¿PARTIR?
(septiembre-octubre de 1691)
Carmen me recordaba a menudo mis obligaciones, el peligro que por dos veces habíamos logrado sortear, y repetía sin pausa la necesidad del obligado retorno.
Llegado ya septiembre, estábamos en el Kremlin y yo me empeñaba en terminar mis compromisos, mis tallas e imágenes, aquellas que permanecerían en Rusia. Los días se iban haciendo más cortos y la euforia del verano se desvanecía imperceptiblemente, como un ligero velo raptado por la brisa. La reflexión se imponía. Había yo de pensar sobre mi situación y mi futuro.
El hombre que con tanta ternura me había mimado como nadie lo había hecho hasta entonces era el Zar. Era un ser humano sorprendente; el mal y el bien al unísono; la lucha entre lo terreno y lo divino. Tierno y déspota, amable y terrible. Sí, él era complejo y único.
En esa meditación me hallaba una tarde otoñal, hermosa, mas ya con un tinte de nostalgia, cuando recibí la visita de Alexei.
—Luisa, ¿has asistido alguna vez en tu vida a un baño ruso?
—¿Baños, dices? ¿Baños públicos? ¡Qué horror! ¡Nunca! ¡Ni quisiera hacerlo!
—Perderías un gran espectáculo, grandes salas repletas de mujeres que, buscando allí la salud del cuerpo y la belleza de su piel, disfrutan de placenteras sensaciones gracias a los vapores que se respiran.
—¿Placenteras sensaciones? ¿Muchas mujeres? ¿No será una de tus zarabandas, de tus jolgorios?
—Imagina, Roldana: aromas intensos que abren las vías respiratorias; cambios de temperatura que incentivan la circulación sanguínea, té de exquisito sabor… ¡Remedios para todo mal!
—¡Dios me guarde, no! Árabes y romanos crearon tradición de termas en mi tierra. Pero en el presente, nos bañamos recatadamente cada uno en su tina.
—¿No deseabas conocer nuestra tierra en sus variados aspectos? Los rusos creemos en los grandes beneficios de estos baños, que en mucho difieren de los vuestros.
Espoleada su curiosidad, Luisa dijo sin mucho entusiasmo:
—Por lo que relatas satisfactorio ha de ser… Mas ¿hombres y mujeres comparten las mismas estancias?
—Calmad vuestros temores. Las damas tienen su propio lugar, al abrigo de ávidas miradas.
—Bien. Sea.
—¿Crees que tu prima consentirá en acompañarte?
—No se hace la alcanzadiza en estos días. Desea ardientemente apremiar nuestro regreso.
—Ésta es vuestra casa, Roldana. ¿Tenéis queja del cuidado que se os ha dispensado?
—Al contrario, Alexei. Sabéis bien que he sido aquí dichosa.
—Manda que venga tu familia. Seréis siempre considerados como amigos.
—Este sueño había de acabar. He estado inmersa en un fastuoso embeleso que no es mi realidad. Y tampoco es la de él.
—De humor peregrino te hallo.
—Tú sabes que si el Zar hubiera menester de mí cerca de su real persona, me tendría a su lado. Mas él es el Zar, su ocupación es gobernar un reino, y tiene gentes capaces para ayudarlo. No me necesita.
—Yo sólo me llegué a invitaros a una distracción. Este discurso me obliga en demasía.
—Sí, sí. Disculpad mis divagaciones. Es ansioso que recupere mi juicio. Asistiré. Agradezco tus desvelos.
Entró Carmen en ese instante y, viéndome entristecida, preguntó con dulzura:
—Luisa, ¿qué te sucede, que te hallo tan mohína?
—Me enfrento a la realidad, prima, como tú me has rogado que hiciera.
—¿Ha sido ésa la razón de la visita de Alexei?
—Bien al contrario. Era venido para proponernos un entretenimiento.
—¿Entretenimiento? Alguna de las suyas será…
—No seas tan suspicaz, hija. Me habló de unos baños adonde las mujeres van a cuidarse el cuerpo.
