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LA BUENA NUEVA
(1689-1690)

En la corte corrían extraños rumores. Decían que a pesar de la aflicción demostrada por el Rey a la muerte de María Luisa de Orleans, pronto se había ilusionado con otra candidata. La soledad del Rey, unida a la perentoria necesidad de un heredero, había impulsado a sus ministros a buscar una nueva esposa, y la elegida había sido Mariana de Neoburgo, que provenía de familia prolífica. Carlos II había aceptado con júbilo la propuesta de sus consejeros.

La crisis económica desaconsejaba fastos exagerados para la entrada de la Reina en Madrid, por tanto, no se realizaron grandes gastos en efímeros, que resultaban muy costosos, pero sí se construyó una puerta en piedra que conmemoraba el feliz acontecimiento, por la que entraría la Reina a sus dominios[46].

Mas para alegrar a la buena gente, el mayordomo mayor organizó un desfile de mojiganga que salía de la calle de Atocha y terminaba en el Alcázar. Un actor rodeado de timbales y clarines abría el cortejo. El asombro de los madrileños fue colosal al ver llegar detrás de la música dos fieros leones, seguidos por una pareja de ranas y dos moscovitas con sus exóticos atuendos. Uno de ellos portaba en la mano la siguiente leyenda:

Que Dios guarde muchos años

por la lealtad y el amor

a Carlos nuestro señor.

Las embajadas rusas habían calado en la imaginación del pueblo. A continuación, dos muchachos de Indias empenachados con plumas hacían sonar unas vibrantes caracolas; tras ellos, dos jóvenes ataviadas a la moda de Galicia eran escoltadas por unos gaiteros que dejaban fluir la melodía nostálgica de su tierra. Dos matachines adornados con innumerables cintas de colores y cubiertos los rostros, danzaban en misteriosos círculos su baile ritual, que entusiasmó a la concurrencia.

El océano, tan presente en el ser de España, estaba simbolizado por una pareja de monstruos marinos que aterrorizaron al personal: sus fauces abiertas dejaban ver conchas marinas, gorgonas y todo tipo de peces. Arrastraban largas capas formadas por tupidas redes, bordadas de corales y perlas.

Para cerrar el cortejo, un hombre y una mujer de África, adornados con pieles de fieras salvajes, tocaban con entusiasmo y vigor voluminosos tambores, cuyo sonido se acompasaba al latir de tantos corazones que contemplaban la marcha. Había acudido Luisa con sus hijos al desfile para que disfrutaran de aquellas festividades que ofrecía la cercanía de la corte. Los niños ni respiraban; la madre no daba crédito a sus ojos y Carmen, atónita, había enmudecido. Fue la Roldana la primera en hablar:

—Vean ustedes. ¡Qué asombro! ¡Observad qué grande es el mundo! Cuánto me queda por conocer.

—Calma, muchacha —respondió rápida su prima—. Ya fue locura dejar Andalucía. A mí que me muestren todas esas maravillas aquí, en Madrid, al reparo de esta villa y de nuestro buen soberano.

Sin hacer caso de las palabras llenas de advertencias de Carmen, continuaba la madre ponderando la variedad, la riqueza del espectáculo y la existencia de otras tierras a unos niños cuyos ojos ni parpadeaban. Estar a su lado era una continua fiesta, pensaba Luisa. ¡Lástima que estuviera siempre tan ocupada en el taller!

Mas no se podían entretener con sus pensamientos, pues la parada continuaba con los reinos de España: León y Galicia; Castilla la Vieja y Castilla la Nueva; los reinos de Granada y Sevilla; Murcia y la Corona de Aragón, en un homenaje simbólico a las gestas heroicas de dichos reinos.

A continuación, aparecieron en un recodo de la calle decenas de personajes vestidos de rojo y verde, que representaban al vecino Portugal, seguidos por Inglaterra, Francia, el Imperio otomano y el Gran Kan de los tártaros. Estos últimos despertaron la curiosidad de la población con sus atuendos tan diversos.

