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NAVIDAD EN MOSCÚ
(diciembre de 1690)

Miraba yo con el asombro pintado en el rostro la inmensidad de la plaza a la que acabábamos de llegar. La muralla almenada, maciza y sólida parecía inexpugnable gracias a nueve torres de notable planta y altura, que defendían la fortaleza del Kremlin de los depredadores que atacaban desde el este. Dos ríos, el Moscova y el Neglynnaya, formaban una contención acuática imposible de franquear una vez que se alzaban los puentes levadizos. Cada baluarte tenía una puerta que daba acceso a una importante vía de comunicación. La muralla protegía el conjunto de iglesias y palacios más extraordinario que había contemplado jamás. Un bastión con aromas venidos del este elevaba al infinito, en un revuelo de esferas y agujas, sus cúpulas doradas, que brillaban al tenue sol de la mañana.

El cielo era de un azul intenso, y el buen tiempo acrecentaba nuestro ánimo. Las calles estaban muy alborozadas, con vendedores de todo tipo de mercancías, y mujeres ataviadas con largos trajes de vivos colores husmeaban los tenderetes, intentando descubrir una ganga o un preciado tesoro. Elegantes trineos tirados por potentes caballos portaban en su interior hermosas damas tocadas con suaves sombreros de piel.

Entramos por la Puerta del Salvador, reservada a las comitivas de los zares, emperadores, embajadores extranjeros y, como «puerta santa» que era, procesiones. De Ory hubo de quitarse el sombrero en señal de respeto, norma que obligaba al mismísimo Zar. Su arquitectura nos produjo inmenso asombro. Su planta sólida y cuadrada mostraba numerosas ventanas, que se abrían al exterior en los diferentes estratos hasta terminar en puntiagudas saetas que intentaban tocar el firmamento. Había sido construida a finales del siglo XV, como la mayoría de estas torres, y bajo la batuta del arquitecto italiano Pietro Antonio Solari. Una vez que traspasamos el recinto amurallado del Kremlin, la imponente arquitectura, tan variada, con sus templos y palacios que formaba un extraordinario conjunto nos dejó anonadadas. Oriente y occidente se estrechaban en un abrazo artístico que invitaba al entendimiento, a pesar de la diferencia de idiomas, razas o religión.

Una compañía de soldados de aspecto feroz aguardaba nuestra llegada en perfecta formación. Eran hombres de masculinidad imperiosa, derechos como sables, vestidos con largos abrigos de fuerte paño y las cabezas coronadas por gorros de terciopelo orlados de una sedosa piel, que dulcificaban los duros rasgos de aquellos gigantes. Hicimos nuestro ingreso por un imponente portón que, al abrirse, soltó un gemido originado por su antiguo pasado. Carmencita, ya aterrada por el aspecto del comité de recepción, dio un respingo:

—¡Luisa, a qué lugares me haces viajar! Con lo bien que estaríamos en Sevilla, a la vera del Guadalquivir. Con sus patios tan perfumados y sus hombres tan gallardos. ¡Si no hemos visto más que nieves desde que salimos de España! Qué lástima, mujer.

—Carmen, espera. ¡Espera y verás!

El Zar

Un buen día, pocas semanas después, Germán de Ory vino a anunciarme que en breve seríamos presentadas al Zar.

—Habéis de estar preparadas en todo momento; tened prontas vuestras mejores galas, haced por estar bizarras y no temáis. Yo estaré con vosotras para que la incomprensión del lenguaje no sirva de tribulación.

—Excelencia —inicié afligida, perdimos casi todas nuestras ropas en el naufragio. Sólo tenemos vestidos de diario, de trabajo, que recibimos en el barco.

—¡Grande es mi descuido! Disculpad mi olvido. Os mandaré un carruaje para que os conduzca a la embajada, donde conoceréis a mi esposa, y ella os ayudará.

No tuvimos que esperar mucho. Al día siguiente, un trineo nos aguardaba en la puerta, según nos dijo un amable criado. Las calles, como el día en que rendimos viaje, eran un hervidero de gentes que parecían no sentir el frío reinante. Las mujeres estaban ataviadas con sus vestidos tradicionales y cubrían sus cabezas con pañuelos de intensos colores. Muchos de los hombres vestían a la moda rusa, con amplias túnicas hasta la rodilla ceñidas por un cíngulo, anchos calzones y botas.

