LAS INTRIGAS
(1693-1695)
Del virreinato de Nápoles llegó a Madrid Luca Giordano, españolizado su nombre a Lucas Jordán, para dejar constancia de su saber artístico. Todas las cortes europeas se deshacían en elogios del cuadro por él pintado para la Academia de Venecia, la Crucifixión de san Pedro. Los sucesivos virreyes de Nápoles habían mandado a Carlos II obras de Jordán, que al rey entusiasmaron por su vitalidad y riqueza de colorido.
Claudio Coello, señor absoluto del arte en el Alcázar, recibió la noticia con desagrado. Y ahora este vivaz napolitano estaba en palacio para retratar a la Reina. Jordán, amante de la hermosura, como lo son las gentes de su tierra, tenía que acudir a los aposentos de su majestad para comenzar los bocetos de dicha tarea. Porque tarea consideraba Lucas aquel cuadro. Una linda dama le rogó aguardara breves instantes, ya que la Reina era conocedora de su visita.
Apareció Mariana de Neoburgo acompañada de la omnipresente condesa de Berlips. El artista se apresuró a hacer mentalmente la evaluación de su modelo. Alta, fuerte y desgarbada, su rostro era poco agraciado, ancha la frente, ojos de triste expresión inclinados hacia abajo; la nariz huidiza; la boca como crispada y mentón pronunciado. Sólo los claros cabellos, recogidos en dos gruesos tirabuzones, y la blanca piel permitían cierto optimismo. Contaba también Mariana con un porte real y una manera de hablar controlada que denotaba disciplina y exquisita educación, a la par que pronunciado orgullo. Se propuso, sin embargo, poner de relieve piel y cabellos y disimular lo restante. Las suntuosas joyas y los vestidos de ceremonia harían el milagro necesario.[93]
Estuvo trabajando afanoso, insertando la figura en un decorado que resaltara la magnificencia de una reina. Recurrió a un hermoso caballo blanco, símbolo de la realeza, para que con su airosa estampa y sus gualdrapas doradas contribuyera a resaltar el escenario que él imaginaba. Entre los numerosos vestidos, aconsejó uno de terciopelo rojo cuyo vibrante escarlata «pondría en valor la incomparable piel nacarada de su majestad».
Mucho fue el esfuerzo, pero el resultado era magnífico: una señora de la realeza cabalgaba serena, a mujeriegas[94], mas decidida por los caminos de la historia sobre espléndido equino; los sedosos ropajes se deslizaban por la blanca grupa; los cálidos oros que bordeaban el escote ensalzaban el esbelto cuello. Se diría el retrato de una agraciada mujer de alta alcurnia. Sólo se permitió una sutil ironía el astuto italiano: Mariana empuñaba las riendas demasiado alto, con evidente ostentación de mando y poderío. Pero su majestad aceptó complacida el cuadro. Había sido realizado en breve tiempo. Hacía honor Jordán al apodo que le habían puesto en Nápoles, Il Fa Presto, el Rápido[95].
Luisa, tras su nombramiento, comenzaba a pensar que su destino iba a cumplirse, que todas sus renuncias y sacrificios habrían valido la pena. Carmen rebosaba felicidad. Su reciente unión con Bernabé colmaba su necesidad de afecto, ya que él sólo veía por y para ella. No se le podía considerar un hombre, gallardo. Su tez olivácea, sus ojos pequeños y oscuros, un bigote que él no se preocupaba por mantener enhiesto…, nada en él recordaba al galán que ella soñara.
Pero su temperamento tranquilo y su disposición generosa hacia Carmen y hacia todo aquel que con ella se relacionara fueron conformando una vida serena y dichosa que él se preocupaba de mantener así. Una tarde las dos primas se tomaron un descanso y fueron a pasear por los jardines del Alcázar. Allí se sentaron al borde de un estanque donde varios tipos de aves acuáticas disfrutaban el frescor de las aguas. Convivían allí en tranquila armonía patos, ocas y gansos.
Dos gansos, un macho y una hembra, se deslizaban con placidez por las claras ondas. Otro, joven, merodeaba alrededor de la pacífica pareja, hasta que se acercó demasiado, y entonces se armó la marimorena. El macho ultrajado, en un revuelo de alas y graznidos, avisó al ardiente galán de lo improcedente de su actitud. Pero el joven ganso insistía, tras lo cual, el defensor de su compañera atacó con saña. Se abalanzó sobre el intruso, atacándolo con picotazos crueles y gritos estridentes que la hembra acompañaba con sus lamentos de criatura en peligro.
