el puesto de camarera mayor de la reina madre, a su hijo segundo la encomienda de Azuaga, y al tercero la llave de su gentilhombre de cámara, tres gruesas encomiendas y el puesto de su primer caballerizo.
Era un ataque en toda regla; alguien que deseaba cortar de raíz su buen nombre y perjudicar así sus buenas relaciones con Francia. Los ingratos y desleales gozarían de corta gloria. Y no se rendiría por tan poca cosa. Conseguiría aquello que considerara beneficioso para su nación.
—Excelencia, hay algo más, de poca monta, que he de referiros. —Con una indicación de la mano, animó a su secretario a proseguir—: Una fregona ha escuchado, pretende, una conversación de vuestra protegida, la Roldana, en la que de vos aborrecía, olvidando la gratitud que os debe.
Y repitió al marqués las palabras de la Trini, que el mayordomo le mencionara.
—Ha de ser alguna vil venganza, propia de persona de mala condición. Volvamos a nuestros asuntos, que delicados y espinosos son.
El marqués tornó al trabajo, y parecía que había hecho caso omiso de la bellaquería relatada, mas la maquinación había plantado ya la semilla de la duda.
La zozobra planeaba sobre la corte. El conde de Frigiliana meditaba entristecido por la situación a la que había de enfrentarse. Tenía alta estima por muchos de sus compañeros del consejo, aunque no compartiera sus posiciones con respecto a la sucesión. Conocía que los condes de Fresno y Montijo eran de su parecer, pero sabía así mismo que habían de contar con la disconformidad manifiesta de personajes poderosos como Portocarrero y Villafranca.
Aguardaba a Fresno con el corazón en un puño, intentando discurrir las mejores razones para ganar algún adepto a su causa. Entró el conde y mostró también su honda preocupación.
—¡Que Dios nos ilumine, amigo mío! Es tan enmarañada la situación, tan triste el abatimiento que se cierne sobre la gloriosa dinastía de los Austrias…
En ese momento empezaron a llegar los otros participantes. Se sentaron todos, calculando mentalmente las posibilidades con las que contaba su partido. Portocarrero instó a los consejeros a actuar según su conciencia, y no dejó de recordar el laudo del Papa, que era favorable a la elección francesa.
—Excelencias, estamos inmersos en una emergencia nacional. Apelo a vuestra conciencia para emitir vuestro parecer, en bien de los reinos.
—Mi lealtad con ellos está —aseveró Aguilar de Frigiliana—. Y no puedo olvidar los días de prosperidad y bonanza que los antepasados de nuestro amado soberano nos trajeron.
—Así es —intervino Fresno—. Además, los franceses han sido siempre opuestos a los intereses de España. ¿Creéis que de la noche a la mañana van a mirar en nuestro provecho?
—Causa sonrojo —continuó Frigiliana animado por el parlamento de su amigo— contemplar cómo se hacen trueques con las posesiones españolas, como si nuestras tierras en almoneda estuvieran: Napóles y Sicilia a cambio de Saboya y Piamonte.
—Soy consciente —comenzó Villafranca con astucia— de los pasados enfrentamientos con Francia. Habréis sin embargo de considerar la profunda mutación de la política europea. Luis XIV detenta el poder, y contribuiría a mantener los reinos unidos. El estado actual de la Real Marina, los ejércitos, la hacienda, y todo aquello que unido en potente organización podría defender nuestro suelo patrio, se halla derrotado.
—Bien sabemos —interrumpió el cardenal— de nuestras grandes carencias, pero este consejo ha de deliberar ahora sobre el mejor candidato. El Rey se nos muere, señores.
—Si queremos evitar la desmembración de España —apuntó Montalto—, habremos de aconsejar a nuestro soberano un sucesor poderoso, capaz de mantener a raya las codiciosas apetencias de nuestros eternos rivales.
—¿Quién es ese candidato omnipotente? —inquirió irónico Frigiliana, que ya conocía la respuesta.
—Es de vuestro conocimiento que Luis XIV posee la mejor Armada —contestó Portocarrero—, que sus arcas han sido incrementadas con buen gobierno, y cierto estoy que, con ellos, el Rey propuesto miraría por la unidad de nuestros territorios.
—Y ¿quiénes son nuestros eternos rivales? De reciente, estábamos aún en guerras contra los ejércitos galos.
La pregunta era retórica, y Fresno la había proferido poniendo énfasis en «eternos» y en «rivales». Le contestó Villafranca, sereno, casi en un susurro:
—Los tiempos cambian, amigo mío; y el enemigo de ayer puede tornarse amigo. Pero difícil será que los intereses de ingleses y holandeses puedan algún día correr parejos a los nuestros. No debéis olvidar que la reina de Francia, la recordada María Teresa, era hermana de nuestro rey. Por tanto su descendencia puede desvelarse de satisfacción para nuestros reinos.
