MAR DEL NORTE
(noviembre de 1690)
Nunca olvidaría yo la llegada a la población de Dánzig. La comitiva rusa había causado sensación. Contribuían a ello las vistosas vestimentas de los hombres, diversas a todas las otras de Europa, y el brillante colorido de los trajes de las mujeres. Pero, con certeza, lo que había producido estupor a los tranquilos habitantes, y a nosotras, era la energía incontenible, casi desbocada, que habían derrochado los rusos del séquito. Se comportaban con desbordante pasión. Una vez bebieron todo lo que en las tabernas hallaron, recorrieron la villa realizando acrobáticos pasos de danza, mientras entonaban incomprensibles sones de su tierra, con voces graves que henchían el ambiente de emoción.
Carmen me miraba asustada, con cierto reproche:
—¿Adónde nos conduce tu porfía? Atenta, que estos hombres devoran con los ojos, ¡cómo lobos!
Algunas mujeres no olvidarían jamás el paso de aquellos fornidos atletas de las nieves. La noche anterior a tomar el barco con destino a Rusia, sentía yo también una viva intranquilidad. La anticipación de volver al mar me producía una eufórica inquietud.
En la popa de la nave se elevaba un esbelto castillo donde probablemente tendría su camarote el capitán; con seguridad allí estaría el de la princesa Dolgoruki, y, esperaba yo, también el mío.
«¡Qué placer volver a ver el mar! —pensaba—. Días y días oteando el cielo, disfrutando de horizonte sin fin y aspirando su aroma. ¿Cómo será el mar Báltico? ¿Serán sus aguas tan verdes como las de mi Atlántico, y el sol débil y tibio? Deseo deleitarme en ver cómo cambia a lo largo de cada jornada y en cada singladura».
Podría observar el mar y su mudanza, y ordenar mis pensamientos sobre la labor que iba a efectuar en esas lejanas latitudes.
Carmen no parecía muy de acuerdo conmigo, y miraba desconfiada las profundidades y el amenazador futuro. Uno de los oficiales nos sacó de nuestras respectivas y diversas ensoñaciones:
—¡Es hora de embarcar! Hay que aprovechar los vientos propicios. En breve, los hielos cubrirán la superficie y no se podrá navegar. Hacedme la gracia de seguirme.
En efecto, la cámara que compartía con Carmen estaba muy cerca de la de la princesa. El capitán Lopoukhin estaba aguardando a las señoras, y cuando puse pie en la nave, nos recibió con sobrias muestras de aprecio. Más tarde arribó la Dolgoruki con las numerosas personas de su séquito. Fue agasajada con mucha ceremonia, y ella permaneció en el puente de la nave aspirando con fruición el aire marino, que probablemente reconocía ya como cercano a su patria. Mandó a dos graciosas doncellas que fueran preparando su camarote, para que todo estuviera listo cuando ella decidiera retirarse.
Instalada ya en mi náutica morada, dejé a mi prima arreglando sus pertenencias y salí a cubierta. La sirena colocada en la proa parecía querer retornar a sus antiguos dominios; se hundía la tajamar una y otra vez en acompasada cadencia, haciéndome sentir ilimitada paz. Respiré la brisa, que llenaba mis pulmones, y mi imaginación creativa intentaba retener las formas abigarradas y plenas de movimiento; bajo la mirada aparecía el mar encarnado en miles de cumbres enhiestas, coronadas por el albor de la espuma; los colores se sucedían e intercalaban en un calidoscopio de grises, verdes y azules en un mosaico continuo e inagotable que creaba en la superficie un cambiante tapiz de sutiles matices.
En el horizonte, las ásperas colinas se desdibujaban en el nuboso cielo. Las olas, al chocar contra el casco, hacían llegar a mi rostro frías gotas de agua. La generosa amplitud del panorama me hacía experimentar una pujante libertad que originaba un poderoso sentimiento de euforia.
Por la noche, la expectación me mantenía despierta; era imposible conciliar el sueño, y en «vuelta a un lado» y «vuelta al otro» pasaban las horas cuando creí sentir los pasos de alguien que no quería ser escuchado. Agucé el oído y, con aprensión, reconocí fuertes pasos de varón, silenciados a duras penas, y que en llegando a mi puerta quedaron firmes. Me incorporé en el lecho rápida y decidida. De un salto felino y silencioso me abalancé hacia la única protección con la que contaba, una navaja afilada y puntiaguda que podría hundirse con facilidad en las más prietas carnes.