Luisa quedó pensativa, y Carmen, intuyendo sus pensamientos, le dijo con afecto:
—¿Ves, Luisa?, hasta la naturaleza nos enseña cómo reacciona el macho ofendido. Luis Antonio siente tu frialdad y distancia. Si deseas remediar tu maltrecho matrimonio, debes esforzarte en demostrarle interés y cuidado. Inténtalo.
Otras preocupaciones más inminentes iban a cercar la mente de la Roldana. A pesar del honroso nombramiento y de su creciente fama, la situación económica de la familia no mejoraba. Realizaba obras de importancia, y numerosas, mas el pago se demoraba, y muchas de las veces ni siquiera se producía. El Condestable de Castilla, en su afán por ayudar a Luisa, resolvió dirigir una carta al Rey, con la súplica de que le concediera gajes que aliviaran su penuria:
… La Roldana, que es por la gracia de Vuestra Majestad escultora de cámara, aún no ha recibido por ello sueldo alguno por las obras ejecutadas. Apoyo encarecidamente las peticiones de vuestra escultora, a fin de que se le asigne un salario de cinco reales al día, a fin de que pueda lograr el sustento de su familia.[96]
Ante la ausencia de respuesta, Luisa, determinada a conseguir lo que le correspondía por derecho, aconsejada por sus bienhechores y sobre todo impulsada por la necesidad, se decidió en otoño a mandarle una carta al Rey:
Humildemente solicito a la Majestad Vuestra, una habitación en las Casas del Tesoro, que con la plaza de escultora, estoy pobre y sin casa donde vivir con mis hijos. Con eso tendré algún alivio, que es muy grande mi necesidad.[97]
Mal momento había escogido Luisa para pretender estabilidad económica. La corte pasaba por turbulencias de intrigas y conspiraciones para obtener cargos, prebendas y sinecuras que produjeran beneficios en una época en que la nación continuaba en bancarrota. En tales circunstancias, el Consejo decidió anular el pago de un tercio del sueldo de los funcionarios. Así mismo, se ordenó por real decreto que las retribuciones de las mercedes concedidas por el Rey no fueran superiores a cinco reales diarios. Las dificultades que presagiara Ontañón se presentaban antes de lo pensado.
A esta desafortunada situación había que añadir el desgobierno originado por las dos facciones, que, entretenidas en imponer su influencia, no atendían a los urgentes problemas. Y, sin embargo, el desenlace de la cuestión sucesoria marcaría el destino de Europa. Los unos malgastaban su tiempo en contestar a las invectivas de los otros: Francia contra Imperio e Imperio contra Francia, mientras el asunto sucesorio seguía sin resolver.
Poco a poco, el poder de los agentes austracistas se había visto desplazado por una corriente de simpatía que fluía con fuerza creciente hacia los franceses. Atrás quedaban conflictos y resquemores. La desconfianza que suscitaran los galos por sus ansias de apoderarse de dominios españoles se fue desvaneciendo. Olvidadas quedaron las invasiones de los ejércitos vecinos a Flandes, reinos itálicos y Cataluña; los feroces bombardeos de los puertos de Barcelona y Alicante a cargo de la Marina de Luis XIV. Cruel ataque había orquestado el Rey Sol contra este puerto, pero la ciudad levantina gozó de una defensa tenaz. El valiente Baltasar de Conca y Aliaga opuso obstinada resistencia a los navíos franceses.
Varias habían sido las razones de esta mudanza, siendo una de las más decisorias la antipatía, arrogancia y avaricia del partido imperial. La habilidad de los agentes de Francia era además sustentada por la largueza de los medios económicos puestos a disposición de sus agentes. «Poderoso caballero es don dinero», como dijera el glorioso Quevedo.
Luisa, teniendo dificultades en su diaria subsistencia, determinó no dejarse llevar por intereses ajenos y ocuparse de sus apremiantes problemas. Pero la batalla había de ser cada vez más encarnizada, más dura y difícil de lo que ella podía vislumbrar. Era sólo su inicio. Decidió mantenerse al margen; ser amable con todos y confiar en ninguno, pues la caída de un personaje que le mostrara su apoyo podía significar el fin de sus aspiraciones artísticas y la consabida retribución. Era un enojoso equilibrio el que ella había de sostener. A esta incertidumbre había que añadir la carencia de caudales, que producía nuevos conflictos con su marido, deteriorando aún más una relación que se desintegraba desde hacía demasiado tiempo.
