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NON POTEST CUM TIMORE
(junio de 1691)

Pasábamos muchas horas juntas y la interminable luz del estío del septentrión comenzaba a influir en nuestro ánimo. Así, un día en que gozábamos de exaltación considerable y, a la par, nostalgia de nuestra tierra, fue Carmen a por unas castañuelas, y, animadas por su repiqueteo y el batir de nuestras palmas, nos enzarzamos en un intrincado dédalo de pasos y figuras de danza del amable sur. Cuando bailábamos con un frenético compás, vimos en el umbral una figura que nos observaba con aire curioso y jovial. Era Alexei, Alexshasha como lo llamaba el Zar, que gritando «Brava, brava» se unió a nosotras, añadiendo a la coreografía meridional unos atléticos saltos de cosaco. Bailamos y reímos hasta que caímos exhaustos sobre los almohadones al lado de la ventana.

—Alexei, ¡esta tierra en esta época del año se torna electrizante! —exclamé yo entre risas—. ¡Me siento tan viva!

—¡Qué pasión, qué fuego! —comentó divertido Alexei—. ¡Que no os vean nuestras pacatas de la corte; creerían que es una danza diabólica!

Y riendo aún, se marchó, saludándonos a las dos con una profunda reverencia.

Carmen, ante el comentario de Alexei, había adquirido de repente un gesto severo. Pero nada dijo.

Pasaron varios días, y un atardecer glorioso, cuando el sol se tornaba de oro y el cielo pugnaba por ofrecer sus más intensos colores, se abrió la puerta despacio, con suavidad, y con suma lentitud asomó la cabeza del Zar.

—¿Interrumpo algún baile que yo debería prohibir en esta tierra de santos?

Y se echó a reír con una risa franca, contagiosa, que tenía el poder de resucitar a un muerto. En esos instantes no veía ni podía pensar más que en ese hombre, que transmitía un mundo de felicidad, emoción y alegría de vivir. Carmen, por el contrario, temía. Temía el día de mañana, el reencuentro con la realidad, el dolor de vivir un sueño que tenía fin. Aparecieron por el estudio unas mujeres que portaban un servicio de té y nos sentamos los tres al lado de la ventana. Pronto se nos unió Alexei.

—Según me ha referido Alexshasha, bailabais el otro día, y él con vosotras, una danza de vuestra tierra que también el embajador Dolgoruki considera embrujadora.

—¡Era frenética, insinuante y maliciosa!

—¡Alexei —interrumpió Carmen—, no seáis zaragatero! Es un baile de nuestra tierra muy formal y a carta cabal.

—No te ofusques, Carmen. Quiero que me contéis de vuestra nación, de sus costumbres, de sus mares. Deseo que me narréis historias de vuestra tierra.

—Majestad —inicié—, la mar de mi Cádiz es transparente y límpida como lágrimas de sirena. La dulzura del clima nos llama para que salgamos a contemplar la armonía del universo creado por Dios, y nuestras gentes llevan en el alma la alegría del sur.

—Y las naves que arriban de Indias ¿dónde atracan?

—Señor, como bien os dijo el príncipe Dolgoruki, Cádiz crece acorde con la importancia de su puerto, pues allí llegan muchos barcos con plantas, frutas, aves y mil maravillas de Indias. Mas Sevilla, desde hace décadas, es la destinataria de todos aquellos portentos que del Nuevo Mundo vienen. Es un río mágico que nos trae los sueños de allende los mares; que es vehículo de nuestras artes hacia aquellas tierras; que trae con su brisa los sones lejanos, e interpretados en sus márgenes, inician el tornaviaje con los aromas de antiguas civilizaciones que en nuestro solar perduran.

—Relato extraordinario has hecho, Roldana. He oído que una mujer que tiene la excelencia como meta, Sibylla Merian se llama, copia en su reducido taller de Amsterdam la flora, los insectos y la fauna varia que los españoles portáis de vuestros territorios de Ultramar, con tal realismo que asusta contemplarlos. Pediré a mi embajador que rescate alguno de esos prodigios para mi colección. —Y como hablando consigo mismo murmuró—: He de visitar a la Merian cuando viaje a aquellas naciones…[78]

»Y ¿probáis a aclimatar esas variedades raras que arriban de lejanos territorios? ¿Abundan los parques y jardines en vuestras soleadas villas?

