EL DESENCANTO
(1696-1698)
Comenzaron a llegar a Madrid toda clase de personajes de la más variopinta condición. Agentes de un bando o del otro, embajadores astutos y observadores; aventureros en busca de fácil ganancia; nigromantes que proclamaban sus poderes en hechizos y otras diabluras; alquimistas empeñados en convertir el metal en oro y la enfermedad en bienestar. Entre estos últimos, Roque García de la Torre ofreció sus servicios al Rey. Recibido en audiencia, se comprometió a producir un elixir que sería «la panacea universal» y que curaría todos los males. Vivió regiamente durante un largo periodo, y cuando se le exigieron resultados, obviamente, no los pudo presentar. Hubo de escapar como alma que lleva el diablo.
A tal extremo había llegado la confusión: se escuchaba y premiaba a los farsantes, y a los honrados trabajadores se les privaba de aquello que habían ganado con su esfuerzo. Unos acudían con el interés de su señor en mente o una misión que cumplir; los más, por ver de buscar alivio a su necesidad o conseguir la esquiva fama.
En medio de estas tribulaciones, hizo su aparición otro grave problema. La salud de Carlos II se deterioró de tal manera, que creyeron llegada su última hora. Tras su estancia en Aranjuez, unas fiebres tercianas palúdicas producidas por la descomposición de agua estancada habían postrado al Rey. Ni tan siquiera apetecía del chocolate, al que era tan aficionado.
La reina madre, Mariana de Austria, también estaba enferma. De zaratán[102], dolencia de la que acabaría muriendo.
Pudo, sin embargo, influir por última vez en su hijo, aconsejándole que eligiera como candidato a José Fernando de Baviera, por ser éste, a su entender, quien menos resquemores producía, además de tener en justicia el derecho sucesorio. Baviera no era una gran potencia, con lo que el equilibrio del dominio europeo permanecía intacto. Se enfrentaba así la reina madre a su nuera, que patrocinaba a su sobrino, el archiduque Carlos.
A inicios de noviembre, el embajador de Imperio, el viejo conde de Harrach, mandaba un despacho al Emperador en el que le confirmaba la elección del príncipe de Baviera como único heredero.
Se afanaba la Roldana en su trabajo, y ese empeño se reflejaba en una escultura cada vez más poderosa. En este trabajo estaba cuando fue anunciada la visita del almirante de Castilla. Entró Melgar acompañado por el embajador de Venecia.
—Enhorabuena, Roldana, no os dais descanso. Os traigo al embajador Venier. —Y dirigiéndose a él continuó—: ¿No os dije, excelencia, que os mostraría la singular labor de esta artista sevillana? Observad el movimiento, la fuerza, que une a la finura y calidad en sus obras…
—Cierto, cierto. Serían muy admiradas en la Serenísima. Conozco que en esta corte sois muy apreciada. He sabido de la visita que os hizo la condesa de Berlips.
—Gran acierto —intervino Melgar—. La condesa goza de la confianza de la Reina.
—Señor Almirante de Castilla —apuntó el veneciano—, vos bien podríais acrecentar la gloria de esta escultora. Sois caballero poderoso.
—Señor embajador, mi poder es limitado. No creáis los rumores de palacio. Muchos hablan de mis reuniones con su majestad para solventar graves asuntos, pero rumores son. —Y ante el gesto de incredulidad del legado continuó—: Mas deseo ayudaros, escultora. He conocido la imagen que realizasteis para la iglesia de San Pedro, en Arcos de la Frontera, la Divina pastora con Niño Quitapenas. Es la representación de la ternura. Quisiera una talla semejante para obsequiar a una dama.
En ese momento Venier pidió le excusaran, pues tenía que atender asuntos urgentes.
Una vez que el embajador hubo partido, la expresión del almirante se hizo seria.
—Roldana —empezó despacio—, bien sé de vuestro talento y de la estima en que os tienen personas de mi conocimiento. Estad atenta. Es éste un lugar en el que se paga la fama con un alto precio.
—Excelencia, no busco la fama. Sólo deseo tranquilidad para trabajar en paz.
—Yo anhelo eso mismo —afirmó Melgar ante la sorpresa de Luisa—. Sin embargo, me cerca la insidia. Esta, con su arma letal, la calumnia, mata sin dejar rastro. Los libelos que corren por Madrid aseguran que no tengo méritos propios, que todo lo debo a mi cuna. Pero yo seguiré en pos del bien de mi país. —Y como meditando, añadió—: No quiero afligiros. La fama trae la envidia, y la envidia, enemigos. Si éstos os atacaran, contad conmigo.
