SAN SERGIO
(abril de 1691)
Las nieves que cubrían la tierra fueron poco a poco desnudándola, y descubrieron aquello que durante meses germinaba en su seno. Miles de flores a modo de cálices, los crocus, tan usuales en el norte, tapizaban la hierba tierna y fresca de ondas de colores, amarillos vibrantes, tenues azules y límpidos blancos. El sol comenzaba a enseñorearse de campos, bosques y sembrados. De retorno al Kremlin se iniciaron los preparativos para la procesión a San Sergio. Este monasterio era muy amado por el Zar y su madre, pues, como él me había narrado, les sirvió de refugio a ambos y sus familiares en momentos de peligro extremo.
El día determinado para la salida amaneció radiante y partimos con la mañana apenas iniciada. Una densa multitud se agolpaba en las puertas de palacio para ver salir a su rey seguido de extensa comitiva. En primer término vi un paso, como lo habrían llamado en mi Sevilla natal, que portaba en su interior una imagen de la Virgen rodeada de candelas. En el exterior, la hornacina estaba coronada de flores trenzadas en guirnaldas, de las que flotaban cintas multicolores que volaban al compás de la suave brisa del mes de abril. Los costaleros[73] que la portaban eran hombres rudos y corpulentos que tomaban su misión con la máxima seriedad. Vestían largos ropones negros sujetos por un cíngulo rojo, y se calzaban con unas botas formadas por una suela de cuero de la que salían anchas tiras que se enroscaban sobre el tejido que cubría las piernas. No parecía ser un eficaz protector en los fríos del crudo invierno.
Detrás de ellos, unas piadosas doncellas mostraban en sus manos unos iconos que todos reverenciaban con repetidas señales de cruz. El Patriarca, revestido con una dalmática bordada en oro, continuaba el cortejo, y hacía girar un incensario de plata cincelada del que se elevaban unas etéreas columnas de aromático incienso. Dos orondos archidiáconos a cada lado recitaban con sus poderosas voces loas a la Virgen protectora de Posad. Largas y ordenadas filas de popes se sucedían en los extremos.
El Zar, acompañado de su madre, mostraba su respeto y devoción marchando a pie y escoltando a la Madre de Dios. Necesitaba mostrarse ante el pueblo como fervoroso creyente, ya que sus afanes de cambio inquietaban a la corte, al clero y también a la milicia. En pos de Pedro, que los vigilaba con atención disimulada, boyardos de expresión adusta con sus largas barbas, revestidos con sus capas de ceremonia de terciopelo labrado. Entre ellos destacaban dos hombres de la confianza de Pedro, que los flanqueaban a él y a Natalia.
El más joven, el general Sheremetev, caminaba muy erguido, lo que le hacía parecer aún más alto; sus cabellos rubios y rizados caracoleaban al viento de la mañana; sus cejas rubias cobijaban unos ojos de un azul intenso que denotaban coraje y decisión, y su barbilla puntiaguda mostraba una firmeza a toda prueba. El segundo, el príncipe Fiodor Romodanovski, de mediana estatura, corpulento, lucía una espesa cabellera que ya comenzaba a platear, que hacía resaltar unos ojos oscuros y penetrantes; concedía a la tradición su larga barba, aunque respaldaba las ideas renovadoras de Pedro, pues las consideraba beneficiosas para la vieja Rusia. Era cosa sabida que la astucia unida a la prudencia que había demostrado en todas las ocasiones le habían granjeado el respeto y crédito ilimitado de la real familia. Ambos habían constituido la defensa y el apoyo sin restricciones que el joven monarca necesitara durante las revueltas de los streltsi. Así me lo habían narrado tanto Alexei como Kourakin.
La abigarrada multitud de religiosos, mercaderes, señores de las tierras y campesinos seguía en perfecto orden gracias a la estricta disciplina que imponían los guardias, vestidos para la ocasión con sus formidables capotes color del trigo con alamares negros. Siguiendo el cortejo, cojos, ciegos, mujeres llorosas, seres abandonados por la fortuna, gentes doloridas por las desgracias de la vida peregrinaban aguardando el ansiado milagro: la curación para un enfermo, el deseado hijo que no llegaba o el término feliz de un nacimiento peliagudo.
El camino se hacía lento, con numerosas paradas para restaurar las fuerzas, o debido a la avanzada edad de algunos de sus participantes. Pero la espléndida temperatura y el deseo de venerar a san Sergio hacían el peregrinar amable. Al cabo de un par de días avistamos en la lontananza las cúpulas del monasterio. Cuando nos aproximamos, pude comprobar que todo aquello que me habían referido era exacto reflejo de la realidad. Era un espectáculo grandioso.