—Así es, majestad. Sevilla es un vergel en el que crecen especies insólitas; plantas medicinales que curan los males; y con las que se preparan ungüentos que embellecen el cutis de las damas, las frutas que allí cultivan son de considerable nutrimiento y aroma embriagador.

—Y el baile ¿de dónde proviene?

El Zar parecía genuino, mostraba auténtico interés por desentrañar los secretos de los distintos países, su origen, su ser intrínseco. Su curiosidad no tenía límites. Cada pregunta originaba otra.

—Esos pasos de danza en los que Alexei participó con garbo datan de la época árabe. Muchas otras cosas hermosas las debemos a su legado.

—¿Cómo se baila?

Y poniéndose en pie de un salto, plantado ante mí, me cogió de la mano esperando la lección. Yo le expliqué unos pasos sencillos con los que podíamos formar unos arabescos no muy complicados, cruzándonos y girando en derredor. Alexei, animando a Carmen a hacer lo mismo, se lanzó con entusiasmo a la labor.

—Señor, no debéis perder nunca la mirada de vuestra pareja.

En cuanto lo hube proferido, me arrepentí. Podía parecer una provocación. Sus ojos permanecían en los míos. Ya no era dueña de mi voluntad, mi ser estaba en tensión, como la cuerda de un violín, como la cresta de una ola. Recordé las enormes ondas en el naufragio. La visión de sus aguas estrellándose contra las rocas sobrepuso en mi mente la imagen de la destrucción.

—Es tarde, majestad. Con vuestra venia, habremos de retirarnos.

—¿Qué te sucede? Ahora que me estaba solazando.

Había sentido la mirada reprobadora de mi prima que se clavaba en mí, recordándome mi edad, mi situación. Me había devuelto a la realidad. En ese palacio los muros tenían ojos y las puertas, oídos. No había sido prudente dejarse llevar así de nuevo. El Zar pareció entenderlo e inició la retirada, diciendo al marchar:

—Has de contarme esa fiesta inigualable de los toros. La bravura de tus gentes me cautiva.

El banquete

Las esculturas formaban en el taller un bosque inanimado que parecía aguardar el soplo de vida que les permitiera convertirse en seres humanos. Observaba yo las dulces Vírgenes, los tiernos Niños y los arcángeles guerreros. Sería mi legado para Pedro cuando hubiera de dejar este país que acabaría viviendo en mi corazón.

Gocé al realizarlos, como también disfruté con los bocetos rápidos, inmediatos, con los que plasmé la vida diaria de Rusia: la nieve refulgente bajo el sol; los vivísimos colores con que los rusos animaban el largo invierno; las alegres bodas y las solemnes procesiones; la imponente arquitectura, tan oriental, tan bizantina; y tantos rostros alegres o dolientes, confiados o taimados, leales o con la traición en las pupilas: la vida, en fin.

Carmen entró en tromba en el estudio, cuando yo ansiaba la soledad que requiere la reflexión. Enarbolaba un cartón en signo de victoria.

—¡Una invitación a un banquete! ¡Por fin habemos acontecimiento gallardo! ¡Niña, que ya era en demasía tanto labrar, dorar y estofar!

—Deja tus lamentos, prima. El trabajo es lógica consecuencia de esta demorada estancia.

—¡Y tan demorada! Aquí yo no voy a encontrar marido cabal. Ganas tengo de tornar.

—Muchos te han rondado, pero tú no has querido a ninguno.

—Luisa, hija, que son muy peregrinas estas gentes. Casar yo quisiera con alguien como yo, de mis costumbres, mi lengua, mi afán…

—Eres moza lozana. De retorno a la corte pretendientes no te han de faltar.

—Que sí, que sí. Que a ello me he de consagrar en Madrid.

Estaban todos los huéspedes del convite congregados, esperando la llegada del Zar. Era, en realidad, el círculo más estrecho de Pedro. Conocíamos a todos los hombres y sólo a algunas de las mujeres. Me había vestido con ilusión y esmero, luciendo atuendo de seda gris, del sutil tono de las perlas, y en el erguido moño, unas plumas de tinte plateado que contrastaban con mis cabellos, aún con reflejos de oro. Carmen, más joven y menuda, estaba espléndida con una seda del color de los mirtos.

