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EL MOTÍN DE LOS GATOS
(1699)

Tras la Paz de Ryswick de 1697, el Emperador y Luis XIV habían firmado un Tratado de Partición que, a pesar de sus deseos, no permaneció secreto durante mucho tiempo. Era un desastre para España. Hubiera desmembrado un imperio codiciado por Europa durante largos años.

El príncipe de Baviera tomaría posesión de España e Indias; Milán lo adjudicaban al archiduque y Francia obtendría el País Vasco y las dos Sicilias. Coronaba así Luis XIV el viejo sueño francés de las posesiones itálicas. Esta partición era una insultante injerencia en los asuntos españoles, y el Consejo la recibió como un ultraje.

Estas maquinaciones de nada sirvieron, porque en el mes de febrero de 1699 moría de repente José Fernando de Baviera. Nuevos avatares, nueva confusión atenazaba a los reinos. Los personajes de este drama tuvieron que tomar posiciones una vez más. Tanto Portocarrero como Leganés afirmaban ante el Emperador: «Hemos de felicitarnos de que la providencia se haya declarado tan abiertamente a favor de la causa imperial».

Habían de complacer a todos hasta que supieran quiénes serían «los nuestros». El interés de Luis XIV por la política ibérica y mediterránea aumentaba a la par que su poder, mientras progresaba también la astuta actuación de sus agentes. D’Harcourt escribía a Carlos II refiriéndose a las tentadoras ofertas austracistas:

Resiste pues a ellas Vuestra Majestad con toda la firmeza de la que Vuestra Majestad es capaz, porque es el único medio de conservar la paz y de empeñar más al Rey mi Señor a dar a Vuestra Majestad pruebas de su amistad.[110]

Estas hábiles maniobras dieron por resultado que, a pesar de las recientes luchas con Francia, las simpatías castellanas siguieran abandonando a los austracistas y se dirigieran hacia sus antiguos enemigos. Pietro Venier, embajador de Venecia, lo explicaba en uno de sus excelentes despachos:

Francia, después de la conclusión de la paz, ha entrado en amistad con los españoles; la facilidad y pronta ejecución de esta paz ha sido hecha para vencer la antigua antipatía de los españoles, y ahora procediendo diversamente del pasado procura cultivar esta amistad.[111]

La situación se tornaba cada vez más peligrosa. El pueblo sufría de una terrible hambruna, y en la corte, aunque pareciera increíble, se pasaba necesidad. La embajadora de Francia se quejaba amargamente, no sólo de la incomodidad de los palacios españoles, que esto siempre lo hiciera, sino de la pobreza de la dieta, lamentando la falta de carne y otros alimentos de sustancia.

Los salarios de artistas, artesanos, funcionarios y todos aquellos que de la Corona dependían llegaban tarde o nunca; los acreedores se desesperaban, pues no podían cobrar sus deudas; la Real Hacienda no sabía cómo proveerse de los fondos necesarios para los gastos corrientes. Todo esto llevaba a la buena gente a tal desesperación, que un día estallaría un motín que habría de asolar la ciudad con violencia extrema.

La Roldana, que sufría como toda la población por la terrible escasez, había salido de su taller para dirigirse a la residencia de alguno de los coleccionistas, con el fin de obtener algún pago que remediara su escasez. Ese fin de abril, con su suave brisa de primavera, invitaba al paseo. Nunca lo hiciera.

Los acontecimientos cotidianos, que a simple vista no tienen mayor trascendencia, ocultan a veces fuerzas imperiosas que, una vez desatadas, conmueven los cimientos de las sociedades en apariencia más sólidas. La mudanza se presenta de manera inesperada, sin avisar.

En Madrid, la tensión crecía imparable, pero nadie imaginaba que el furor y el frenesí que estallarían un mal día estaban tan cercanos. Sólo los más perspicaces percibieron el peligro.

Iba Luisa ya mediada la Plaza Mayor cuando se topó con una mujer que pedía cuentas al panadero sobre el elevado costo del pan.

—Así es —contestó el buen hombre—. La cosecha del año pasado está agotada, y el precio del trigo nuevo está por las nubes.

Tornó la mujer a sus lamentos, y ahí se vio coreada por el gentío, a quien las carencias y la rabia contenida le hacía multiplicar los gritos y su intensidad. Para su desgracia, acertó a pasar por allí el Corregidor, que inquirió por el origen del tumulto. Todas las miradas se centraron en la atribulada esposa, que, al principio temerosa, luego con más seguridad, preguntó:

—¿Cómo puedo alimentar a mi marido y a mis hijos, siendo el precio del pan tan elevado?

