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EL CANAL REAL
(otoño de 1690)

Las jornadas hasta el barco que nos llevaría por la dulce Francia habían transcurrido veloces y placenteras. La comitiva se componía de la princesa Dolgoruki, que había decidido permanecer en Madrid hasta nuestra partida, el señor De Ory y el secretario de éste; el capitán de la nave, llamado Nicolai Lopoukhin, y unos soldados de aspecto imponente y feroz expresión. Acodada en la borda de la embarcación, hacía examen de mis sensaciones intentando dilucidar si la decisión había sido acertada.

Al verme en la proa de la escueta falúa que me conducía a través del recién construido Canal Real, no sabía a ciencia cierta si me encontraba inmersa en grato sueño o en irrefutable realidad. La suave temperatura del otoño francés me acunaba en amoroso refugio. Todo en ese país se me antojaba había de ser medido y razonable; las fórmulas de cortesía, pulidas; y los paisajes, ordenados. Las mujeres eran de un refinamiento en las maneras desconocido hasta ese momento para mí. Resultaba, según mi buen entender, un proceder escandaloso, dada su familiaridad con los hombres, a quienes provocaban con descaro. El señor De Ory me observaba y sonreía ante mi asombro crítico. Comprendí que entendía mi desconcierto ante un mundo y unas gentes que se relacionaban de manera distinta a la que en Madrid se acostumbraba.

El capitán Lopoukhin, que nos acompañaría con una pequeña dotación a lo largo del viaje, había recibido así mismo el encargo de comprobar con sus propios ojos esta maravilla de la ingeniería que, atravesando Francia, unía el Atlántico con el Mediterráneo. Conectaba así mismo a través de ríos y canales de esa región los dos mares en tiempo reducido, multiplicando las vías de comunicación. Permitía esta obra audaz el transporte de mercancías cuando los caminos se hacían difíciles con las abundantes lluvias del invierno. Era esta enorme acequia llamada Canal Real del Languedoc[53], un cauce fluvial por el que podían navegar grandes barcazas cargadas de suministros, materiales de construcción o grano y alimentos. Tenía también el propósito de proteger el comercio de los peligros de la navegación en el estrecho de Gibraltar, infestado de piratas.

Germán de Ory había entusiasmado al Zar con el relato de esta magna obra en la que tanto empeño había puesto Luis XIV. Pasamos los campos dorados por el otoño, a veces cubiertos por una roja alfombra de hojas ya caídas; las que aún se mantenían en los árboles se reflejaban en las quietas aguas del río, formando un esplendoroso tapiz de oros, ocres y rojos.

La embarcación avanzaba tirada por unos potentes caballos percherones cuando así lo requerían las condiciones de navegación. Mucho nos asombró la comida, que, según decían, era un gran avance para la salud. Servían variedades de verduras, apenas empleadas en la cocina hispana; las salsas eran más ligeras y conservaban los sabores de las viandas. Todo adquiría una nueva sazón, al ser respetado el ser intrínseco de cada alimento. Las carnes, tanto de cerdo como de vacuno o las aves, se presentaban asadas, en cazuela o al horno, según su destino o la época del año. Pero supe más tarde que existía una razón económica que originó dicha transformación. Siendo que Francia no recibía las especias de colonias de su pertenencia, como sucedía en España, dio Luis XIV en fomentar la utilización de las hierbas aromáticas de la Provenza, para eliminar los altos precios pagados por las exóticas especias. Aquella sazón provenzal se apoderaba de la boca, dispersando su perfume por todo el paladar. Era una forma nueva de cocinar.

Cuando la curiosidad de los rusos se hubo saciado y hubieron observado los pormenores y ventajas de esta vía fluvial, decidieron desembarcar con el fin de seguir viaje hacia París en carroza y a caballo. La princesa iba en un carruaje a ella destinado, mas habiéndome tomado gran simpatía, me invitaba con frecuencia a acompañarla. Había yo aprendido algunas palabras en francés, y la rusa hablaba un colorido español, suficiente para que pudiéramos entendernos. Esta dama, a pesar de su aspecto solemne, era una mujer de cálidos sentimientos y además era especialmente amable conmigo, pues, me dijo, la seducía por mi innegable talento y mi decidida lucha por hacerme un lugar en un universo de hombres.

Disfrutaba con mi conversación, que encontraba plena de dulzura en el ritmo del acento andaluz, y de conocimiento en la realidad artística de la que gozaba mi amada Sevilla. A su vez, la princesa me dio sabios consejos sobre la sociedad a la que me iba a enfrentar.