Montaban caballos pequeños pero de apariencia robusta; vestían túnicas a rayas de colores brillantes, ceñidas por anchos cinturones de cuero; se tocaban con altos sombreros bordeados de piel que acababan en aguda punta. Su aspecto feroz estremeció a los hijos de Luisa, que se aferraron con ansia a las faldas de su madre. Esta los tranquilizó diciéndoles:

—No tengáis cuidado, son gente buena, sólo son distintos a nosotros.

Carmen la miraba extrañada, interrogándose sobre qué pensamientos podían cruzar la mente de su intrépida prima. No hubo de esperar mucho.

—Qué tierras tan hermosas han de ser. Qué original el uso de los colores y las formas. En verdad te digo, prima, que son fuente de inspiración.

—No me digas —inquirió Carmen asustada— que te gustaría conocer esos mundos…

—Razón no te falta… ¡Vaya si me gustaría!

Se celebraron otras fiestas regias para conmemorar los esponsales, entre ellas una corrida de toros y una comedia de tramoya.

Los Reyes asistieron a la celebración desde un balcón del palacio del Buen Retiro que daba a una plaza principal, donde se desarrollaría la fiesta. Los caballeros alancearían a los toros ayudados por sus pajes. El espectáculo sería fastuoso, con el albero brillando bajo el sol y los caballos enjaezados a la moda imperial.

La Roldana fue invitada a la comedia de tramoya que tendría lugar en el Buen Retiro. Carlos II había regalado a su prometida Mariana de Neoburgo, cuando ésta desembarcó en Galicia, una conmovedora talla de Luisa, la Virgen de la leche[47] que había causado buena impresión en la actual reina. La escultora iniciaba su camino hacia el reconocimiento que la corte le brindaría más adelante.

Representaban una comedia de Calderón de la Barca que había conocido el éxito en años anteriores. Trataba La fábula de Dafne de los amores y desventuras de la diosa, y tenía lugar en el Coliseo, restaurado en 1650 por la reina madre, Mariana de Austria. El dramaturgo de éxito había estrenado ya obras que conocieron gran popularidad. En 1660 estrenó La púrpura de la rosa, con música de Juan Hidalgo, en el Coliseo del Buen Retiro, siendo muy aclamada. Se había inspirado Calderón en la fábula de los amores de Venus y Adonis, de Ovidio. Su éxito fue considerable, y así, en 1679, se representó de nuevo esta obra para celebrar el santo de la Reina, y una vez más en 1684. Otra composición apreciada había sido Celos aun del aire matan, cuya música festiva era interpretada sólo con almirez y pandorgas, lo que le daba un aire muy propio del carnaval.

Los Reyes, en el palco real, reunían a su alrededor en diferentes plateas a la nobleza, ministros y dignatarios de la corte. Era una ocasión única y las damas se habían esmerado en sus atuendos y tocados. La Reina lucía un vestido de seda escarlata recamado el escote de piedras preciosas; finos encajes sobresalían de las anchas mangas y una redecilla airosa sujetaba sus cabellos. Muy cerca de Mariana, se situaba la condesa de Berlips, recién llegada a la corte, y parecía dispuesta a intervenir en todo aquello que le permitieran, y en lo que no le dieran licencia, también.

Los anchos miriñaques daban paso a vestidos más fluidos: ceñidos corseletes, amplias mangas sujetas a la altura del codo por lazos de seda y faldas de gran volumen, que susurraban cuando su dueña se desplazaba. Una dama en particular destacaba por su elegancia. A pesar de soportar el peso enfadoso de los años, llevaba con garbo generosa falda de seda ocre toda ribeteada en un brillante tono coral; la basquiña, del color del ribete, y en la cabeza un elegante tocado de airosas plumas. Era la duquesa de Alba.