Mientras tanto, el embajador de Venecia, en el silencio de su despacho, se apresuraba a escribir al dux: «El almirante, aparentando siempre no querer disponer de nada, todo lo determina como si fuera primer ministro…»
No habían convencido al sagaz veneciano las modestas razones del almirante de Castilla. Sabía que eran una maniobra de diversión.
Carmen y Luisa iban llenas de ilusión hacia palacio a fin de entregar unas obras y recibir el ansiado pago cuando los alguaciles las hicieron detenerse para dar paso a una carroza engalanada con esmero. Uno de los enterados que hay en toda ciudad les dijo que se trataba del nuevo embajador imperial.
—No es así —aclaró otro—. Es el hijo del embajador. Precede al padre, para preparar su llegada.
—¡Ah! —exclamó el primero—. O sea ¿qué vuelve el padre, el conde de Harrach, que ya estuvo enredando por aquí?
—Que sí. Ese mismo.
Se apresuraron las dos mujeres para entrar detrás de la carroza, pues en aquellos años era mejor no entretenerse en conversaciones callejeras, que nunca se sabía cómo podían acabar. Además, deseaba la Roldana demostrar su destreza al conde de Melgar.
Mariana de Neoburgo recibió al joven diplomático en el Cuarto Chico, lugar a salvo de indiscreciones.
—Grande es mi contento al recibiros, y apremiante la urgencia en las disposiciones que se han de tomar.
—Al servicio de la majestad vuestra me inclino. Mi padre no se demorará, pues está avisado de la premura que las futuras acciones han menester.
—Es necesaria la presencia del archiduque en Madrid.
—Un despacho saldrá de inmediato con uno de nuestros mejores correos, con vuestras órdenes.
—Sosegaos, conde, no es agobio sino oportunidad lo que origina mi cuidado. El Rey mi señor me repite con frecuencia que sus ministros se han aprovechado de su extrema debilidad para precipitar la elección de Baviera. La serena reflexión, añade, habría conducido a otra providencia. Es el momento idóneo para cambiar una decisión que no le satisface. Hemos de actuar con diligencia, pero, sobre todo, con habilidad.
Mientras se desarrollaba esta entrevista a salvo de «ojos y orejas», Luisa entregaba la talla de la Virgen al almirante.
—¡Sorprendente, señora escultora! Cada imagen por vos creada tiene una expresión diversa.
La Roldana miraba a Carmen, que parecía orgullosa de su prima.
—Excelencia —comenzó Luisa—, quisiera agradecer vuestras bondades para conmigo.
No pudo continuar porque un paje anunció al conde de Adanero, presidente del Consejo de Hacienda, que, por su ademán preocupado, tenía necesidad de hablar con el almirante.
—Dejadnos, escultora. Estoy satisfecho con vuestro trabajo. Ordenaré que se os dé, de inmediato, el precio de vuestra excelente labor. ¡Lástima no poder dedicar más tiempo a las artes!
Salieron las dos tras una reverencia, pero alcanzó Luisa a oír que Adanero decía a Melgar:
—¡Feliz vos que habéis cómo pagar lo que debéis! No puedo encontrar dinero para la subsistencia de su majestad, pues todos los ramos de la hacienda están endeudados por muchos años.
Luisa, atenta a los sucesos que se desarrollaban en su entorno y dominaban su vida, se veía forzada a usar de extremo tacto para complacer a las damas de palacio, agradecer a sus bienhechores su interés y buscar las ayudas económicas que tanto necesitaba. A veces, se le antojaba un camino demasiado árido, ya que ella sólo pedía la retribución de su trabajo, no regalos ni limosnas. Su sentido de la justicia sufría al tener que reclamar la asignación que consideraba merecida.
Una de las señoras que estaba de visita en su taller, al verla tan abatida, le preguntó solícita:
—¿Qué os sucede, Roldana? ¿No os satisface vuestra honrosa posición en la corte? Mujer alguna pudo alcanzar antes ese honor.
—Reconocida estoy, excelencia, por las mercedes que su majestad derramó sobre mí, mas el honor no da de comer, ni viste ni calza a mis hijos.
—¿Queréis decirme que no recibís vuestros gajes?
