NUEVO AÑO
(1691)
En la víspera de la Epifanía, el Zar decidió asistir a misa en la catedral de San Pedro y San Pablo en el Kremlin. Iván no estaría presente, pues acudía a la catedral de la Dormición. Más tarde se reunirían para la ceremonia de la Bendición del Agua. Alexandra Dolgoruki nos había animado para que acudiéramos a su palacio, desde donde podríamos contemplar esa fiesta singular[67].
Ese día amaneció soleado y sin viento, lo cual, dijo la princesa, era una ventaja considerable, pues la procesión, que saldría del Kremlin, había de marchar sobre el helado río.
En efecto, un cortejo interminable que procedía de la catedral apareció a la vera del Moscova. El patriarca de Moscú, que mostraba una gran cruz, era seguido por los popes, que portaban iconos y crucifijos de menor tamaño. Tras ellos, boyardos con sus trajes de gala y miembros de la corte. Precedían éstos a los dos zares, que vestían sus ropajes de brocado de oro, recamados con tiras de piedras preciosas y bordeados de pieles de zorro. Ambos portaban en la cabeza las coronas de las ocasiones principales, y en la mano izquierda, una cruz, otorgando así el cetro del poder a su Divina Majestad.
Custodiaban a sus altezas numerosos streltsi[68] y guardias de palacio, así como soldados del regimiento de Preobrazhenski, tan adicto a Pedro. Todos ellos estaban fuertemente armados y llevaban consigo vistosos estandartes con las armas reales. Entre oriflamas y pendones, destacaba la flameante bandera con el águila bicéfala. La claridad del día, siendo notable, permitía que la imponente procesión se reflejara en el hielo formando un segundo séquito, que más parecía espejismo que realidad.
—Princesa —pregunté—, me produce curiosidad sin igual la bandera con el águila de dos cabezas. Es también emblema de nuestro imperio. ¿Cuál es el origen de esta enseña en el pabellón del Zar?
—Es de origen remoto. Al caer el Imperio romano de oriente y la sin par Constantinopla, se desmorona el Imperio bizantino. Sofía, hija de Tomás Paleólogo, se desposa con Iván III. Éste, queriendo salvaguardar el recuerdo de aquel magnífico señorío, adopta para Rusia el ave de las dos cabezas. Una representa los territorios del este, y la otra, el Imperio de occidente.
—¡Qué historia gallarda! Gracias al amor, pervive en la memoria un gran reino.
—No sólo eso. Nuestra madre Rusia conserva la galanura y la poesía de la Iglesia ortodoxa. Observaréis en adelante la influencia oriental en nuestra arquitectura, en iglesias y palacios, en ropajes y tocados; en nuestro ser y pensar. Somos oriente y somos occidente.
»¡Ah, escultora!, deseo señalaros otro detalle de profundo significado. Es posible que no alcancéis desde aquí a dilucidarlo, mas cuando os halléis próxima a una de esas enseñas, reparad en el centro del pecho del águila: es un escudo con san Jorge combatiendo al dragón. Es así mismo la enseña de la Orden Constantiniana de San Jorge, que dedica sus esfuerzos a la defensa de Europa ante los ataques de los turcos. Son liderados estos caballeros constantinianos por su Gran Maestre, el príncipe de Macedonia. El bien, san Jorge, defiende a la cristiandad del dragón, el turco. ¿Os complace el simbolismo? Es la imagen que nos regalaron en Cádiz y que obra vuestra era. ¿Cómo pudisteis guiar vuestro acierto?
Sonreí pensativa, y Alexandra también.
Llegados a un paraje en el río donde había un hueco en el hielo, se detuvo el séquito con muestras de respeto. Según nos dijo la princesa, ese lugar era llamado Jordán, y simbolizaba el emplazamiento del bautismo de Cristo. Acto seguido, el Patriarca sumergió la imponente cruz en las heladas aguas, y, sacándola, bendijo a los Zares con ella. Brillaron las gotas al sol de la mañana, como diamantes líquidos que portaran en su seno el «detente» contra la adversidad, y se derramaron sobre las inclinadas cabezas de los Zares.