En un alarde chulesco que había de costarle bien caro, se dirigió el mandatario a la que había iniciado el revuelo:

—Mandad, señora mía, castrar a vuestro marido, así no os dará más hijos.

La estopa arrojada al fuego no habría causado mayor reacción. Se vio envuelta Luisa por una turba enloquecida que, tras desmontar violentamente al incitador, comenzó a arrasar todo lo que se ponía en su camino. Vociferando, demandaban pan, y culpaban a los austracistas de desmanes sin cuento. Se coreaban mil y una barbaridades de la Perdiz, del deslenguado corregidor, de Oropesa, los consejeros y autoridades varias. Un río de rabia enfebrecida inundó las calles de Madrid a la velocidad del rayo. Desde la Puerta de Alcalá a San Bernardo, Fuencarral y las calles alrededor de Torija, toda la villa se transformó en un campo de batalla donde la razón brillaba por su ausencia. Así fue como comenzó el llamado Motín de los Gatos o Motín de los Madrileños[112]. Los amotinados, armados de antorchas, corrían de un lado para otro, animando a los ciudadanos a participar en el, decían ellos, merecido castigo. Los hachones fluctuaban a la luz del día como relámpagos de furia.

—¡Aquel que sea hombre de chapa que me siga! ¡Hagamos justicia!

Arrastrada Luisa por la agitada multitud, vio cómo destruían y quemaban el palacio de Oropesa. Una vez terminada la faena se produjo entre la masa un momento de desconcierto, pero al instante uno de los líderes gritó:

—¡Al palacio! ¡Vamos, al palacio!

Al llegar a la hermosa plaza que se extiende delante del Alcázar[113], torrentes de hombres y mujeres envalentonados por la reciente hazaña corrían de un lado a otro portando las encendidas teas y amenazando con quemar también el Alcázar al tiempo que bramaban:

—¡Por el mal gobierno! ¡Por las autoridades corruptas!

Llegados a sus puertas, reclamaron ver al Rey. Apareció primero la Reina en el balcón, y con los ojos llenos de lágrimas intentó que la escucharan mientras prometía otorgarles sus peticiones. No la dejaron hablar. El griterío continuaba exigiendo con obstinación la presencia del soberano. Salió entonces Carlos II. Solo, sin sus archeros[114], confiando su seguridad a su pueblo. Se produjo un imponente silencio. Y de esa multitud agresiva, que sólo minutos antes amenazaba con las penas del infierno, comenzaron a surgir voces que pedían clemencia a su rey por los desmanes cometidos. Ahí, Carlos II, con deje de bondad, les contestó:

—Sí, os perdono. Perdonadme también vosotros a mí, porque no sabía vuestro sufrimiento; y daré las órdenes necesarias para remediarlo.

Acompañó estas palabras con un gesto que encandiló al gentío: en señal de consideración hacia ellos se quitó el sombrero dos veces y los animó a que le contaran sus cuitas. La Roldana observaba atónita el cambio de actitud que se estaba produciendo entre los amotinados ante aquel ser enfermo, que, sin embargo, mantenía su dignidad, atendiendo a sus gobernados como era su deber.

—¡No tiene él la culpa! —gritó Luisa entre sus vecinos—. ¡Es hombre que encara las penalidades de la vida con decoro! ¡Hablémosle con respeto!

Fue cosa de asombro ver con qué parsimonia desgranaban sus quejas aquellos que hacía sólo instantes se conducían como luciferes. Escuchó el monarca con atención las demandas de sus súbditos.

Contrito al ver el sufrimiento de su gente, les dirigió palabras de consuelo y promesas de mejor gobierno. La enardecida muchedumbre se calmó al contemplar la patética estampa de su rey, tan débil, tan enfermo, en el fin de sus días, y sin embargo consciente de sus obligaciones y de las cargas que éstas comportan.

Comenzaron por abandonar su actitud beligerante, y tras oír a su soberano y comprender que quien les respondía con tanto interés era sincero, iniciaron el retorno a sus casas.