—Me hallo en mil trabajos para obtener mi retribución.
—¡Malos son los tiempos, Roldana…! Si vierais la realidad de tantos personajes de la corte… Vivimos queriendo intentar mucha gala sin poseer hacienda. Pero he de mover Roma con Santiago para proveeros auxilio.
Volvió a su casa un poco más animada, pero poco le duró el contento. Al llegar halló la despensa vacía y un marido que protestaba por la necesidad en la que se encontraban.
—¡Mira en qué estado nos hallamos por causa de tu ambición! Ni para comer tenemos. Y tú, atenta sólo a tu fama.
Las recriminaciones eran las mismas de siempre. Hubiera podido responder que él fue el primero en decidir el traslado a Madrid, cuando tan bien marchaba todo en Cádiz, pero sabía que era inútil, que razonar con él cuando pasaba por ese estado de ánimo era estéril. Los altibajos de su carácter hacían la vida muy difícil; a la exaltación por motivos nimios sucedían tragedias por pretextos más pequeños aún. Paseó su mirada por la triste habitación. Contempló las raídas ropas de sus hijos y las suyas propias. Se acordó de su soleada Sevilla, de la casa paterna, de la vida alegre y desahogada de su hogar, y sintió una profunda oleada de desánimo.
De manera súbita, de su ser más recóndito surgió una llamarada de fuerza. No. No se había equivocado al recorrer ese camino. Su única posibilidad era seguir, continuar luchando. La necesitaban y ella no les fallaría. A pesar de la ruina, a pesar del desamor, a pesar de no contar con el respaldo de su marido. El recuerdo de su padre la impulsaba a no dejarse vencer.
En esta corte de los milagros en que se había convertido Madrid, se acumulaban las malas noticias. Entre éstas, Wiser, resentido, había enviado una carta al elector palatino, que, una vez conocida, produciría un enorme escándalo:
… Uno de los negocios más lucrativos del contrabando en América consiste en burlar la prohibición del comercio marítimo y directo con Buenos Aires, de modo que si le procurase la Reina patente legal para poder establecerlo lícita y regularmente con dos navíos de su propiedad, esa mina que explotaban contra ley bucaneros y contrabandistas enriquecería muy pronto, ya que no al legítimo dueño, a Su Alteza Electoral.
Hasta el hermano de la Reina miraba sólo por su interés. Harrach sabría cómo actuar en circunstancias tan enrevesadas.
Mariana de Neoburgo, consciente de la terrible situación, decidió llamar al antiguo primer ministro, el conde de Oropesa. Su experiencia y su clara visión podrían dar frutos de nuevo desde el puesto de presidente del Consejo de Castilla, cargo que ya había ocupado años atrás con su habitual brillantez. Pero la decadencia se mostraba imparable. La penuria de la Real Hacienda parecía incurable.
La corte era un hervidero de rumores, noticias encontradas y un avispero para quien no se moviera con máxima cautela. Otro caballero, el joven duque de Medinaceli, que desde la muerte de su padre había trabajado con seriedad para su país, había sido nombrado virrey de Napóles. Necesitaban allí a una persona moderada, con conocimiento de aquellos reinos, donde se barruntaban conflictos de competencia con el Papado. No podían añadir un problema más a los ya existentes, que no haría sino complicar el rompecabezas en el que se había convertido el tablero político. A quien disgustó esta disposición fue a la Roldana, que veía alejarse de nuevo de la corte a uno de sus valedores.
En esa confusión, tanto monetaria como de lucha titánica por el poder, Luisa había comprendido tiempo atrás que su actitud debía regirse por la prudencia más absoluta. Una equivocación, un error de cálculo, y el esfuerzo de tantos años se habría diluido en la nada. La larga marcha hacia una meta difícil había requerido demasiados sacrificios como para permitirse la más mínima distracción. Debía, por tanto, acometer con ingenio todas sus actuaciones, incluso las más nimias, empezando por la cuestión del envío de sus obras a la Berlips. Decidió recordar a Ontañón que le había brindado su consejo, y entre éste y De Ory ingeniaron la siguiente estratagema:
—Querida Roldana —sentenció Ontañón—, la única manera de salvar vuestras obras de las garras de la Perdiz será pedir al marqués de Villafranca que aconseje al Rey la permanencia de dichas obras en estos reinos.
