EL FUTURO
(julio-agosto de 1691)
La ruta hacia el oeste, hacia el mar, se había convertido en una experiencia que iluminaría por siempre mi existencia. La vitalidad, el entusiasmo y la curiosidad de aquel hombre del norte no tenían límites; a su lado el mundo parecía más vibrante; yo misma me sentía mujer de una manera secreta que penetraba mi ser de un profundo y dulcísimo sentimiento de plenitud. Habíamos salido muy de mañana acompañados por una reducida escolta y por los fieles Alexei, Tolstoi y Gordon, hacia el lugar donde Pedro creaba ya en su mente una nueva ciudad, moderna, de claro trazado y amplias avenidas, como conocía que existían en otros países de Europa.
—Verás, Luisa, es el paraje más hermoso de la tierra; la mar se confunde con el inmenso horizonte; el río Neva corre presuroso a encontrarse con su amada, con la mar, como Adonis vuela a reunirse con Venus. Ahí haré construir el fuerte que Rusia necesita para su defensa, y el puerto que unirá mi poderosa nación con todas las del continente, que pueden traer a la madre Rusia el soplo de nuevas ideas que tanto hemos menester.
—Alteza, sé bien de vuestro denuedo. Si en vuestra mente está esa ambición, la llevaréis a cabo.
—Artista, has de saber que mi cabeza aloja la entera ciudad. Una hermosa catedral que dedicaré a san Pedro y san Pablo se enseñoreará del propio fuerte. Mandaré construir un palacio a los pies de la mar, rodeado de jardines de fuentes imponentes que canten la líquida música del agua.[83] Las calles gozarán de un trazado esmerado, la pulcritud reinará en sus avenidas y sus parques poseerán tal variedad de plantas, que asombrarán a Europa. ¡Cómo hicisteis en tu amada Sevilla!
Tras varias jornadas, llegamos con el vibrante sol del septentrión a la casa de madera que el Zar se había construido al borde de ese mar que él tanto amaba. La luz del astro se deslizaba por las tranquilas aguas, convirtiéndolas en una gema de tonos verdiocres con transparencias de azur. Al desembarcar, lo primero que vi fue la pequeña morada de Pedro, que él amaba por encima de otras.
Comprendí su ilusión, comprendí la pasión de aquel monarca que, espoleado por su inagotable energía y visión, realizaría en esta hermosa tierra el fruto de su infinita imaginación; comprendí al innovador que quería para Rusia lo que admiraba en otros lugares de Europa; comprendí al artista que había surgido al contemplar la arquitectura y los jardines más bellos; comprendí al hombre que quería volar, que conseguiría que su mente trascendiera montañas y fronteras; comprendí al hombre y creo que me enamoré de él aún más y para siempre en ese mismo instante, cuando entendí su vasto proyecto, cuando mis ideas se unieron a las suyas; cuando alcancé a discernir la lucha que tendría que sobrellevar para vencer la resistencia de aquellos que querían permanecer en el pasado; aquellos que sólo querían transitar por lugares seguros; aquellos a los que las nuevas ideas les producían temor y desprecio.
Estaba enamorada, sí, con una violencia que me produjo un vértigo desconocido. Lo comprendí porque, de otra manera, en otra medida, yo había tenido que luchar para sobrevivir, mejor dicho, para que mi arte pudiera alcanzar su meta. Hube de vencer la resistencia a dejarme firmar mis propias obras; había tenido que batallar para que mi marido me dejara conciliar el cuidado de mi familia con el exigente trabajo de escultora; hube de lidiar con la desconfianza que amigos y vecinos mantenían hacia mi persona; hube de combatir, ¡y cómo!, para que me otorgaran lo que yo creía merecer.
Quise volar con la imaginación a territorios aún no conquistados por mujer alguna; pude lograrlo gracias al ánimo que mi padre siempre me proporcionó y que originó una fuerte fe en mí misma, una fe que muchos negaban; y sigo en ese afán, gracias al tesón sin fisuras que me sostiene cuando el ánima a veces flaquea; gracias a un diplomático esclarecido que me ayudó sin pedir nada a cambio; y gracias a un rey que supo valorar a una artista y entender a la mujer.
