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EL ALCÁZAR
(1691-1693)

El sol, que iba bajando a encontrarse con la tierra, derramaba sus cálidos rayos. Un haz de luz se posó sobre el rostro de Luisa. Despertó poco a poco, y cuando sus ojos le revelaron la estancia del Alcázar, quiso volver al mundo dichoso que acababa de dejar. Entró Carmen y, al verla en ese duermevela, hizo ademán de marcharse.

—No te vayas. Eres mi leal compañera. ¿Recuerdas lo feliz que fui? Y tú siempre estuviste a mi lado, aunque no aprobaras mis acciones.

—Has cumplido tu sueño. Ahora afianza tu posición.

—Sí, Carmen. Los sueños, sueños son, como dijo el insigne Calderón. Mas a mí me han ayudado a soportar la dura realidad.

—¿Te arrepientes?

—No. La quimera fue mi meta, y la fortuna me permitió alcanzarla. Pero desconocía entonces que, cuando los humanos aspiramos a volar muy alto, el precio es elevado. Así mismo debo reconocer que en la forja de los sueños vibra la imaginación, sostenida por la voluntad. Eso es vivir.

Pero la realidad tenaz e irremediable se impuso con su habitual crudeza.

Debía tornar a su batalla por el reconocimiento. Había de luchar por lo que construyera con tanto esfuerzo. El estado económico de los reinos era descorazonador, mas ella apelaría al sentido artístico de sus protectores. Su familia precisaba atención y cuidados, y ella se los daría. Estaba firmemente decidida. Pero necesitaba actuar con cautela, ya que la situación era de total incertidumbre. El poderoso de hoy podía ser el caído en desgracia de mañana. No se sabía a ciencia cierta quién gobernaba el reino y, por esta razón, se dio en apodar al Consejo, Ministerio Duende.

La influencia de la Reina iba en aumento y, con ella, el poder de la camarilla que, haciendo ver que la protegía, aumentaba su fortuna interviniendo en cuanto asunto pasaba por sus manos. Todos se aprovechaban de su proximidad a Mariana de Neoburgo: Wiser, de mote el Cojo, la condesa de Berlips, llamada por el pueblo la Perdiz, ya que su nombre alemán recordaba en español a esa ave, y el conde de Baños: todos repartían favores e influencias. Tanto era así, que, unidos a los partidarios austracistas, eran llamados la Junta de embusteros, mientras que aquellos que trabajaban por el bien del país recibieron el apodo de Compañía de los siete justos. Eran éstos los marqueses de Cifuentes, Villafranca y Ariza, además de Manuel de Lira, el corregidor Ronquillo, Delboa y Oretia. El desmesurado abuso había tornado muy impopulares a los validos, y entre los grandes personajes de la corte también el malestar era creciente. Oropesa, excelente ministro y a pesar de ello destituido por el Rey, se había alejado de la corte, esperando tiempos más propicios. Y mientras tanto se alojaba en el palacio del duque de Osuna.

El cardenal Portocarrero, su formidable adversario, tenaz y decidido, había encontrado un aliado en el duque de Montalto, desencantado como tantos otros de los partidarios de la reina consorte. Comenzaba una lucha soterrada por el poder que se iría haciendo más dura y evidente a medida que pasaran los años.

Sin embargo, a pesar de los pesares, Luisa estaba esperanzada, pues en el Consejo del Reino, además de los duques del Infantado y de Montalto, se sentaban sus valedores, Villafranca y Melgar, este último ya duque de Medina de Rioseco y Almirante de Castilla, tras la muerte de su padre. Creyó por tanto Luisa que, con el prestigio alcanzado, éste sería el momento idóneo para obtener el ansiado nombramiento como escultora de cámara.