—¿Sabes qué te digo? Tal vez te componga así mismo el ánimo. ¡Vamos!
Llegamos a los baños aconsejados. Nos aguardaba un comité de bienvenida que nos dio alborozadas explicaciones que no conseguíamos entender. En un abrir y cerrar de ojos, nos hallamos en una sala espaciosa, cuadrada, con un suelo de madera que la hacía confortable a primera vista. Largos bancos adosados a las paredes alojaban a numerosas mujeres, mientras que otras se paseaban. Todas como Dios las trajo al mundo.
Al momento, Carmen y yo nos aferramos a los blancos paños que cubrían nuestra desnudez.
El pasmo se debía de leer en nuestros rostros.
—Pero, niña, ¿se puede saber adónde me has traído? —decía mi prima escandalizada—. ¡No se complacen estas mujeres en airearse en Traje de Eva!…
—Atenta, Carmen, que nos miran y se ríen. ¡Ay, usted disimule, que vienen hacia nosotras!
En efecto, dos de ellas, ahogadas por la risa, intentaron con suaves gestos despojarnos de nuestra alba protección. Carmen luchaba con denuedo por apartar las manos que tiraban de su manto de algodón.
—¡Quita, hija! —le gritaba a una de ellas—. ¡A ver si crees que soy una desvergonzada como tú!
Una chimenea de hierro derramaba un calor excesivo, razón por la cual nuestras ayudantes crecieron en número, alentándonos a quedar en cueros vivos. Preocupadas con la defensa de nuestro pudor, no advertimos que en un ángulo se hallaba una estufa con unas piedras incandescentes, donde varias rusas estaban vertiendo agua. De inmediato, el intenso vapor resultante formaba densas nubes que ocultaban nuestras piernas. Poco a poco, iba ascendiendo hasta dejar tan sólo los torsos a la vista. El ambiente se hizo irrespirable, y aquellas señoras nos empujaron entre chanzas hacia el exterior, donde en una amplia alberca se sumergieron en confuso tropel, incitándonos a hacer lo mismo.
—¡Luisa, yo no me meto ahí…!
No pudo terminar. Dos fornidas matronas le arrancaron lo que ya parecía más un sudario y la empujaron al agua.
—¡No sufras! ¡Allá voy a salvarte!
Comprobé con alivio al aterrizar en el agua que el estanque no era profundo. Intenté cubrir a mi prima, compartiendo con ella mi tela. Una corriente burbujeante envolvía mi cuerpo mientras aquellas ninfas del norte gozaban ante nuestro desconsuelo.
De manera súbita, salieron todas corriendo para precipitarse de nuevo en la antesala del infierno. Formaban corros compactos, sin lograr nosotras advertir lo que allí sucedía. Había de ser un juego, pues inesperadamente se abría el círculo y salían disparadas a subirse a los bancos más altos que se hallaban junto al muro.
—¡Luisa, por amor de Dios y todos sus santos! ¡Protégeme de estas arpías y cúbreme bien con tu toalla! ¡No será aquí que cambie mis sanas costumbres de no enseñar mis vergüenzas!
—¡Ligera, Carmen, corre! ¡Qué hemos de quedar congeladas, corre!
Entramos en aquella sala de nuestro infortunio, que parecía un poco más despejada. Respiramos con alivio, a pesar de que el lienzo que compartíamos no nos permitía desplazarnos con soltura. Habíamos de mover acompasadas nuestras piernas, lo cual produjo otra vez la hilaridad de las rusas. Poco había de durar nuestra tranquilidad.
Aparecieron unas mujeres con ramas de abedul frescas y flexibles. Repartieron algunas de ellas, y con las restantes comenzaron a fustigar los desnudos cuerpos de las bañistas, hasta que los dejaban tintados de un rojo encendido.
—¿Ves, Luisa? Ahora les llega el castigo. ¡Bien empleado les está, por indecentes y escandalosas!
Ante nuestro asombro, las ardientes vengadoras se dirigieron hacia nosotras con aire retador. Retrocedimos. Mas ellas avanzaron. La expresión de mi prima cambió en segundos.