La condesa de Oropesa lucía un justillo y una falda de un tejido bordado con primor en tonos delicados sobre una ondulante seda marfil. Una corona formada por una media luna y dos refulgentes estrellas sujetaban sus oscuros cabellos. Muy cerca, la duquesa del Infantado destacaba por su empaque y donaire. Era un placer sólo mirarla: anchas bandas de brocado de oro marcaban los laterales del ajustado corpiño, así como el amplio escote, que en su centro lucía un extraordinario medallón de oro y jade. El sutil tono verde de esta piedra había inspirado el color de la seda, que en las amplias mangas se abría para dejar ver otra de color gris. Los pliegues de las sayas ondulaban en el caminar de Antonia María, que adornaba su larga cabellera con un rosetón de jade y perlas de Indias en el centro. Iluminaban su armonioso rostro unos pendientes de diamantes y tintineantes perlas que, a la moda del momento, le llegaban a los hombros.

Luisa asistió con su marido y quedó admirada ante la imaginación de la historia y la complejidad de la escenografía. El inmenso Coliseo albergaba con facilidad los más intrincados escenarios, numerosos intérpretes y muchos espectadores. Comenzaba la función con una loa a modo de introducción para presentar a los actores; siguió la obra propiamente dicha, con el primer acto, que tenía lugar en una gruta húmeda y misteriosa; a continuación venía un entremés, que entretenía a los asistentes mientras preparaban los escenarios que utilizarían en los siguientes actos.

Inició el segundo acto con un murmullo de admiración; ante la concurrencia amanecía un mar glorioso, donde las olas del artilugio eran iluminadas en el envés por la llama de mil candelas; los personajes navegaban por las aguas procelosas, para arribar a la recóndita cueva, a la que accedían tras cruzar un tupido bosque. El vestuario derrochaba imaginación y, al mismo tiempo, era fiel a las diferentes épocas que representaban.

Terminaba el espectáculo con el triunfo en el palacio de Palas Atenea: música, danzas y cantos contribuían a la apoteosis final, que al ser iluminada por numerosas antorchas y fuegos artificiales, prodigaba la magia que necesitaban los presentes para olvidar por unos momentos los graves problemas que los acuciaban.

Sor Juana Inés de la Cruz

Un temblor de incredulidad recorrió la corte. De Indias arribaban aires de exquisita y audaz poesía de manos de una monja, no sabían muy bien decir si carmelita descalza o jerónima: Juana de Asbaje, sor Juana Inés de la Cruz en religión. Era hija de Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, guipuzcoano de Vergara. Don Pedro se trasladó a México, donde casó con Isabel Ramírez de Cantillana, y allí formaron la familia que dio a luz a esta escritora singular. La publicación de Inundación castálida de la única poetisa se debía al apoyo esforzado del marqués de Mancera, que había gobernado el virreinato de Nueva España con acierto y pericia. No se hablaba de otra cosa, asombrados de que una mujer, ¡y monja!, pudiera transmitir conceptos de agudeza y discreción. Era sor Juana mujer de casta similar a Teresa de Ávila, y la Roldana se entusiasmó cuando oyó a unos visitantes de alcurnia que se entretenían en su taller hablando de su obra, que acaparaba la atención de la villa.

—¿Conocéis la poesía de la Asbaje? —interrogaba con curiosidad la condesa de Oropesa—. Es gracias al cuidado de Antonio de Toledo que se ha publicado tan notable prodigio, pues ella en su tierra hubo de vencer reticencias y murmuraciones.

—Tengo entendido —corroboró el duque de Osuna— que cuando el marqués de Mancera fue virrey en la Nueva España, en 1664, tuvo relación con los padres de ella, y que, en esa época, sor Juana era una niña. Buen trabajo desarrolló don Antonio en Indias, pues en esos años mucho sufría la Corona los ataques de los piratas ingleses, que asolaban las costas de los dominios españoles robando, matando sin piedad y tomando como rehenes a personas de alcurnia y poder, para pedir rescate.

—Sus trabajos de él se relacionaban con la mar, creo recordar —dijo ella.

—Fue distinguido almirante, y sabio conocedor de estrategias navales —continuó el duque—. Sustituyó los pesados galeones que utilizaba la Flota de Indias por naves ligeras y veloces, que acudían con presteza en auxilio de los nuestros ante los ataques corsarios.

—Señor excelso ha de ser quien toma cuidado de la defensa de la Corona, y sabe al mismo tiempo escuchar a las musas.