La convivencia en el reducido espacio de su habitación, con sus dos hijos, y la angustia originada por las constantes reclamaciones de sus acreedores llenaban de aflicción a la Roldana. Al no percibir la escultora la retribución de sus trabajos, un agudo sentimiento de injusticia atenazaba sus noches de insomnio. Bien lo decía el saber popular: donde no hay harina, todo es mohína.
Se hallaba Luisa en su taller, reuniendo fuerzas para continuar, cuando llegó Lucas Jordán. Había éste finalizado con éxito el retrato ecuestre de la Reina, y era muy alabado en la corte, ya que había creado también un majestuoso fresco en la bóveda del palacio del Buen Retiro, a mayor gloria de la monarquía.[98]
Aunque le habían presentado a la escultora en anterior ocasión, hasta entonces sus quehaceres no le habían permitido ir a conocer sus famosos belenes, a los que, como buen napolitano, era muy aficionado.
Guardaban aromas de tornaviaje, pues fueron los franciscanos los que trajeron de los reinos itálicos a nuestras tierras dicha tradición. Mucho era el respeto de los buenos frailes por el belén, ya que había sido el mismísimo san Francisco quien, en 1223, creara el primero, viviente además, en la villa de Greccio.
—Os felicito, señor Jordán —dijo ella a modo de bienvenida—. Toda la corte se hace lenguas de vuestra destreza en el cuadro de la Reina. Dicen que es tal vuestro talento, que sois capaz de hacer un retrato con el recuerdo que atesoráis en vuestra mente.
—Las personas de la realeza tienen grandes ocupaciones —contestó él—. Es menester guardar viva la memoria. Bella vita la vostra!, querida escultora —continuó—. No estáis esclavizada por la realidad. Mucho gozáis con la creación de los dulces Niños y las tiernas Madres que salen de vuestras manos prodigiosas.
—¡Ah, señor mío! No tiene problemas quien no los cuenta.
—Aprecio vuestra discreción, y no se me oculta que vuestro camino, siendo mujer, sembrado de dificultades ha de estar.
En ese momento hizo su aparición otro caballero; un señor que bien conocía el sentir de los españoles. Era el señor De Ory. Había terminado ya su misión en la Rusia del Zar. Desde entonces sus viajes por España habían sido frecuentes y su ánimo estaba embargado de una mezcla de admiración y asombro hacia ese pueblo que lo atraía sin remedio, sin él proponérselo, pero sin intención de ignorarlo. Una de sus primeras visitas había sido para la Roldana. Deseaba ver si su coraje y empeño habían dado su fruto, si las penalidades no habían consumido su anhelo.
El amante del arte, De Ory, y el napolitano, artista, comenzaron la estimación de las obras allí presentes.
—Observo, como conocedor de vuestras tallas desde tiempo ha —inició De Ory—, una evolución notable desde aquel estilo que aprendisteis en el taller de vuestro padre.
—¿Tanta es la mudanza? —preguntó ella ansiosa.
—No, Luisa. Vuestra es la expresión tan característica, mas el movimiento acentúa el dinamismo. La energía y el vigor son patentes, el pálpito aflora en cada rostro; los colores son cada vez más elegantes y sutiles o bien vibrantes, según convenga a los temas representados; los pliegues de los mantos, intrincados… Es una explosión de vida. Un canto a lo mejor del universo. Henchido de admiración me habéis.
—Justo es vuestro parecer —intervino Jordán—. A mí me conmueven sus figuras delicadas; sus Niños, que expresan sentimientos tan difíciles de plasmar, más aún si es en la dura madera o el escurridizo barro. ¡Adoro sus belenes! Tan reales, tan cotidianos, ¡tan verídicos!
Ella recibía complacida las alabanzas de personajes de tanto fuste, a la par que se ensimismaba en la ironía de la fama alcanzada y sus penurias económicas. ¿Cómo podían convivir ambas? No tuvo tiempo para elucubrar. Parecía que ese día todo Madrid se había dado cita en su estudio, pues se abrió la puerta de par en par y apareció la condesa de Berlips. Saludó efusiva al pintor y con fría muestra de cortesía a De Ory. Al francés, sin cargo oficial en Madrid, se le suponía agente benevolente de su país.
La Roldana percibió el peligro. Las dos facciones enfrentadas se hallaban ante ella. Estaba resuelta a no tomar partido. No se lo podía permitir; había de mantenerse en el fiel de la balanza y estar a bien con todos; tenía una familia que mantener.