Así acabaron los intentos de hombres de lucidez y valía como Medinaceli y Oropesa, sin resultados satisfactorios y, desde luego, sin la gratitud de los gobernados. Había sucedido lo que deberían entender gobernantes de toda época: los que gozan de privilegios no aceptan el fin de éstos; y aquellos a quienes se pretende beneficiar pronto lo olvidan.

Luisa miraba horrorizada a aquella multitud desesperada que había necesitado descargar su rabia, su dolor, y sentir que alguien se hacía cargo de la situación.

Vio ante sí la desintegración del país, y sintió que nubes oscuras se habían de cernir aún sobre sus vidas. Un soplo helado agarrotó su corazón, sometiendo su ánimo a profunda angustia. Un presentimiento desgarrador, más cercano, más íntimo, invadió su ser. Tuvo la certeza de que estaba sucediendo o había de suceder algo que cambiaría para siempre su vida, algo terrible, algo irreparable. La cabeza le daba vueltas, la respiración pugnaba por abandonar su cuerpo, y tuvo que apoyarse en un alféizar para no caer. Se abrió camino como pudo entre la gente, y renunciando a los peculios, inició el retorno a casa.

Con gran esfuerzo pudo la Roldana llegar al entorno de su morada. Carmen la esperaba en la puerta con expresión de angustia y, apenas la vio, se lanzó hacia ella sin tener en cuenta su propio temor.

—Mujer, ¿cómo se te ocurre salir a la calle en este fin del mundo? ¡Entra presto!

—¡Ay, Carmencita de mi alma, qué pánico! ¡Qué duelos y quebrantos! Parece el día del Juicio Final…

—¡Que María santísima nos proteja, porque el mundo ha perdido la razón!

—Si tuviera fuerzas, me echaría a temblar, prima de mi alma, porque lo que he visto ahí fuera quita el sentío. ¡Qué odio!, ¡qué miseria padecemos!, ¡qué desastrosa situación la nuestra!

—Nos hallamos a merced de graves peligros. Los hombres descorazonados, los desheredados, los que no tienen nada que perder, son capaces de cualquier cosa.

Al día siguiente, la Roldana se entregó al trabajo como solía hacer en los trances que conmocionaban su vida. Pasó semanas enteras absorbida por su nueva talla. La compañía de Carmen y las visitas de sus hijos, Rosa María y Francisco José, que se incorporaban a menudo al taller, eran como ráfagas de luz que iluminaban su espíritu, cargado de malos presentimientos. La Roldana bautizó la obra resultante de aquellos meses de entrega Sagrada Familia con Niño dando sus primeros pasos.[115]

¿Utilizaba Luisa la ternura que mostraban sus protagonistas para exorcizar los males que la afligían? ¿Era un ansia de un mundo mejor lo que palpitaba en esa escultura?

Es sin duda un requerimiento apasionado de vida. Es la urgencia de recordarse a sí misma que existe la belleza, el sosiego, la concordia, la felicidad. Y que quizás, algún día, puedan volver a ser suyos. Ese grupo escultórico, con su dinámica composición en triángulo, es sutil representación de las virtudes teologales. Dos ángeles coronan la escena; sus alas, a punto de emprender el vuelo, encarnan la Esperanza. Los colores, vivos y serenos, entremezclados, además de armónicos, transmiten la fuerza de la Fe. La actitud de las cuatro figuras que rodean al Niño nos hablan del poder del Amor.

Luisa descansó tranquila aquella noche después de muchas semanas de trabajar con ansia, como si le faltara el tiempo, como en trance. Era 29 de junio, el día de San Pedro. A la mañana siguiente se levantó reposada, serena, con fuerzas para empezar de nuevo.

Había escrito días atrás una carta muy afectuosa a su padre, con motivo de su santo. Le decía que le iba muy bien, que la fortuna le sonreía y que cuando acabara los numerosos encargos que se amontonaban en el estudio, iría a visitarlo. Callaba muchas cosas, en parte porque no quería disgustarlo, pero también por orgullo.

Era consciente de lo que Pedro Roldán había significado para ella y no deseaba desilusionarlo.

Él había despertado en su hija la conciencia de su propia valía y, más importante aún, de su dignidad. Le había enseñado el arte de tallar, dorar y estofar, pero sobre todo, había aprendido con él a dar vida a la inerte materia. Su ejemplo le había mostrado la capacidad de no dejarse vencer por la adversidad, de sobrevivir. Y quizás esto último había demostrado ser lo más útil. Pero lo más importante había sido que ella lo amaba y se había sentido amada por él; sin cortapisas, sin pedir nada a cambio, en la cercanía y en la lejanía. Era un amor incondicional.