Bellas melodías entonadas por las voces de los monjes contribuían a dar solemnidad a la ceremonia. Siendo que ya habían llegado al final de ésta, los sacerdotes ortodoxos comenzaron el retorno. Ahí fue cuando Pedro, viéndonos al grupo de damas en el palacio Dolgoruki, nos dirigió un leve saludo con la cabeza.
Días más tarde la princesa nos comentó que el patriarca, que iba delante, no se había percatado del suceso, mas cuando le fue referido había mostrado su enérgica condena.
—¡Dónde se ha visto semejante desatino! El Zar saludando a unas mujeres en una procesión, en lugar de seguir los ritos con devota piedad. Estas costumbres extranjeras corromperán a nuestras gentes.
La noticia se desparramó como aceite hirviendo por toda la ciudad. Los que se habían situado en contra de las innovaciones de Pedro aprovecharon la ira del patriarca para sembrar el descontento entre el clero y los campesinos. Los que comprendían que el mundo estaba cambiando a una inusitada velocidad, y que Rusia no podía permitirse quedar atrás, intentaron contrarrestar el mal hecho por los intolerantes, que muchas de las veces sólo buscaban la perpetuación de sus privilegios.
Desde la ventana observaba el fabuloso espectáculo de la nieve centelleando bajo el sol. No era yo muy partidaria de los fríos y de las asechanzas ocultas bajo el blanco manto, que podía esconder peligros y caídas, mas dejé que un súbito entusiasmo me llevara a pedir el trineo. Convencer a Carmen no fue fácil tarea, pero al poco tiempo marchábamos bien cubiertas por cálidas ropas de abrigo en dirección al bosque, con la idea de acercarnos al lago y patinar como nos habían intentado enseñar.
Al salir, pudimos contemplar una magnífica escena. Dentro del recinto del Kremlin, un grupo de boyardos aguardaba al Zar. Estaban imponentes con sus largos capotes rojos adornados con alamares y botones dorados, amplios calzones de color ocre, botas anchas y guantes de cuero. Sombrero de fieltro rojo y piel negra completaba el atuendo. Un destacamento de guardias palatinos de fiera expresión y altura inusitada, que delataba su origen vikingo, desafiaba con sus lanzas de afiladas cuchillas a todo aquel que osara acercarse.
Nos deslizábamos despacio, disfrutando del panorama. Cruzamos los jardines, donde una estatua de Neptuno que vigilaba con atención un pequeño estanque lucía su testa coronada de un racimo de blancos copos.
Ya fuera del recinto nos adentramos en una avenida de álamos de desnudas ramas perfiladas de albor, que resultaban ser en sí mismos soberbias esculturas. Penetramos en el bosque a través de un sendero donde los numerosos abetos recibían el blando peso que los tornaba gráciles y etéreos; hasta el hierbajo más miserable se revestía de una hermosura que jamás antes había conocido, ennoblecido por la esplendorosa nieve. Un extraño y a la vez amable olor acre afloraba de vez en cuando al paso del trineo. Había de ser alguna planta que reaccionaba a la humedad ambiental.
El panorama valía la pena: en una vereda tal parecía que los arbustos, todos ellos de blancura cegadora, nos cerraban el paso. Tras un vericueto, un poco más adelante, y de forma inesperada, el camino ensanchaba para mostrar el grandioso lago de Novodevichi.
No estaba muy concurrido.
—Mejor —dije a Carmen—. Así no pasaremos fatiga cuando caigamos numerosas veces.
—Luisa, de aquí a poco estas personas se retirarán y será peligroso quedar aquí tan aisladas.
—¡Mira el día que hace! Disfrutemos de aquello que no volveremos a tener de retorno a nuestra tierra.
—¡Testaruda, empeñada y porfiada, como siempre! —rezongaba mi prima.
No sabía ésta lo que le esperaba. Las afiladas cuchillas de los patines eran una escueta superficie sobre la que habíamos de mantenernos erguidas y desplazarnos con donosura. Una vez que nos hubimos calzado, la inexperiencia de ambas hacía que hubiéramos de sostenernos y apoyarnos la una en la otra. Conseguir el equilibrio no era cuestión baladí. Cuando me percaté del aspecto infantil, de niña torpe que da los primeros pasos, que las dos ofrecíamos, la comicidad del momento me hizo estallar en una viva carcajada.
—¡No te rías! ¡Qué me haces caer! —exclamó Carmen.