San Miguel

Un suceso importante vino a confirmar las expectativas que le auguraran el ayuda de cámara y el marqués. El Rey, ilusionado con la decoración de El Escorial, había encargado a la Roldana un san Miguel. Era una oportunidad única para demostrar su talento, ocasión que no podía desaprovechar. Comunicó henchida de entusiasmo la buena nueva a Luis, que, como de costumbre, puso inconvenientes, alegó problemas y vaticinó desastres e infortunios. Concluyó con una larga lista de jeremiadas como «de nada ha de servir», a la que siguieron los «ya decía yo», «bien lo intuí», cuando había sido él quien mostró más entusiasmo ante la idea de dejar Cádiz y marchar a Madrid.

Pero Luisa sabía ya que era inútil discutir, que tenía que ahorrar su energía para la tarea que le aguardaba, y se puso manos a la obra. Poco a poco, al principio con lentitud, con gubia y cincel, fue dando a la resistente madera la forma de un hombre joven y vigoroso.

A medida que iba avanzando, se consagraba a la talla con una pasión que salía de su mente y consumía su corazón, sin darle descanso; fueron tiempos enfebrecidos de creación, anhelante deseo e ilusión sin tregua. Transcurrieron largos meses de trabajo, mordiéndose la lengua ante las críticas y lamentaciones de su marido, pero siguió adelante. Su ardiente espíritu se rebelaba ante la crítica estéril, mientras que todo su ser estaba volcado en sacar de la materia el ser formidable que se alojaba en sus entrañas. Dar vida al luchador que pugnaba por ver la luz se convirtió en su objetivo; se despertaba con nuevas ideas y se acostaba cavilando sobre la manera de hacer la talla aún más veraz. Un luchador. Como ella. Después de encarnar, estofar y policromar durante meses, el resultado estaba por fin ante sus ojos.

Era una escultura imponente que mostraba un joven y hercúleo arcángel san Miguel, las alas desplegadas en potente vuelo, la vibrante capa roja que seguía el movimiento del talle, y la pierna izquierda, que aplastaba con ímpetu enérgico a un demonio que se retorcía sin remedio bajo sus pies. La sensación inmediata que transmitía era la de un guerrero de Dios, decidida la mirada, con su espada flamígera en la mano derecha. Pero, al mismo tiempo, Luisa había realizado la vestimenta del arcángel con un gran refinamiento y un infinito gusto en la elección de los colores.

La coraza de azulado metal estaba rematada en bronce cincelado con fineza, así como el hermoso casco coronado por graciosas plumas; los pliegues de la faldilla y de la capa contribuían al dinamismo de la imagen. Era una imposible simbiosis de la quietud en movimiento.

Los rostros tanto de san Miguel como del diablo, esculpidos y pintados con la mayor expresividad, mostraban con claridad la situación: el arcángel, sereno y resuelto, mira al vencido, que abre la boca en un desesperado grito de dolor, abrasado por las llamas que crepitan bajo su convulso cuerpo.[89]

Satisfecha con el resultado, mandó recado a sus bienhechores para que, cuando lo estimaran conveniente, acudieran a dar su parecer.

La luz de septiembre inundaba a raudales el taller. Al entrar los dos personajes en la estancia, quedaron boquiabiertos, y observaron en total silencio.

—¡Decid algo, por caridad! ¡Me tenéis en ascuas!

—Luisa —comenzó Ontañón—, habéis puesto la vida en este empeño.

—Es la lucha entre el Bien y el Mal —acertó a decir Villafranca—. ¡Es magnífica, inquietante, vibrante, espléndida! ¡Y el color! Las alas en tonos graduales de sienas sugieren la libertad por fin alcanzada.

—La expresión de ambos, tan real —continuó el ayuda de cámara, entusiasmado, quitándole a su amigo la palabra de la boca—, san Miguel tan bizarro, con sus rizos castaños escapando del casco; las cejas definidas y bien delineadas, los ojos inteligentes, la nariz proporcionada, la boca entreabierta y el mentón voluntarioso… ¿Quién ha sido vuestro modelo?

—Y para el diablo —interrumpió el marqués—, mal parecido y repugnante, tan logrado, ¿a quién escogisteis?

—Trabajé con tal ahínco y premura que no me detuve en esa reflexión. No sé… Me inspiré de aquí y de allá…, nadie, de cierto…, nadie.