Elegantes hombres a caballo vestían a la moda europea, creando un gran contraste con el resto de la población. Casacas de fieltro, chalecos de ante o cuero, blancas chalinas al cuello y altas botas asomaban bajo los largos abrigos que imponía el invierno ruso. Todos ellos se tocaban con sombreros de fieltro orlados de pieles.

La embajada de Francia ocupaba uno de los edificios más atractivos de la ciudad. Destacaba sobre la nieve con su arquitectura tan característica, de marcado estilo ruso oriental. El edificio se presentaba en dos plantas con un cuerpo central, del que sobresalía un inmenso portón guarecido bajo unos alargados arcos de piedra, trabajados y pintados en un brillante rojo y claro arena, colores que se repetían en la fachada formando rombos, cerrados en uno de los lados por un oscuro tierra de Umbría. En el segundo piso, una balaustrada recorría una amplia terraza a la que daban las habitaciones superiores. Un frondoso parque rodeaba la mansión, protegiéndola del bullicio de la calle.

La embajadora era una mujer menuda, de mirada profunda y muy expresiva; era de vivaz parlamento, que no acertábamos a entender en todo su significado, pero su actitud era cariñosa y comprendimos que contábamos con un apoyo más.

Llegado el día, nos acicalamos con esmero. El baño que nos prepararon era reparador, gracias a la cálida temperatura de la inmensa tina. Una gran novedad había hecho posible tan placentero descanso. En la Torre del Agua acababan de instalar un artilugio que bombeaba el agua del Moscova, a través de tubos de plomo, hacia el palacio y los jardines. Un sistema de hornos de leña hacía el resto. Las doncellas que nos asistían piaban su cantarina lengua entre risas y gestos. Dimos en entender que el regocijo tenía que ver con el baño y la continencia pudorosa que les mostrábamos. Las palabras «baño» y «ruso» se repetían sin cesar. Cuando los franceses vinieron a buscarnos, nos hallaron con todo acomodado.

Yo me había arreglado con un discreto vestido de seda gris con encajes de plata en mangas y escote que ponía en valor mi piel y mi cabellera cobriza, que, alzada en la cumbre de la cabeza, sostenía una suerte de tiara de los mismos encajes. Era un atuendo refinado y discreto que procedía de la embajadora De Ory. En cuanto a Carmen, también gracias a la moda gala, se engalanaba con un vestido de seda ocre con tirillas de terciopelo negro subrayando el ajustado corpiño y las generosas sayas. El tono solar del tejido favorecía su carnación de sevillana, sus ojos oscuros y su pelo de profunda noche.

Cuando llegamos a la sala donde seríamos recibidas por el Zar, se hallaban allí muchas personas. Era una curiosa mezcla de gentes vestidas a la europea y graves funcionarios del Estado con cumplidas túnicas hasta el suelo, barbas de profeta y mirada escrutadora. Era la primera vez que yo percibía con tal nitidez un mundo que acababa y otro que porfiaba por comenzar. La princesa Dolgoruki estaba magnífica, a medio camino entre la moda de su país y la de los nuevos rumbos: vestido de fina lana con hilos de oro que formaban diseños refinados, anudado bajo el seno, y un abrigo de terciopelo azul noche, sin mangas y bordeado de piel. Era hábil en la escenificación y el compromiso.

La sala abovedada estaba pintada en su totalidad con escenas referentes a la historia rusa: la defensa de sus ciudades ante los ataques tártaros, la conquista de los helados territorios de las estepas o la amenaza latente de los pueblos de los confines orientales. Techos, paredes y vanos de ventanas contaban historias de batallas, coraje, costumbres y también de amores. El movimiento de los personajes y la fuerza fulgurante de sus colores revelaban el temperamento apasionado de la cultura rusa. Sentí una corriente de posible entendimiento hacia este arte y este pueblo ardoroso y entusiasta.

La recepción, como nos había adelantado la embajadora en el reciente encuentro, sería bastante informal para lo que era habitual en una corte real. Se saludaron con mucha cortesía los embajadores de Francia y de las otras potencias, y ellos a su vez hablaron con el poeta de corte Karion Istomin, que había conocido éxito notable al publicar Símbolo de amor en el santo matrimonio, que refería los esponsales de Pedro con Eudoxia. Dicha boda se había desarrollado dentro de la sencillez acorde a los gustos del esposo, según nos explicara De Ory.