—Bien decís, señora. Trabajos esforzados hubo de cumplir el virrey, pues eran ingentes los territorios bajo su mando, y supo así mismo dar patrocinio a las artes y las letras.

—¿Habéis, por acaso, copia de alguno de los escritos de esa autora prodigiosa?

—Aún no. Mas aguardo con impaciencia unos sonetos de los que gustoso mandaré un ejemplar para vuestra merced.

Continuaron observando y admirando las imágenes del taller, y la condesa de Oropesa encargó a la escultora una Virgen que era uno de los trabajos de la Roldana que gozaba de mayor renombre en la corte. Cuando la condesa estaba a punto de partir, Luisa, haciendo acopio de valor, se dirigió a ella:

—Habéis de perdonar mi atrevimiento. He escuchado lo que referisteis de la monja de Indias. ¿Tendría vuestra merced la bondad de permitirme leer algún soneto?

—Será un placer haceros llegar una copia, que sea toda vuestra. Ése es mi deseo. ¡Quedad con Dios!

El día en que Luisa recibió los sonetos, devoró con curiosidad infinita el mensaje de una mujer que, desde el otro lado del Atlántico, la hacía vibrar de emoción. Uno de ellos acaparó su ánimo. Lo leyó repetidas veces, y luego lo recitó en alta voz:

En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner bellezas en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;

y así, siempre me causa más contento

poner riquezas en mi entendimiento

que no mi entendimiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura que, vencida

es despojo civil de las edades,

ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor, en mis verdades,

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades[48].

La lectura de este soneto sumió a Luisa en una profunda reflexión. La valiente monja había osado romper moldes, variar las costumbres, pisar un terreno vedado, como ella. Y habrían ambas de continuar. La sensibilidad e ingenio de sor Juana habían expresado de manera clara y precisa lo que su corazón sentía. Necesitaba Luisa los doblones para sacar adelante a su familia, pero tan importante o más para ella era desarrollar el talento que Dios le había concedido, entender, comprender, saber, estar en condiciones de conservar la lucidez.

Los hijos

La llegada de sus hijos con su marido había supuesto para Luisa la dicha inmensa de reencontrar a sus tan añorados niños, y, al mismo tiempo, la aprensión por si Luis volvía a las andadas. En la distancia, como ya hiciera en los últimos meses, ella se esforzaba por olvidar los agravios y recordar aquellos momentos de su amor primero, cuando pensó que su mundo empezaba y acababa en él. Deseaba ardientemente que esta nueva etapa trajera para los dos comprensión y mutuo entendimiento, que él respetara su condición y trabajo, y pedía fuerzas para superar el suplicio de aquellas frases hirientes que martilleaban en su memoria. Deseaba olvidar, volver a empezar.

La estancia en Cádiz había sido relativamente tranquila, si no feliz, y esperaba que la vida en Madrid produjera una suerte de tregua en sus diferencias.

Disfrutaba de buen nombre en la corte, los encargos eran cada vez más numerosos y se había ganado ya conocer las obras de insignes artistas, como su paisano Velázquez. Así pues, rogó al marqués de Villafranca que le concediera un enorme favor:

—Ruego a vuestra excelencia —le dijo— que me haga la merced de darme un salvoconducto para el palacio del Buen Retiro. Es mi anhelo contemplar aquellas obras de don Diego que dicen ser espejo de virtudes y admiración para la cristiandad.

—Bien decís. Los retratos de los reyes Felipe IV e Isabel de Borbón a caballo son de extremo realismo; mas ha pintado algunos cuadros que serán el aliento de la historia del arte.

—Dicen además, excelencia, que la atmósfera que los domina está plagada de símbolos y de una etérea atmósfera.

—No sólo eso, Luisa. En La rendición de Breda, Velázquez nos propone un ejemplo de caballero y de buen cristiano. ¡Ea, basta de palabras! Vayamos al palacio y vos misma juzgaréis.