Entró el Zar, magnífico con su casaca oscura, a la moda de Europa, bordada en las mangas y los bordes de la solapa con volutas de hilo de oro. Llevaba, a modo de calzado, unas botas de terciopelo recamadas también en oro. El bordado figuraba unas caras bigotudas y aviesas que quedaban justo debajo de sus rodillas. La expresión entusiasta del Zar, que yo tanto amaba, con un deje de malicia, que tanto me confundía, lo acompañaba también esta noche.

Junto a él estaban dos de sus amigos, Pedro Tolstoi e Iván Musin-Pushkin. Al primero lo conocía: mirarlo provocaba zozobra, su faz en triángulo albergaba unos ojos pequeños, de mirada intensa; la nariz larga y estrecha conducía a una boca alargada y escueta que apretaba en desdeñoso gesto. Toda esta apariencia era engañosa, pues era hombre de imaginación e ímpetu inteligentes; ponderado y observador, y profesaba profunda lealtad al Zar.

Al segundo lo había entrevisto en Preobrazhenski. Su pelo enmarcaba una cara de pómulos altos, con espesas cejas arqueadas que cobijaban ojos negros como azabache en contraste con la cabellera prematuramente gris. La mirada avisada denotaba una ironía jocosa. En efecto, en cuanto comenzaron a saludar a su alrededor, en torno a Iván se organizó un corrillo en el que él se encargaba de confirmar esa impresión. Sus oyentes recibían con regocijo sus comentarios henchidos de fino ingenio.

Una vez que hubo Pedro departido con unos y otros, mientras mis ojos lo seguían ajenos a mi voluntad, inició la entrada a la sala donde tendría lugar el banquete. Tres anchas ventanas dejaban contemplar el jardín; las paredes estaban cubiertas de cuadros y miles de velas daban un resplandor mágico a la estancia. La mesa, en semicírculo, cubierta con un refulgente damasco oro donde lucían toda clase de bandejas de plata y vermeil[79] ofrecía viandas delicadas o bien contundentes. Apetitosas aves adornadas con sus plumas; pasteles de carne con sus humeantes chimeneas por donde se escapaba un penetrante aroma a especias; frutas relucientes de todos los tamaños desbordaban los fruteros que se alzaban sobre columnas doradas. Pebeteros de plata quemaban esencias y el calor de la combustión hacía girar la diminuta banderola que coronaba el incensario.

Como camino de mesa, varios barcos con las velas desplegadas, en plata cincelada con esmero, portaban en su cubierta deliciosos pasteles, rosquillas y dulces variados. Numerosas candelas contribuían a la seductora atmósfera, con su rítmico chisporroteo, creando luces y sombras en los rostros de los comensales, exaltando la finura de un óvalo, enmarcando la dulce expresión de unos ojos o escondiendo aviesas intenciones. La vida me parecía tan placentera, que temí despertar y comprobar que era un sueño.

Algunos comensales intentaban comer de las bandejas sin usar cubiertos, y mucho menos servilletas. El Zar los reconvenía sin mucha acritud, y tras algún intento, ellos tornaban enseguida a sus salvajes modos. En otra mesa, se sentaban varias damas con la sola compañía masculina de Alexei Menshikov. Una de ellas iba ataviada a la moda europea: vestido de seda color de la arena, muy ajustado en la cintura, amplias las sayas, y las mangas, el escote y el tocado, de dorados encajes, enhiestos y tiesos en la coronilla. Era una mujer hermosa, muy rubia, con unos ojos de miel que resplandecían cada vez que en el Zar se posaban.

Sentí traspasarme el puñal de los celos. ¿Era su amante? ¿También ella se consideraba especial estando a su lado?

En aquella ocasión pude percibir con claridad, una vez más, los dos mundos: el ruso, con sus hábitos simples y antiguos, y el europeo, que por decisión de Pedro se había de imponer poco a poco. Yo observaba con suma atención, para intentar desentrañar ese universo cambiante al que pertenecía la persona más fascinante que jamás hubiera conocido. Carmen y yo cenábamos juntas en una mesa que compartíamos con Pedro Tolstoi, Boris Kurakin y el embajador De Ory, que había regresado de París. El conde Tolstoi hacía mil preguntas al francés, cuyas respuestas eran celebradas por el ruso con su acostumbrada agudeza. Kurakin escuchaba atento, sin perder una palabra. Percibí que me observaba, como preguntándose qué clase de problemas podría yo plantear. ¿O era mi imaginación, que elucubraba disparates? No era tal. Aprovechando que Tolstoi entretenía con una de sus historias a los demás, Boris me susurró:

—Roldana, habréis de incrementar el cuidado de vuestra persona. El favor con el que el Zar os distingue produce rabia incontenible en personas de posición elevada.