Dicho y hecho. Nos tambaleamos unos instantes, para enseguida recobrar digna compostura, y en un tris, desplomarnos al unísono. Las amplias sayas de recios paños amortiguaron la caída. No así el ánimo de ambas, que estallamos en sana hilaridad al vernos de esa guisa, desbaratadas en el suelo.
—¡Ya te lo decía yo! —me increpó Carmen—. Que esto no es lo nuestro, que esto es para los osos.
—Nadie nace sabido. ¡Levanta el ánimo, y allá vamos!
Mi carácter intrépido, al comprobar la protección que nos habían ofrecido los vestidos y los abrigos, me lanzó con entusiasmo a la interesante novedad. Sin embargo, mi prima era partidaria de acabar con esa diversión que no dominábamos.
—¡Vamos! ¡Ven presto! —grité.
Y con ánimo escaso, comenzó a seguir mis pasos. Tras varios intentos fallidos y la consiguiente mofa de mi compañera, conquisté el ansiado equilibrio. Dos pasos tentativos me confirmaron en el empeño. Envalentonada, me dejaba llevar por el impulso que mi cuerpo y la ilusión infundían a mis pies. El vuelo sobre la lisa superficie, el suave crujido de los patines deslizándose y la caricia de la brisa en mi rostro me embriagaban.
Poco experta en estos lances, no respeté la primera regla: observar el espesor del terreno y no acercarse a los límites en los que éste enflaquecía.
Deslumbrada por el fulgor glacial, no percibí que me acercaba en exceso a una zona de fino hielo. No oí tampoco el aviso espantado de Carmen, que intentaba prevenirme del error. Esta hubo de ver, ante sus ojos aterrados, abrirse las gélidas aguas, que me tragaron en un instante. A toda la velocidad de la que era capaz, ora patinando ora escurriéndose por el frío suelo, llegó cerca del horrendo agujero. Nada. Ni rastro.
No podía ella verme, pues yo me debatía en la oscura profundidad de las aguas, atrapada por el pavor y el peso de las ropas mojadas.
Al percibir entre los velos del agua la cara de Carmen y su aterrado semblante, conseguí asomarme a la superficie.
Mientras yo me debatía entre los mortales lazos, intentando sacar la cabeza y los brazos, ella me tendía desde lejos e intentando aproximarse ambas manos, que yo no lograba asir. En las tinieblas de mi cerebro ya adormecido, pude escuchar a la espalda de mi prima unas recias voces que le hicieron girar la cabeza. Con la fuerza que da el instinto de supervivencia, conseguí alzarme buscando mi salvación.
Alcancé a ver a Nicolai Lopoukhin con otros dos fornidos hombres, que se aproximaban raudos como centellas. Ataron un grueso cabo a un árbol y uno de ellos, el más joven y enjuto, con esta cuerda amarrada a su cintura, se deslizó como un felino sobre la helada superficie. Cuando llegó cerca del hoyo, asomó su cabeza y logró ver la mía casi ya sumergida de nuevo en las tenebrosas aguas. Agarrándome por la cabellera, tiró con fuerza de ella, y me conminó a que aferrara sus brazos al tiempo que él enganchaba los suyos. Obtenido esto, enlazó la robusta soga a mi cintura, y con enérgicas voces pidió a sus compañeros que lo ayudaran a izarme.
Carmen observó con horror el azulado manto que me cubría la tez, la débil respiración y mi estado inerme.
Una vez salvada de las profundidades, Lopoukhin me puso su gabán, y seguido por una temblorosa Carmen, nos instaló a ambas mujeres en un trineo, cubriéndome con mantas y saliendo los caballos al galope fustigados por el látigo del cochero.
Llegamos frente a una espaciosa cabaña de madera de la que salieron con presteza unos servidores, que nos condujeron a una estancia caldeada por el brioso fuego de una chimenea. Mis dientes castañeteaban con furor sin que yo pudiera impedirlo. No conseguía sentir mis piernas y mi aspecto debía de ser lamentable, pues el horror se leía en la cara de mi prima. Lopoukhin, que me llevaba en brazos, me depositó con suavidad sobre un lecho.