El mensajero

Pasaron unas semanas y ella seguía trabajando a gusto, serena, pero el recuerdo de su padre la acompañaba por doquier.

—¡Qué sensación extraña, Carmen! Es como si estuviera haciendo recuento de mi vida con mi padre.

Ésta, sin hacer demasiado caso al razonamiento de su prima, se puso a contemplar la nueva escultura. Se llamaría San Joaquín y santa Ana con la Virgen niña[116] y era pareja de la anterior: El mismo amor por la vida, la misma búsqueda de felicidad formaban el ser intrínseco de ambas tallas.

Volvió Luisa a insistir:

—No me escuchas, prima. Te repito que es muy extraño…

A menudo a Carmen le resultaban demasiado enrevesadas las conversaciones de su prima, por eso la interrumpió:

—¿Extraño? ¿Qué tiene de extraño que te acuerdes de los tuyos? Hace mucho tiempo que marchamos de Sevilla. ¡Ea, así que acabes estos encargos, te vas a visitarlos! Y en paz.

—Habré de hacerlo. Pero no es tan sencillo. Es como una presencia continua, llena de luz, como si me llamara…

—Bien, bien. Pues has de apurarte, terminar y marchar. Vamos, ¡a trabajar se ha dicho! Antes empiezas, antes acabas.

Tocaron a la puerta, y cuando dieron ellas licencia para entrar, una figura se destacó en el umbral. Tenía el poderoso sol de la tarde tras de sí, con lo que su rostro quedaba en sombra. Avanzó unos pasos; era un hombre joven, fornido y bien presentado.

—¿No me reconoces, tía? ¿Y tú tampoco, Carmen? Soy Pedro.

—¡Santo cielo, Pedrito! ¡¿Cómo voy a reconocerte, si tenías ocho años cuando partí de Sevilla?!

—¡Qué alegría tan grande, el hijo de Francisca aquí! —repetía Carmen.

Viva era la emoción de Luisa al ver al hijo de su hermana adorada. Lo acribilló con mil preguntas, mas una expresión entristecida dio paso a la contenta que el muchacho mostraba instantes atrás.

—¿Qué sucede, chiquillo? ¿Qué te aflige tanto que empaña el reencuentro? —dijo Luisa temerosa.

La mirada del joven Pedro le heló la sangre en las venas. Tenía algo que decirle y era algo que sería para ella insoportable.

—Portador soy de malas nuevas. Ha muerto tu padre, mi amado abuelo. Todos lo lloramos.

El mundo dejó de girar. Se paró. Ante el espanto de Carmen y de Pedro, la Roldana cayó al suelo sin sentido.

El orgullo

Prima y sobrino, junto con los hijos de Luisa, se afanaban con sales y remedios en hacerle recobrar el conocimiento.

Entre las nieblas de su alma, un fogonazo le trajo la cruda realidad a su mente. Despertó la escultora, y ante el asombro de todos, consciente como era de la situación, no derramó una lágrima. La pena era demasiado honda, profunda. La noticia le había dejado sin sentimientos, sin sangre; una parte de su corazón había muerto con su padre. En la distancia, ella sabía que él estaba allí, que siempre podría acudir a su razonar sereno, a su mente perspicaz, a su cariño sin límites. Nadie la conocía como él, para bien y para mal.

Había su padre acertado cuando predijo el desastre de su matrimonio, y había de reconocer que él hizo lo posible para impedirlo; la había perdonado después, mientras que ella misma no se había perdonado; le había enseñado todo lo que él atesoraba, esperando que algún día ella lo mejorara… Y ahora se había ido.

—¡Qué vacío, Dios mío! Qué vacío tan grande —lamentó en voz alta.

—Tía, yo he de volver a Sevilla. Quiso mi madre que no supiera la triste noticia por un extraño. Mas he de regresar. Venga conmigo, todos la aguardan.

—Sí, Luisa —intervino Carmen—, ve tranquila, que yo me ocupo de todo. Ve, mujer.

Imaginó por unos instantes su llegada al hogar paterno. La terrible ausencia, patente, más cruel aún. Y las preguntas, que podían desvelar su tristeza. Las mentiras que tendría que contar. La felicidad huidiza, la prosperidad inexistente. Y la acuciaba un problema más perentorio, el dinero necesario para el viaje, que no tenía.