—No me alarméis. Sufrí ya de cruel espanto hace unos meses.

—Tuve noticia de vuestro percance; porque, gracias a la intervención de Alexei, percance fue, que no tragedia. En todo momento habéis disfrutado de atención y custodia.

—¿Qué intención escondida guardan vuestras palabras?

—Por una parte, quiero aseguraros que contáis con una esmerada asistencia aunque a fuer de discreta, no la percibáis. Y también, debo advertiros que os mantengáis alerta. Estoy casado con la hermana de Eudoxia. No es ésta mujer para Pedro. Su mediana inteligencia y su educación la hacen pacata, sometida y timorata. Nunca podrá comprenderlo a él. Pero sí es capaz de resentimiento hacia quien, cree ella, le roba el afecto del señor de estas tierras. Y conserva todavía medios para hacer el mal. Estad vigilante. Nosotros lo estaremos.

La conversación fue bruscamente interrumpida por unos músicos vestidos de paño ligero verde oscuro engalanado con alamares dorados que interpretaban con balalaicas y laúdes turcos una melodía ora cadenciosa y sensual, ora dinámica y vertiginosa. Inesperadamente, un oboe elevó despacio, con mesura, su voz solitaria. Era, imaginé, un canto de amores felices, pero que se hallaban destinados a la nostalgia. Las dulces notas se enredaban en mi corazón, haciéndome sentir una emoción intensa, que fue apoderándose de mi ser. No sabía yo en ese momento que esa música quedaría grabada a fuego en mi memoria. Miré al joven que interpretaba la canción de ese instrumento, tan tierno, tan humano.

Tenía los ojos cerrados y se veía con claridad que cada fibra de su ser vibraba con cada son. Mi mente vagaba en el andamio de amores y encuentros que sugería el oboe, simbolizando de manera fehaciente mi propio sentir.

Abstraída, olvidando el mundo que me rodeaba, no percibí que el músico había concluido su lamento. Jamás olvidaría ese canto. Pero no hubo más tiempo para la introspección.

Surgieron como en tromba de un ángulo del salón unos jóvenes atléticos que danzaron a la moda rusa, con toda suerte de cabriolas, volteretas y saltos inimaginables, a la par que se acompañaban con estentóreas voces que animaban su esforzado baile.

Alexander Menshikov se unió a ellos, así como Iván Musin-Pushkin, siendo coreados por los asistentes con vivo entusiasmo. En esa eufórica atmósfera, yo me tenía por la mujer más afortunada que haber pudiera. Sustituyeron a los instrumentos locales otros de origen europeo. Violines de rubias maderas y sonido de cristal, violas de gamba de cuerpo rotundo y voz humana y esbeltos oboes compusieron un armónico minueto.

—¡Amigos todos, olvidad el protocolo! ¡Los hombres pueden convidar a bailar a cualquier mujer!

El Zar se levantó de su asiento y se dirigió hacia mí. El corazón me latía a velocidad inusitada. Temía yo que los presentes pudieran descifrar mi agitación. Hasta el momento, nuestros encuentros habían tenido lugar en compañía de amigos del Zar o de mi prima. Esta vez, él me distinguía ante un gran número de gentes de calidad.

Todas las miradas convergieron hacia mi persona. Pedro estaba ante mí, invitándome. Compuse mi ser lo mejor que supe y pude. Cinco parejas estaban ya formadas en el centro de la estancia, esperando al Zar. Cada vez que los pasos de baile de él me separaban me faltaba la respiración, para tornar cuando su mano me conducía de nuevo al son de una música embrujadora. El era como el sol que da la vida.

«¡No quiero que acabe! Nunca, nunca olvidaré estos momentos. Así viva cien años», pensé.

Cuando la danza hubo terminado, el Zar me condujo hasta su mesa, señalándome un asiento junto al suyo.