Me esforzaba por emitir frases que no lograba proferir. Me suministraron una dosis de vodka, que, como en ocasión precedente, logró devolverme el ánimo. Formando una protectora muralla con sus cuerpos, las doncellas me arrebataron las húmedas ropas para envolverme en secas y cálidas vestiduras.
—Señor capitán —acerté a decir—, es la segunda vez que me salváis la vida. Soy deudora de vuestros desvelos.
—Reposad. Que nada turbe vuestro ánimo. Os traerán una bebida caliente que habréis de tomar de inmediato. Contáis con la compañía de vuestra fiel prima. Ella nos dirá si hubierais menester de nuestro concurso.
El capitán se dirigió hacia la puerta y, antes de cruzar el umbral, lanzó una mirada hacia el lecho que penetró a Carmen de pavorosas sospechas —según ella me contó más tarde— mientras yo dormía pacífica, ayudada por el salvífico fuego y el calor de la bebida.
«Nada ni nadie me moverá de aquí», se dijo a sí misma Carmen.
Llegó la noche, y las oscuras sombras producían horrendas figuras en su imaginación. Me guardaba de la mejor manera que sabía y podía. Carmen presentía que las amabilidades y lindezas del apuesto Lopoukhin podían esconder designios de mal cariz. Finalmente el cansancio y la tensión producidos por los acontecimientos y los temores barruntados vencieron la resistencia de mi leal prima, y se rindió agotada al sueño.
No tuvo tiempo de comprender lo que estaba sucediendo.
Unos brazos potentes la levantaron del sillón en el que reposaba y la llevaron en volandas a una habitación, donde la encerraron entre risas y frases ininteligibles que le helaron el corazón. Su amada Luisa quedaba sola, a la merced de ese hombre corpulento y de potentes instintos.
En efecto, al tener la vía libre, con mi amiga del alma a buen recaudo, Nicolai se encaminó hacia mi cámara, donde yo reposaba en beatífico sueño. Abrió la puerta muy despacio, sin hacer ruido. La claridad del candil iluminó mis cobrizos cabellos en torno a mi pálida tez. La imaginación volcánica de Lopoukhin hizo que me viera aureolada, como si fuera una diosa mediterránea. El deseo reprimido durante largas semanas y el encargo de venganza recibido lanzaron al ansioso galán hacia mi lecho.
Cuando percibí lo que estaba pasando, el terror me hizo proferir un agudo grito de angustia y asco, pues el aliento del capitán hedía, putrefacto de vodka. Él buscaba mis labios con denuedo, mas yo, sobria y con la fuerza que produce el instinto de supervivencia, me defendía como una gata rabiosa, arañando, pegando y mordiendo. En el fragor de la lucha, el apetito de él crecía, tornándolo violento. De un tirón rasgó mi camisola, a lo cual, llena de rabia, respondí golpeando con toda la fuerza de la que era capaz.
En ese momento, Lopoukhin soltó su presa con un grito de dolor. No era mi pujanza la que provocó la derrota del bribón. En el umbral, erguido como un dios vengador, Alexei Menshikov miraba desafiante al capitán con un knut[69] en sus manos. Era el arma que había restallado en la espalda de Nicolai. Rojo de ira, éste increpó al atacante:
—¡Por todos los diablos, cómo osas azotarme como a un esclavo! ¡Tú, tú, que no eres más que un mujik[70]!
—La escultora está bajo la protección del Zar —respondió como del rayo Menshikov—. ¡A él tendrás que dar cuenta de tus acciones!
—¡No sabes, infame campesino, a qué poder te enfrentas!
—Bien lo sé. Y puedes decirle que las víboras que ella pergeña y alimenta mal le aconsejan. Serán su perdición. ¡Y tú, innoble, fuera de aquí! ¡¡Fuera!!
Y tuvo que partir Lopoukhin, habiendo manchado su nombre por la acción de su propia mano. Acto seguido, supliqué a Alexei que buscara a Carmen. No tuvieron que indagar mucho. Aquellos bravucones secuaces de risotadas funestas habían desaparecido al ver perdida la partida. Los hombres de Menshikov dieron enseguida con la mazmorra de mi prima gracias a los agudos gritos de socorro que ella profería. Cuando las dos nos encontramos, nos fundimos en emocionado abrazo. Mas Menshikov, prudente, nos conminó para que nos arregláramos y pudiéramos partir. Quería llevarnos de nuevo a las protectoras murallas del Kremlin, «donde —dijo— estaréis más seguras».