Tras mirar con detenimiento la escultura, aguzando los sentidos y examinándola desde todos los ángulos, se despidieron de la escultora felicitándola, y Villafranca sentenció:

—No hay duda, complacerá al monarca.

Una vez que los dos caballeros se encontraron solos, el marqués se volvió estupefacto hacia Ontañón:

—¿Es mi imaginación, o el arcángel es el vivo retrato de la Roldana?

—¡Mayúsculo es mi asombro, marqués! Un arcángel representado por una mujer… ¡Cuándo se vio cosa igual! Mas ¿no se os alcanza que el demonio y su marido como dos gotas de agua son?

Las preguntas de ambos habían sumido a Luisa en el desconcierto. El trabajo absorbente y la dedicación intensa no le habían concedido tiempos de introspección. Sólo vivía para la ejecución de su vibrante escultura. La creación se había desarrollado en un clima enfebrecido, como si saliera de lo más recóndito de su ser. Ahora, en calma, frente a su potente obra, comenzaba a considerar algunos aspectos. Estaba satisfecha, como si se hubiera liberado de algún dolor muy profundo que la atormentaba día y noche. Algo que existía en su interior sin ella casi percatarse. Aguzó la vista y el entendimiento.

«¡Dios me ampare! —se dijo—. ¡El demonio tiene el rostro de mi marido!»

Continuó su observación, centrada esta vez en la faz del arcángel. Nadie que la conociera podría dudarlo, allí estaba ella, ángel justiciero, venciendo el dolor tras años de decepciones, traiciones, desprecios y desamor. La lucha le había hecho más fuerte, no la había hundido como le hubiera sucedido a otra mujer. Sí, ahí estaba ella, venciendo a sus propios demonios, a sus noches de desamparo, a sus días de desamor, a la angustia que aparecía de repente dejándola sin respiración, sacando el coraje de donde no lo había para no claudicar, para no morir, para sobrevivir.

«Sí, en efecto —se dijo—. Soy una superviviente».

15 de octubre

Carlos II recibió el San Miguel con asombro, y después de mirarlo con detenimiento mostró su satisfacción. A su vez, Palomino, respetado pintor y escultor de corte, preguntado por su opinión sobre Luisa, había destilado en los reales oídos aquello que más iba a favorecer a la escultora:

—Cristiana de modestia suma, habilidad superior y virtud extremada. Aseguran, majestad, que cuando hace imágenes de Cristo o de su Madre santísima, además de prepararse con cristianas diligencias, se reviste tanto de aquel afecto compasivo, que no las puede ejecutar sin lágrimas.[90]

Los mecenas de la escultora habían orquestado una verdadera campaña en su favor. Villafranca había aconsejado que dirigiera una misiva al Rey, pues era el momento idóneo para hacerlo.

—Ahora o nunca —le había dicho.

La carta decía así:

Rey de España, de Nápoles y Sicilia, señor de los Países Bajos:

Amparada en la clemencia de Vuestra Majestad, y en la generosidad de la Excelencia Vuestra, ruego me concedan la plaza de Escultora de Cámara…

Tan insólita demanda, y aunque provenía de una mujer, tuvo buena acogida.

El resultado no se hizo esperar, el Rey ordenó al Condestable que pusiera en conocimiento de Luisa Roldán que había sido nombrada escultora de cámara.

Era uno de esos días de otoño tan típicos de Madrid, de límpido cielo, tibia la temperatura y sol luciente. Era el 15 de octubre. No lo olvidaría jamás.

¡Por fin lo había conseguido!

Cristóbal de Ontañón se apresuró a felicitarla, pues él era conocedor de las resistencias que había habido que vencer. Acompañaba a un alto personaje de la corte al que Luisa conocía desde sus días sevillanos. Él había insistido en acudir con ellos al taller. Era aquel al que ella había encontrado como joven duque de Alcalá de los Gazules y que, tras la muerte de su padre, ostentaba el título de Medinaceli. Seguía desempeñando el cargo de embajador ante la Santa Sede, pero se demoraría unas semanas en la corte.

