LA BODA
(mayo de 1691)
La luz que se filtraba por los emplomados cristales del taller era cálida y rosada. Abrió Carmen la ventana para aspirar esa brisa de tarda primavera que, tras el largo invierno, resultaba un milagro.
—¡Niña, mira, qué esplendor! Temía yo que los hielos fueran eternos. ¡Asómate!
Dejé mi cincel y el trapo con el que apartaba las virutas de la madera, y me aproximé a la ventana. El jardín que a nuestro alrededor se extendía formaba, en un mar de verde tierno de la nueva hierba, coloridas olas de las más diversas flores. La riqueza de las aguas de las nieves había proporcionado a la tierra esta eclosión de vida exuberante. El Moscova discurría con su caudal cristalino y opulento, resultado del deshielo enriquecedor, para encontrar las campiñas que alimentaría con el más potente de los elementos.
—¡Es un prodigio, Carmencita! Y nosotras siempre aquí encerradas y sin gozar de este regalo de Dios.
Una música lejana se dejó oír. Las notas brillantes de un violín se destacaban de los otros instrumentos.
—¡Ea, prima! Vamos a gozar de un asueto, que bien lo hemos menester.
Salimos de palacio y, en la anchurosa plaza que se abría ante el Kremlin, nuestros ojos se vieron asombrados por el espectáculo que allí se desarrollaba. El cortejo de una boda se había detenido ante la residencia de sus zares como símbolo de acatamiento y reverencia. Tres músicos precedían a los novios y sus familiares. En ese momento el violín desgranaba un ritmo pleno de vivacidad y energía que hacía danzar a los chiquillos que, curiosos, acompañaban la fiesta. A este instrumento siguió la balalaica, con una melodía romántica, muy adecuada para la ocasión de amores; y por último, una flauta que reproducía de manera singular los cantos variados de múltiples pájaros.
El asombro se pintaba en la cara de los chicos y, a decir verdad, en la de muchos de nosotros. Unos mendigos, a la puerta de la cercana iglesia, habían dejado su cuestación atraídos por la posible ganancia e inesperada diversión. Yo dirigí mi atención hacia el colorido carruaje que portaba a la novia. Era de un bermellón vibrante que yo no acostumbraba usar, más inclinada a los tonos carmesí, tan propios de Sevilla.
Los cocheros vestían unas libreas a media pierna, y sobre la cabeza, unos gorros chatos y escuetos, todo en el tono rojo del coche.
El novio cabalgaba tras la carroza en un brioso caballo blanco con cinchas y gualdrapa repujadas en oro. El equino, quieto ahora, movía impaciente su cabeza de un lado a otro haciendo revolotear las plumas que lo adornaban, demostrando su ansia de retornar al vigoroso trote. Dos damas se acercaron a la puerta del coche. Iban vestidas a la moda rusa, con largas túnicas de brocado de seda, adornadas con sublimes arabescos, trinantes pájaros y delicadas flores.
Coronaban sus cabezas sombreros de alto copete sujetos con amplios chales anudados bajo el mentón. Una larga y rubia trenza se deslizaba por la espalda de una de ellas, que iba vestida de azul, mientras que la otra había elegido un fogoso tono coral con ramajes verde oscuro. Un clamor partió de la multitud, coreando una frase que yo no acertaba a comprender. Entonces un lacayo abrió la portezuela de la carroza, y las dos señoras, que eran la madre de la novia y la del novio, tendieron sus manos hacia el interior de la misma. Apareció en el umbral una esposa exquisita, apenas velada por una sutil muselina que sujetaba una diadema en forma de abanico. Levantó el velo con suma gracia, dejando ver un rostro fino y sonriente de altos pómulos, nariz escueta y labios carnosos. Ahí el gentío la aclamó con agradecimiento.
Era lo que habían pedido con insistencia: ver a la novia. Portaba la buena suerte, nos aclaró la doncella que nos acompañaba. Siendo así, mi atención se fijó de nuevo en la esposa. Sobre la blanca túnica de brocado recamado en plata, otra más corta se apoyaba con suavidad sobre su cuerpo, que se adivinaba esbelto y bien formado. Era muy joven, y de su cuello caían en cascada numerosos collares de perlas y corales.