Acompañada del buen marqués y con Carmen a su lado, atravesó la cancela del jardín. El suave otoño doraba las copas de los árboles, que se repetían en una sinfonía cromática de ocres, rojos y oros, en avenidas anchas y paseos misteriosos. En el momento de descabalgar, el sol se posaba potente sobre la fachada del palacio, tiñéndola de cálido llamear bermejo. Los guardianes saludaron a la comitiva con respeto, y les mostraron el camino deferentes. Pasaron por diversos salones, magnos, extraordinarios, como Luisa y su prima no habían contemplado jamás: la Galería de los Paisajes, el Salón de Baile y el Coliseo, que Luisa ya conocía al haber sido invitada por la Reina a una función de teatro.

Admiraron las diversas pinturas y esculturas que desplegaban su esplendor, pero la Roldana ansiaba conocer en toda su magnificencia la pintura velazqueña y las estatuas de la Antigüedad que diversos embajadores o virreyes en los reinos itálicos se habían encargado de descubrir y obtener para las colecciones reales. La primera que pudo contemplar fue la estatua que hiciera Leoni de Carlos V vencedor de la herejía[49].

Quedaron absortas apreciando la imponente representación del gran rey, la extrema precisión del cincelado, la bellísima pátina del bronce, la composición tan dinámica y, a la vez, tan armónica. Causaba en el observador el efecto que el artista había querido conseguir, el esplendor y el poder de la dinastía.

—Las palabras son escasas para agradecer a vuestra excelencia este privilegio que vuestra merced nos hace —dijo Luisa.

—Aguardad, escultora. Ahora comprobaréis de lo que es capaz un artista de vuestra tierra, que ya pertenece al mundo.

Entraron entonces al Salón de Reinos. La expresión de las dos mujeres mostraba con claridad lo que ellas sentían[50]. Villafranca enarbolaba una sonrisa de satisfacción. Luisa se plantó delante de La rendición de Breda y no se cansaba de estudiarla. Toda su alma se conmovía con la observación de los escorzos de los caballos y la vivacidad de sus miradas; en el cielo, aún con las tinieblas del humo de la pólvora, se intuía ya la luz de la paz en un derroche de azules; las expresiones dignas y contenidas de los caballeros de ambos bandos; los extraordinarios contrastes cromáticos de los oscuros colores del primer plano con los claros y vibrantes de la lontananza; la sensación de multitud que las picas proporcionaban, y, por último lo más importante, la calidad humana del vencedor, que enarbolaba una de las virtudes más necesarias, la clemencia.

—¡Es lo más hermoso que he contemplado jamás! —exclamó Luisa conmovida—. Es una lección de arte que nunca olvidaré.

—Cierto es, niña —añadió Carmen—. ¿Son todas éstas maravillas de la mano de don Diego?

—No todas —respondió el marqués—, pero sí lo son los retratos ecuestres de los reyes, las reinas y don Baltasar Carlos[51].

Continuaron su admirativa visita hasta que, comprendiendo que su anfitrión era hombre ocupado, dieron por terminado el artístico convite.

Como ella había expresado, aquella oportunidad sería inolvidable para la escultora. Una incontenible euforia se apoderó de su ser.

No sólo había conocido la excelencia, sino que había aprendido a no temer la inspiración, a buscar la elevación, la superioridad en competición consigo misma, en un camino que la llevaría a superarse y a tener el espíritu alerta para aferrar todo aquello que la impulsara en su trabajo. No consentiría que ninguna atadura, ningún prejuicio, ningún obstáculo le impidiera volar tan alto como hubiera de hacerlo.

Primavera 1690

En uno de los salones del Alcázar, Cristóbal de Ontañón, ayuda de cámara de Carlos II, conversaba con el marqués de Villafranca.

—Ante la incertidumbre de la sucesión, los partidarios del Imperio y del francés comienzan a mover sus peones para encontrarse colocados en la ganancia —inició Villafranca.

—He oído contar que Quirante del Toboso ha escrito un manifiesto de extremada dureza.

—Aquí tengo uno de los extractos de Espíritu de Francia y sus máximas. Leed vos mismo.