Y así mi mente se enlazó a la suya, y se hicieron una sola. Un sentimiento cálido y envolvente se apoderó de mí, y cuando tuve delante al Zar, me miró con asombro, pues mis ojos estaban anegados de lágrimas de emoción.
—¿Qué te sucede? ¿Olvidas tu promesa de que nada ni nadie podrá lastimar el tiempo que nos resta?
—Señor, la vida me ha regalado un sentimiento que no creía ya concebible. Me había resignado a que el amor, el amor de un hombre hacia una mujer, tan excitante y potente cuando es total, ausente estuviera de mi vida.
—¡Ahora tuyo es! Gózalo, goza este sentimiento que ha estremecido nuestros corazones. No te dejes distraer por afanes y cuidados. Desdeña todo aquello que no sea el presente. Ven, Luisa, vamos a medir el emplazamiento del fuerte.
Tenía delante de mí a ese gigante del norte, de la salvaje y tierna tierra rusa, que me había llamado a su corte aconsejado por Germán de Ory, marqués de Montecorto, que bien sabía del embrujo de esas gélidas estepas y de sus cálidos habitantes.
Salimos a navegar en un pequeño batel que, en memoria de aquella revelación que tuviera en Izmailovo, se había hecho construir. El suave céfiro nos empujaba blando hacia el septentrión, hacia los añorados y deseados parajes de la desembocadura del Neva, ahora propiedad de Suecia. Era un paisaje grandioso, con el delta del río abriéndose como un abanico que derramaba sus dulces aguas, acariciando las fértiles tierras. Arrió las velas y se detuvo en la contemplación de aquel mar que tanto amaba, y que era un elemento más que aumentaba nuestro entendimiento.
—Aquí, a este paraíso que ya perteneció a Rusia, tornaremos. Tornaré en son de paz; propondré al rey de Suecia, Carlos, un acuerdo mediante el cual obtendremos nuestra salida al mar. Edificaré una ciudad que será la admiración de todos los países del viejo continente. Surgirán palacios al borde del Neva, cada uno con su embarcadero para hacer una villa desposada con el mar. Sus anchas calles estarán iluminadas en la prolongada oscuridad del invierno. Y será asombro de todos su pulcritud, pues organizaré un servicio de limpieza que mantendrá la villa impecable.
—Sin duda será causa de pasmo —dije deslumbrada.
—Y ahora algo que te complacerá: fundaré bibliotecas y museos para que mis vasallos conozcan y celebren las diversas culturas que arribarán para nuestro deleite.
—Señor, todo esto es encomiable, mas los campesinos sufren de tribulaciones diversas; buscar el sustento, paliar el frío extremo, cuidar a sus enfermos…
Él me interrumpió impaciente:
—También remediaré su infortunio, pero han de instruirse.
—Majestad, ¿cómo haréis para atraer su consideración?
—¡Ah, mi incrédula artista! Ofreceré a los visitantes de museos y academias café caliente, vino y vodka, como presente de su zar. Conozco a los rusos. Vendrán. Y aprenderán a apreciar la educación.[84] El Mediterráneo ha gozado del poso de muchas culturas, nosotros debemos incorporarnos a la modernidad, a la par que aprendemos de las antiguas civilizaciones. —Quedóse un instante pensativo, para añadir—: La civilización pertenece a quien sea fuerte para hacerse con ella.[85]
Enmudecí ante el genio de un hombre que, en su mente, tenía ya establecido un plan completo de todo aquello que podía beneficiar a su pueblo. Me conmovía la imaginación con que había elaborado una sutil estrategia para cautivar la atención de sus súbditos.
La conversación había estado tan cargada de significado, que los dos permanecimos largo tiempo sin hablar. El abstraído en sus pensamientos, que yo ya hacía míos, tanto era el amor que por él sentía. No necesitábamos más palabras. Sólo el recuerdo de la larga singladura que habíamos de realizar para el retorno pudo apartarlo de aquel lugar. Volvimos en silencio, disfrutando de la claridad de medianoche, propia de aquella estación y de esas latitudes, tan etérea y mágica, que nos acompañó durante todo el trayecto.