A la satisfacción de ver penalizada la desvergüenza, siguió la incertidumbre, que luego se tornó sospecha, para transformarse en terror ante lo que comprendió se avecinaba.
—¡A nosotras no! ¡A nosotras no! —gritaba—. ¡Mirad cómo nos tapamos!
Pero las furias, con suma seriedad, batían sus ramas en nuestros afligidos cuerpos, tan sólo protegidos por el sutil lienzo. Confundidas por todas aquellas acciones que no se nos alcanzaban; aturdidas por los gritos de las, a nuestro entender, enloquecidas rusas; fatigadas por las carreras y huidas de lo que demencia considerábamos, intentamos retirarnos para recuperar la vestimenta y el ansiado sosiego.
Pero bien por no entender nuestra voluntad, bien porque el rito al que estábamos condenadas no hubiera finalizado, nos empujaron de nuevo a la gélida acequia. Terminada la sesión, nos hallábamos agotadas por el calor extremo, enrojecida la piel por las ramas con las que nos habían flagelado sin piedad, y con la voluntad truncada para oponernos a esta ceremonia satánica.
Cuando referimos a la princesa Dolgoruki nuestra aventura, en vez de compadecernos estalló en sonoras carcajadas que interrumpía para repetir:
—¡Habría dado mil kopeks[87] por contemplar la escena! ¿Por qué no os dejasteis llevar? El baño ruso es el remedio de todos los males.
Y asombrada de nuestra ignorancia, continuó riéndose ajena a nuestro infortunio.
Tras la peligrosa experiencia, con la llegada del otoño, mi ánimo fue acompañando la estación. Se hizo más reflexivo, dado a la introspección.
Sin duda mi vida había tomado un giro inquietante. El favor con el que el Zar me distinguía colmaba mi dicha, mas se me alcanzaba que era posible que fuera tumba de mi sosiego y prisión de mi infortunio.
No pertenecía yo a ese país ni a esas costumbres. Me mortificaba que nos atribuyeran como extranjeras usos licenciosos de los que yo abominaba. Carmen, tan avezada en la realidad, desconfiaba de las consecuencias de mi actual encumbramiento.
—¡Ay, Luisa del alma, anhelo descifrar lo que el futuro nos deparará! Estos trampantojos que nublan nuestro presente me colman de congoja. ¿No has decidido aún la fecha de nuestro retorno?
—Ganosa estoy de lucidez y clarividencia, querida prima.
—Pero tú sabes que hemos de tornar, ¿o no? —Ante mi silencio, mi pobre Carmen exclamó afligida—: ¡Dios nos tenga en su mano! Es peor de lo que temía. ¡Esta obstinada pasión te arrastrará a tu desgracia! —Al prolongar yo mi mutismo, ella insistió—: Has de conducir tu corazón por el sendero de la cordura, aunque te sangre el alma. ¡Luisa, vuelve en ti! ¡Tu futuro no está aquí!
Apenas hubo proferido estas palabras, entró el Zar en el estudio. Con un leve gesto, instó a Carmen a que nos dejara solos.
—¿Prestas atención a las palabras de una mujer que no tiene tu talento, que nunca podrá columbrar el fuego que en ti arde?
—Señor, los meses aquí pasados han sido gloriosos. Mas la razón me hace cavilar, y lo que descifro en estos arduos misterios del corazón me conmueve hondamente.
—¿Aceptarás conformar tu vida con la de seres mediocres, temerosos de todo aquello por lo que vale la pena batallar; que no conocen, y jamás conocerán, la vivificante pasión, el estimulante amor?
—Si esto afirmáis, no sabéis de mi tesón. ¡Ni hombre ni mujer harán que yo me aparte de mis sueños!
—Me satisface cerciorarme de que el noble ímpetu de tu ánimo no ha de ser domeñado por ajenas voluntades, y que has de perseverar en la persecución de tus logros. Uno de los más altos: el arte.