Por otra parte, percibía la decadencia que minaba la dinastía de los Austrias y la fuerza ascendente de Francia. La influencia de la condesa sobre la Reina era notable, y la había aprovechado para hacerse con un patrimonio más que considerable que había colocado a buen recaudo en Viena. La condesa admiró con conocimiento de experta en la materia las imágenes creadas por la Roldana:
—Mucho me complacen vuestras Natividades. Poseen un encanto especial… Son figuras cotidianas, de vida plenas… Su carnación, en rostros y manos, es tan real, tan lograda, que parecen seres vivos.
—Mi agradecimiento, excelencia. Quisiera que mi trabajo fuera siempre guiado por los más altos impulsos.
—Bien se ve que sólo podría realizarlos alguien de sólidas virtudes cristianas —dijo con énfasis la Perdiz. Y continuó sibilina, con falsa dulzura—: Habéis de saber que vuestro mérito podría ser recompensado con largueza en la corte imperial. Cierta estoy de que gustarán vuestras obras.
—Me es grato complaceros. Agradezco de nuevo vuestra generosidad para conmigo.
De repente, la Berlips ordenó con autoridad:
—¡Sea! Así lo haréis. Habéis de enviar a mis aposentos esta dulce Virgen María, más estos tres exquisitos belenes, que tanto lucirán en los palacios austríacos, y dos de esos ángeles que portan la luz de Cristo. ¡Vais a conocer la fama! ¡Os haré rica!
Y salió con aires de gran dama que acaba de hacer su buena obra.
Cuando tuvieron por seguro que no podía oírlos, tanto De Ory como Jordán estallaron al unísono:
—¡No creáis una palabra!
Y el vehemente napolitano continuó:
—Es una depredadora de artistas. Escoge obras de arte por doquier, de calidad, eso sí. Tiene conocimiento. Y va prometiendo fortuna y doblones que lloverán sobre sus elegidos desde la corte imperial, gracias a los desvelos de su bondadoso talante. Pero no hay tal. Sirven para engrosar su ya cumplida colección. ¡Y no veréis jamás un maravedí!
—Mis escasos peculios no me permiten larguezas —se lamentó la escultora—. He de sustentar a mi familia, no puedo dar sin recibir retribución. Vivo de mi trabajo.
Ahí intervino el señor De Ory:
—Hablad más quedo, señor Jordán. Es cierto que alardea de poderío, pero éste es real. No conviene tornarla en enemiga. No os enfrentéis, Roldana.
—¿Qué puedo yo hacer? —inquirió atribulada Luisa—. No tengo condición para tan potente adversario.
—Utilizad la astucia. Es arma en la que las damas son excelsas.
—Buen consejo es —dijo Jordán—. Sí. Cavilemos para dar a luz un buen enredo digno de la Commedia dell’arte[99].
—Antes de crear la intriga —apuntó De Ory— he de deciros que podéis quedar descansados, la influencia de estos alemanes inicia su fin.
—Señor De Ory, ¡os lo ruego! Mucho me habéis favorecido en el pasado. ¡No continuéis este parlamento. No en mi taller. No puedo enredarme en facciones políticas. La subsistencia de mi familia depende de la buena voluntad de los poderosos del momento. Espero entendáis mi dilema.
—Así es, Roldana. No os aflijáis. Os dejamos en la paz que ansiáis. En otra ocasión pergeñaremos la estrategia que os salvará de la codicia de la Perdiz. Y esta maniobra se hará de airoso modo, para no provocar su ira.
Como bien dijera De Ory, la corrupción de los consejeros de la Reina había hecho nacer una imparable antipatía popular hacia ellos. Era ya tan de dominio público, que por las calles de la Villa y Corte corrían chascarrillos que ridiculizaban —potente arma el ridículo— a la Perdiz:
A la Berlips otros dicen es la cantina alemana, que bebe vinos del Rhin más que sorbetes y horchatas. |
No sólo la ironía afectaba a la condesa, y no sólo a ella las murmuraciones. Enrique Wiser, llamado el Cojo por los madrileños, llegó a tales cotas de tráfico de influencias, robo y extorsiones varias, que perjudicó seriamente al partido de los austracistas. Y a la propia Reina. Hasta tal punto llegó el descontento de los madrileños, que un mal día apareció un pasquín en la puerta del mismísimo palacio. Contenía una afrenta directa a ella. Era una pintura de Mariana, desnuda y sólo con un manto que cubría sus partes. Tras ella, el Rey, vestido de forma somera. Un letrero salía de la boca del monarca: «Hasta que eches a Carnero, no tendrás este mortero».