¿Cómo iba a convencerlos de la abundancia que le aportaba su fama como escultora de cámara? ¿Cómo, si no conocía de dónde sacar para alimentar a su reducida familia?

—No, Pedro. Vuelve tú solo. Ahora he de entregar numerosos encargos. Tengo obligaciones que no he de abandonar. Mi prestigio requiere estos sacrificios.

Vio partir a su sobrino con inmenso pesar. Éste le había prometido que, en cuanto ayudara a sus padres a realizar la testamentaria, volvería. Algo había en este muchacho que llamaba poderosamente la atención de su tía: una mirada despierta, preguntas llenas de curiosidad, una atención sincera hacia los demás. Su padre, en alguna de sus cartas, le había mencionado la disposición artística que creía adivinar en el chico.

—¡Torna presto, Pedro! —le había gritado mientras él se alejaba—. Torna, que hemos de hablar de tantas cosas…

Quedando sola con Carmen, ésta le había recriminado:

—¡Porfiada, más que porfiada! No pudimos darte más razones para que con él partieras.

—Prima, a ti no debo mentirte. No tengo lo necesario para el viaje. No sé si tendré para comer mañana.

—Luisa mía, Bernabé y yo te habríamos ayudado. ¿Por qué no lo dijiste? Creí que era tu orgullo, la fama…, esas cosas que yo no sé calibrar como tú.

—Real es que no tengo disposición para hacer el viaje. Ni material ni del alma. No tengo ni un maravedí, y no quiero que me vean en esa necesidad. Pero es cierto, lo has adivinado que me aterrorizan las preguntas sobre mi elevada posición y la supuesta abundancia que ello conlleva, cierto; que mi orgullo se resiente porque el éxito no es tal, cierto; que mi infelicidad es una infelicidad anunciada, cierto. Y en este momento no estoy capacitada para sufrir otra zozobra. ¡Ahí tienes la verdad!

—¡Qué lástima, Luisa! Tu orgullo te impide en semejante trance consolarte con los tuyos. ¡Qué lástima, mujer, qué lástima!

El dolor de la pérdida

Era necesario iniciar la catarsis. La muerte de su padre la había hundido en la desesperación más destructiva. No tenía ganas de trabajar. Le era imposible hablar, pues, salvo Carmen, nadie la habría entendido. Sus hijos, aunque de buen carácter, eran de escasa disposición. Ella bien los quería, pero el cariño no le nublaba el entendimiento. Con su marido no se permitía ni un desahogo, pues sabía Luisa que en cualquier momento podía él hacer un desafortunado comentario sobre su desaparecido padre que desataría sí, en ese caso sí, su furia incontrolable. Y prefería evitarlo, sabiendo como sabía que aun en el caso de contar con buena intención, él nunca sería capaz de encontrar un pensamiento que pudiera consolarla.

Una vez más, optó por el trabajo. El tema escogido movía a la reflexión: la Magdalena, aquella que tanto pecó, aquella que tanto amó. Aquella que vertió su alma envuelta en un perfume de nardos a los pies de Jesús.

Roma octubre

Tanto en Roma como en la corte de Madrid, los austriacos se empeñaban en perder adeptos. En la Ciudad Eterna, la labor del embajador del Imperio, el conde de Martinizt, no había sido tan fructífera. Su situación distaba mucho de ser fácil, ya que no había en ese momento ningún cardenal de la nación austríaca. Pero su mayor impedimento había sido su propio carácter: apasionado, poco dado a las sutilezas, que eran consideradas imprescindibles en las civilizadas relaciones de la corte papal.

Su afán de preeminencia le había hecho cometer un grave error. Detuvo la procesión del Corpus Christi porque no se consideraba situado adecuadamente, y se ofendió también porque el protocolo vaticano no concedía el puesto que merecían a los caballeros de su séquito. La disputa que provocó la prepotencia del representante del Imperio se fue enconando poco a poco, y cuando fue sustituido en octubre por el conde de Lamberg, el mal ya estaba hecho.

La disposición de la curia romana hacia el bando imperial se había deteriorado de forma irremediable. La desconfianza era mutua y albergaba desencuentros irreconciliables. El nuevo embajador, titular del obispado de Passau y amigo de Inocencio XII desde que éste fuera nuncio en Viena, no pudo recomponer los desaguisados de su antecesor.