Al cabo de unos minutos, apareció el Zar con su inseparable Alexander Menshikov y el príncipe Dolgoruki. Pedro era un hombre de elevada estatura, joven, de ojos negros, intensos, vivos, inquietos y penetrantes que reflejaban curiosidad e inteligencia; un fino bigote negro custodiaba la boca, carnosa y sensual, que remediaba la intensidad de la mirada. Vestía casaca azul de Prusia[59] recogida hacia atrás, dejando a la vista dos triángulos de un brillante rojo de Pompeya, las bocamangas y el cuello en el mismo color; calzones negros y botas de cuero.

Hablaba deprisa con aquellos con los que se entretenía, y sus movimientos denotaban una cierta impaciencia, como si deseara acabar pronto con las ceremonias; hacía gala de sencillez y cercanía, pero sin perder un ápice de su natural grandeza. Aguardaba yo prudente en la retaguardia, acompañada de Carmen, que parecía abrumada por la situación. Cuando el Zar llegó a nuestra altura, De Ory nos presentó[60]:

—Majestad, he aquí la afamada escultora de la corte española que habéis tenido la bondad de llamar a vuestra presencia.

Me incliné en una profunda reverencia que deseé no finalizara jamás, hasta que Pedro me alzó con presteza, dirigiéndome unas palabras en francés que no acerté a comprender, impresionada en demasía por el Zar.

Alexander Menshikov, con su talante alegre y comunicativo, me cogió por un brazo y comenzó a hablar animado con Pedro I. Hablaban muy deprisa y en lengua rusa, muy cantarina y seductora, y yo no podía discernir su parlamento, pero temía que a mí se refirieran. Me inquietaba que hubieran percibido los locos pensamientos que me asaltaban. La embajadora Dolgoruki, prudente y discreta, se acercó, y, tomándome de la mano, me invitó a que juntas abandonáramos el salón. Ella ya había comprendido el sentido de la aviesa mirada que me dirigía en ese momento la zarina Eudoxia.

La confesión

Cuando Carmen y yo quedamos a solas, ella me interrogó. Ansiaba saber el porqué del mutismo que me atenazaba desde que finalizara la audiencia con el Zar.

—Alcé los ojos, y lo vi…

—Pero, niña, ¿de qué hablas? —dijo asustada Carmen por mis ojos de tormenta.

—Ese hombre imponente, de alta estatura y gallarda apostura…

—Pero ¿qué hombre?

—Qué vivaz la expresión, un tanto sorprendida y con un deje de nostalgia… —continué.

—¿Que desvarío es éste, Luisa?

—¡Y qué labios!; sensuales, labios para el goce de ser besados. Sentí algo que ya había olvidado y lo sentí con una fuerza extrema, un latigazo de deseo que conmovió todo mi ser.

—¡Niña, que me va a dar un sofoco!

—Asustada, quise ocultar mi turbación con una prolongada reverencia que él se preocupó en acortar.

—Pero, Luisa, ¿estás loca, chiquilla? ¿No te das cuenta de que mujer casada eres, y así vas a permanecer? ¿Qué has de volver a Madrid, a tu trabajo, a tu marido y a tu casa? ¿Y que «él» es el Zar, o sea, el rey?

Mi expresión debió de tornarse casi violenta:

—¡Tú mejor que nadie sabes de mis desdichas! —respondí.

Y lamentando mi reacción, mudé la faz y, mirando a mi prima, le susurré apesadumbrada:

—Las dificultades económicas, el desdén de mi marido ante las exigencias de mi trabajo me han apartado poco a poco de él.

Habiendo recuperado la ilusión de manera tan repentina, no estaba dispuesta a que nada ni nadie quisiera arrebatármela.

—Sabes bien que al principio mi sentido de la lealtad me impidió reconocer los claros síntomas. La tristeza se apoderó de mí al comprender que aquella persona a la que había querido bien, y a la que dediqué mi esfuerzo, no quería dejarme ser yo. Acabó penetrando mi alma una espesa niebla que oscureció mi corazón y adormeció mis sentidos. Mas, a Dios gracias, tenía mi trabajo, que además me permitía vivir y mantenía a mis hijos.

»El resto ya lo sabes.