El cuerpo en tensión, la respiración contenida y los ojos en suprema alerta, esperaba no verme forzada a defenderme ni a participar en reyerta alguna, pero si alguien osaba faltarme al respeto, podía tener por seguro que llevaría para siempre marca indeleble del encuentro.
Mas los pasos, tras un breve silencio, se alejaron despaciosos.
Muy despacio, abrí con sigilo la puerta del camarote. Estaba muy oscuro y sólo alcanzaba a oír algunas palabras de una conversación que, aunque proferida en voz baja, denotaba furia contenida. Reconocí las voces del señor De Ory y del capitán. Siendo la noche cerrada, Germán de Ory debía de haberse guiado por el intenso olor a tabaco que desprendía el oficial. De seguro lo había alarmado la expresión de lobo de la estepa que observaba en el ruso cada vez que nos miraba y que tanto angustiaba a mi prima. Ahora que tenía la confirmación ante sus ojos, había de actuar con decisión.
Al instante oí al señor De Ory, que se encaraba con energía a Lopoukhin.
—No confundáis cortesía y bondad con debilidad. ¡No consentiré ninguna incorrección en la deferencia hacia damas a mí encomendadas!
—Excelencia, os ruego no me mostréis vuestros rigores. Os aseguro que tan sólo vigilaba el bienestar de las señoras.
—Capitán Lopoukhin, vuestra fama os precede. Ante mis ojos está la confirmación a mis temores. Amante sois de galanura femenina, y nada tengo que objetar al respecto. Mas el Zar me encargó conducir a esta artista singular hacia Rusia, y hasta ese momento, bajo mi protección estará.
Cuando narré a la Dolgoruki el episodio, me aconsejó:
—Te dije que habías de estar atenta. Extrema el cuidado. El enfebrecido galán ha aceptado en apariencia de buen grado la imposición que en otras circunstancias habría rechazado con brío, pues, en efecto, es un conquistador conocido y reconocido. Su gran porte, su gallardía le aseguran múltiples conquistas, tanto en los campos de Marte como en los de Venus. Su mirada burlona e intrigante, sus sensuales labios, siempre en incitante sonrisa, el impresionante uniforme, que tanto lo favorece, y una auténtica disposición alegre y, sobre todo, la falta de escrúpulos le han proporcionado un interminable rosario de trofeos entre las féminas.
Quise intervenir, pero la princesa continuó:
—Sus múltiples aventuras lo han situado en situaciones comprometidas, ya que maridos, padres o hermanos conspiraban para encontrar venganza a su afrenta. Pero él cuenta con una baza victoriosa: el apoyo de Eudoxia, la Zarina, que aunque no pasa por su mejor momento con su marido, sí posee un cierto poder. Ese apoyo se debe a los lazos familiares, muy fuertes en Rusia, pues el bizarro Nicolai es pariente de la Zarina. ¡Atenta, Luisa!
El día siguiente amaneció turbulento. El débil astro era oscurecido con frecuencia por bellas nubes que se desplazaban con graciosa majestad por el inmenso horizonte. El Arcángel, que así se llamaba el bajel, era amplio, con anchas velas aún mortecinas, que aguardaban el momento en que el viento, que soplaba en dirección contraria, tornara a su favor y les diera vida, hinchando sus entrañas de vigorosa presteza. El casco era de una madera oscura y consistente que procedía, me dijeron, de lejanos bosques; la proa se veía embellecida por una desafiante beldad de los mares.
El cielo se extendía en el horizonte en una sinfonía de grises, grises azulados, grises blancos y violáceos, y en el centro del panorama, rodeado por las oscuras montañas, surgió un intenso resplandor, como venido de los confines de la tierra, que iluminó el céfiro, retazo de un azul purísimo. Los estratos de nubes se superponían unos encima de otros, ensombrecidos por verticales caídas de oscuros grises, que debían de portar la lluvia en sus henchidos vientres. Sentí en ese instante un escalofrío de temor, y sobre todo, la responsabilidad de haber arrastrado a Carmen hacia posibles peligros. Su mirada me hirió como una cuchillada. Pero había de reaccionar, y con determinación me puse en alerta. De manera imperceptible, el mar se fue agitando; el viento comenzaba a azotar la embarcación con creciente furia; los marineros se gritaban unos a otros en su incomprensible jerga, repitiendo las órdenes del capitán, que mostraba su preocupación en el semblante.