Así lo hicimos, y en la noche oscura atravesamos los campos inmaculados de nieve. En el carruaje, de retorno a palacio, permanecía yo cabizbaja, intentando esclarecer en mi agitada mente lo apenas sucedido. Carmen, a veces más realista y conocedora de las debilidades humanas, no parecía tan sorprendida.
—Alexander, hay algo que no acierto a descifrar. Cuando en medio de mi terror Lopoukhin te dijo: «No sabes a qué poder te enfrentas», ¿qué quiso decir? ¿Y qué tiene que ver el motivo de su ataque con ese poder?
—Es ansioso que os dé a conocer algunas intrigas. El Zar, desde hace unos meses, no otorga su favor a Eudoxia. Las escasas ideas que ella posee han quedado sepultadas en la caverna de su fanatismo. Todo aquello que ignora, y harto es, se le antoja obra del maligno. Su obstinada cerrazón ha ido apartando a Pedro de su mujer.
—Mas ¿qué relación es la mía con esa ajena desdicha?
—Su zozobra le hace ver en cualquier mujer a la que Pedro ensalza, y a ti dispensa alta estima, una amenaza a su posición e influencia.
—En tal caso, mi mala sombra ha querido que él me tenga por más de lo que merezco, y que ésa pudiera ser mi ruina.
—No, Roldana, estás y estarás protegida. Has de saber que cuando partisteis sin avisar, una doncella vino a prevenirme de vuestras andanzas. Salí en breve tras vos y vuestro cochero me informó de lo sucedido. Así pude encontraros e impedir vuestro atropello.
—¿No fue entonces casual el hallazgo?
—El Zar dispuso con decidida porfía vuestra seguridad. En todo momento la vigilancia ha sido mi cuidado. No temáis.
Preocupada, continué cavilando acerca del recelo que mi persona había provocado en aquella mujer, que, a todas luces, se hallaba insegura. La Zarina tenía horror de que alguien pudiera arrebatarle lo que ya no era suyo, y esto la tornaba desconfiada y vindicativa. Sentí el escalofrío que produce el miedo y miré a Carmen, a mi adorada Carmen, a quien había llevado a esta azarosa situación. Yo bien la conocía, y supe entender que su silencio era signo de suprema congoja.
«He de retornar a Madrid —determiné—. Sin dilación».
Alexei, al despedirse una vez que nos dejó sanas y salvas, dijo a mi prima:
—Cuida de ella. Reposad de vuestros desencuentros y peligros. La Roldana es mujer intrépida, pero aquí debéis estar atentas a la mala voluntad de secretas insidias. Hemos de conversar de alegres festejos en tiempo más propicio. Adiós.
Era ya cerca de la anochecida y me aprestaba a apagar las velas del taller. ¡Los días eran tan cortos en Rusia en esta época del año! A punto estaba de marchar a mi cámara, siguiendo a Carmen, cuando una sombra imponente apareció en el umbral. Atemorizada por los acontecimientos pasados, me eché hacia atrás, buscando instintivamente refugio. Pero el candil que el hombre llevaba iluminó su cara. No podía dar crédito. Era el Zar.
—Escultora, sé que has sufrido un ataque. Es mi deseo poner en tu conocimiento que el culpable sufrirá el castigo al que se ha hecho acreedor.
—Señor, la intervención de Alexander fue decisiva. Y le soy grata. Mas no quisiera que fuerais severo en demasía.
—Faltó Lopoukhin a las reglas de la hospitalidad, sagradas en Rusia. Y atentó contra una dama que está bajo mi protección. Sabía lo que arriesgaba. Tendrá su merecido. —Y como queriendo dejar atrás el desagradable recuerdo prosiguió—: ¿Qué hacías ahora, Roldana? ¿Qué nos depara tu ingenio?
Sin decir una palabra, encendí de nuevo las candelas que había extinguido y luego, muy despacio, tiré del lienzo que protegía el San Miguel. La expresión del Zar era compleja: asombro, satisfacción y admiración se superponían y, al final, estalló en una carcajada que me dejó confusa y desorientada.
