EL PASADO
(19 de febrero de 1691)
Permanecía yo entristecida por el comportamiento de Pedro. Me afligía sobremanera comprobar que había otro hombre, otra personalidad, que no acertaba yo a entender, un temperamento que me producía desasosiego e incluso temor. Y que, por supuesto, nunca habría imaginado. ¿Dónde estaba el rey de amplias miras, generoso y empeñado en sacar a la madre Rusia de su atraso y miseria? ¿Dónde estaba aquel ánimo generoso que trabajaba para mejorar la vida de su pueblo, y que tanto me había cautivado? ¿Cómo podía convivir en la misma persona con aquel que humillaba a súbditos indefensos y les hacía blanco de sus chanzas y crueldad? ¿Qué ponía en peligro y solfa a criaturas de Dios, con la estúpida ambición de divertirse? ¿Quién era en realidad?
Me sentía ante todo confundida. Me había dejado deslumbrar por alguien que no era quien yo creía. Carmen me lo había advertido:
—¡Ay, Luisa!, mira que la pasión alimenta yerros que se han de volver contra ti.
Ella había demostrado una habilidad de la que yo carecía. Me había precipitado, como ya sucediera en el pasado, y una vez más mi inadvertencia resultaba penosa.
Trabajaba ensimismada en estos pensamientos dolientes y no advertí la figura que aguardaba en la puerta de mi taller. Alexander Menshikov esperaba con expresión paciente el momento oportuno para interrumpir mi trabajo.
—¿Das licencia, Luisa? Hemos de conversar.
—No tengo el ánimo preparado para pláticas cortesanas.
Y de inmediato, consciente del áspero tono con que había respondido a quien tuvo siempre amabilidad conmigo, maticé:
—Has de disculpar mi rigor. Estaba enfrascada en mi empeño. Dime aquello que desees escuche. En toda hora has mirado por nuestro bien y te soy grata.
—Del Zar soy mensajero, pues su real persona se sirve enviarme a fin de que te conduzca a su presencia.
Quise disimular mi disgusto, mas tuvo que ser evidente, porque Alexei insistió:
—Escultora, ha de ser ahora. Es menester —continuó a modo de advertencia— que comprendas que las diferencias de nuestros países son notorias. Él desea sacar de la ignorancia y la miseria a nuestra Rusia. Pero ésta ha sido una tierra cruel, a veces despiadada. El primero en sufrirlo ha sido él.
—Alexei, él es el espejo en quien todos habrían de mirarse, y debe dar el ejemplo de buen hacer.
—Justo es lo que dices, pero has de conocer ciertos hechos del pasado. Hemos sufrido invasiones de tártaros sanguinarios y feroces mongoles. Soportamos hambrunas, frío y muerte. Él mismo, desde niño, ha padecido acerbos peligros y rudas celadas. Mi señor me salvó de una vida mísera y de un padre fanático. Así mismo cambiará él nuestra madre Rusia. Él es Rusia. Yo lo sé. Hazle el favor de tu amistad.
—Yo le sirvo con mi arte, mas…
—No dejes que las trampas de la incomprensión nublen tu juicio. Escucha y reflexiona.
Me condujo hacia una zona de la casa que yo no conocía. Recorrimos largos pasillos que desembocaban en estrechos corredores por los que era casi imposible pudieran pasar más de dos personas a la vez. En los palacios que había conocido, las espaciosas salas se comunicaban mediante vastos pórticos y galerías. La estrechez de estos que ahora me aprisionaban correspondía sólo a los bastiones de defensa, preparados para prevenir ataques y traiciones. Algún fin que a mí se me escondía habían de tener. Llegamos al fin a una sala no muy amplia, con dos ventanas desde las que se divisaba el parque, ahora cubierto de nieves, que a mí se me antojaron de nostalgia.
Tanto el suelo como las paredes, éstas con numerosos cuadros de escenas y paisajes, estaban recubiertos de una madera de cálido tono rubio, y en la chimenea crepitaba un vigoroso fuego.
Cerca de la ventana se hallaba él, sentado ante una mesa de taracea en la que reposaban objetos extraordinarios que, a pesar de mi inquietud, atrajeron mi atención: un magnífico globo terráqueo, un curioso reloj, un astrolabio, numerosos mapas desplegados, un fragmento de refulgente ámbar al que un rayo de sol arrancaba destellos de oro y varios instrumentos de los que yo desconocía su uso.