Me miró a los ojos y, sujetándome por los hombros, me atrajo hacia sí. Me besó despacio, primero en los párpados; luego en el cuello; y cuando sus labios se iban a posar en mi boca, me aparté con brusquedad. Él, desconcertado, inquirió:
—¿Qué sucede? ¿Por qué me rechazas?
—Es que… es harto enojoso para mí justificar mi proceder.
—¿Es la causa el recuerdo de ese esposo que en España te aguarda? ¿Es a mí superior?
—¡No existe hombre en el mundo que pueda igualaros!
—Si te complazco, ¿qué te retiene?
Sin que yo pudiera evitarlo, un grito salió de mi garganta:
—¡Todo nos separa! Vos sois zar, yo, una mujer que lucha por el reconocimiento. Vos sois poderoso, yo he de implorar por aquello que merezco. ¡Vos sois joven, yo, madura!
No me dejó continuar:
—¿No recuerdas, te repito, la leyenda del joven Adonis y la madura Venus?
—Sí, pero es una fábula. No es para mi condición.
—Yo no sigo al común de las gentes. Es mi deseo conocer mujeres como tú; plenas de talento y de conocimiento de la vida; que no la teman, que la disfruten. ¡La felicidad es tan rara! ¡Tómala en tus manos, Roldana!
—Señor, sois como las ondas del mar, que suspiran por dejar las profundidades insondables para volar a las alturas, alzarse hacia el cielo y robar la caricia del sol. Pero yo me quemaría si osara acompañaros.
Después de esa triste conversación, pasaron varios días sin que Pedro me hiciera el favor de su presencia. Carmen estaba cada vez más inquieta y mi desconsuelo se hacía cada día más patente, al percibir que las consideraciones de mi prima estaban henchidas de juicio.
Una tarde lluviosa y melancólica en la que las dos trabajábamos en mohíno silencio, vino un paje a traerme una misiva. Era una carta de mi casa, de Madrid, de mi marido, diciéndome que mi hija, mi adorada Rosa, había caído enferma y reclamaba mi presencia con angustiada insistencia.
Ahí cayó el opaco velo que nublaba mi visión, y el espectro de mi realidad sobrevoló el taller, ya cubierto de tinieblas. En total oscuridad oí la voz de mi prima, que, con ternura sin par, preguntaba:
—¿Qué resuelves? ¿Qué decisión tomarás?
—Bien sabes tú lo que he de hacer —dije—. Tu discreción lo supo tiempo ha. Conocías lo que sucedería.
—¡Mal haya los hombres, que nos hacen penar! ¡Te dije que ocurriría! ¡No quería yo que padecieras tormento de amores!
—Soy yo sola rehén de mi desvarío, prisionera de mi pasión y reo de mi obsesión.
—Él había de tornar su industria a los negocios de su reino y no seducirte, pues conocía que mujer casada eras. Mas él continuará con sus conquistas y sus amigotes y tú habrás de probar tu paciencia.
—Él, y es cabal que así sea, tiene la vida ante sí. Buscará en mujer moza lo que en mí halló. Coraje, fuego, emoción, ímpetu; en una palabra, pasión. Doncella será de su alcurnia, que lo acompañe en la empresa a la que él se aplica con denuedo. Él me ha dado ya todo lo que podía otorgarme.
—Pero, mi niña, ¿qué harás tú con el corazón roto?
—Yo viviré de recuerdos. Iluminarán mis noches de desamor. He conocido el amor, he sido querida. Ese pensamiento me dará la fuerza para entrar en la razón, que, como bien dices, nunca debí perder.
—¿Te dueles de tus pasadas determinaciones?
—Te engañas. Al haber sido estimada, soy otra mujer, más fuerte, más segura. No me aflige más que aquello con lo que hubiera podido ofender al Señor de los cielos. Él será mi juez misericordioso, porque Él mejor que nadie conoce los corazones.