—¡Las damas, que bajen a su camarote! —gritó impaciente—. ¡La cubierta no es lugar para las mujeres!
El palo mayor y el de mesana tiritaban convulsos con la impetuosidad de los elementos; la tierra firme parecía estar a inalcanzable distancia en ese mar embravecido que asemejaba a un monstruo insaciable capaz de engullir las naves en un santiamén; las olas chocaban contra las lejanas rocas con saña, como si quisieran destruirlas con la mayor brevedad; empezaron a refulgir unos rayos centelleantes que caían encolerizados rasgando las frías aguas.
Los marineros, temerosos de que uno o varios de ellos hirieran el barco, rezaban luengas letanías, indescifrables para nosotras. Repetían sin cesar el nombre «Nicolai, Nicolai», por lo que deduje que se encomendaban al patrón de los marineros de aquellas tierras, san Nicolás. Mal debían de estar las cosas cuando rezaban con tanto empeño. Nosotras implorábamos a santa Bárbara lo mejor que sabíamos.
Carmen estaba demudada, el terror se pintaba en su faz con tal claridad, que parecía que ya se daba por perdida; yo, a mi vez, imagino que mostraba la expresión grave de aquella que se sabe en peligro, pero intentaba mantener mi espíritu muy alerta, pues sabía que habría menester de todo mi entendimiento para lograr la salvación. En cuanto a la princesa, impasible, no dejaba aflorar sus sensaciones, mientras sus doncellas se santiguaban con evidente pavor.
Las cuadernas crujieron con horroroso lamento; el cielo se oscureció de noche profunda; el ímpetu del oleaje empujó al buque hacia los temibles farallones. Y en un fulgor de relámpagos y un pavoroso estruendo de truenos, hincó la nave la proa. El capitán comprendió que era la hora de abandonar el barco. Con la presteza que daba el afán de supervivencia, armaron los botes con aquellas vituallas y enseres más necesarios, y comenzaron el embarque en las salvadoras lanchas.
Hubimos de seguir con precisión las órdenes y nos encontramos en un santiamén dentro de uno de los botes, rodeadas de esas gentes de mar, que, al fin y al cabo, nos eran extrañas. Desde otra barca, que así lo había querido el destino, el señor De Ory, con su flemática calma y su serenidad inquebrantable, nos infundía la necesaria confianza. La mar estaba cada vez más tenebrosa y encolerizada; las olas chocaban contra la costa como si fueran a destruirla, llevándosela al abismo infinito; pero acercarse al litoral era la única posibilidad; habíamos de remar al socaire de las olas que nos empujaban hacia la rompiente, intentando que su fuerza impetuosa no nos aplastara sin remedio. Una oleada descomunal hizo crujir algunos bateles con siniestro lamento, entre ellos el nuestro, y partiéndolos en mil pedazos, nos catapultó hacia la ensenada.
La lucha contra los elementos fue denodada; sentí que las fuerzas me estaban abandonando. Miré a mi alrededor con la más terrible aprensión; buscaba a mi prima, pero nada veía. La baja temperatura de las aguas mordía mis carnes sin piedad; mi agotado cuerpo era zarandeado en direcciones contrapuestas, con tal violencia y celeridad que me hacía perder el sentido de la orientación. Los gritos de terror eran ensordecidos por el abrazo del mar, que me sumergía en su seno. Entumecida por el frío, aterrada por el estruendo de los elementos y anonadada por la violencia de la tempestad, deseaba abandonarme a mi suerte. Ya me creía perdida cuando percibí cómo una mano poderosa me asía por las mojadas ropas y me arrastraba consigo en medio de las tinieblas.
La inesperada ayuda hizo renacer en mí la esperanza, y con una fuerza insospechada, comencé a bracear con todo el coraje de mi ser. Una ola nos envolvió, arrojándonos contra la arena, momento en que nos supimos salvos, y luchando por la vida, con un impulso sobrehumano, nos arrastramos fuera del agua. El dolor, la fatiga y el pánico sufridos me debieron de hacer perder el sentido.