Convencidos del peligro que se avecinaba, el Consejo de Estado llegó a proponer al Rey la expulsión de la camarilla alemana, de Wiser, Berlips y otros personajillos, por su probada responsabilidad en los abusos cometidos. Así como Wiser, en efecto, hubo de marchar, la protección de la Reina salvó en el último instante a la Perdiz. Mucha había sido la influencia del Cojo sobre doña Mariana, pero ésta, tras la expulsión de su consejero, escribía a su hermano el elector palatino Juan Guillermo de Neoburgo: «Hemos recuperado todos la salud. La marcha de Wiser ha aquietado los ánimos. Lo que le perdió fue el orgullo, porque no quería recibir consejos de nadie, ni aun de mí. Al Rey le fue antipático desde que le conoció, pero yo esperaba remediarlo con el tiempo. Las grandes ambiciones producen siempre estas grandes caídas. Los españoles, orgullosos de suyo, no se dejan gobernar por quienes lo son, máxime si son extranjeros, a los que nunca quieren bien, aun sabiendo disimular su falsía.»[100]
Esta decisión de salvar a la Berlips fue un error, ya que hizo que la sombra de la duda sobrevolara también alrededor de la Reina. Se comentaba en voz muy queda a propósito de doña Mariana: «En la monarquía española no hay dinero bastante para sostener a todos sus hermanos».
Y eran veintidós. En un periodo de bancarrota, había de ser letal para el partido austracista. Más aún cuando la Berlips continuó con sus fechorías. Tuvo una idea que consideró feliz y que transmitió a la Reina. No se le ocurrió otra cosa que aconsejar la venta del cargo de secretario de Estado a Juan de Angulo. El afortunado hubo de pagar siete mil doblones de oro. Esta falta de rectitud en los asuntos creó un ambiente de pobreza moral que había de acarrear peores consecuencias.
El enviado de las Potencias Marítimas, Schoenberg, que era compinche de Wiser, fue pescado en negocios sucios. Como era lógico, se decidió expulsarlo de España, dándole un plazo de veinticuatro horas para dejar Madrid. Para salvarse, se defendió con un ataque en toda regla a las autoridades, y en su osadía llegó a referirse al Rey como: «Príncipe sin palabra, justicia ni autoridad».
¡A buena hora se hubiera atrevido a hacerlo contra un príncipe alemán! Pero la descomposición que se vivía en España producía tal falta de respeto a las instituciones.
Para terminar la faena, fueron sacados a subasta puestos de importancia en los virreinatos de Nueva España y el Perú. El gobernador de estos vastos territorios obtuvo así su honroso encargo. El deterioro del Estado había alcanzado estos límites.
El pueblo, cansado de estos abusos, se debatía inquieto. Un día apareció un pasquín en los muros del Alcázar que debía de haber alertado a los gobernantes de las corrientes que agitaban la nación, y que podían originar fuerzas incontrolables:
Viva el rey de Francia, muera en España el Gobierno, y para el Rey, un cuerno. |
La penuria económica de la familia de Luisa adquirió tintes dramáticos. Varias cartas, suyas y de sus valedores, habían recordado sus peticiones. Por el momento, sin resultado. La Roldana, sacando fuerzas de flaqueza, había retomado sus demandas. Y ahora aguardaba.
Era una mañana triste y plomiza; sin embargo, el estudio de Luisa se iluminó con radiante esperanza cuando un paje real le entregó una misiva con el sello de palacio. Rompió el lacre con impaciencia, esperando y temiendo al unísono.
Se le concedía, ¡por fin!, la cantidad de cien ducados al año. La escultora vio el cielo abierto y aguardó anhelante la llegada de su merecido salario.
Pero éste tardaba en llegar y ella había de hacer frente a diversos pagos, originados por las necesidades diarias de su familia y las retribuciones a los proveedores de materiales para su trabajo. Una vez más, la desilusión sucedía a la esperanza.
Con la decisión que produce la miseria, que a ese límite habían arribado sus estrecheces, contestó Luisa al Rey:
A la clemencia de Vuestra Majestad imploro:
No puede el Condestable despachar la concesión, si no es señalándole Vuestra Señoría Majestad. Y así, Señor, por amor de Dios, se tenga por servido mandar con decreto al condestable me despache señalándole de dónde ha de sacar.[101]
Luisa se interrogaba: «¿Acabará así éste mi tormento?»