—Querida mía, hágame el favor de su atención. Rusia, mi amada madre, se encuentra en un periodo de grandes cambios. Durante siglos ha permanecido encerrada en sí misma, con sospecha de todo lo que viniera de fuera. Nuestro zar Pedro ha venido a cambiar este estado de cosas. Desea ardientemente abrir el país a Europa, a la ciencia, a las artes y a la mar.

—Por lo que vos decís, esperan a vuestro rey los trabajos de Hércules; mas qué tiempo apasionante. ¡Cuántas esperanzas, cuántos desafíos!

—¡Calma, Roldana, no os entusiasméis tan presto! Siempre que el viento hincha de energía las velas de un barco, se tensan los cabos.

—No se me alcanza, princesa, vuestra intención —dije desorientada ante la críptica frase de la Dolgoruki.

—Es mi intención preveniros de la lucha que en este momento tiene lugar entre el mundo que acaba y el que pugna por nacer. Personajes poderosos de la corte y la Iglesia se oponen a estas mudanzas.

—Lo que hacéis por conveniente lo ha de aceptar de grado el pueblo, puesto que es para su fortuna.

—Sí, sí. Mas escuchad, os ruego. Como al inicio os refería, el aislamiento sufrido ha generado recelo hacia las costumbres foráneas.

—Mas vuestro zar es poderoso y logrará su cometido.

—Comparte el gobierno con su hermano el zar Iván, persona plácida que venera a Pedro. Su hermanastra Sofía, la zarevna[54], es de otra condición, ambiciosa, fanática y carente de escrúpulos. En periodo turbulento encabezó con astucia y crueldad la oposición a las ideas del Zar, hasta que el año pasado, tras originar ella dificultades sin cuento, acabó con la paciencia de su hermanastro. Fue conducida al monasterio de Novodevichi, en los alrededores de Moscú, donde lleva una vida retirada no muy acorde con sus ansias de poder[55].

—Según me han referido, el zar Pedro contrajo nupcias no ha mucho.

—La Zarina no goza de gran predicamento en la corte. Es una mujer discreta y apagada.

—¿Es con ella con quién habré de congraciarme?

—No es aquello que más os deba preocupar. Otras serán las asechanzas. Luisa, habréis de extremar el cuidado: hablad poco, escuchad mucho y no forméis una opinión apresurada. Confiad en mí, toda vez que lo estiméis oportuno.

Agradecí al cielo que la embajadora hubiera esperado a estar a solas para revelarme estas particularidades, pues Carmen ya estaba bastante quejosa de la insensatez de su prima.

Quedé pensativa, reflexionando sobre las advertencias de la princesa, que tan bien conocía la situación. ¿Hacia qué peligros encaminaba mis pasos? Y sobre todo, ¿qué nos aguardaba en esas ignotas tierras?

París

Cruzamos París de un lado a otro, disfrutando con la visión de esa ciudad tan diversa a Madrid. Sentí el asombro más profundo. La noche lucía clara como el día. El ambiente nocturno era tan activo como si fuera por la mañana, gracias a miles de luminarias que alumbraban la ciudad. La gente paseaba tranquila o se apresuraba a entrar en animadas tabernas o en lugares muy concurridos que ellos llamaban «café». Según me informó De Ory, Luis XIV, queriendo asemejarse al astro que le daba el apodo, ordenó la colocación de dos lámparas de aceite o dos antorchas en cada calle. El progreso fue inmediato, y el contento de los habitantes de París también.

La seguridad que se disfrutaba en la villa a raíz de esta iniciativa empujaba a la expansión del comercio y a la frecuentación de los lugares de ocio en plena noche y con total tranquilidad.

Los rusos de la comitiva se alojaban en el palacio que el nuevo embajador había tomado. Este se proponía comenzar con buen pie y espléndida residencia las relaciones con Francia, que se habían visto sensiblemente deterioradas. Las sevillanas nos alojaríamos en casa del señor De Ory.

Nos invitaron a entrar por un airoso portón cobijado de la lluvia por un arco alumbrado por candelas, y fuimos conducidas a los aposentos por unas doncellas que piaban más que hablaban, en un francés cantarín. Me propuse aprender este idioma que parecía tan musical, y que sería de suma utilidad para la corte rusa, donde el conocimiento de esta lengua era sinónimo de distinción.

Mi dormitorio, aunque de reducido tamaño, era acogedor y resultaba, al mismo tiempo, sorprendente. Las paredes, siguiendo la influencia italiana del pasado siglo, estaban decoradas con frescos que representaban un bosque placentero, del que surgía algún que otro personaje de la mitología. Un zócalo de un relajante gris circundaba toda la cámara. El lecho era un sueño: un baldaquino azul y copetes de bronce dorado dejaban deslizar sus paños de seda hacia la cabecera y los pies de la cama, donde dos angelotes sujetaban y recogían el rutilante tejido, creando un nido para el descanso. Ante nuestro asombro, De Ory, que había permanecido en el umbral, nos dijo en tono de buen humor:

—He querido que tuvierais la mejor cámara, en bienvenida a nuestra ciudad y para comenzar con buenos augurios vuestro periplo. Me siento responsable de aquello que os suceda, y porfío por vuestro aprendizaje y encumbramiento.