—Idea excelente, sí, señor —apoyó De Ory—. Hemos de redactar una lista precisa de las esculturas…
—¡Eso es! —interrumpió Ontañón—. Y serán ésas, y sólo ésas, las que encomendará Villafranca como imprescindibles para las Reales Colecciones. ¡Manos a la obra, Roldana!
Realizaron la lista entre risas y chascarrillos, divertidos ante la idea de engañar a la codiciosa condesa.
—He de aclararles a vuestras excelencias que de los que ella definió como belenes, dos no son tales. ¿Cómo sugerís que haga la relación?
—Según su verdadero nombre, como la artista lo concibió —sentenció el ayuda de cámara.
Comenzó entonces la escultora:
—Virgen dando el pecho al Niño, Descanso en la huida a Egipto, Aparición de la Virgen a san Diego de Alcalá, Natividad, Arcángel san Miguel y Ángel de la guarda.[103]
Las citadas obras permanecerían en España.
Mientras tanto, en el castillo de Braciano, a poca distancia de Roma, una mujer de cincuenta y seis años hacía recuento de su vida. Viuda por segunda vez; acribillada por las deudas de nuevo, los acreedores acosándole como perros de presa, se preguntaba si habría alguna probabilidad de salir airosa de ese conflicto. Su existencia había sido una sucesión de adversidades crematísticas. Nacida dentro del círculo de la alta nobleza, para la que el fasto era una obligación, se había encontrado siempre falta de recursos económicos. No así de ingenio, pues era éste el que le había hecho vadear con soltura los traicioneros torrentes de la corte francesa. Nadie más experta que ella en acomodar viejos vestidos; ninguna otra mujer tenía mayor talento para conducir una alegre y despreocupada conversación mientras ocultaba una mente asediada por mil problemas.
Su experiencia en la corte de París, casada con el príncipe de Chalais; su segundo matrimonio, con Flavio Orsini, duque de Braciano y príncipe Orsini, que la conduciría a residir en Roma, así como sus numerosos viajes, le habían enseñado a sobrevivir en un mundo feroz y competitivo, donde la más nimia debilidad era aprovechada por un rival o una adversaria.
Pero ahora, a su edad, se encontraba fatigada, desolada y sin apoyos. La última solución era vender su castillo de Braciano, medieval, sólido, altivo, como la casa a la que daba cobijo, la antigua y casi mitológica estirpe de los Orsini.
¿Cómo conseguiría salvar este grave revés? ¿Qué podía ella hacer?
«¿Será que mi vida toca a su fin?», se preguntaba desconsolada.
Pero como la realidad supera a veces la ficción, la princesa Orsini tuvo un encuentro en Roma que marcaría su vida y la catapultaría a la escena internacional. Los ojos de Europa, y si se lo permitían, también sus afiladas garras, estaban clavados en una dinastía que se apagaba de manera inexorable.
Durante una recepción en el Palacio de España, sede de la embajada ante la Santa Sede, fue presentada por el embajador, el conde de Altamira, al cardenal Portocarrero.
A su eminencia lo sedujo la ágil conversación de Ana María de la Tremouille, duquesa de Braciano y princesa Orsini. El cardenal, hombre de notable empaque mas de ojos tranquilos en un rostro redondo, se mostró complacido por la perspicacia y dulce continencia, que él tomó por innata, de la princesa. A ésta le hizo renacer la esperanza la debilidad de su eminencia por la edulcorada adulación.
Ella se vería forzada a vender su amado castillo y retornar a Francia. Mas Portocarrero había quedado prendado de la rápida inteligencia de la princesa Orsini, su conocimiento de las intrigas cortesanas y su pericia para sortearlas. No la olvidó. En la categoría de las luchadoras, otra mujer se esforzaba por salir adelante, por ser reconocida, por sobrevivir. La Roldana y ella se encontrarían en un futuro no muy lejano.
La Roldana sentía una enorme opresión en el pecho. Llegó a pensar que estaba invadida por una mala enfermedad, pero lo cierto es que las carencias económicas la preocupaban de tal manera, que le interrumpían el sueño, no descansaba bien, y como al día siguiente había de trabajar fatigada, entraba en una espiral que la conducía a un gran malestar. Los prometidos salarios no llegaban y la familia contaba sólo con ella para su sustento. La Hacienda Real pasaba por una profunda crisis, pero ella tenía que pagar a sus proveedores cada fin de mes. Así fue como pidió ayuda a Villafranca, quien, desolado, tuvo que contestar:
—No sois persona necia ni desposeída de ingenio. Se os alcanza el desgraciado estado en que se halla nuestra hacienda. Es harto difícil para el Rey cumplir con sus compromisos de gajes y prebendas, que tan gustoso os otorgara.