—No temas. Mi risa de nada malo es testimonio. He de hacerte saber que hace unos días discutía con mis amigos sobre arte. Decían ellos que una mujer no posee la capacidad de la fuerza en la expresión. Yo mantuve que únicamente es cuestión de talento. Acabas de hacerme ganar la apuesta.
—Señor, yo… —dije dubitativa— he pensado al crear este arcángel en un hombre que lucha con convicción por aquello en lo que cree.
—Serénate. Me complace tu afán. Nada me disgusta más que la tibieza, hacer las cosas sin entusiasmo ni dedicación. Es preciso que me adelante a Preobrazhenski. Quiero que vengas tú, que permanezcas allí unos días y realices para mi casa alguna de tus mejores obras. ¡No admitiré nada menos!
—Pero, señor —argüí—, yo creo…
Me interrumpió impaciente:
—Es mi deseo que acudas a mi llamada. —Y ya en la puerta, se volvió para decir—: Tienes licencia para hacerte acompañar de quien hayas menester. Pide a mi intendente que prepare todo aquello que necesites para tu trabajo.
Grande fue mi desconcierto, pues tras la desdichada aventura en el lago, había prometido a Carmen el pronto retorno a España. Mas la imperiosa voluntad de Pedro no admitía discusión.
Siguiendo las órdenes del Zar, nos habíamos puesto en marcha para acudir a su retiro preferido. Íbamos acompañadas por nutrida guardia y ayudantes que resolverían cualquier incidencia del viaje. A pesar de que efectuamos la salida la mañana apenas comenzada, se hizo la noche antes de llegar al destino. La luna lucía con un inusitado fulgor, alumbrando el camino y mostrando las colinas que reverberaban bajo el influjo de la luminosa esfera nocturna.
Tras los árboles apareció una casa alumbrada por una miríada de antorchas. Sus destellos revelaban una morada con una airosa fachada blanca, pintada con motivos florales en rojo y verde. Esbeltas columnas en las que se enroscaban guirnaldas de uvas y hojas de pámpano pintadas con inusitado realismo ascendían hasta la segunda planta. Aquí la decoración se hacía más intrincada, pues motivos geométricos repetidos hasta el infinito cubrían la entera pared en alegre mosaico de azul verdoso, arena y color laca de China. Cautivaba tan sólo mirarla.
En Preobrazhenski, la atmósfera era muy distinta a Moscú. Los rusos, barbados y con cumplidos abrigos, contrastaban con los numerosos europeos, que vestían calzón corto, casaca y altas botas de cuero.
Las mujeres rusas usaban largos vestidos y escuetos bonetes sujetos con anchos pañuelos de flores. Miraban con desconfianza a las bellas europeas, que lucían desinhibidas hermosos vestidos con amplios escotes que resultaban en exceso incitantes para los ardientes y exaltados nativos.
Era un ambiente cargado de energías provenientes de la tensión de las diferentes culturas y opiniones. Supe al instante que mi trabajo sería provechoso. Me lancé con entusiasmo a la creación de diversas tallas que formarían parte de esa casa como si hubieran nacido al unísono.
En las heladas noches del enero ruso, acudía alguna vez el Zar a comprobar el progreso de mi obra. Dada su inagotable curiosidad, preguntaba por todo y se interesaba de forma particular por España, preguntándome por el clima, las costumbres y, sobre todo, por las Indias; los puertos de Andalucía desde los que zarpaban las naves, cómo estaban pertrechadas éstas, su tamaño y envergadura; quería también saber qué productos llegaban de Ultramar, y un sinfín de asuntos que procuraba yo contestar lo mejor que sabía.
Un día decidí tomar la iniciativa y, sin saber si tendría éxito en la empresa, comencé a hablarle de Sevilla, su luz incomparable, sus jardines, con el intenso y perturbador perfume del azahar, las jacarandas de ondulantes ramas con sus nubes de flor azul, las palmeras, que se movían como danzarinas con la suave brisa… De los antiguos palacios de herencia romana y árabe, su embrujo, su hechizo… Y estaba tan inmersa en mi relato y lo contaba con tal entusiasmo, que olvidé por un momento dónde y con quién estaba. Al volver de mi ensoñación, dirigí la mirada hacia el Zar y lo vi concentrado, penetrante la fija expresión, pendiente de mí, de lo que le contaba, de aquello que él ansiaba oír: otros mundos, otras gentes. Para tomar de ellos lo que bueno fuera para su amada Rusia.