Sabíamos que no nos demoraríamos en esa ciudad fascinante, pues el invierno acuciaba, y habíamos de realizar un largo viaje hasta alcanzar el mar del Norte donde tomaríamos el barco que nos llevaría a las costas cercanas a Rusia.

La embajada rusa

Al día siguiente habíamos de prepararnos con esmero, pues acudíamos a cenar a la embajada rusa. Subimos una corta escalera que desembocaba en un inmenso recibidor, donde las damas dejaban sus capas y los hombres sus capotes, pues el frío húmedo del cercano Sena obligaba al abrigo y hospitalidad de las cálidas lanas. Empujada por mi curiosidad innata, miraba todo aquello que veía a nuestro alrededor intentando absorber lo que fuera útil para nuestra estancia, tanto en esta ciudad como en la corte de los zares.

La princesa Dolgoruki aparecía radiante esa noche. Dama de noble porte, su aristocrática nariz equilibraba y resaltaba una boca voluntariosa y un mentón decidido, cuya fuerza era atemperada por unos grandes ojos azules que irradiaban inteligencia y bondad. La abundante cabellera gris, recogida en hábil arquitectura, daba a todo su aspecto un aire de contención elegante que atraía las miradas por doquier. Adornaba la esbelta persona con un vestido de su tierra, de seda carmesí profusamente bordado con flores de hilo de oro, rematado por suaves pieles. En su cuello, reunía en singular cascada collares de oro labrado y cuentas de corales en infinidad de formas y sutiles tonalidades. Su amable aspecto ocultaba un carácter de firmeza sin igual que la había ayudado a sobrevivir al lado de un hombre de enorme interés, pero con un afán de mando universal.

Los embajadores del Zar en la Villa de la Luz recibían a sus invitados con atenciones corteses y frases amables. El actual embajador y sus colaboradores se esforzaban en imprimir un ímpetu amable a las relaciones franco-rusas, a fin de restañar las antiguas heridas. En el pasado, desdichados malentendidos habían originado la expulsión encubierta —«persona non grata» era la fórmula diplomática— de la delegación rusa anterior.

En el presente, la embajada rusa en París se enorgullecía de proponer las veladas más interesantes de la ciudad. Y con sus invitados de buen humor por el placentero convite y la deliciosa gastronomía, el hábil embajador atendía el interés de los asuntos de su país. Según nos contaron, una noche ofrecían una obra teatral del señor Molière; otro día era un recital de las mejores poesías de la maravillosa Louise Labbé[56], y en esta ocasión se trataba de un concierto de clavecín, en el que se tocarían varias composiciones que portaban el indiscutible sello de la Ciudad Luz. Dos de ellas, La voluptuosa y La seductora, de Francisco Couperin, eran permanentes favoritas entre los melómanos de la villa.

En la semipenumbra producida por las temblorosas velas, perfumada la sala con la fragancia que usaban las damas, comenzó el clavecín a destilar su música. Las notas nacían con un timbre cristalino y se elevaban a las alturas abrazándose y separándose en un torbellino de acordes y armonías, y una vez en las alturas, se desvanecían en la lontananza aminorando su vehemencia, para retornar con renacida pasión en racimos de vibrantes melodías.

Grande fue nuestra sorpresa cuando escuchamos una deliciosa canción que era interpretada por una vivaz guitarra. El señor De Ory se inclinó satisfecho hacia mí:

—La guitarra española comienza a ser muy apreciada en París por los amantes de la música —susurró, y con gesto de complicidad añadió—: Así mismo sucederá con sus grandes artistas.

Los camareros ofrecieron acto seguido unas bebidas refrescantes, y, ante el asombro de muchos de los invitados, unas gráciles bailarinas se deslizaron entre los espectadores esbozando unos pasos de danza acompasados y medidos, despertando la curiosidad de los asistentes. El embajador anunció que pertenecían a la tragédie lyrique que en unos instantes iba a comenzar, y que era la emocionante sorpresa que el legado ruso había preparado. Consistía dicho entretenimiento en una obertura, fragmentos de danza, coros extraordinarios y sublimes arias y dúos. Catalina de Médicis, siendo ya reina de Francia, trajo de su culta Florencia un baile con coreografía, narración y escenografía que fue refinado y perfeccionado, hasta llegar a la magnífica función que se representaba ese anochecer. La composición era de otro florentino, Giovan Battista Lulli, quien, al amparo del Rey, había logrado fama y respeto en una ciudad en la que el arte era ley. Había modificado su apellido de Lulli al más francés Lully, y aunque había muerto hacía unos años, su obra gozaba del mayor renombre. Me sentía inmersa en un torbellino de novedades, situaciones inesperadas de ese mundo refinado y diverso, que comenzaba a encandilarme, a la vez que me producía una extraña sensación que confundía mi espíritu.