—Excelencia, sé de vuestro favor, que nunca me ha faltado. No os importunaría si mis circunstancias no fueran en verdad extremas.
—Advierta vuestra merced que he de hacer todo lo que en mi mano esté para socorreros —aseguró él—. Mas vos misma habéis de empeñaros. Recordadle vuestros afanes, escribid una nueva carta.
Y partió hacia sus muchas ocupaciones.
Resolvió Luisa enviar su petición, que mostró a Ontañón para que confirmara que no tenía ningún defecto. Encabezada con las más protocolarias muestras de respeto venía a decir:
Ha más de seis años que he tenido la dicha de estar a sus reales pies, haciendo y ejecutando diferentes imágenes del agrado y devoción de Vuestra Majestad, y en consideración de que esta pobre y con mucha necesidad suplica a Vuestra Majestad se tenga por servida mandar le den vestuario o ayuda de costa, o lo que fuere de su mayor agrado.[104]
Atrás quedaban los sueños de gloria y bonanza. Sabía que el momento era extremadamente delicado; oía conversaciones en la corte que le daban idea de la coyuntura adversa por la que atravesaba el país. No se le escondía la preocupación de gentes responsables que, perteneciendo a un partido o al contrario, deseaban el bien de su patria. Así lo hizo ver a su buen amigo el ayuda de cámara, que la socorría en todo. Carmen, preocupada al ver deteriorarse la salud de su prima, se atrevió a darle un consejo que ella creyó atinado:
—Luisa de mi alma, ¿no se te ha pasado por la mente tornar a Sevilla, a la seguridad de tu familia, al bendito taller de tu padre?
La expresión de la Roldana le heló la sangre en las venas, sabiendo lo que se le venía encima:
—¿Cómo tú, que dices quererme, puedes sugerirme tal desatino? ¿Quieres empujarme a que vuelva vencida, y que tire por la borda todo el esfuerzo, todos los sacrificios de estos años?
—Luisa, sé que eres señora decidida y valiente, y que has llegado adonde mujer alguna llegó jamás. Eso nadie podrá ya quitártelo, pero tus sufrimientos y preocupaciones están minando tu salud. Has de pensar en ti.
—No, Carmen, no. Mis padres ven mi triunfo, no mis pesares, y deseo que así permanezca.
—Mira, Luisilla, que tu orgullo no te juegue una mala pasada. Mejor será que ellos comprendan que no todo lo que te rodea es tan bonito, que no nadas en la abundancia…
No la dejó terminar:
—Si me quieres, no digas esto nunca más. Llegará el día en que mis penalidades y carencias vean su fin, y lo que he tenido que soportar se desvanecerá como una mala pesadilla.
—Pero, Luisa, es demasiado peso para ti sola, vas a enfermar…
De nuevo interrumpió a su prima:
—Soy la primera mujer que ha visto recompensado su mérito como escultora. Alguien tenía que dar el primer paso, y eso tiene un precio. Aquí me quedo.
En repetidas ocasiones hubo de sacar fuerzas de flaqueza, y esa tensa angustia llevó a la Roldana a crear una de sus obras más significativas: la Dolorosa de Sisante.
Como sucediera con el San Miguel de El Escorial, Luisa utilizó su trabajo para enfrentarse a sus males y, mediante su expresión en madera o barro, realizar su personal catarsis. Es así en la Dolorosa. Una madre hundida por el dolor, el rostro pálido, la carnación exangüe, llora con negras lágrimas la pérdida de su hijo. Esta vez la angustia de la supervivencia está representada por una mujer quieta, entregada a su pena, casi rendida, sin fuerzas ya para luchar.
Al mismo tiempo, la reina de los cielos está vestida con máxima dignidad: finos encajes blancos rodean el exquisito rostro, las mangas largas y toda la túnica. Un manto de severo pero elegante terciopelo negro cubre de tristeza la bella imagen.[105]
Estaba la Roldana ultimando los detalles de esta Virgen cuando entró su marido con la expresión demudada y la tez cenicienta. El también cargaba con el peso de las sumas estrecheces que padecía la familia. Su orgullo de hombre, al no poder aliviar con las ganancias de su trabajo la necesidad de los suyos, se rebelaba, pero en vez de intentar conciliar con Luisa una más fértil estrategia, la atacaba con rabia.