Como suele suceder, a la tempestad siguió la calma. Unos débiles rayos de sol acariciando mi faz consiguieron despertarme. En un instante, mi mente recuperó la memoria de los acontecimientos pasados. Todo el espanto del peligro sufrido me hizo temblar más aún que el frío producido por las mojadas ropas. Y otro pensamiento me hizo temer lo peor: Carmen, mi querida Carmen. ¿Dónde estaba? ¿Qué suerte había corrido?
Impulsada por una fuerza que no procedía de mi agotado cuerpo, sino del pavor de perder a una persona amada, me levanté de un salto y recorrí la playa buscando a mi prima. Unos brazos poderosos me sujetaron. Era el capitán Lopoukhin, que era quien me salvara la noche anterior. En su expresión acongojada podía leerse la magnitud del desastre.
—No hay tiempo que perder. Hemos de ver cuántos lograron salvarse. Necesitamos madera y yesca para hacer fuego, y encontrar un lugar donde hallar refugio. ¡Vamos! Mucha es la tarea.
—Señor capitán, por Dios santo, ¡ayudadme a buscar a mi prima!
—Señora, mantened la calma. Sólo así podremos remediar este feroz desconcierto. Seguidme.
Bordeamos los enhiestos farallones y continuamos por la otra ribera, donde varios cuerpos inmóviles yacían en la arena rodeados por restos del naufragio. Creí avistar a una mujer y me abalancé sobre ella impulsada por la fuerza de la esperanza. No era Carmen, sino la princesa Dolgoruki, a quien el capitán ya atendía para que recuperara el conocimiento. Desesperada rebusqué entre los inertes cuerpos a mi Carmen de mi vida. El terror de perder a mi compañera de juegos de la infancia, mi confidente de la adolescencia y mi amiga en la madurez me infundía un vigor inusitado. Sentía una intensa culpabilidad por haber trajinado a mi prima en este viaje, culpabilidad que me hacía exclamar:
—¡Carmen, ¿dónde estás?! Responde, por amor de Dios. ¿Por qué no te hice caso? ¿Por qué hube de ser yo tan ambiciosa? Bien que tú me lo decías…
Una voz débil pero socarrona respondió a mis espaldas:
—¡A ver si aprendes a escuchar más a tu prima! Ven aquí, Luisa de mi alma. Dios ha tenido a bien conservarnos la vida.
La glacial temperatura seguía mordiendo nuestras carnes, mas no lo percibíamos invadidas por la felicidad de estar juntas de nuevo. Con lentitud fueron los marineros encontrando miembros de la dotación que se habían salvado del desastre. Unos estaban tras unas rocas lejanas; otros semienterrados en la arena, pero a Dios gracias, con vida. Las olas, con su fuerza descomunal, los habían empujado hacia la orilla. Descubrimos con tristeza que el mar se había cobrado su tributo y que varios hombres habían sido tragados hacia las simas por la furia de los elementos.
Buscaron con denuedo, mas infructuosamente, al señor De Ory. No aparecía por ningún lado; no hubo roca, resquicio o hendidura que no fuera revisado en el afán de encontrarlo. La realidad se imponía con su cruda verdad. La desesperación me abrumaba. No sólo perdía a quien ya consideraba amigo, sino que no contaría con el apoyo de quien había de ser mi guía y protector en este proyecto. La princesa mostraba también su dolor; muchos años de sólida amistad unían a los De Ory con los Dolgoruki; años de afanes en común y esfuerzos por unir a sus dos países. La tristeza se abatió sobre todos nosotros con su pesado manto.
Lopoukhin, que no podía dejarse vencer por la adversidad teniendo la responsabilidad de conducirnos a todos, comenzó a organizar la supervivencia. Con varios de los marineros salvados del desastre, se empeñaba en encontrar alguno de los toneles que, previamente impermeabilizados con pez, eran utilizados para contener alimentos, mantas, yesca y otros elementos necesarios en estas ocasiones. Por fin hallaron aquello que buscaban e intentaron reanimar a aquellos que no habían perecido en el naufragio.