Una tarde, con la caída del sol, en el tiempo en que en esas latitudes la luz parece venir de lejanos territorios, me hallaba yo terminando unos bocetos en el improvisado taller que el Zar había mandado construir para mí. Afligida estaba porque, una vez más, la reflexión que me devolvía a la realidad y acababa con mis sueños me había turbado. Entró él y, tomándome de un brazo, me hizo salir al jardín, donde aguardaban impacientes unos hermosos caballos.
Me condujo de nuevo a la vera del mar. Mi sorpresa fue tal que debí de quedar demudada, pues él me preguntó impaciente:
—¿Qué te sucede? ¿Qué mal te aflige en lugar tan hermoso?
—Señor, yo… —acerté a balbucear.
No era sólo asombro el pensamiento que me invadía. Toda mi alma estaba pendiente de sus palabras, de su voz, y además un sentimiento de gratitud inundaba mi ser. Ese hombre de mil talentos y mil ocupaciones había decidido desconcertarme y maravillarme para hacerme feliz.
Me debatía entre la incontenible dicha que me embargaba y la razón, que me avisaba del inminente futuro.
—¡Virgen santa, Madre mía, haz que el universo se pare en este instante!
Entonces él soltó esa risa plena de vida que me hechizaba y me preguntó complacido:
—¿Qué tiene tu tierra, Roldana, que produce esos conquistadores de mundos por conocer? Sois seres henchidos de una pasión que os impulsa a las hazañas, a pesar de los peligros y en contra de las dificultades.
Su favor, su estima, envolvieron mi alma y me dieron el valor para continuar viviendo algo que conocía había de terminar. Y cuyo fin me produciría inmenso dolor.
El espectáculo era seductor en grado sumo: flotando en las aguas de oro nos esperaba un pabellón que, unido a la tierra por fuertes cabos, podía alejarse y quedar flotando en las plácidas ondas. Acercaron el templete flotante y en él entramos atravesando un puentecillo de madera que Pedro recogió tras de sí. Estábamos solos. A nuestro alrededor, agua con reflejos dorados, un cielo estremecido de cárdenos, azules luminosos y una luz difusa, cálida, que ennoblecía todo cuanto acariciaba. Como su mirada, que posada en mí hacía que me sintiera la mujer más deseada del mundo.
Una mesa aparejada con cristales sutilísimos recibía la luz de mil candelas, que titilaban como enamoradas. Nos ofrecía viandas suculentas, vinos generosos y perfumadas frutas. Entre las bandejas, un cuenco de plata llamó mi atención. Contenía una sustancia negra y brillante, como diminutas perlas. Al ver mi asombro, el rostro de Pedro reflejó enorme satisfacción.
—Me complace enseñarte algo que tú no conoces, algo refinado y delicioso que jamás habrás probado: se llama caviar y es manjar propio de sirenas y tritones.
—Me abrumáis, majestad. Sois el Zar. Yo soy sólo una artista, una mujer extranjera que vive de su trabajo…
No me dejó continuar.
—¿Qué te angustia? ¿Qué produce tal zozobra en una mujer valiente como tú?
—No es propio ni cabal.
—¿Qué es lo que no es propio ni cabal?
—Vos y yo…
—¿Tú y yo? ¿Qué infelicidad oculta sufres por mi causa?
—¿Infelicidad, señor? Perdonad mi desvarío si con él os he disgustado. Nunca había sido tan dichosa, nunca me había nadie hecho sentir plenamente mujer como vos lo hacéis.
—Entonces ¿de dónde procede tu disgusto?
—Son mis yerros los que engendran mi confusión.
—¿Yerros, confusión…? ¿Qué te tortura?
Me costaba admitir mis temores, mi inseguridad. Deseaba ordenar mis pensamientos, pero un torbellino de encontradas sensaciones se agitaba desordenadamente dentro de mí. Al final, como suele suceder en estos trances, estallé de manera incontinente y dolorida.