—¿Cómo pretendes que te den buenos doblones cuando sólo pergeñas tristezas como ésas? La gente quiere alegría, visiones amables que le hagan desmemoriarse de los muchos pesares que sufre. ¡Y así haciendo nos hundes a todos!
—Luis, yo realizo lo que me piden. Y soy muy consciente de las penurias que sufrimos.
No quería regañar. Estaba cansada. Hubiera deseado olvidar. No recordar. La nada. El vacío. El silencio.
Pero no era posible. Había de levantarse de nuevo, comenzar la pelea una vez más.
—Está bien. Escribiré a la Reina, le rogaré y le contaré mi desesperación. Quizá se apiade.
Sin mucha esperanza redactó otra carta, en la que narraba su angustia:
Por estar pobre y tener dos hijos lo paso con gran estrechez, pues muchos días nos falta para lo preciso del sustento de cada día, y por esto más preciada a pedir a Vuestra Majestad, se tenga por servida mandar nos den una ración de especies para que tenga nuestra necesidad algún alivio.[106]
Tuvo que ser enojoso para esta artista tenaz describir la miseria que atenazaba a su familia.
Era este embajador, el marqués D’Harcourt, hombre de aspecto amable, rostro ovalado, nariz aguileña y grandes ojos que mantenía semicerrados, lo cual le daba un aire ensimismado que él aprovechaba para no perder ripio de todo lo que a su alrededor sucedía. El porte digno a la vez que afable le granjeó muchas simpatías en la corte. Su innato y desarrollado poder de análisis generaba un buen número de despachos que sería de suma utilidad en Versalles.
En marzo, describía así el estado de Carlos II:
«Es tan extrema su debilidad, que no puede permanecer más de una o dos horas fuera de la cama; la hinchazón no desaparece; tiene tanto miedo a la muerte que ha llegado a debilitarle el entendimiento…»[107]
La buena disposición del francés y la altanería del imperial contribuyeron a cambiar las simpatías de los españoles. La propia condesa de Berlips escribía al hermano de la Reina, el elector palatino:
«La gente ya no aborrece a los franceses como antaño, porque las innumerables personas que viven del Tesoro creen tenerlas más seguras si son ellos los que prevalecen. Así se da el caso de que la embajadora de Francia pasa en Madrid por ser un oráculo y se la festeja y acompaña, mientras no se hace ningún caso de la alemana.»[108]
D’Harcourt, instigado por la experiencia de Luis XIV, cultivaba tanto la amistad del almirante como la de Portocarrero. En una entrevista con su eminencia, éste lo recibió así:
—Bienvenido, excelencia. Sé de vuestro afán en las relaciones con estos reinos.
—Es mi privilegio, eminencia, ser testigo de tiempos de máximo interés que se han de vivir en estos lares.
—Sugestivos, sí —repuso el cardenal—, pero no exentos de peligro, pues es mucho lo que está en juego: poder, influencia y posesión de uno de los más grandes imperios que el mundo vio.
—Señor cardenal, ¡la vida daría por esta noble causa!
—Señor embajador, vos sabéis que, en estas disyuntivas, la mejor arma es la habilidad. Lo que ha de primar nuestro cuidado es el ascendiente de la Reina sobre el monarca.
Así era. Mariana de Neoburgo adquiría cada vez más influencia sobre las opiniones del Rey, quien, por sus problemas físicos y su decadente salud, no acostumbraba ser firme en sus ideas. Además, convertida la Perdiz en la mano derecha de la Reina, auxiliaba a ésta con su enorme fantasía en sus imaginarios embarazos.
Carlos II, obsesionado con la sucesión, deseaba ardientemente creer lo que en el fondo debía de saber era imposible. El pueblo de Madrid, con su pronto ingenio, inventó unas coplas que se cantaban sin rebozo:
La Perdiz, poderosa más que el monarca, cuando quiere, a la Reina la hace preñada. |
Quería Luisa pensar que sus continuadas súplicas serían alguna vez oídas, y se encaminó al Alcázar a entregar su petición al camarero mayor. Villafranca la atendió con su afecto habitual, pero las noticias, una vez más, eran malas.