—Para atraer a la diosa Fortuna —nos aclaró nuestra acompañante.
Se reunieron otras damas a su alrededor que portaban unos extraños sombreros, pero de gran efecto, muy planos y con un casquete que se adhería al contorno de la cabeza y del que pendían hileras de perlas y gemas preciosas. Vestían todas con elegancia, y a ojos vistas eran señoras de alcurnia. El reciente esposo observaba la escena con aire de contento mirando a la desposada con arrobo. Tras saludar a la multitud, retornó cada cual a su montura o lugar y partieron hacia su destino, la felicidad.
No pude por menos de rememorar el día de mi boda, tan diferente, tan triste. Ni mi madre ni mi padre habían estado presentes. En nuestra soledad, frente a frente, aquel a quien mi progenitor repudiaba, y dos testigos. Nadie de mi familia me otorgó su apoyo en la ocasión, creía yo por aquel entonces, más dichosa de mi vida. Y los acontecimientos habían dado a mi padre razón de sus temores.
¿En qué dirección dirigía yo mi vida ahora? ¿Qué situaciones desairadas había provocado mi falta de reflexión? ¿Por qué mi voluntad había flaqueado en demasía? Nubes de aflicción habían debido de oscurecer mi expresión, pues la voz sorprendida de Carmen me despertó de mis dolorosos pensamientos.
—Pero, Luisa, ¿por qué esa cara de entierro? Acaba esa joven de derramar sobre nosotras la buena estrella.
—El amoroso festejo me ha traído a la mente las pálidas sombras de mi pasado. Mas… fuera tenebrosas evocaciones. La fortuna me acompañará en el porvenir.
Estaba en los jardines que rodeaban el Kremlin buscando inspiración para el estofado de unos mantos de la Virgen cuando una sombra se interpuso entre la luz del sol y el objeto de mi atención.
—Observo que laboras sin descanso. ¡Qué industria, qué pasión por tus imágenes!
—Señor, el tiempo vuela, he de aprovecharlo. Cuando deba partir, quisiera dejar la prueba de mi buen oficio y razón de vuestra confianza.
—¿Partir? ¿Ya piensas en partir?
—Es menester que así sea —dije compungida—. Mis hijos me aguardan y mi marido también.
—Hablas de tu marcha, pero tu voz es triste. ¿Qué pesares allí te afligen y qué desafíos temes encontrar?
Inspiré profundamente para dar aire a mis pulmones y valor a mi espíritu. Aquel hombre poderoso, con responsabilidades hacia todo un pueblo, se interesaba de verdad por mis asuntos. Era veraz. Lo entendí en el tono de su voz y en su mirada sincera.
—Como ya os referí en ocasión anterior, nací en la luminosa Sevilla, en familia de buenos cristianos. Mi padre, escultor de relieve, me enseñó su arte y sustentó la confianza en mi talento.
—Infancia feliz —interrumpió él—, diversa de la mía.
—Sí, fui bendecida con un hogar dichoso y sereno, de trabajo, dedicación y armonía. Mas yo misma, con mi desmesura, resolví destruir aquello con lo que el cielo me había colmado.
—¿Qué suceso atroz te aflige?
—Casé en contra de la voluntad de mi padre con un mozo del taller a quien investí de las cualidades que yo deseaba ver en él. No las que de cierto poseía.
Inspiré de nuevo y él me interrogó con la mirada, pidiéndome que continuara.
—Los primeros tiempos, dadas nuestra juventud y ganas de vivir, fueron placenteros. Tuvimos seis hijos, y ahí empezaron los quebrantos: cuatro murieron en tierna edad, hiriendo mi corazón para siempre. Los remordimientos apresaron mi ánimo: ¿fueron suficientes mis cuidados?, ¿se adueñó la negligencia de mí?
—La enfermedad ataca con más fuerza a los niños delicados —intervino él compasivo.
—Los pesares no nos unieron, bien al contrario. Los reproches de mi marido se tornaron hirientes flechas que él utilizaba con denuedo constante, hundiéndome más aún en la tribulación.
—Y tu trabajo, ¿qué sucedió?