Una muralla ciclópea encerraba un conjunto extraordinario de iglesias y conventos que alzaban sus cimborrios orientalizantes en muda plegaria hacia el cielo. Entonces comprendí el ansia de posesión que su inusitada belleza había despertado a través de los siglos: polacos, lituanos, tártaros y mongoles habían asediado la fortaleza, que permanecía bajo la protección de la Madre de Dios. Al llegar a la puerta de la catedral de la Asunción, vimos que nos aguardaba el más heterogéneo comité de recepción. El patriarca se ornaba con una capa de terciopelo azul con bordados en oro que representaban las lágrimas de la humanidad doliente, mientras las preciosas gemas de su mitra, numerosas perlas, rubíes y esmeraldas centelleaban con los rayos del sol[74]. Me impresionó su rostro de varón santo, con sus luengas barbas blancas y su mirada derramando paz.
En torno al venerable monje se arracimaban cinco o seis jóvenes religiosos con dalmáticas de brillante damasco y mitras esféricas, todas ellas de un carmesí profundo. Tras los protocolarios saludos y bienvenidas que habían de dispensar a su rey, nos invitaron a proceder al interior de la catedral. Una vez más, la grandeza en las proporciones, la profusión de pinturas en paredes, bóvedas y techo, el rutilante brillo del pan de oro del iconostasio y el terso fulgor de la plata en cruces y estrellas me embriagaron de tal manera que creí desfallecer.
—Este pueblo vibrante —expliqué a Carmen— es capaz de las más espléndidas empresas. ¡Tienen el arte en las manos y en el corazón!
—En verdad, Luisa, qué magnificencia. ¡Qué rumbo y tronío! Niña, parece tal que un sueño…
—Oriente pervive en occidente. Del primero conservan la suntuosidad y la opulencia; del segundo, la armonía, la cadencia y la magnitud.
—Calla, chitón, que inician de nuevo las preces.
Después de las consabidas letanías, las voces graves, misteriosas, de los jóvenes sacerdotes exaltaron la salvaguardia concedida al monasterio y ciudadela por la Trinidad y por san Sergio, en cánticos que encumbraban el alma hasta enajenar los sentidos. La fortuna quiso que el séquito fuera conducido al exterior para atravesar la plaza y llevarlos a la catedral de la Trinidad. Así pude yo tomar un poco de aire fresco, que serenó mi animo. Al seguir a la procesión, entramos en la iglesia iluminada por cientos de candelas, y de ahí a la capilla de San Nikon.
Era ésta recoleta y de reducidas dimensiones, lo que hacía que el torbellino del resplandor de la plata dorada del zócalo, las cornisas y los arcos de las puertas, junto con la densidad de la fragancia del olíbano, nos envolviera a todos y cada uno de manera absoluta. Transportadas por estas sensaciones, seguimos con la mirada al Zar y a su madre, que se detuvieron ante un icono que todos veneraban con grandes muestras de respeto.
Supe después que era la obra admirada y admirable del pintor Andrei Rublev, al que todos celebraban como santo. El icono representaba la Trinidad, y su composición sabia, con ciegantes matices de color, estaba repleta del más puro y sugerente simbolismo[75].
Pudimos también admirar unas emocionantes escenas de la vida de san Sergio, fundador y protector del inmenso complejo que ahora visitábamos[76].
Disfrutamos durante varios días de la cálida hospitalidad de los habitantes del pueblo contiguo, donde los artesanos eran legión. Orfebres y bordadores rivalizaban en imaginación y excelencia, produciendo objetos de superior interés. Minuciosos pintores decoraban cajas que abrían en sus pequeñas cubiertas un mundo de paisajes nevados, tupidos bosques, ríos rumorosos y mares de horizontes sin fin. Contagiada por el artístico ambiente, en un estado casi febril por la excitación que se apoderó de mí, tomé notas, realicé apuntes y esbocé figuras poderosas que convertiría en tallas de madera o imágenes de barro una vez que hubiera dejado esta tierra fascinante. Carmen reía al ver mi entusiasmo y me decía una y mil veces:
—Me viene a la mente nuestra infancia. Nunca podías esperar, pareciera que el tiempo se escurría entre tus dedos. ¡Habías de hacerlo todo con ansia!, ¡como si el mundo fuera a terminar en ese instante!
—He de hacer honor a la confianza que en mí han depositado. Y sí. Este universo inigualable que ahora disfruto temo que acabe. Lo temo con desesperación.