A la luz de la luna

La mañana amaneció con la ciudad cubierta de un denso manto blanco, y el río que abrazaba la fortaleza apareció totalmente helado. Yo había comenzado el trabajo que me encomendara don Germán, para lo cual había visitado iglesias y monasterios con el fin de comprender los gustos del Zar y las tendencias que, dentro de mi estilo, más pudieran agradar a tan alto señor. El embajador me explicó con paciencia y agrado que un hilo sutil unía el arte oriental de los iconos rusos y las tallas henchidas de pasión y movimiento que me eran características. Resolví acometer un san Miguel pleno de ímpetu, un verdadero soldado de Dios, que creí complacería al soberano. Mi padre había creado este arcángel poderoso para la iglesia de San Miguel, en Marchena, y mi actual estado de ánimo, vibrante de euforia, requería también un hombre lleno de pasión de Dios, un ser entregado a un amor incondicional. Carmen, al ver el revuelo de pliegues y el difícil escorzo de la imagen que realizábamos, reclamaba asustada:

—¡Luisa, reina! Trabaja con más sosiego. Tal parece que el mundo fuera a concluir hoy. No hagas la postura del santo más tortuosa, que no sé yo si podré policromar tanta hendidura con acierto.

—¡Carmencita mía, da libertad a tu ingenio, deja que tu industria te lleve a los confines! Vuela con las alas de este ángel. Pon en su espada la ira de Dios.

—Mira, Luisa, sabes que el amor y la amistad que a ti me unen son aliento de mi voluntad y hálito de mi complicidad, pero no mientes la ira de Dios. Ya sé yo bien de dónde procede ese ímpetu que te invade, esa pasión que te consume. A ver cómo va a acabar todo este enredo. Ay, niña, ay, ay, ay…

El cariño que manteníamos la una por la otra superaba cualquier disgusto, pero mientras que para Carmen la pasión que yo sentía constituía una locura que no había de llevarme a nada bueno, yo temía no ser comprendida por mi mejor amiga, que no se le alcanzara que, en mi triste vida, Pedro había aparecido como un rayo de sol que infunde energía y pasión y, pasara lo que pasase, a pesar de las diferencias que nos separaban, yo mantendría siempre ese anhelo en mi corazón.

Consumimos el resto del día cincelando, midiendo y sopesando el giro del cuerpo, el blandir de la espada, la victoria del arcángel o la derrota del demonio, hasta que las sombras de la noche se apoderaron del estudio. Oímos un tumulto de risas y vaivenes, voces alborozadas que se aproximaban, y de repente se abrió la puerta y la potente figura de Alexander Menshikov apareció en el umbral. Hombre joven, derrochaba el entusiasmo propio de los pocos años, o de aquellos que saben conservar un alma de niño. Era rubio, fuerte y decidido; sus claros ojos azules mostraban un guiño malicioso que había de trastornar a las mujeres.

—¡Basta de trabajo! Los trineos están preparados, las antorchas encendidas. Vamos a enseñaros el fulgor de la nieve bajo la luz de la luna.

Y sin admitir objeción alguna, ordenó en ruso a unas camareras algo que ellas se apresuraron a cumplir. En cuestión de instantes habían regresado cargadas con largos abrigos de cálidos paños, bordeados de suaves pieles, gorros, guantes, chales de lana y seda de Cachemira, y un sinfín de prendas de abrigo con las que nos vistieron sin que nosotras ofreciéramos resistencia, paralizadas por la sorpresa. Casi en volandas se nos llevó Menshikov a las dos, y en un abrir y cerrar de ojos nos hallamos ante unos trineos pintados de un vibrante rojo, tirados por poderosos caballos negros que hacían tintinear los cascabeles que adornaban sus riendas y cinchas. Me encontraba en una nube de contento, disfrutando de tantas novedades que no habría podido imaginar, que me dejé arrastrar por la contagiosa alegría de Alexei.

Un cochero imponente al frente de cada pescante hacía chasquear un látigo largo y sinuoso, que manejaba con maestría. Llevaban ellos también cumplidos capotes que cerraban con unos alamares de gruesa seda negra, y sendos sombreros de piel que, unidos a sus barbas, les daban un aspecto feroz.

«Quizá lo sean», pensé con un escalofrío.

La noche era, sí, fría, pero la expectación que crecía en mí no me dejaba padecerla. La novedad henchía mis sentidos. Los olores, colores, sones, paisajes y personajes eran diversos a todo lo que había conocido. Una brisa fresca, límpida, despertó aún más mis facultades. Acomodó Alexander a las dos en su carruaje y la comitiva se puso en marcha. Atravesamos el inmenso portón del Kremlin y nos dirigimos hacia el río. Estaba totalmente helado, como ya había observado desde la ventana esa mañana, lo cual no dejaba de impresionarnos, y mucho, a nosotras, tan poco conocedoras de escarchas y nieves. Unas construcciones de madera sobre el río, aquí y allá, despertaron mi curiosidad y le pregunté a Alexei.