Como venía sucediendo en la corte de Madrid, los imperiales, demasiado confiados en su derecho y poder, se habían comportado con arrogancia, dando por sentada la fuerza de sus razones y sin detenerse a estudiar la idiosincrasia de los pueblos mediterráneos y aquello que los mueve a la simpatía o a la antipatía.

Martinizt, con su soberbia, había resultado, sin él proponérselo, un potente aliado de la causa francesa, liderada por el astuto cardenal de Bouillon. En Madrid, la situación no era diversa. El embajador de Francia, marqués D’Harcourt, había llegado a Madrid en febrero de 1698, y enseguida había llamado la atención de los grandes. Unía a un carácter amable y sutil la plena disposición de generosos medios económicos para llevar a cabo su delicada misión. Su primer objetivo había sido la amistad de Mariana de Neoburgo, a la que colmó de elegantes regalos, a los que ella era tan sensible. Tanto él como la embajadora se repetían con frecuencia el antiguo refrán: on n’attrappe pas des mouches avec du vinaigre, que su correspondiente castellano avalaba: «más se hace con miel que con hiel».

Su astuta consorte consiguió estrechar lazos de amistad con la Reina utilizando el interés de ésta por la moda de París.

Así consiguieron, a la chita callando, que la memoria de los españoles fuera olvidando los viejos rencores hacia los franceses y comenzara a encontrar que los embajadores galos eran personas de mucho interés y amable compañía. La marquesa D’Harcourt se convirtió en la dama más requerida de la corte, y la buena voluntad de personajes influyentes empezó a envolver al sagaz matrimonio con su suave manto.

En la corte todos escuchaban y nadie dejaba traslucir su verdadero pensamiento. El disimulo era regla en las conversaciones sobre la sucesión. Confundían así al joven Harrach, que creía ver luz donde sólo le brindaban oscuridad. Su padre había sido nombrado mayordomo mayor del Emperador, y, por tanto, residía en Viena y no volvería a Madrid. En una carta dirigida a su progenitor le decía:

El Rey está muy inclinado a este partido… Su Eminencia ha adoptado francamente la causa austriaca desde que murió el príncipe de Baviera. Y es hombre de fiar, de quien se puede esperar mucho.

¡Cómo escondía Portocarrero sus verdaderas intenciones! Mal informado, o bien engañado, tenían al joven e inexperto Harrach, entre el taimado cardenal y el hábil D’Harcourt. Contaba éste también con la astucia y experiencia de Luis XIV, que no dejaba de mandarle instrucciones precisas. Además, los austracistas eran pocos y mal avenidos. Podía así el embajador galo escribir a su señor:

La última audiencia del conde de Harrach con la Reina fue muy violenta. Su Majestad lo trató muy mal y hasta llegó a injuriarlo. El embajador contestó con mucha dignidad. Al día siguiente tuvo otra con la Berlips, no menos accidentada.

Las covachuelas

Llegados al Alcázar, el legado francés atravesó el Patio de las Covachuelas, que a esa hora presentaba su animación habitual. Anhelantes acreedores, buscadores de oficios y prebendas, escribidores de documentos y necesitados de influencias atestaban el atrio. En un rincón, dos hombres que intentaban pasar por caballeros, pero a la vista estaba que pícaros eran, iniciaban una trifulca:

—Malas artes habéis usado para conseguir vuestros fines, señor.

—¿Así pagáis mis desvelos? ¡Oh, ingratitud! ¿Qué culpa tengo yo si triunfaron mis méritos?

—¿Desvelos? ¡Cínico! Me habéis robado el puesto que me correspondía. —Y con más ira—: Utilizasteis los informes que os proporcioné a fin de hacer llegar mi súplica al ministro en vuestro beneficio. ¡Ladrón! ¡Arda quién con vos me juntó!

No llegaron a las manos y mucho menos a las espadas, pues algunos de los presentes los separaron con rapidez.

Detrás de los ventanales, a salvo del barullo del patio, D’Harcourt conversaba con animación con el marqués de Villafranca.

—Bien deseo, marqués, a vuestros reinos. Cumplida razón habéis de mis sentimientos.

—Embajador, sé de vuestro interés por nuestros asuntos, y espero vivamente que sean los que a nuestra patria convienen.

—Podéis estar descansado. La mejor disposición anima mi ser.

—Así nos informa el cardenal Portocarrero, en quien se me alcanza tenéis un valedor.