Bien a mi pesar hubimos de retornar al Kremlin. No sabría explicar por qué la atmósfera allí reinante empezaba a asfixiarme. Tenía que producir esculturas que, inspiradas en mi reciente visita, pudieran complacer a quienes tantas bondades habían derramado sobre mí. No había vuelto a verlo desde la peregrinación a Posad. Mi corazón había comenzado de nuevo a sentir una emoción irrefrenable cada vez que oía su nombre.
Mis días y mis noches se desarrollaban en una atmósfera laboriosa y ensimismada. Sabía que el futuro estaba más próximo de lo que yo me permitía recordar, mas, conociendo la efímera condición de la felicidad, deseaba gozarla sin trabas.
Así, una mañana irrumpió Alexei en nuestro estudio para invitarnos a que lo acompañásemos a Izmailovo, una de las propiedades reales. Yo conocía, o esperaba, que allí encontraríamos al Zar.
La pequeña población no distaba mucho de Moscú. Recorrimos unos senderos ya iluminados por el sol de la primavera, como sólo se puede admirar en los países del norte. La luz era transparente, nítida; el aire, suave y embriagador, y las aguas cristalinas y cantarinas de un arroyuelo vivificaban las campiñas y los sembrados que despertaban de su prolongado letargo. Finalmente avistamos una laguna, donde una balandra desplegaba sus airosas velas.
Un hombre joven, vigoroso, manejaba los cabos y se plegaba al viento matinal con indiscutible pericia. Yo observaba la infinita gracia de aquella escueta embarcación que se fundía con el agua y el aire; dibujaba gráciles figuras en el horizonte que un golpe de brisa se encargaba de deshacer para configurar otras nuevas aún más hermosas. Hubiera querido que ese momento no acabase jamás. Carmen tiraba de mi manga al verme tan ensimismada para hacerme volver a la realidad.
—Luisita, hija, mira que estás embobada. ¡Vuelve en ti, niña!
Enderecé mi cuerpo y mi sentido, y me apresté a recibir al augusto marinero, que, habiendo atracado su batel, se acercaba a grandes zancadas hacia nosotros.
—¡Es el barco más bizarro de la tierra! —dijo entusiasmado—. ¿Te atreves, Roldana, a volar con el viento en las velas, hasta el infinito, hasta que te falte la respiración?
Conociéndolo, supe que podía ser cierto; que habíamos de alcanzar velocidades vertiginosas en el barco en el que navegaríamos. Acepté. La vida con él se vivía de manera múltiple. Estaba aprendiendo en este país a conocer el mundo, a apreciar mi realidad presente en su riqueza y variedad. Al tener mi existencia asegurada, podía enfrascarme en la creación o gozar de los momentos de asueto. En un instante, me encontré deslizándome sobre las aguas en un silencio rasgado únicamente por la brisa entre el velamen. No era el mar, pero el anchuroso paisaje colindante al lago le otorgaba una amplitud oceánica. O así me lo parecía, embriagada de entusiasmo. Bruscamente, el aire se calmó y quedamos varados en medio del agua, lo que propiciaba la serena conversación.
—Este bajel es el abuelo de la futura Marina rusa[77].
Ante mi gesto de sorpresa continuó:
—Lo descubrí aquí, hace unos años, en esta pequeña villa, que se convertirá en un símbolo, como símbolo será esta nave. Perteneció a mi abuelo, el zar Mihail, y yo la encontré deshecha y destrozada; la rescaté de la incuria y la restablecí a su actual estado. El zar Iván, a pesar de tener Rusia en ese tiempo una salida al mar, no pensaba en el comercio ni en los beneficios que podía comportar. Era otra nación, otras las ambiciones. En el presente, sé que nuestro florecimiento está en el intercambio de nuestros abundantes bienes con el resto del continente. Para esto necesitamos una flota comercial, y para defenderla de los depredadores, bucaneros y piratas, una Marina de guerra adiestrada y disciplinada.
Ni pensé en interrumpirlo con preguntas cuando su pensamiento creaba las más insignes situaciones para su gente. Era un hombre con un proyecto mayor que él mismo; un ser humano con una ambición: hacer a su país, a su querida madre Rusia, grande, y procurar a sus vasallos una vida más digna, alejada de la ignorancia y el fanatismo. Habría también de contrarrestar el temor que algunos utilizaban para imponer sus criterios a los ignorantes campesinos. Muchos habían de ser los esfuerzos, pero él habría de conseguir transformar su sueño en realidad.