—Me invade intensa alegría, señora escultora de cámara —se apresuró a decir Medinaceli—. Habéis obtenido lo que mujer alguna pudo alcanzar. Y así haciendo, honráis a la villa que os vio nacer.

—La benevolencia de sus excelencias, don Cristóbal y el marqués de Villafranca, me ha dejado expedito el camino.

—Justos han sido estos apoyos —señaló el duque—, mas vuestra tenacidad y talento os han brindado el triunfo del que ahora gozáis.

—Excelencia —apuntó Ontañón—, queda aún camino por recorrer. Los artistas sevillanos han adquirido prestigio sin igual en la corte, mas vivimos tiempos de carestías. Hemos de vigilar para que la Roldana reciba sus gajes.

Y volviéndose a Luisa, le dijo con afecto:

—Así habéis de ser llamada en adelante, como los grandes, pues mujer alguna obtuvo este reconocimiento antes que vos.

—Contad con mi apoyo, señora escultora —insistió Medinaceli—. Grandes designios se preparan para Indias, donde vuestro arte sería apreciado. Y en la Ciudad Eterna, donde puedo ser vuestro valedor.

—Sé de vuestro interés por el arte, excelencia —interrogó Ontañón—. ¿Qué entendéis mandar a Indias?

—Hemos enviado unas cuartillas con dibujos, pues he recibido de aquellas tierras unos interesantes ornamentos que guardan estrecha relación con nuestras yeserías. Creo entender que la bóveda de la iglesia de Santo Domingo es cabal ejemplo de este mestizaje.

—Es encomiable vuestro afán por las artes y por los artistas andaluces —dijo Ontañón.

Agradeció el duque sus palabras al ayuda de cámara y, dirigiéndose a Luisa, le recordó:

—Os repito, Roldana —y recalcó el duque «Roldana»—, llevad en vuestra mente futuros trabajos para Indias, donde se construyen iglesias y edificios que nada han de envidiar a los de la península. Venid a mí si habéis menester.

Y despidiéndose, marchó el duque.

Cierto era que los artistas sevillanos gozaban de gran prestigio, como dijera Ontañón, iniciado el camino por el sublime Velázquez, pero por mucho ingenio que tuviera la Roldana, era mujer, y ninguna hembra hasta entonces había tan siquiera osado pensar en la posición que ya era suya. Habría que trabajar firme y las dificultades podían aún presentarse. Mas una vez solos, su benefactor no dejó traslucir su inquietud y mostró sólo su entusiasmo:

—¡Es mi gozo extremo, Luisa! —le dijo don Cristóbal—. Sabía que algún día habías de conseguirlo, pero que sea ahora y con este san Miguel creo ser de justicia.

—Gracias a vuestros desvelos he logrado mi triunfo. Mi reconocimiento es profundo. Se acabaron las estrecheces, ¿no es así, excelencia?

—Aunque el nombramiento excluye, de momento, los gajes, sin duda el prestigio adquirido os proporcionará numerosos encargos de la corte, y sé de cierto que el Condestable rogará a su majestad os conceda un salario de cinco reales al día, pues así me lo ha comunicado él mismo. Es menester que os arméis de paciencia; las arcas de la Real Hacienda están vacías y la economía de los reinos pasa por serias dificultades.

—¡Ay, excelencia, cuando yo creía mis pesares acabados!…

No la dejó terminar:

—No desesperéis. El marqués de Villafranca, cuyo cargo le permite estrecha relación con el Rey, contará con infinitas ocasiones para destilar en los reales oídos sabios consejos. Hoy es un día de gloria, y habéis iniciado un camino de victorias. Gozad el presente y Dios proveerá en el futuro.

—Vuestros consejos me portaron a Madrid primero, y a este encumbramiento que me honra sobremanera. Vuestra generosidad me acompaña en buena hora y vuestras recomendaciones guían mi senda. Seguiré escuchándolas, pues atinadas son.