—Mozo sois… ¡Y el Zar! Y yo artista extranjera, mujer, mayor que vos… ¿Cómo he podido estar tan ciega y creer que había de ser más que un capricho para vos?
Su expresión denotaba disgusto, enfado, incredulidad, estupor y desconcierto. Quedé anonadada. Era lo último que hubiera querido hacer. Me arrepentí de mi reacción visceral, pero ya era tarde. Él continuaba mirándome con extrañeza. Tras un prolongado silencio comenzó:
—La mujer ha sido discriminada durante siglos. La inteligencia y el coraje no son atributos exclusivos de los hombres. La bondad y la generosidad que la mujer reclama para sí las he encontrado en muchos hombres. Hombres y mujeres no somos iguales, pero las cualidades y las virtudes que nos adornan, así como los defectos que nos envilecen, sí lo son. Cada ser humano ha de ser valorado por sus acciones, temperadas por la intención. Así será en mi reino. Así será en la nueva Rusia.
—Pero, majestad, vos sois joven y gallardo, yo…
No me dejó continuar:
—Acabarás con mi paciencia. ¿Soy yo, el salvaje de las remotas estepas, quién ha de recordarte la mitología? ¿Nunca has oído la leyenda de Venus y Adonis?
Una imagen del pasado traspasó mi mente como el fulgor de un rayo la comprensiva expresión del embajador francés, conocedor de los sorprendentes resortes del corazón humano. Me irritó sobremanera mi ignorancia de las cosas de este mundo, mi mente reducida y mi ánimo temeroso de códigos establecidos. Y me lancé al amor que su generosidad me brindaba.
Escondía yo con afán la imagen que tallaba con esmero para él. Era de escuetas proporciones, para que pudiera llevarla consigo por doquier su destino lo condujera. San Jorge, que ondeaba victorioso en su estandarte, había de protegerlo de todo mal. Yo intuía que este viaje había de ser una despedida; no porque él así lo hubiera insinuado, sino porque el sentido cabal de la vida me hacía comprender la imposibilidad de este amor.
Por otra parte, henchida de felicidad, apartaba estas ideas como si de malos pensamientos se tratara. Quería vivir el presente, mientras que él anhelaba el futuro. Mi mente se debatía en un constante vaivén de deseos venturosos, remordimientos por mi debilidad y el recuerdo de la realidad que, más temprano que tarde, habría de atraparme.
Una tarde en que él regresaba de inspeccionar la costa con Gordon, Tolstoi y Menshikov, entró en la cámara que me servía de pequeño estudio. Le presenté sin mediar palabra el rutilante estuche de damasco carmesí que contenía el San Jorge. Su expresión de contento y admiración era mi premio.
—Mucho me contentaría que lo portarais siempre con vos. Es vuestro santo. Está presente en vuestras enseñas y os guardará de todo mal.
—Tú serás la que estés a mi lado en todo momento. Tú y otros artistas me ayudaréis a cambiar Rusia.
Algo hubo de traslucir mi ademán, pues demandó entre asustado e imperioso:
—¿Qué ideas me ocultas? ¿Qué diseño tortuoso elucubra tu cabeza?
—No es nada, señor.
—Entonces muda tu ánimo. ¡Apréstate, vamos a cabalgar bajo la luna!
Y sin dejarme anular su entusiasmo, me llevó en volandas.
Salimos al recoleto jardín que rodeaba la casa de madera. Las wisterias que trepaban por la pared entremezclaban su tenue perfume con el intenso aroma de las lilas, que formaban un denso seto delante de la valla. Durante el día los diversos azules de las glicinas competían con los profundos malvas de las flores del seto. Pedro amaba esta casa sencilla, donde la brisa de la mar lo despertaba por la mañana; donde le era dado olvidar las decisiones, muchas veces inexorables, que estaba forzado a tomar; donde gozaba de la llana felicidad de la que tanto gustaba.