—Si bien observas, en este banquete están los símbolos de aquello que deseo para Rusia: los barcos representan la Marina que he de construir; los invitados son rusos y europeos, en perfecta armonía, así como la música; la vestimenta escogida es a la moda de Francia o de los reinos germanos; en fin, la modernidad.

Parecía satisfecho, orgulloso de traer a su amada tierra la prosperidad, el futuro.

—Señor, es magnífico vuestro empeño —me atreví—. Los países pueden tomar de otros lo que ya probó ser benéfico.

—Muchas son mis aspiraciones, Roldana. Quiero que las distintas religiones sean toleradas y respetadas; he de fomentar la minería y el libre comercio. Llamaré a los científicos que necesitamos para incorporar Rusia al mundo; y a los artistas que traerán las diversas culturas que durante siglos se han sedimentado alrededor del Mediterráneo.

—Habláis siempre de una salida al mar, ¿será hacia el este o bien hacia el oeste?

—Ambos. En el momento actual, Suecia ocupa el Báltico, pero ahí está nuestro puerto natural. En cuanto al este, el mar Negro es el lugar adecuado.

—Esforzados retos os aguardan, majestad. ¿Tendréis tiempo para vivir?

—Vivo en estos empeños; me regenero con la actividad y el pensamiento que traerán a Rusia la libertad y la harán grande. Mira los hombres que están en este convite, ¿qué te indican?

—No lo sé de cierto, señor. ¿Su lealtad?

—Sí, también. Pero lo más importante es su capacidad. Nadie debería tener derechos por su nacimiento, sino que su dedicación y esfuerzo fueran los que labraran y cimentaran su vida. Son mis consejeros de origen diverso, muy diverso. Alexei, hijo de un panadero; Sheremetev, Tolstoi y Kurakin, de los poderosos boyardos; Patrick Gordon, Lefort y tú misma, extranjeros; pero todos tenéis algo en común: podéis enseñarnos.

—Yo, a mi vez, aprendo de vuestras costumbres, arquitectura y pintura.

—En eso consiste mi afán: el intercambio. El libre comercio de la artesanía, los textiles y la minería traerá a Rusia beneficios sin límite. Habremos nosotros de incorporar unos métodos de estudio eficientes para que el pueblo aprenda a crearse a sí mismo una existencia mejor.

—Drásticos son vuestros cambios, en un pueblo que se resiste a las mudanzas. ¿Cómo haréis para implantar vuestras ideas?

—Soy el Zar. Puedo hacerlo, y ¡por san Jorge que lo haré!

Como si la noche no hubiera sido lo bastante extraordinaria, Pedro había programado un espectáculo que me iba a dejar sin aliento. Unos mozos expertos apagaron con celeridad todas las velas, y el Zar nos invitó a todos a que lo acompañáramos a los balcones.

Inició la música con la fuerza de un trueno. Un relámpago de luz cruzó el oscuro firmamento, para deshacerse en un haz de brillo infinito; siguió una tromba de fuegos artificiales acompañados de armonías ora lentas, ora alegrísimas, según fuera el artificio.

Inmensas corolas de flores de variadas formas se deshojaban en fulgores de plata sobre el agua, que recibía serena el ardiente regalo de luz. La luz, símbolo del sol, que evocaba a su vez el poder del monarca, atravesó el cielo en toda su magnificencia.

Luego la cadencia se hizo triste, y entonces, como de las entrañas de un ser solitario, nació la nostálgica voz del oboe, cortejando a unas lentas estrellas de fuego blanco que caían silenciosas sobre las negras aguas.

Tornó la vibrante melodía en un alarde de resplandores; el cielo se cubrió de luces que centelleaban como luceros y que, reflejadas también en el río, creaban una visión más auténtica que la real.

Los ojos de Pedro, al posarse en mí, brillaban haciendo competencia a los ardientes fuegos de artificio.