—Habréis de tener paciencia —inició el marqués—. Las nuevas dañosas nos abruman. Hemos tenido noticia de un Tratado de Partición mediante el cual las potencias se repartirían España. Además de un ultraje, supone un serio peligro de guerra.
—¡Dios nos libre del mal! ¡Son ya tantos nuestros pesares!
—Sí, escultora, así es. Seguid trabajando. Ahora la preocupación es grande como para tratar otro asunto. Pero no olvido vuestra tribulación. Tened paciencia. Todo se andará.
La Reina, cuando recibió la carta, se sintió conmovida por el extremo pesar de la Roldana. Indagó, se informó y, comprendiendo la suma necesidad de su escultora de cámara, ordenó que se le entregaran doce doblones. Mas los pagos de fornituras y deudas varias a los que había de hacer frente Luisa acabaron pronto con la dádiva de Mariana. Como siempre, el marido atacó en vez de solucionar.
—Y ahora ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo hemos de remediar nuestro sustento?
—Ayúdame a encontrar una solución. Algo se nos ha de alcanzar.
—¿Alcanzar? ¿Alcanzar, dices? Ya lo decía yo. Quedémonos en nuestra buena Sevilla. ¡Pero no! La señora pintiparada quería conocer mundo, osar aquello que ninguna mujer cabal pensó jamás. —Y siguió Luis, con rabia incontenible—: ¡La miseria! ¡Eso es lo que has vertido sobre tu familia, sobre tus hijos!
—¡Por el amor de la santísima Virgen! ¡No laceres más mi corazón! Nada en el mundo me duele más que ver carecer a mis hijos del sustento. ¡Con lo que yo los quiero!
—¿Querer? Esa sí que es buena. ¡A nadie quieres tú! Ni a mí ni a tus hijos ni a nadie. ¡Sólo te vale tu fama y el amor de tu persona!
Clavó Luisa sus uñas en las palmas de las manos. No quería entrar en discusiones estériles que nada le aportaban. Decidió abandonar el taller y correr a los brazos de sus hijos, hacia un poco de cariño, hacia un poco de ternura. Ya pensaría qué hacer, ya se le ocurriría algo. Mientras tanto, necesitaba unas migajas de paz.
Pasaron los días y esperó a que él se dignara hablarle para intentar transmitirle con calma aquello que ella había discurrido. Por fortuna parecía esa mañana gozar él de buen talante.
—Muy de mañana saliste a trabajar —dijo Luis complaciente.
Vio ella enseguida la oportunidad que había estado esperando.
—Yo he llegado ya a mi límite. El ingenio que yo poseo no me ha de llevar más lejos. Es hora de que hagas valer la industria que te adorna.
—Sí, sí. Así ha de ser —respondió él ya envanecido.
—Es tiempo de que seas tú quien requiera un cargo honroso que sea la solución de nuestros pesares.
Ya se veía él importante, sin necesidad de secundar a su mujer contribuyendo en el taller como dorador y estofador.
—¿Y de qué cargo te han hablado para mi persona?
Nadie le había hablado a la Roldana de puesto alguno, pero pensó que por un lado él calmaría su orgullo herido al trabajar lejos de ella, y por otro la escultora encontraría cierta paz en el taller con la sola compañía de su querida Carmen.
—Redactemos una sensible misiva que llegue a los atentos oídos del Rey.
Comenzaron a escribir, y tras varios intentos y diversas correcciones, la carta quedó así:
A Vuestra Majestad solicito el puesto de ayuda de furiela, pues dejamos nuestra tierra hace más de diez años, con el solo fin de emplear nuestra habilidad al servicio de Vuestra Majestad. Asilo hemos hecho todo el tiempo referido, ejecutando mi esposa, Luisa Roldán, las estatuas que Vuestra Majestad sabe, y deseoso de ejecutar otras que sean del agrado de la Majestad Vuestra, suplico me honre con la plaza de ayuda de furiela. De Vuestra Majestad leales súbditos…[109]
Mostró la Roldana la petición al marqués de Villafranca, que, a pesar de comprender su necesidad, no le dio muchas esperanzas. Había sido entregada el 25 de junio. La respuesta llegó el 1 de septiembre: «No hay ninguna plaza vacante».
Luisa leyó horrorizada la petición denegada. Sería otra vez su culpa. No tuvo mucho tiempo para arrepentirse de su error. Un torbellino de sucesos vino a conmocionar la vida de la Villa y Corte.