—¡Ah, mi querido marqués! —sentenció desolado el francés—, el Rey se nos va poco a poco, y la Reina a su sobrino favorece. El cardenal, cierto es, mira a Francia con simpatía, mas él poco puede aunque intente mucho.

Cuando quedó solo, Villafranca permaneció absorto pensando en el agudo ingenio del embajador. Su propósito de ocultar el poder de Portocarrero tenía clara intención: desviar la vigilancia de los partidarios del Emperador lejos de este arzobispo. Su decidida inclinación hacia la causa francesa comenzaba a ser demasiado notoria. Y esto podía hacer vulnerable la posición de Francia.

La Magdalena

Ontañón y De Ory se acercaron a visitar a la Roldana para admirar las obras que de reciente le habían encargado o aquellas que ya había concluido. La encontraron trabajando en un Jesús Nazareno que el Rey le había comisionado como regalo para el Papa. Parecía que iba a ser una imagen de un inmenso patetismo, ya que aun sin dorar y estofar se vislumbraba un hombre aplastado por el sufrimiento. Entonces advirtieron el grupo escultórico que acababa de terminar y quedaron anonadados. La muerte de santa María Magdalena, se llamaba.[117]

La Magdalena yacía con la boca entreabierta, apenas había exhalado el último suspiro. Los ojos fijos miran a la eternidad, mientras dos ángeles reciben amorosos su ánima. Están a punto de elevar sus alas al cielo y llevarse el alma de la pecadora. De nuevo la quietud en movimiento del San Miguel. De nuevo la pasión contenida para expresar dos momentos cruciales: la vida y la muerte.

Aún sin resuello debido a la impresión, pudo De Ory articular:

—Es indescriptible. El realismo es tal que me parece estar ante la misma muerte.

—Roldana, has creado tu gran obra —dijo Ontañón—. Además de fuerza expresiva, tiene una poderosa composición, ostenta un marcado realismo y exhibe una admirable armonía cromática. Es tu espléndida madurez.

—Harta razón habéis —intervino De Ory—. Los colores empleados son extraordinarios, elegantes… Esos ocres, verdes y sienas con ligeros tonos de carmesí… forman una unidad renovadora más discreta, que hace derivar toda la fuerza hacia la terrible temática. No creo que podáis superarla.

—Es vuestra mejor obra —añadió Villafranca entrando en el estudio—. Esos ángeles… son mujeres, ¿verdad? Qué innovador, ¡incluso osado, diría yo! Estoy de acuerdo con vuestros incondicionales. Será difícil que la superéis.

—Ya veremos —respondió la Roldana con aire de fatiga—. Si Dios me da vida, lo he de intentar.

Consejo del reino

El año había sido intenso en acontecimientos, y la luz no se había hecho en los asuntos del reino. Convocó el cardenal Portocarrero un consejo para tratar aquellas tribulaciones que amenazaban la paz, y a él acudieron el duque de Medina Sidonia; los marqueses de Villafranca, Fresno y Mancera; y los condes de Frigiliana, San Esteban, Fuensalida y Montijo. Todos ellos estaban a favor de la solución francesa, salvo uno de ellos, el conde de Frigiliana.

Corría el mes de diciembre y los acontecimientos de abril habían acarreado graves consecuencias. Oropesa había renunciado a su cargo, y ese hombre tan capaz fue desterrado a la Puebla de Montalbán, para infortunio del país. La impopularidad del bando austracista era tal, que el propio embajador del Imperio, el conde de Harrach, había influido para que se expulsase de España a la condesa de Berlips, queriendo atajar la gangrena que afectaba a la popularidad del Imperio. El daño que había hecho a la monarquía austríaca dicha dama era innegable, y el patrimonio que aquí había reunido también lo era.

Marchó de Madrid acompañada de su hija y su sobrina, con una caravana «imperial»: cuatro carrozas, treinta caballerías y escolta militar. Desaparecía hacia un exilio dorado, su señorío de Mylendock, concedido de reciente. Siguiendo la máxima de Maquiavelo «Ten a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca», el Emperador decidió llamar a la intrigante, ya que a su libre albedrío podía hacer más daño todavía. Dejaba tras de sí la semilla del mal: corrupción, avaricia y egolatría, y el terreno preparado para los graves acontecimientos que tendrían lugar en el futuro: una guerra civil; de todas las terribles guerras, la más terrorífica y atroz.