El embajador recibió con indudables muestras de aprecio a un bizarro caballero aún joven, de unos treinta y cinco años, que vestía con esmero y a la nueva moda. Su porte era contenido y discreto, vestía casaca de terciopelo cardenillo con las vistas y puños recamados en plata; una chalina de seda nacarada alrededor del cuello enmarcaba un rostro sereno, de mirada expectante, una recta y armoniosa nariz y una boca muy perfilada y, parecía, sensual. Una cascada de rizos oscuros de tinte cobrizo descansaba sobre sus hombros. Despertaba sumo interés entre los invitados y avivó también mi curiosidad, hasta tal punto que le pregunté al señor De Ory por el recién llegado.

—Es Jean Racine —respondió con evidente admiración—. Humanista reconocido, goza de prestigio sin límites tanto por sus obras de teatro como por sus crónicas de la corte, por las que abandonó la dramaturgia. Madame de Maintenon, señora de poder e influencias sin par, ha conseguido que torne a escribir para la escena, deleitando así a sus seguidores.

Y a continuación comenzó a recitar uno de sus pasajes favoritos:

J’aime. Ne pense pas qu’au moment que je t’aime, innocente à mes yeux, je m’aprouve moi-même[57]

—¡Qué musical y pulido es vuestro idioma! —dije—. Mas ¿qué significa vuestro hermoso parlamento?

—Fedra, casada con Teseo, está enamorada del hijo de su marido. Este amor la llena de deseo, anhelos y, a la vez, culpabilidad. Eso es lo que expresa dolorida en estos versos.

No pudimos continuar, pues las alborozadas notas de la jubilosa función anunciaron su comienzo.

Trataba la ópera-ballet, que también así se llamaba, de los amores de Venus, ya madura, con el joven Adonis. Los franceses parecían apreciar la historia, y ninguna de las damas parecía escandalizada por la libertad que Venus se tomaba con su amante. El señor De Ory, que debía vislumbrar lo que pasaba por nuestra mente, se acercó al término de la representación.

—¿Qué piensan mis galanas andaluzas de este espectáculo?

—Excelencia —aventuré—, muy hermoso, muy cumplido, mas Venus era un tanto atrevida, ¿no es cierto?

—¿Cómo? ¿Atrevida, dices? —intervino Carmen hecha una furia—. ¡Una desvergonzada! Mira que perseguir con esos modales deshonestos a un chico tan mozo…

—¡Señoras mías, sosegaos! En estas tierras somos menos rígidos en las cuestiones del amor. Una dama puede ser interesante, de probado atractivo en su plena madurez. La sabiduría en amorosos asuntos asegura el contento.

—Pues, mire, vuecencia —continuó mi prima en sus trece—, en Sevilla tiene un nombre que muy precioso, ¿quiere que se lo diga?

—¡No, no! No hace falta —dijo riendo De Ory—. Mas como crédito de la confianza que en mí habéis, os aconsejaría que no expresarais opinión tan rotunda. Hubo en Francia un rey, Enrique II, que estuvo enamorado toda su vida de dama que mucho le aventajaba en edad. Se llamaba Diana de Poitiers, y supo asegurar el amor del Rey a su persona.

—¿Todo un rey enamorado de una dama madura? ¡No doy crédito! —apuntó Luisa.

—No sólo despertó una ardiente pasión en Enrique II —continuó De Ory—, sino que inspiró a escritores y poetas las más bellas rimas. El gran Du Bellay creó estos versos para ella:

Habéis aparecido

como un milagro entre nosotros,

para que de este gran rey

pudierais poseer el alma.

»Os dejo, señoras. Reflexionad sobre aquello que descubrís por vez primera.

Y se alejó sonriendo.

—¡Ay, niña! Dónde me has traído. Pero si todavía no estamos en tierra de herejes, y ya sufrimos estos desvaríos. ¡Qué será en esa Rusia adónde van a dar nuestros pobres huesos!

—Yo también veo esto muy raro, pero será la manera en que estos cortesanos se tratan entre ellos. A ti y a mí, que deseamos conservar nuestra honra, que no nos aflija. Es menester que me adelante a realizar mi trabajo, y en acabando, ¡a casa!

Observé con aprensión que el bizarro gentilhombre Lopoukhin se atusaba los mostachos, mirándonos con expresión golosa y atrevida.