—No ha mucho mandé una embajada a tu país. Es mi deseo que nuestras naciones compartan saber y amistad. Todo lo que me cuentas de Sevilla parece venir de lugar mágico, más propio de la fábula que de la realidad.
—Y sin embargo, ¡es cierto, majestad! Nada hay en mi narración que no sea veraz.
—Si he de creer tus palabras, habéis sufrido invasiones sin cuento. ¿Guardáis odio en vuestros corazones a causa de esa dominación?
—Romanos, cartagineses, visigodos, árabes, todos dejaron rastro de su civilización y su ingenio. Los palacios llevan en sí las huellas de las costumbres y el arte de aquellos pueblos. Somos todas esas civilizaciones.
—Extraordinaria respuesta me has dado, escultora. Me has de contar otras cosas de tu país y de sus gentes, pero otra vez será. Ahora debo partir.
Comprendí que en su morada de Preobrazhenski Pedro se sentía libre. Libre y seguro. A salvo de intrigas e insidias en aquel austero palacio de madera. Me dijeron que cuando el peligro lo había sofocado con su mano de hierro, allí había acudido, con los suyos, con los leales. Comprobé que le atraían con magnetismo extraordinario los europeos que mantenía a su alrededor. Eran hombres cultos que razonaban sin la ceguera de la pasión, hombres que, cada uno en su especialidad, estudiaban la manera de aumentar su ciencia y, con ella, el desarrollo de su nación. Y Pedro ansiaba conocer, tenía hambre de saber. Patrick Gordon era uno de ellos. Escocés, católico y buen conocedor de estrategias militares y asuntos navales, admiraba a este joven monarca que optaba por la tolerancia religiosa, aborrecía el fanatismo y se afanaba por sacar a su país de la Edad Media. Gordon se presentaba con un aire somnoliento que conducía a engaño. Supe por Alexei que su mente estaba alerta de continuo; su pensamiento volaba a la velocidad del rayo y su conocimiento de los asuntos del mundo le hacía optar por sabias decisiones que dejaba oír con su voz de trueno.
Pero vi con pesar que reunía Pedro a su alrededor en este lugar gentes bullangueras, bebedoras y juerguistas que incitaban sus peores demonios. Eran éstos, según pude saber, Franz Lefort, un mercenario suizo; Nikita Zotov, apodado Baco, el Patriarca; Boris Golitzin, Pedro Tolstoi y el omnipresente Alexei Menshikov. El príncipe Boris Kurakin, que creía con firmeza en las enormes cualidades de Pedro, reprobaba sin embargo estas actuaciones desmedidas.
Esta inclinación hacia los europeos se extendía a las mujeres europeas, a las que parecía considerar más capaces de compartir sus ansias de cambio, su búsqueda del saber, sus anhelos para una Rusia mejor. La estrecha y pequeña mente de Eudoxia nunca llegaría a vislumbrar la grandeza, crueldad, pasión, clarividencia, despotismo y generosidad que conformaban la compleja urdimbre de su augusto esposo.
Y él lo sabía. Me dijeron que cerca de Moscú, en el barrio europeo, una joven posadera de nombre Ana aguardaba en sus noches de estimulante conversación y animadas danzas la visita de un fogoso amante llamado Pedro.
Una noche el alboroto de la jarana despertó a todo aquel que dormía en paz y serenidad. Algunos osaron asomar la cabeza para contemplar lo que sucedía, para, viéndolo, protegerse detrás de sus puertas, implorando al cielo que no les tocara participar en aquella insensatez.
El rumor se extendió como el aceite. Aquel que nada había oído recibía cumplida noticia de los que habían entrevisto la tremenda juerga de su majestad. Carmen, que había escuchado como yo el escándalo de los que creímos contumaces borrachos, salió a preguntar por la mañana lo que había sucedido. Lo que le contaron le produjo gran indignación.