—Son para asistir, resguardados del frío, a las carreras de trineos. Es muy habitual esta afición entre nosotros.

Carmen temía que la capa de hielo no fuera lo suficientemente fuerte para resistir el peso de los carruajes, y la idea de caer en las gélidas aguas le producía intenso espanto. Fascinada por el temblor de las antorchas que se reflejaban en el helado río iluminado por la luna, no percibí que de la espesura salía otra carroza más, que se apresuró a darnos alcance. Mi prima sí la había visto, y el temor que sintiera por la nieve le pareció baladí, pensando que aquellos hombres que corrían como diablos y gritaban como posesos sólo podían querer su daño. Menshikov, al ver su expresión de espanto, estalló en una carcajada, que a Carmen se le antojó demoníaca.

Ce sont des amis, des bons amis![61] —gritó en francés.

En efecto, cuando los desconocidos se pusieron a la par de nuestro trineo, reconocí de inmediato al Zar, que parecía divertirse con nuestro asombro. Avanzamos adentrándonos en el bosque, donde los altos pinos esclarecidos por el astro de la noche creaban extrañas sombras, desentrañadas por los hachones de viva luz. Cantaban los hombres con sus graves voces alegres canciones que no entendíamos pero que, con certeza, habían de hablar de amores y dichas. En un momento de sumo regocijo, y tras una seña de Pedro a Menshikov, en unos portentosos saltos, se intercambiaron los trineos, yendo el Zar a parar a mi lado.

Él hablaba conmigo en francés, y a pesar del empeño que yo en ello ponía, no lograba entender todo el parlamento de ese hombre fascinante. Sus ojos chispeantes, su boca sensual, su desbordante alegría eran el bálsamo que me infundía la pasión que necesitaba para vivir.

Todos mis sentidos se despertaban con una dulce sensación que me hacía ver el mundo de manera diversa. Sentía que una cálida y olvidada emoción me invadía sin remedio, y que mi discreción no conseguía suprimir el azoramiento que era la razón del subido color de las mejillas. Carmen observaba la escena desconfiando y temiendo que, al final, lo que yo hallaría sería nuevo sufrimiento. Comprendí que había resuelto hablar conmigo en la primera ocasión propicia.

«¡Ay, mi Luisa, que se me pierde!», había de lamentar.

La Dormición 1690

Hallé a Carmen tan pensativa, con una expresión tan desolada, que me sentí de nuevo culpable por haberla llevado tan lejos.

—Carmencita de mi alma, ¿qué te sucede? ¿Por qué te hallo tan afligida?

—¡Ay, prima, qué Navidad tan triste vamos a pasar! En esta tierra que no es de cristianos… Y ¿cómo será aquí esta fiesta tan nuestra?

—¡Hija mía de mi vida, que aquí también son cristianos! Son ortodoxos y, según me explicó la princesa Dolgoruki, algunos muy porfiados, y llevan con mucho recato sus costumbres.

—Sí, sí. ¡Ahora va a resultar que son santos de altar!

—Mira, estaremos tú y yo juntas, y, con un poco de suerte, nos invitará el señor De Ory, o los príncipes… Ya verás, no desesperes.

No habían pasado dos días cuando recibimos una nota invitándonos para una ceremonia el 25 en la catedral de la Dormición de la Virgen. El convite procedía de la casa del Zar, y estaba acompañado de otro con una nota de la princesa Dolgoruki, que explicaba el protocolo y rito de la ceremonia, y la manera de vestirse que sería la apropiada para dicha ocasión. En la misma nota nos invitaba a un almuerzo familiar.

Según me contó la Dolgoruki, los ortodoxos celebraban el Nacimiento del Señor unos días más tarde, junto con la Epifanía. Pero ella preparaba una comida el último domingo de diciembre, que ese año coincidía con nuestra Navidad. A pesar de los aires de apertura que circulaban en ese momento en el reino de Pedro, todavía había una tendencia en la corte que consideraba todo lo foráneo y toda expresión religiosa que no fuera la ortodoxa como algo extremadamente peligroso. Esta era la razón por la que nosotras aún no habíamos visitado esa iglesia, que era considerada el corazón de su religión.