Ese año las nieves habían adelantado su aparición. Era 15 de octubre, y tres días antes había caído la primera y copiosa nevada, cubriendo los campos con su blanco manto. Abandonaba yo Rusia con el corazón helado y la muerte en el alma. Había estimado conveniente no aguardar la despedida de Pedro, y convencí a mi buena Carmen para que organizara nuestra partida dos días antes de lo acordado con Alexei. Deseaba salir tranquila, sin la zozobra que me producía su adiós, sin turbar mi ánimo en exceso, sin caer en desmedidos lamentos o lloros. Marchamos muy temprano, en silencio, casi a hurtadillas, y atravesamos ciudades y llanuras de aquel país al que había aprendido a amar en toda su complejidad. Lo amaba con pasión, porque amaba a aquel que regía sus destinos.
El viaje transcurrió en silencio. Yo iba taciturna, absorta en mis pensamientos, bajo la mirada pesarosa de mi preocupada prima. Continuamos nuestro camino incluso cuando había anochecido, pues una hermosísima luna iluminaba la ruta y hacía brillar la nieve con destellos de plata. Los caballos hacían progresar el trineo con suavidad, todo era paz y sosiego, cuando oímos el veloz deslizar de otro carruaje detrás del nuestro.
Podíamos oír el chasquido del látigo, con el que el cochero animaba a sus caballos para que galoparan más rápido. En un suspiro, lo tuvimos cerca, demasiado cerca, y llegado a nuestra altura, se detuvo y mandó parar a nuestro asustado cochero. Era el Zar.
Sin mediar palabra, se acercó a mí, y tomándome de la mano, me condujo hacia un claro en el bosque vecino. La luminosa esfera nocturna alumbraba nuestros rostros de manera que yo no podía ocultar la turbación de mi espíritu. Sin embargo, la expresión de Pedro denotaba desconcierto.
—¿Por qué te fuiste antes de tiempo? ¿Por qué huías?
—Sentí pavor. Sólo de mí misma. Temía que si os veía, no podría nunca partir.
—Tu decisión me apenaba desde su inicio. Ésta es tu casa. Aquí fuiste bien recibida, y lo serás siempre.
—Sabe vuestra majestad que en España dejé a mi familia, y que a ella he de tornar.
—Bien está. Hagamos un trato: yo te doy licencia para que marches a tu tierra del sol, pero recuerda que en todo momento puedes regresar. Rusia necesita artistas, científicos, arquitectos. No te ofrezco ninguna merced. Te conmino a que transformes Rusia conmigo.
Me miró con intensidad, se quitó con delicadeza un guante y, sin apartar sus ojos de los míos, desnudó mi mano y me besó la sensible piel de la muñeca. Sus labios eran cálidos y plenos de ternura. Sentí que el mundo acababa con mi renuncia. Sabía que si me demoraba un instante, no partiría jamás. De nuevo tomó mi palma. Sentí en ella un objeto frío, metálico; cerré mis dedos sobre él. Me dirigí veloz al trineo sin volver la vista atrás.
En el barco que nos llevaría de vuelta a la patria, apenas pronuncié palabra alguna. Miraba una y otra vez el icono con la imagen de san Miguel, Mihail para los rusos, que depositara Pedro en mi mano durante la atribulada despedida. Era una copia del que tenía él en su gabinete de trabajo. Lo había encargado más pequeño para que pudiera tenerlo siempre conmigo.[88]
Carmen se mantenía en discreto silencio, mas de sobra conocía yo el significado de su expresión.
—Sí, Carmen, razón he de darte. Quise volar a caballo de mis sueños cerca del sol. Y como Ícaro, me he quemado las alas.
—¡Ay, Luisa de mi vida! Ya te lo decía yo. No quería verte sufrir.
—¿Sufrir, dices? No había sido tan feliz en toda mi vida. He conocido la sin par unión de dos seres que se comprenden. Ni la nación ni la edad ni la posición nos unían. Pero sí lo hacían la mente y el espíritu.
—¡Pobrecita mía! ¡Con tus alas quemadas y tus sueños rotos!
—Te equivocas. No te doy fe de éste tu pesar. Sí, me he quemado las alas, pero me quedan voluntad para remendarlas y manos para tornarlas a la vida. Y seré por siempre señora de mis recuerdos.