Novodevichi

Unos días después, Alexei me contó una nueva intriga que, una vez más, el Zar había conseguido aplastar. Me describía la escena de una manera tan vivida, que parecía que hubiera estado allí. Mas sin duda, alguien que había estado presente, así se lo había referido. Su voz melodiosa comenzó a desgranar el relato: «La zarevna Sofía aguardaba con curiosidad la visita que le había sido anunciada. Sabía que sólo el resentimiento había atraído a Eudoxia a su lado. Ésta se presentó con exageradas muestras de afecto que antes no se habría molestado en fingir. Pero eso no importaba. Lo que Sofía necesitaba eran aliados firmes y con conexiones en la corte y el poderoso clero para apartar para siempre jamás del trono a Pedro, para derrocar al odiado Zar. Ella, encerrada en este monasterio, tenía cortadas todas las vías de comunicación con sus antiguos amigos y con todos aquellos descontentos que, según rumores que a ella llegaban, crecían día a día.

»La Zarina iba vestida con larga túnica oscura, y un velo ligero cubría su cabeza. Sofía sonrió. Para dar la bienvenida a su pariente, y por la satisfacción de ver que Eudoxia vestía a la moda rusa, desafiando así las indicaciones del monarca y ofendiendo al esposo, que gustaba de la vestimenta europea.

»Sofía se mantenía de pie, erguida, majestuosa, como si todavía conservara poder. Alta y rotunda, su vestido blanco bordado en oro estaba recamado en cuello y mangas con brillantes gemas de colores. Su mirada seguía teniendo aquella energía que había cautivado a tantos de sus súbditos.

»Invitó a sentarse a Eudoxia con cortesía, y con una leve señal, hizo que sus damas las dejaran solas. Tras preguntar por su hijo, el zarevich[80] Alexis, suspiró con aflicción:

»—¡Malos tiempos nos aguardan! Dios os ha bendecido, querida Eudoxia, con un hermoso hijo, pero esto mismo os obliga a estar avisada, pues mi amado hermano, el Zar, alejándose de los sabios consejos de popes y monjes santos, se ha dejado hechizar por extranjeros de diabólicas costumbres que, si no los paramos, corromperán sin remedio nuestra madre Rusia.

»La expresión de la Zarina le mostró que su dardo había entrado en la herida.

»—Observo con placer —dijo Eudoxia— que vuestro confinamiento no os impide conocer la situación que nos aflige.

»—Me percato de lo que sucede, mas nada puedo hacer para remediarlo. Estas paredes me mantienen prisionera e impiden a mis amigos acudir a mí».

Alexei, interrumpiendo el relato me dijo: «Como podéis comprobar, el Zar no se equivocaba al mantener bajo vigilancia a Sofía». Ante mi silencio, Alexei continuó:

«—Yo podría ayudaros a que este encierro viera su fin —sugirió Eudoxia.

»—¿Qué elucubra vuestra mente sagaz?

»—Temo por la vida y la corona de mi hijo. El clero está inquieto con los cambios del Zar, y enojado por la preponderancia de extranjeros petulantes que hacen mofa de nuestras santas costumbres y gobiernan la nación.

»—Sí, sí, eso ya lo sé. ¿Qué proponéis?

»—Vos tenéis muchos partidarios en la corte y fuera de ella. Yo no domino los entresijos de palacio, sus intrigas, alianzas y traiciones. Vos tenéis conocimiento de todo esto. Os estoy ofreciendo ayuda a cambio de información: a quién debo dirigirme, en quién puedo confiar y cómo he de hacer para no levantar sospechas. Mi amado esposo es astuto y recela de todos.

»—Es cierto que unidas podemos tener más fuerza. Pero hacéis bien en extremar la prudencia. Pedro tiene a su alrededor muchos leales, y vuestros movimientos de cierto son espiados.

»Eudoxia se sintió desanimada y calló con gesto de resignación. Entonces Sofía continuó:

»—Pero nuestro designio no es imposible. No puedo daros ahora por escrito una relación, que hallada podría comprometernos. Esta visita ha de verse, si conocida, como piadoso deber. Por medio de mis espías, os haré llegar los nombres de aquellos que tienen poder y con los que podéis contar. Mi enviado os dará a conocer “ojos y orejas”[81] que os sean de utilidad.

»—Una cosa más —el tono de Eudoxia se llenó de rencor—: necesito hombres decididos, que puedan crear un accidente, originar una enfermedad súbita o un encuentro desafortunado.

»—¡Ah! Veo que tenéis a alguien preciso en mente.

»—Así es. Juntas eliminaremos toda esa escoria que quiere dominarnos. Ayudadme y vuestro premio será la libertad.