—Había necesidad de él. Mi marido no conseguía los encargos necesarios para nuestro sustento, y yo hube de tragar mis penas y poner mi entendimiento en los quehaceres del taller.
—Al ver tu afán, él elevaría hacia ti su estima…
—Para mi desgracia, fue dañoso mi esfuerzo. Él consideró mi anhelo como despego y comenzó a distanciarse de mí.
—Qué similitud. Qué pesares semejantes —intervino como hablando para sí—. Dos mundos diversos…
—Sí, majestad, estábamos en dos mundos diversos…
—¿Tú también?
—Señor, yo deseaba aprender, mejorar, alcanzar lo que mi padre llamaba la excelencia. Volar a las alturas. Sin perderlo, sin dejar de querer a todos con locura.
Tras explicar al Zar las penalidades de mi vida, hube de admitir que mis buenas intenciones no habían dado resultado:
—Su carácter desconfiado recelaba de mis triunfos, al principio modestos, amargándolos con furias incomprensibles. La generosidad para con los seres amados, que aprendí de mis padres, no fue de su agrado, actitud que yo equivoqué con desprecio. Luego comprendí con tristeza que no era tal; que mi bien no le era grato, que mi bien no era el suyo.
—El discernimiento me dice —continuó el Zar— que presto conocisteis la verdad, pero era duro en demasía aceptarla.
—Así es. Yo, que orgullosa le brindaba mis laureles como un logro de ambos, confiada en su amor y su amistad, hube de reconocer el rencor de su mirada. Él deseaba su bien, el mío lo rechazaba. La vida así lo quiso: yo comencé a progresar en el trabajo y a decaer en mis afectos, hasta que mi corazón fue un desierto de alegría.
—¿Y no buscasteis consuelo al sufrir su desvarío?
—¿Qué podía hacer? ¿Amargarme por lo que concierto no tenía? Me volqué en mis hijos, a los que había que dar un porvenir, y en mi trabajo, cada vez más exigente, y fui poniendo remiendos a mi corazón. Pero el dolor seguía ahí, sordo, quemando, erosionando.
—Sé de cierto que vuestra tenaz condición os llevaría una y otra vez a intentar la armonía en vuestro hogar.
—Pero no hubo, señor, remedio a mi aflicción. Cada vez se fue tornando más agresivo hacia mí; todo lo que sucedía de funesto se debía a mi incompetencia, a mi carácter sin discernimiento, a mi falta de tesón o a mi mala voluntad. Yo no quería hacer daño a nadie, ni tan siquiera a él; y poco a poco fueron apareciendo los síntomas del sufrimiento: alocadas palpitaciones del corazón, un aparato digestivo que se quejaba de la angustia a la que se lo sometía; unas manos que temblaban mientras esculpía; una espalda que rechazaba la tensión que le imponían nuestras frecuentes discusiones…
—Es extraño… Pareciera que fueran mis lamentos. Eudoxia sufre del mismo temperamento. Al no hallar yo contento en mi casa, busqué ideales más altos; aquellos que la historia recordaría. Mas vos, Roldana, ¿cómo sanabais las heridas?
—Mi natural alegría de antaño había yo de provocarla con razonamientos sin fin: más sufren otros, tu pesar se calmará al pensar en los demás; nada obtienes complaciéndote en el dolor, es estéril y frustrante… Y de esta manera combatía mi agotamiento y mi propia muerte.
La expresión del soberano iba cambiando a medida que avanzaba el relato de mi azarosa existencia. Comprendí, entonces, que también él había sufrido con la incomprensión de la Zarina; que su alma ansiaba territorios desconocidos para Eudoxia, quien, peor aún, no deseaba ni tan siquiera conocer, ni tenía la mínima intención de esforzarse en penetrar ese mundo que a él se le hacía imprescindible. A la pasión que él en mí provocaba se unió un sentimiento de complicidad, de comprensión, de respeto por todo aquello que él ansiaba, y una oleada de felicidad me envolvió con tal fuerza que mis ojos se llenaron de lágrimas.