—¿No te lo dije? ¡Mujer de poca fe! Abre bien los ojos, que vamos a ver cosas extraordinarias.

Y me puse a tararear alegres canciones de nuestra tierra que mi prima, ya más animada, coreaba con su timbrada voz. El contento que me producía la curiosidad por lo desconocido me hacía trabajar con suma facilidad. Parecía tener alas en las manos; acariciaba la materia sacando expresión a las dulces tallas de los belenes que estaba preparando, o intenso movimiento y desusada expresividad al san Miguel, con tal contento, que elevé a Dios una plegaria.

Así llegó el ansiado día y, tras prepararnos con tiento, salimos a la plaza que nos conduciría a la catedral. Cubríamos la cabeza con mantilla de encaje que nos había proporcionado la embajadora De Ory. Las damas rusas que nos veían pasar aprobaban la contención de las españolas, comprobando que no todo lo extranjero venía de la mano del demonio. Comenzó a nevar, con unos copos pequeños y blandos que caían mansamente como si fueran maná. La luz un tanto grisácea daba al Kremlin un aire entre mágico e irreal. Siguiendo las pautas recibidas, nos aproximamos a la Dormición para colocarnos en el puesto que teníamos adjudicado, en la parte posterior del templo, junto a las escasas mujeres presentes. En el interior, miles de velas aleteaban con un fulgor cálido y vibrante que iluminaba el espectáculo más insólito que habíamos de contemplar jamás. El iconostasio[62] resplandecía con el oro de los iconos; los colores verdes, ocres, rojos, sienas y azules iluminaban las innumerables figuras de Nuestra Señora y los santos. Allí debía de estar congregada toda la corte celestial, pues las paredes y todas las columnas narraban desde el suelo hasta las alturas del techo las maravillas del Señor, en una narración de impecable composición, actitudes y escorzos de gran elegancia y lenguaje pictórico de inusitada eficiencia.

Los iconos ocupaban lugares destacados de los altares. En su gran mayoría representaban a Nuestra Señora, de la que los rusos eran muy devotos, o escenas de la vida de la Virgen, como el de la Dormición, que daba nombre a este templo. Así mismo pudimos admirar varias imágenes allí colocadas para perpetuar el recuerdo de una milagrosa intervención divina.

Dos espléndidos iconos llamaron nuestra atención: La Madre de Dios de Vladimir, pintado en el siglo XII, fue sacado en procesión en 1395 para implorar la defensa de Moscú frente a las hordas de Tamerlán[63]. El segundo, el Apocalipsis, pintado por un artista ruso del siglo XV, era una extraordinaria versión de la revelación de san Juan. Cristo, en el centro de la obra, aparecía en toda su gloria y majestad; en la parte superior se describía la felicidad eterna del paraíso; en el plano medio, el sufrimiento y la muerte inherentes al mundo terrenal; y abajo, cayendo sin remedio, el castigo de los pecadores. Sólo dos colores animaban esta composición tan equilibrada y, a la vez, tan original: blancos y rojos, sobre un fondo de oro que resplandecía la luz encerrada en su interior. Un súbito revuelo me sacó de mi artística abstracción.

Un cortejo presidido por el metropolitano[64] Serafín avanzaba hacia la puerta a fin de recibir a los dos zares, Iván y Pedro.

Las casullas, dalmáticas y coronas de los religiosos ortodoxos eran de una riqueza resplandeciente. Las altas mitras, de majestuosa esfericidad, refulgían con el oro, las nacaradas perlas y las brillantes gemas, terminando en una brillante cruz. Otorgaban a sus portadores un aspecto imponente, que las luengas y pobladas barbas se encargaban de acentuar. Entraron los Zares con la pompa característica del rito bizantino, que, tras la caída de Constantinopla, los rusos se habían encargado de preservar. Pedro, dada su inusual estatura, parecía un atleta en su largo manto de damasco oro bordado con flores y símbolos de la Corona. Aparecía como hombre gallardo, de ojos penetrantes y decisión en la mirada; caminaba despacio, consciente de su rango, pero con una actitud de curiosidad hacia todo lo que lo rodeaba, como si quisiera penetrar las intenciones escondidas de sus súbditos. Una cierta desconfianza se reflejaba en su inquisitiva expresión.