Caía la noche en Preobrazhenski. Animados por el vodka, que fluía con largueza, y las chanzas de sus compañeros, después de bailar al son de balalaicas y banduras[71] con unas zíngaras sensuales y vibrantes, dieron en un escarnio que hallaron muy entretenido. Decidieron que habían de jugar al sviatki, una charada ruidosa y cruel. Mandaron llamar a unos siervos obesos, a los que arrebataron sus ropas, y entre carcajadas y empellones los sacaron al lago vecino, y así, desnudos e indefensos, los arrojaron a unos huecos horadados en el helado elemento, mientras celebraban la ocurrencia con gran regocijo.
Llevaron sus intemperancias a los límites del paroxismo, gritando como posesos, en un delirio de brutalidad, olvidando que su elevado rango y los privilegios que comportaba debían ir siempre unidos a estrictos deberes. No era la primera vez.
Boris Kurakin intentaba con sus consejos limitar el mal en que estas actuaciones enredaban a su zar:
—Señor, la turbación que generan estos amorosos festejos y las befas y desprecios a humildes personas no os benefician.
—Lo sé, Boris, lo sé. Eres mi conciencia. ¡Nunca te separes de mi lado! Te necesito para conservar mi buen sentido.
Y partió de nuevo, entre gritos, a unirse a aquellos que provocaban su lado oscuro, ante la desesperación del prudente Kurakin. Carmen había oído bastante.
Entró demudada en mi estudio y se apresuró a contarme lo que todo el mundo sabía.
—Niña, es muy feo lo que he de narrarte.
—Tú dirás, Carmencita.
—Ese hombre al que tanto admiras, y por el que inclinada estás a perder el sentido y comprometer tu buen nombre, es violento y se deleita en humillar con sus groseras bromas a quien no puede sino aceptar y callar.
—Tú dirás, me asustas. Habla ya.
—La noche pasada, cuando oímos aquel alboroto que propio de chusma creímos, no era tal.
—Pues qué era, ¡cuenta!
—El ser al que tú veneras casi como a mítico dios… —mi prima sentía una enorme dificultad para seguir hablando—, el Zar se hallaba de jolgorio, en compañía de gentes de poco mérito y enconada perdición.
—¡No puede ser! Él no es asi.
—Jaleado por hombres en estado de embriaguez y hembras vulgares de costumbres airadas, desató sus peores instintos.
—Qué dices. ¿Por qué me haces sufrir, mal hablando de aquel al que conoces he de reverenciar por siempre?
—Aplaca tu ira y da licencia a mi cordura. Como decía, —continuó— en esa baja compañía desnudaron y arrojaron al lago a los pobres desgraciados que habían elegido para sus burlas mezquinas. Varios entre ellos sufren aún por la ocurrencia. Y muchos lo vieron, y peor, dan a entender que estos escándalos son frecuentes. Ellos no disciernen que ese comportamiento es para nosotros bárbaro.
Ciertamente no correspondían estas actuaciones con la opinión que yo tenía del hombre al que admiraba; con un ser al que yo atribuía una grandeza de alma que desmentían los mezquinos hechos que mi prima desgranaba bien a su pesar y que herían mi corazón.
—¡Luisa de mi alma, es menester que escuches a quien por ti vela! Yo deseo sólo tu amistad y, sobre todas las cosas, tu felicidad. Es por este motivo que he de decirte lo que mi razón ansia comunicarte.
—Bien sé a lo que tu devoción a mí te obliga; sé de tu desprendimiento para conmigo y conozco tu aprehensión hacia mis súbitos impulsos. La ilusión en mí creciente puede oscurecer mi juicio.
—Mi prima querida, no agraves con tu severidad lo que ya doliente es para tu sentir. Abriste tu corazón a la admiración, con noble ademán.
—Me he precipitado en mi consideración. He de aprender a ser prudente. La vida ha de enseñarme a esclarecer aquello que mi ingenio no acertó a penetrar. Te lo prometo, estaré más avisada.
—Ea, ea. No ha pasado nada. Vamos, Luisilla. De aquí a poco tornaremos a lo nuestro: los seres queridos, nuestro país, nuestra ciudad… Y el aprendizaje de todo lo que tus ojos contemplaron será tu bagaje y tu tesoro.
Y llevándome del brazo, como cuando éramos niñas, con la misma ternura, me condujo hacia la cámara en busca del restaurador refrigerio que me había preparado. Abandoné mi cabeza en su hombro, dejando morir mis ilusiones.