Viéndome el Zar de esta guisa, me tomó entre sus brazos como quien coge a una niña asustada, y me besó con suavidad, lentamente, con una ternura inimaginable en hombre de tal corpulencia. Mi voluntad quebró y esperé aquello que su inclinación me otorgaba. Por vez primera, me sentí protegida, al abrigo de las inclemencias y la maldad, y me abandoné a un amor que ya no esperaba ni mucho menos había buscado. Tantas horas de soledad, tantos momentos de dolor, tanta zozobra, tanto pesar se esfumaron como la niebla cede ante el calor del sol.
Pedro, a pesar de la diferencia de edad, o quizá por eso mismo, veía en mí a la luchadora que habría deseado tener a su lado, una mujer que no se había dejado vencer por la adversidad, alguien que sería una leal y serena consejera en momentos de dificultad. Apreciaba en mí ese valor indomable que obtienen algunas personas que han conocido el lado menos amable de la vida. Me consideraba distinta a las otras. Apreciaba en mí un anhelo de excelencia, un ansia de sobrevolar las miserias, un afán de superación que a sus ojos me hacían estimable, fascinante, única. Y me interné con fruición en el amable laberinto de la pasión.
Sus ojos buscaron los míos como si quisiera adentrarse en los vericuetos de mi alma. Nos miramos en silencio. No hacían falta palabras. Creo que advirtió la explosión de agradecimiento que él había desatado en mi corazón. Un corazón lleno de amor, primero por aquel que finalmente me rechazó. Y cuando yo pensaba que nunca gozaría de nuevo ese sentimiento, un hombre extraordinario me escuchaba, me distinguía entre todas las demás, me hacía sentirme mujer. Sus labios eran cálidos, suaves, cuando se posaron sobre los míos. Sus manos hábiles acariciaron mis hombros. Posó sus dedos a modo de las alas de un pájaro en mi garganta, y despacio comenzó a deslizarlos, resbalando en dulce roce hacia mi pecho palpitante.
Una oleada de deseo más intensa aún que la que me invadió cuando lo vi por primera vez se apoderó de mí. Todas las penas, las reticencias, los remordimientos, dieron paso a una desconocida felicidad que arrumbó las dudas.
Necesitaba ser amada, quería ser amada.
La preocupación de Carmen por mí iba en aumento. Ella, que no sentía el calor del fuego que me consumía, veía los inconvenientes y peligros de esa relación, que, según su visión, no tenía futuro. Al oírme entrar, se armó de valor y respirando hondo se preparó a decirme lo que consideraba su deber.
—Por la santísima Virgen te pido que me escuches con paciencia. La amistad que por ti siento me obliga a señalarte lo enredado de este asunto.
Intenté disuadirla, ya que sabía lo que de ella iba a escuchar, pero mi prima continuó resuelta:
—El Zar, a quien sé que veneras, es hombre de muchas responsabilidades, que no podrá abandonar por ti; tú misma tienes una familia que en tus manos está, pues bien sabes que Luis no posee industria para cubrir sus necesidades; la zarina Eudoxia, es del conocimiento de todos, sufre de mala relación con su esposo, y aunque ella no goza de gran poder, sí tiene familiares en la corte que podrían dañarte, como la experiencia te ha enseñado; y por último, la maledicencia puede perjudicar a tu fama y tu buen hacer. Y repara en que no es juicio de tus acciones, que no soy quién para ello, lo que me lleva a esta reflexión, sino el amor que a ti me une.
—Querida y amable prima, es propio de tu sabiduría hacerme estas consideraciones, que conozco vienen de tu corazón. Y te estoy agradecida por ello. Avisada estoy de los quebrantos que me acechan, mas mi vida ha sido dolorosa y el consuelo que hallo en este hombre me da fuerza y esperanza.
—¿Esperanza, dices? ¡Qué diferente atisbo el tuyo! Luisa, estás viviendo una quimera, un ensueño.
—Acaso tengas razón. Sin embargo, la solicitud de este hombre hace que me sienta de nuevo mujer. La alta estima que por mi trabajo manifiesta me confirma en mis empeños y evoca las palabras que mi padre me dirigiera un día.
—Sí, sí, todo eso es de prestancia, pero habrás de dejarlo, fuerza es que lo hayas de olvidar, ¡y presto!
—¡Dame licencia que entonces viva ahora! Pedro encarna el júbilo de vivir frente a la agonía de morir.