El capitán mandó a uno de sus hombres a reconocer el terreno, para que encontrara una cueva donde pudieran hacer fuego y quitarnos las mojadas prendas que amorataban nuestros cuerpos. Otro fue enviado a cortar leña. Volvieron victoriosos y condujeron a nuestra temblorosa comitiva hasta la entrada de una gruta, donde pudimos instalarnos y remediar, en cierta medida, los males que nos afligían. Era inmensa, y un anfiteatro rodeaba a un metro del suelo todo el espacio de su rotunda circunferencia. Imponentes estalactitas descendían de su abigarrada cúpula, yéndose a encontrar con ascendentes estalagmitas de irisados colores.
Montaron el improvisado refugio en la parte más profunda del anfiteatro, a salvo de las posibles mareas y la terrible humedad. Intentaron sacar el fulgor encerrado en la yesca y, tras varias intentonas, consiguieron su objetivo. Ante nuestro horror y rechazo, aconsejaron que nos desvistiéramos con la mayor celeridad, y, como nos mirábamos una a otra sin decidirnos a hacerlo, la princesa nos ordenó imperiosa:
—Maintenant! Allez-y![58]
Aprovechando la hendidura de unas rocas, una de las doncellas de la princesa había preparado una manta colgada de un cabo suspendido de lado a lado, tras la que pudiéramos cambiarnos sin atentado a la decencia. Nos envolvimos en mantas secas y, a la vera de la hoguera crepitante, recuperamos poco a poco el calor. Era el momento de comer algo que mitigara la extrema debilidad en la que nos hallábamos. Nunca el pan duro y un poco de tocino nos pareciera tan exquisito manjar. Nicolai nos invitó a que bebiéramos de una botella que contenía un líquido transparente que tomamos por agua. Ávidas, lo vertimos en un vaso de estaño y, cuando lo hubimos catado, nos atragantamos exclamando con sorpresa:
—¿Qué es este fuego que quema la garganta?
Todos los rusos rieron al unísono, y la princesa aconsejó:
—¡Bebed! Este fuego blanco quita el frío y vence las enfermedades. Luego reposaréis en calma.
E invitándonos a unirnos a ella en un rincón de la cueva, nos acomodamos para el necesario reposo. El capitán, mientras tanto, organizaba los turnos de guardia en la playa, manteniendo así mismo una hoguera que nos hiciera visibles para las naves que se encontraran en aquellos pagos. El viento se fue calmando y al poco comenzó la amanecida. Me levanté presta, a medio camino entre la inquietud y la curiosidad, y si no hubiera sido la situación tan crítica, habría permanecido embobada contemplando el espectáculo.
Las sombras de la noche aún se enseñoreaban de la costa, pero en la lontananza un estremecimiento de luz iluminaba un cielo azul cubierto de jirones de un rosa violento, estrechas franjas violáceas y claros de puro sol. Las hogueras prendidas en la playa conferían a las persistentes tinieblas un tinte fantasmagórico. Pasaron los marineros el día avizor, oteando el horizonte, sin el resultado que todos esperábamos con ansia.
Nos recogimos en la cueva para pasar una noche más, salvo el retén de guardia, con sus turnos respectivos.
El capitán deliberó con sus oficiales la oportunidad de enviar a unos hombres tierra adentro, intentando buscar un poblado desde donde pudieran mandar un correo, aprovisionarse y organizar el viaje a Moscú.
—Mañana tomaré la resolución pertinente. Nos esperaban y han visto la dureza de la tempestad. Es posible que manden ayuda y nos rescaten. Si no es así, dentro de dos días nos internaremos en busca de socorro.
El día amaneció claro y soleado. El mar brillaba con tonos de plata y el sol se deslizaba por las tranquilas aguas, como si sólo unas horas antes no hubieran intentado tragarnos a todos. Conferenciaba Lopoukhin con sus hombres cuando uno de los vigías se acercó corriendo y gritando:
—¡Nave a la vista! ¡Una nave! ¡Señor, estamos salvados!
El capitán tomó su catalejo, miró con detenimiento y, bajándolo, dijo con alivio:
—Así es. Recoged nuestras pertenencias.