—Señores —Portocarrero demandó—, deseo oír la opinión de vuestras excelencias, y procederemos a votación. ¡Que Dios nos ilumine!
La salud del Rey empeoraba sin que nadie supiera cómo remediarlo. El doctor Geleen, afamado médico y dedicado a sus majestades que viniera a España en el séquito de Mariana de Neoburgo, no conseguía curar los males del Rey. La situación era agobiante, densa, ofuscada por los malos augurios. El protocolo excesivo e inútil asfixiaba la vida cotidiana; y los funestos temores por la vida del Rey parecían cada vez más ciertos. La insoportable telaraña de la tragedia envolvía salones, recodos y pasillos de palacio, sofocando a sus habitantes. Corrían entre los cortesanos rumores insistentes de que el Rey había otorgado testamento, y que lo había hecho a favor del nieto de Luis XIV, el duque de Anjou.
Recién comenzado el otoño, una estrella de rabo, un cometa espléndido, bien visible, surcó el cielo de Madrid. El fenómeno causó un profundo espanto en la Villa y Corte, pues su aparición auguraba cambios drásticos, y para los más pesimistas, era anuncio seguro de males sin cuento.
La Reina se paseaba furiosa en sus habitaciones. Había intentado ver a su esposo, sin éxito. El Rey se refugiaba en su Camón Dorado, cámara y antecámara pintadas en oro, guirnaldas y flores, donde se evadía a un mundo de luz, felicidad y belleza.[130]
Se debatía Mariana entre la indignación por el engaño a los austracistas y a ella misma, y la prudencia que le imponía el temor por su futuro. ¿Qué le sucedería si ocupaba el trono un francés? ¿Qué alianza podría salvarla del convento al que sin duda le destinarían?
Unos suaves golpes en la puerta la sacaron de su abstracción.
—Majestad —inició una dama—, como vos indicasteis, fuimos a llamar a la Roldana, y aquí aguarda vuestros deseos.
—Hacedla entrar.
Ya tenía la solución. Había de encontrar marido. Mas había de hacerse en el máximo secreto. Si su intención era conocida, sería su fin. Escribiría a su hermano el elector.
—Pasad, señora escultora. Como conocéis, vivimos tiempos de zozobra.
Observó la expresión de Luisa, seria y preocupada.
«Tiene ingenio —pensó la Reina—. Y goza de amigos influyentes; algo ha de saber de lo que se trama».
—Es mi deseo que pongáis vuestra industria en crear un san Antonio.
—¿Un san Antonio, majestad? Hice uno muy galán…
—No, no, escultora. Quiero que hagáis uno para mí, que tenga su poder intacto. Muchos son los pesares que nos afligen. Confío en vuestro talento y pericia. Y que lo entreguéis lo antes posible. Un san Antonio omnipotente, que conjure los males que nos amenazan. Deseo que lo realicéis con premura.
—Así lo haré, majestad.
Una sonrisa aclaró el rostro de Mariana, iluminado por un pensamiento alentador: «Un marido. Esposo que me libre de todo mal. Es de lo que he menester».
Unas semanas más tarde, el 1 de noviembre, moría el Rey que no pudo ser feliz, que no consiguió dar un heredero a la Corona, pero que, a pesar de un cuerpo doliente, tomó el empeño de dejar la paz en sus reinos. En el Real Alcázar se hallaban congregados desde horas atrás los grandes de España, los embajadores y los nobles, temiendo el anuncio de la muerte del Rey. El nuevo legado francés observaba expectante. Se abrió una puerta y el duque de Abrantes se acercó solemne a Jean Denis de Blecourt, embajador interino de Francia, y, sin mediar palabra, se dirigió a continuación al de Austria, el conde de Harrach. Le mostró primero su afecto con un efusivo y prolongado abrazo, para, luego, con perversa parsimonia, decirle sinuoso:
—Señor, es un placer, es un gran honor para toda mi vida, señor, despedirme de la ilustrísima casa de Austria.[131]
La concurrencia comprendió que lo que acababa de suceder era inevitable y deseable: comenzaba un nuevo tiempo que esperaban traería mejoras para la maltrecha hacienda y que subsanaría la sensación de abandono que atribulaba la nación.
Un nuevo poder se alzaba en el firmamento europeo. ¿Conseguiría la potencia de Francia alejar de una vez por todas la amenaza de la guerra?