»Sofía respondió con irónica sonrisa:

»—Mi precio es el poder».

Al acecho

Tras la experiencia vivida, mi imaginación no admitía fronteras. Ansiaba que así fuera. Me consagraba con pasión a mis esculturas, con tal intensidad que me parecía laborar como en un sueño, en un tráfago de ansias y afanes próximo a la embriaguez. Carmen, siempre con los pies en la tierra, me aconsejaba mesura y tranquilidad. Yo la escuchaba, pero al poco, la urgencia del deseo de realizar todo lo que a él había de complacer me instigaba a volver a las andadas. Una de esas tardes en que yo había agotado la paciencia de mi prima y me había dejado sola en el estudio, unos golpes sordos, casi inaudibles, sonaron en la puerta. Di la venia, para que quien fuera, pasara. Y al hacerlo, la sorpresa me dejó atónita:

Una muchacha de aire asustado me habló en español:

—Roldana, hablad quedo. Que nadie conozca nuestro afán. Vengo a advertiros de inminente peligro.

—¿Peligro? ¿De qué amenaza me avisas?

—Del mal cierto que os acecha —respondió ella.

—¿Quién sois, y por qué os arriesgáis por mí?

—¿No me reconocéis? Soy aquella a quien ayudasteis en Cádiz.

Dudé durante unos instantes. La faz que asustada miraba en derredor me era vagamente familiar, cuando de repente la luz del recuerdo se abrió en mi mente.

—¿La bailarina? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—Gracias a vuestra largueza pude alcanzar la casa de mi hermana. Ella me acogió con el amor que siempre me había manifestado. Pero inmensa fue su extrañeza cuando, a los pocos días, aquel por el que hallé mi mal vino en mi busca. Mi hermana, confusa, le preguntó por sus intenciones. Él respondió que anhelaba desposarme. Nos casamos y él me trajo a este país. Soy feliz y os estaré siempre agradecida por ello. Pero basta de charla. He de referiros lo que pesa en mi corazón.

—Habla, por Dios. Me tienes en ascuas.

—No sé si recordáis que mi marido servía como escolta al embajador Dolgoruki durante su viaje a España. Ahora sirve como guardia en palacio, donde tuvo la oportunidad de escuchar la conversación que os concierne.

—¿Qué sucede? —inquirí alarmada—. ¡Cuenta, por Dios santo!

—La Zarina os considera mujer pérfida y engañosa; cree que deseáis poder e influencia, que sois una bruja extranjera que traéis maleficio y destrucción con vuestras costumbres depravadas y licenciosas.

—¡San Miguel me asista! ¡Qué horror!

—Prepara un diseño espantoso: recibiréis unos guantes… Unos guantes perfumados, de la piel más suave que hayáis tocado jamás y forrados de extraordinarias cibelinas. Os los presentarán como regalo del Zar. No se os ocurra tocarlos, están impregnados de potente veneno. Moriríais al menor contacto. Y ahora, chitón, debo partir. ¡Recordadlo, os va en ello la vida!

Acudí a la princesa Dolgoruki, que estaba en Moscú, ya que sus temores se habían confirmado. Ella sabría qué hacer. La conversación no fue fácil, me costaba hallar las palabras. Pero ella, mujer juiciosa y sagaz, supo adivinar la situación: mi pasión, el deseo de ocultarla y su evidencia.

—Bien os advertí de las celadas que aquí encontraríais. Estáis en peligro.

—Vos dijisteis que la Zarina no era un gran problema, que era…

Me interrumpió irritada:

—¿Cómo podía imaginar que vuestro objetivo sería nada menos que el Zar? ¿Que no os contentaríais con que os admirara como artista?

—No era ése mi propósito.

—El caso es —prosiguió la Dolgoruki— que hemos de actuar. Si no ponemos remedio, aunque esta vez fallen sus maquinaciones, lo intentará de nuevo. Dejadme hacer, pero estad atenta.

Como de costumbre, Carmen fue mi paño de lágrimas. Yo no quería angustiarla, pero sí tenía que conocer el acecho que sufríamos, pues estimaba que era mejor que estuviera prevenida.

Viví angustiada varios días, hasta que una tarde apareció el Zar:

—No recibirás ningunos guantes. Prepara tus enseres, te llevo a conocer el futuro: San Petersburgo.[82]