En efecto, el barco navegaba rumbo a la costa, exactamente hacia el punto en donde nos encontrábamos. Al cabo de un tiempo, una chalupa espaciosa arribaba a la ensenada, y con ella, el socorro. Tras unas breves explicaciones de Lopoukhin y por indicación suya, nos llevaron primero a las damas acompañadas por el propio capitán. Un oficial quedó a cargo en la playa para completar la operación de retirada.
Nos aguardaba en el puente de mando el capitán, por lo que parecía, amigo de Nicolai. Era un hombre no muy alto, enjuto y de actitud amable.
—¡Dios sea loado! Grande era nuestra preocupación con esa horrísona tempestad. Pero los fuegos que colocaste, Nicolai, se habrían visto desde Siberia. Sed bienvenidas, señoras. Conducid a las damas a sus camarotes. Proporcionadles agua caliente para que las doncellas preparen un baño, y ropas secas. Descansad y recuperaos. La madre Rusia está ya muy cerca.
—¡No puede ser! —grité con entusiasmo—. ¡El señor De Ory!
Y sin guardar las reglas del protocolo me lancé al lugar donde se encontraba nuestro amigo y le di al asombrado varón un emocionado abrazo. Fueron sonoras las demostraciones de alegría de todos nosotros. El embajador francés era merecedor del aprecio que le dispensaban por medio de expansivas demostraciones. En el fragor de la tormenta había animado a sus compañeros de desgracia; los había incitado a remar, haciéndolo él mismo utilizando la fuerza de las olas, y aguardando el momento oportuno para utilizar el impulso de las tumultuosas aguas, sin desfallecer, hacia el norte, salvando a todos con su serenidad y conocimiento de la mar. Originario de Normandía, era experto en los secretos de un mar embravecido, al que respetaba pero no temía.
Esa noche, la cena a bordo fue de celebración por el reencuentro y de recuerdo a los que ya no volverían.
Finalmente, tras la accidentada travesía, avistamos las cercanas costas de Curlandia.
Al desembarcar, hallamos todo preparado: varios trineos, pues las primeras nieves cubrían ya la tierra con su bello manto; además, caballos, pertrechos y lo necesario para el largo viaje que nos esperaba hasta Moscú. El duque de Curlandia, señor de aquellas tierras, era amigo de Rusia, según nos contaron, y estaba bien dispuesto hacia el joven y emprendedor zar. En la ruta hacia el oeste, nos fue acompañando la potente luz del astro matutino reverberando sobre la nieve; los corpulentos pinos con sus ramas cargadas del blanco albor y el silencio que produce un espeso manto de nieve, sólo rasgado por el rítmico deslizar de los vehículos. El frío y vigorizante aire acariciaba mi semblante. Pensé que no olvidaría jamás aquella visión.
Nos esperaba un largo recorrido por lugares desconocidos que, dado mi carácter curioso y decidido, me proporcionaba inagotable interés, mientras que Carmen observaba con singular reserva aquellas novedades. Ante nuestros ojos pasaron densos bosques nutridos de fornidos abetos, desnudos arces y gráciles abedules; lagos inmensos, unos de aguas oscuras, otros ya con sólida capa de refulgente hielo; pueblos pequeños con caminos entorpecidos por el barro y con mujeres y hombres ataviados de forma muy diversa a la de las naciones europeas que acabábamos de conocer.
La magnitud de los espacios abiertos era algo que no tenía posible comparación con nada de lo que habíamos visto antes. Las estepas sucedían a lagos, bosques y poblados, y parecía que aquel viaje no tendría fin. La extensión del país y las distancias entre las ciudades habían de causar grandes dificultades en la gestión de ese inmenso territorio. Pude comprobar así mismo que una gran pobreza asolaba muchas de las villas que habíamos atravesado. Si a estos impedimentos se le añadía la visión renovadora de su rey frente al inmovilismo de una parte importante de la población, resultaba un choque de visiones que haría de la visión de Pedro I un trabajo esforzado.
Tras días de marcha, nieves, vientos, tormentas y luminosas mañanas de sol, llegamos frente a un grandioso monasterio, Novodevichi, donde me contara la princesa que estaba recluida la zarevna Sofía. Al fin la capital de la madre Rusia se nos mostró en todo su esplendor: Moscú. En esa ciudad mítica y oriental, me pregunté de nuevo qué nos depararía el destino.