Apoyado en un atril, un icono no muy grande mostraba una Virgen con el Niño en los brazos. Me llamó la atención porque era distinto a los que había visto hasta ahora. Tras la imagen se extendía un hermoso jardín, enmarcado por cuatro jarrones con flores de vivos colores. A los lados de Nuestra Señora, un paisaje se perdía en la lontananza: verdes claros y ocres resaltaban la esbelta figura de María, vestida con túnica y manto que recordaban la iconografía europea[72]. A Ella me encomendé en mi desconcierto.
—Adelante, escultora —interrumpió él—. No soy tan salvaje como tú crees.
—Señor, yo… —balbuceé, y no era la primera vez que con él me sucedía—. No sé de cierto…
Él me interrumpió con autoridad:
—Está bien. Escúchame con atención, y quizá puedas aprender algo de esta bárbara tierra que tanto dices amar.
—No ha sido mi intención juzgar…
—Has de saber —continuó desazonado— que mi existencia no ha sido regalada ni carente de peligros. Hace tan sólo unos años, en 1682, los guardias de Moscú, llamados streltsi, soliviantados y engañados por aquellos que a su zar debían lealtad, atacaron el palacio. Junto a mi madre, la Zarina, su hermano Iván Narishkin y el siempre fiel Artamon Matveyev, podía oír el clamor de las turbas y los desgarradores lamentos de sus víctimas. El terror me paralizó. En el afán de protegerme, me escondieron bajo los paños de una mesa, ordenándome que permaneciera en silencio, y Matveyev se colocó delante intentando ocultarme.
Mi rostro debía de mostrar la ansiedad que su relato en mí producía, pues se detuvo unos minutos y su mirada se ensombreció.
—Al instante irrumpieron hombres de expresión feroz que nos cercaron en un santiamén, y con horrísonas amenazas, blandiendo picas, lanzas y espadas bañadas en sangre, se apoderaron de mi amado tío y de Artamon.
Le costaba proseguir.
—Sin que mi madre pudiera impedirlo, me sacaron de mi escondrijo y, forzándola a seguirlos, me llevaron en volandas hacia uno de los balcones de palacio. Mi madre pensó que vivíamos nuestros últimos instantes y me miraba con el mayor pesar que jamás veré en ojos humanos. Pero habíamos de contemplar aún mayores horrores: el asesinato de mi tío Iván y la matanza de más de cuarenta de nuestros hombres más fieles.
—Señor, no sigáis, es doloroso en demasía.
Reemprendió su relato con una voz apagada, lejana.
—La brutalidad de una bestia salvaje no hubiera superado en crueldad a aquellos asesinos. Tomaron a Matveyev por los brazos y las piernas, y balanceándolo entre risotadas, lo arrojaron desde el balcón a la plaza, sobre las afiladas lanzas de sus camaradas, que allí se habían colocado en formación para cumplir su siniestro cometido.
A esa altura de la narración, mis ojos derramaban abundantes lágrimas. Era el Zar un niño de apenas diez años cuando hubo de sufrir la tremenda ordalía. Él, tras una pausa, reinició:
—No contentos con tanta barbarie, arrancaron el sanguinolento cuerpo de las horrendas picas, y entre carcajadas y obscenidades lo despedazaron sin piedad ni respeto. Su rostro conservaba la expresión aterrorizada de quien es asesinado de forma brutal.
Un lamento se escapó de mi garganta.
—Las manos de mi madre intentaron proteger mis ojos de la inicua visión, pero uno de los violentos guardias, con las suyas bañadas en sangre, las apartó con serias amenazas a la vez que repetía: «¡Ha de ser un hombre!, ¡ha de aprender a matar!»
Me precipité hacia él y tomando sus manos las besé con ternura. El Zar me miró como si me viera por primera vez, tal como si regresara de un mundo lejano.
—No fue la única ocasión en que nuestra vida corrió el mayor de los peligros. Hace apenas un par de años, el horror desplegó de nuevo sus alas sobre nosotros. Ahora Sofía, mi amada y traidora hermana, ve transcurrir su pacífica existencia en el monasterio de Novodevichi, sin la mínima oportunidad de alterar la modernización de mi amado país.