Los caballos nos esperaban piafando alborozados, presintiendo el paseo por la amable naturaleza con la que nos deleitábamos en el presente. El verano en el norte era extraordinario; los tonos de verdes más rutilantes y variados cubrían árboles y arbustos; flores fragantes, lilas blancas, celindas y lirios del valle aromaban las albas noches; la luz, que permanecía hasta casi la madrugada, era etérea y difusa, y daba paso a una corta noche en la que luciérnagas y candelas derramaban su magia potente.
¿Cómo podía yo resistirme a ser dichosa?
Montó Pedro en su caballo blanco, que lo acompañaba allí adonde fuera. Sus negras patas y sus crines de azabache danzaban con impaciencia esperando el momento de la partida. Por fin dio él la orden y comenzamos un trote lento y cadencioso que hacía disfrutar la anticipación del galope. No nos demoramos mucho en alcanzar nuestro destino. Se vislumbraba una cabaña tras un bosquecillo. Las sombras invadían ya la tierra y desmonté sin saber adónde me conducían mis pasos. La oscuridad presidía el jardín, pues los altos árboles no dejaban penetrar los rayos de luna.
Nos acercamos, con sosiego él, yo curiosa. Abrió despacio la puerta de la casa. Un vivo resplandor fue poco a poco revelándose a mis ojos atónitos.
Nos adentramos en una selva de velas que chisporroteaban una luz titilante; que se reflejaba hasta el infinito en unas paredes que recibían el intenso fulgor, para irradiarlas a su vez en ardiente centellear. Flores de penetrante aroma, todas en los más diversos tonos de amarillo, del claro de luz serena al cálido ocre, se arracimaban en grandes búcaros dorados. El pavimento había sido realizado por pacientes ebanistas rusos, en toda suerte de maderas de los mismos colores que las diversas tonalidades del ámbar, formando taracea de preciosa gema. El efecto era deslumbrante.
En el centro de la espaciosa estancia, una mesa cubierta de damasco color del oro ofrecía manjares que se adivinaban exquisitos.
Cuando pude articular palabra pregunté:
—¿Dónde nos hallamos? ¿Ha querido mi ventura que sin morir nos encontremos en el Edén?
Él se divertía siempre con mi estupor. Sus ganas de vivir producían situaciones que resultaban inimaginables. Y yo era alguien que apreciaba los espacios imaginarios, el ensueño; que necesitaba aprender para crear.
—No es el paraíso. Todavía no. Pero se aproxima. Es una cámara de ámbar. «Oro del Norte», así llamado por los pescadores del Báltico, que desde tiempos remotos recogen después de las tempestades este regalo de la mar. Los minuciosos y mañosos artesanos rusos lo transforman en collares, zarcillos y brazaletes. Convertido por manos expertas en finas láminas, ornan hoy la sala que tanto te maravilla.[86]
—Majestad, el pasmo no da licencia para expresar mi fascinación. La utopía se hace realidad; lo imposible se revela factible: el ámbar es el calor del sol, la luz ardorosa del mediodía, el calor del amor…
—El ámbar —interrumpió él— es palpitar de vida que se esconde durante siglos en la roca y es dádiva de las aguas a los hombres. Hoy conoces su esencia.
La conversación fluía sin esfuerzo. No bien acabábamos una frase, empezábamos otra, con otro argumento, inspirada en un asunto diferente. Las palabras no eran lo bastante veloces para poder expresar todos nuestros pensamientos. Las perlas negras, caviar lo llamaba el Zar, que había probado con anterioridad, me parecieron aún más exquisitas; el canto de los pájaros, que ansiaban anunciar la aurora, más grato. En resumen, estaba enamorada y el mundo se me antojaba el cielo.
Antes de que amaneciera, quiso él partir, pues decía que la luna sobre la piel era portadora de fortuna. Cabalgamos en la noche, atravesamos un bosque en el que la claridad del astro nocturno creaba figuras alargadas que a mí se me antojaban hadas y otros seres fantásticos. Supe en ese momento lo que era la felicidad, total, completa. Pero intuí así mismo que era perecedera.