—Continuad laborando con ese fuego, con esa pasión que os hace única. ¿De dónde proviene esa fuerza, muchacha?

Aceptando la sonrisa de la escultora a fuer de despedida, Ontañón volvió a sus quehaceres.

Bien conocía Luisa el origen de esa emoción.

La bancarrota

La preocupación por su salud, que presidía la vida del desdichado monarca, comenzaba a estar presente con aún más insistencia. El Consejo de Estado, formado, entre otros, por el duque del Infantado, el duque de Montalto, el marqués de Villafranca, Presidente del Consejo de Italia, y el conde de Melgar, ahora almirante de Castilla y teniente general de Andalucía y Canarias, deliberaba angustiado sobre este grave problema, que se unía a otro más espinoso si cabe: la sucesión.

Las facciones a favor de Francia o del Imperio tomaban posiciones, y se preparaban a una batalla que algunos temían no sería sólo de influencias. Al no existir un primer ministro con la capacidad de decisión pertinente, la Reina, aconsejada por la condesa de Berlips, Wiser y el conde de Baños, acaparaba cada vez más poder para sí.

—Habéis de saber —comenzó Infantado— que el desconcierto que reina en la Villa y Corte se ha convertido en insistente rumor. La falta de gobierno es tan evidente que es también comentario habitual de las cortes extranjeras. Ha sido puesta en mi conocimiento la carta que el embajador de Inglaterra, Stanhope, ha enviado a su gobierno. Escribe desalentado: «Circulan insistentes rumores con respecto al inminente nombramiento de un nuevo valido. Yo lo deseo sinceramente, pues sabría entonces a quién dirigirme; en tanto, nadie intenta hacer nada, y así nada se hace.»[91]

—Siendo este problema arduo —añadió Melgar—, más espinoso asunto es la bancarrota que amenaza a la nación. Se ha comenzado a vender títulos y prebendas, ¡qué desvarío!, como el Principado de Sabioneta al duque de San Pedro por medio millón de escudos, y la grandeza de España al marqués del Grillo por cincuenta mil. No creo sea éste el camino adecuado. Estimo que se podría sugerir, aunque será medida harto impopular, que cada empleado del Estado cediera la tercera parte de su sueldo.

—Se podría solicitar así mismo —sugirió Villafranca— que cada cual contribuya según su fortuna.

—¡Qué pozo sin fin son las guerras! —dijo a su vez Montalto como reflexionando—. Necesitamos, y con urgencia, una paz digna y duradera. El frente catalán, los presidios de África, Flandes y Saboya… Son demasiados frentes. ¡Qué impotencia la nuestra!

Entró en ese instante un personaje al que aguardaban con impaciencia, ya que tenían en alto concepto su experiencia y su consejo, el marqués de Mancera, respetado por su magnífica labor en la renovación de la Flota de Indias y su gobierno de la Nueva España. Era Mancera hombre de aspecto distinguido y, al mismo tiempo, afable. Ni muy alto ni muy bajo; los cabellos, color de azabache; rigor en el vestir, a la vez que pulido y compuesto; la mirada atenta, como si quisiera comprender todo lo que en su derredor sucedía.

Tras los saludos de rigor, Infantado sacó de inmediato el asunto de la salud del Rey y las graves implicaciones que podía tener para estos reinos. Dando la palabra a Mancera, lo invitó a que expresara su opinión:

—Nos hallamos sin hacienda y los vasallos en tal pobreza universal que exprimiéndolos en una prensa no pueden dar lo que baste a la menor de tantas urgencias. Se figura el que vota que la Divina Providencia nos ha reducido a este estado para manifestarnos que cuanto más desfallece la limitada industria humana, más empeñada está su omnipotencia en sacarnos de la tribulación para que solamente a su bondad se le atribuya el beneficio.[92]

Malos tiempos para el mecenazgo de las artes. Los rostros de los presentes reflejaban la grave preocupación que atenazaba su ánimo. Por desgracia, el futuro les había de conceder razón de sus temores.