—Señor, a vuestras plantas imploro clemencia por mi precipitado juicio. De vuestro favor aguardo que accedáis a que continúe a vuestro servicio.
—¡Vamos, Luisa! Seca tus lágrimas. Nuestros territorios son en demasía diversos para que pudieras entender. Ahora sabes. No será tarea sencilla controlar el animal salvaje que dormita en Rusia. Mas ningún esfuerzo será excesivo para que el futuro sea también nuestro. Tenlo por cierto.
Me incorporé con lentitud, mirándolo y temiendo a la vez que comprendiera la hondura de mis sentimientos, pero él prosiguió:
—En ambas ocasiones buscamos refugio en el monasterio de San Sergio, donde los piadosos monjes nos ocultaron y cubrieron con sus bondades. Allí me dirigiré en procesión, así despunte la primavera y se desvanezcan las nieves. Rusia celebra con entusiasmo la Pascua de Resurrección, y lo haremos con una romería. Es mi deseo que participes en esa peregrinación. La zarina Natalia, mi madre, que ha llegado hace unos días, formará parte de la comitiva, y ha expresado su voluntad de conocer a la escultora sevillana de la que todos hablan.
—Realizaré una Natividad de ternura exquisita para presentarla a la Zarina.
—Trabaja como en ti es habitual y honra así a tu país.
Y con esas palabras dio por terminada la audiencia.
En efecto, al poco tiempo fui llamada a la presencia de la Zarina. Natalia era una mujer de mediana estatura, de serena hermosura, pero algo en su mirada la convertía en un ser poderoso y fascinante. Hablaba despacio, con dulce cadencia, mientras me observaba con intensa atención. Tras la conversación con Pedro I, podía yo entrever a esta mujer distinguida y dulce sopesando cómo había de salvar la vida y trono de su hijo de la barbarie y la incomprensión. Era una superviviente. Vestía con refinado esmero una túnica oscura que adornaba con finos bordados en las mangas y el cuello; en la cabeza, un pañuelo del mismo tejido del que asomaba un finísimo velo blanco terminado en unas diminutas perlas que iluminaban su semblante. Los ojos, vivos e inteligentes, estaban enmarcados por unas cejas estrechas que parecían alas de golondrina; la nariz, delicada y aguileña, ponía de relieve unos pómulos altos que añadían distinción a sus labios sensuales.
En sus años jóvenes hubo de ser una belleza. Observó en silencio unos instantes la Natividad que yo modelara para ella. Enseguida me dirigió unas palabras de agradecimiento:
—Sed bienvenida, escultora. En mucha estima conservaré esta talla tan galana. Por el Zar he sabido de vuestra inclinación hacia nuestra patria. No es tarea insignificante comprender el alma rusa, mas quizás a una artista se le alcance el sentimiento vivo y profundo que late en nuestros corazones. Aplacad mi curiosidad, ¿es usual en vuestras tierras que las mujeres obtengan puestos de relieve, o sois persona de porfiado valor?
—Señora, sólo las que se obstinan en el empeño consiguen su afán. Mi afortunado sino quiso que tuviera un padre que cuidó mi instrucción, confiándome todas sus artes e infundiendo en mí la fe necesaria para todo empeño.
—Cumplida es vuestra razón. Uno de los anhelos del Zar es educar al pueblo ruso para que olvide los viejos fanatismos y se incorpore a las ideas que rigen en Europa y que la hacen grande. ¿Permiten vuestras costumbres que la femenina condición viva de su trabajo?
—Muchas son las mujeres que colaboran en los talleres de padres, maridos o hermanos, mas ardua tarea es conseguir el reconocimiento de nuestro esfuerzo.
—Escultora, tú estás muy cerca de obtenerlo. No permitas que el desaliento penetre en tu corazón. Trabaja para nosotros. El arte ha de ser uno de los caminos para abrir Rusia al resto del continente, y es mi ferviente deseo que nuestros sacerdotes puedan vislumbrar esta verdad.
Volvió a mirar con complacencia la Divina Familia que yo le había entregado, y me tendió la mano concluyendo así la entrevista. Al alejarme yo hacia la puerta me dijo:
—Acude a mí si hubieras menester. No quiero que ninguna dificultad entorpezca tu labor. No lo olvides, la creación del artista ayuda a otros a entrever el gran proyecto de Dios.