El zar Iván parecía endeble y tímido frente a su dinámico hermanastro, pero la actitud recíproca y las miradas que se dirigían ambos hablaban del buen entendimiento que reinaba entre los dos. Además, Iván parecía disfrutar de la ceremonia con un contento pausado que le hacía estar atento a los pormenores del rito.

En ese momento, las campanas tocaron con el gozo propio de la ocasión, y el séquito, liderado por el venerable patriarca, acompañó a los Zares a los tronos destinados a los monarcas. Una vez iniciada la ceremonia, se elevaron hacia el Altísimo las graves voces de los popes, entre las que destacaba la sonoridad trascendente de un joven sacerdote que emitía unas notas de bajísimo registro que llenaban el alma de emoción.

Al terminar los ritos, después de que salieran casi todos los asistentes, conduje a mi prima a ver el icono que la princesa nos había aconsejado. Se trataba de la Madre de Dios de Tijvin, que, según me había escrito la princesa, había sido pintado de reciente, en 1668, por dos artistas del monasterio de San Sergio, que visitaríamos en la primavera.[65]

—¡Mira, Carmen! Nuestra Señora domina el eje de la pintura y recoge amorosamente a su Hijo, a la vez que le señala con la diestra como Señor.

—¡Qué galán el Niño con su túnica naranja! —dijo Carmen—. Qué extraordinaria viveza. ¿Has visto el manto de la Virgen, tan hermoso de color tierra de Siena? Cuántas imágenes diminutas la rodean. Y con qué primor pintadas.

—Fíjate, prima, en la seda coral que orla el manto, toda ella bordada de perlas —añadí—. Qué finura, qué elegancia.

»Según el escrito que me envió la princesa —continué entusiasmada—, las cien pequeñas escenas representan la vida de la Madre de Dios, como los rusos llaman a Nuestra Señora.

Quedamos absortas contemplando la pintura, que a su evocación espiritual unía un contenido artístico de elevado mérito. En efecto, la vida de María se sucedía en un rosario de historias menudas, entretejidas por rojos esplendorosos y sutiles ocres acompañados de tonos de la tierra. Los fondos de oro, omnipresentes en la iconografía ortodoxa, le otorgaban una luz excepcional y alta expresión de la divinidad.

—¿Sabes, Carmen?, me da por pensar en las similitudes de nuestras dos culturas. Observan aquí una devoción profunda por la reina de los cielos, como nosotros hacemos; los colores de sus pinturas son vibrantes, como los que usan nuestros artistas más celebrados; son amantes de la música y la danza, al igual que en nuestra tierra; y aman la vida con pasión, de la misma manera en que nosotros la amamos.

—¡Calla, calla! Ya sé de tu intención…

—Carmen, ¡te ruego! Estamos ante una magnífica enseñanza para el cometido que aquí nos condujo.

—Ha de ser cabal inspiración para nuestras tallas, Luisa. ¡Y déjate de otras similitudes!

El ajetreo de los monjes, que hacían descender las enormes lámparas a fin de apagar las velas, nos sacó de la abstracción en la que estábamos sumidas y comprendimos que habíamos de abandonar la iglesia. Recordamos entonces que el trineo de los Dolgoruki nos aguardaba para conducirnos al palacio donde se celebraría la comida navideña. El carruaje era una obra de arte. Pequeño y compacto, estaba pintado en un claro color ocre, donde la imaginación del artista había creado motivos florales que se entrelazaban, se alejaban y volvían a unir, en un apretado bosque de arabescos y filigranas que alegraba el invernal ambiente reinante.

Tiraban del carruaje dos caballos de oscuro manto, y, como ya era habitual, con cinchas, bridas y cabeceras cubiertas de cascabeles, que producían su música cantarina durante la marcha. El cochero vestía un largo abrigo azul con un cordón de colores en la ancha cintura, y se cubría la cabeza con un alto gorro bermejo orlado de piel. Bien cubiertas por sendas mantas de lobo, el frío en los rostros nos proporcionaba un saludable tono rosado en las mejillas.

Atravesamos el puente, y tomaron los corceles la calle de la izquierda, donde nos detuvimos ante una suntuosa mansión a orillas del río. Entramos por una puerta de hierro forjado y enfilaron el camino que llevaba a la casa. Desde el exterior se dejaba oír el bullicio y la algarabía de los invitados. La princesa nos había dejado saber que, habitualmente, reunía sólo a la familia, concediéndonos así la honra de ser consideradas como tal. Estarían también presentes los embajadores de Francia. Pero el estruendo dejaba presagiar una multitud.

En efecto, me pareció que los príncipes gozaban de una buena relación con casi todos los miembros de su numerosa parentela, y con los que no la tenían, preferían disimular su descontento para no romper la deseada unión. En la entrada, surgía una amplia escalera que estaba adornada con ramas de pino entrelazadas con cintas de seda rojas y grandes piñas. Los candelabros y las lámparas chisporroteaban con la luz de las velas, recordando la luz que Cristo traía al mundo, y también con el fin de combatir la oscuridad, que en esas latitudes era habitual y comenzaba ya a enseñorearse del firmamento.

En el primer salón divisamos a la princesa, con una cohorte de primos, sobrinos y nietos. Su natural empaque era atemperado por la amable disposición de la que, como buena anfitriona, hacía gala. Diversas actividades se sucedían y superponían: unos cantaban melodías de la estación, uniendo las cristalinas voces de los niños con las graves de sus padres; otros abrían los regalos que Alexandra Dolgoruki había escogido con mimo para todos y cada uno; los más se deleitaban con el ponche caliente que resucitaría a un muerto; el ambiente era gozoso y festivo, y nosotras, admiradas, observábamos todo con regocijo y asombro.

En cuanto la embajadora nos vio, se acercó con unos pequeños paquetes en su mano. Yo lo abrí la primera, y hallé un icono de la Madre de Dios de primorosa factura. Carmen hizo lo mismo, y encontró también una pintura rusa.

—Para que os proteja en esta tierra desconocida —dijo Alexandra.

En ese momento, un solemne mayordomo anunció la hora de comer. Al entrar, Carmen y yo nos quedamos boquiabiertas. Lo que allí había preparado era un auténtico festín.

Soperas humeantes alternaban con piernas de jabalí de inconfundible aroma; pan recién horneado se alineaba junto a bandejas repletas de aves de distintos tamaños; mermeladas de bayas silvestres, alimento usual de esos animales, invitaban con su perfume a acompañar en perfecto maridaje al producto de la caza. Unos dorados pasteles dejaban escapar por unas cortas chimeneas los aromas de venado o pato. Unos faisanes aderezados con sus plumas y su vistosa cola campaban sobre azafates[66] de estaño. Alexandra nos invitó a sentarnos con ella y unos parientes, y a degustar las especialidades rusas.

Más tarde fijé mi atención en los muebles que se esparcían por los salones. Pude observar la feliz unión entre aquellos de factura francesa y los producidos en años pasados en Rusia. Eran de formas rotundas, muchos pintados con diversidad de colores y motivos, que alegraban la oscuridad invernal y el monótono panorama de nieves que duraba largos meses.

En fecha reciente, los ebanistas locales, incentivados por la riqueza de sus bosques y la variedad de las maderas, habían comenzado a elaborar cómodas de laberínticas taraceas, mesas y consolas de estilo francés, pero con una curiosa característica: los bronces se simulaban con artísticas tallas en madera que luego doraban con primor. Entusiasmada por mi descubrimiento, me acerqué a la Dolgoruki para agradecer con entusiasmo su invitación.

—Princesa, he de agradeceros lo que hacéis en nuestro agrado y cuidado. He comprendido, viendo en aquestos vuestros salones, el talento y esmero con que está realizado este mobiliario. Mucho deseo aprender de la calidad y variedad de vuestros leños; la consistencia o su maleabilidad, sus distintas vetas y matices…

—Bien me place veros dispuesta a la industria del trabajo. No dejéis que nada os distraiga en vuestro cometido.

—Así será, os lo aseguro. Hoy he sentido el pálpito de la inspiración contemplando las pintadas paredes de la Dormición y los iconos allí custodiados.

—Ved, Roldana, que nuestros pueblos son asaz similares. Hay una sutil ligazón entre vuestras ora tiernas, ora vivaces, mas toda hora apasionadas esculturas y nuestras imágenes. El oro, que simboliza la divinidad y está presente en todas ellas, une la forma de expresarse de nuestras gentes. Y lo hace con mayor fuerza que el idioma…

—Pues es lenguaje —dije— que a todos alcanza.

Surcando la blanca nieve de retorno al Kremlin, sentí que crecían mis ansias de volar, que el mundo no tenía confines, y experimenté una tal euforia, que creí ser capaz de vencer dificultades, deshacer entuertos y desvanecer suspicacias.