Tomándolo con cuidado, como si quemara, Ontañón empezó la lectura del escrito en alta voz:

—«La ambición y el interés del rey de Francia es un torrente que ni las afinidades de parentesco, las alianzas, las paces, las treguas, las promesas y los juramentos son bastantes ni capaces para detener su ímpetu: y digo más, que ni las líneas, que Dios por su sabia providencia ha puesto en los límites a cada monarquía, que están diciendo a cada monarca: non plus ultra, pues Luis XIV ha jurado de no contentarse con el repartimiento que el Supremo Monarca Universal ha hecho: pues si conquistara el mundo, empezaría a fabricar una segunda Torre de Babel para escalar los cielos. La ambición no tiene límites, pero los desengaños se los harán tener.»[52]

—¡Dios no quiera que las dos facciones con el mismo ímpetu comprometan nuestros reinos! —apuntó Ontañón—. Sólo nos faltaba un enfrentamiento bélico en el estado en que se encuentran nuestras depauperadas arcas.

—Revueltos son los tiempos, amigo mío —sentenció Villafranca—. Tantos son los que pretendiendo ser leales son desafectos, y muchos los que mudan de rumbo.

—Y muchos también los que aguardan a ver descubierta la cara de la fortuna para tomar partido —añadió Ontañón.

—¡Que Dios nos proteja! Pero ocupémonos de los asuntos presentes, antes de llenarnos de ansia por el futuro —dijo el marqués.

—Deseo poner en vuestro conocimiento —inició Ontañón— que el Rey mantuvo asidua correspondencia con el virrey de Napóles, marqués del Carpio, a fin de que obtuviera pintura de un afamado artista de aquel virreinato llamado Lucas Jordán. La súbita muerte del marqués hace tres años dejó el virreinato en la orfandad.

—Algo he escuchado al respecto. Y en cuanto a las artes, parece que nuestro señor ha retomado su inclinación por los placeres del arte tras sus esponsales con doña Mariana.

—Así es, aunque fue siempre grande su interés en aumentar las colecciones reales. Los diferentes servidores en los reinos itálicos han contribuido teniendo informados a nuestros monarcas de todo lo insigne que surgía en aquellas tierras. El marqués del Carpio fue constante en la búsqueda de la eminencia. En su estancia como legado ante la Santa Sede, trabó amistad con el Bernini, gloria de la escultura, que dicen ha creado del frío mármol una cabeza, el Alma Beata, que produce serenidad con tan sólo mirarla. De otra dura piedra, desentrañó el Alma Dannata, el alma condenada, que causa pavor contemplarla —añadió don Cristóbal.

—En el presente —concluyó Villafranca—, el marqués ha conocido en su virreinato de Nápoles al destacado pintor del que me habláis, en el que el Rey ha depositado su interés. Según dicen, pronto lo veremos en la corte.

»A mi entender, es este momento propicio para dar a conocer a su majestad las tallas de nuestra escultora. Unamos nuestras fuerzas en este propósito.

Tras la visita de Luisa al Buen Retiro y la observación de las obras allí expuestas, su ardor por la excelencia fue en aumento. El marqués de Villafranca acudió un día a su estudio para deleitarse con sus imágenes, y con alguna otra intención, acompañado de Ontañón.

—Nunca agradeceré en demasía a vuestra excelencia vuestro favor —dijo Luisa—. El mundo que me abristeis al permitirme conocer las pinturas de aquellos elevados artistas se me aparece inmenso, sin límites. Me obliga a crecer, a superarme.

—Grato es el escucharos —respondió Villafranca—. Y así habéis de hacer, demostrad vuestro valor para merecer el puesto que os aguarda.

—¿Qué puesto es ese que vuestra merced indica? —preguntó la escultora.

—Conoceréis que nuestro amado señor, el Rey, a pesar de sus muchos achaques y dolencias, siempre hubo cuidado por las artes. Presenté al Rey la Natividad que os encargué, y hallándola de su agrado, me recomendó os visitase para comisionaros una imagen de Nuestra Señora, que será un presente para la reina doña Mariana de Neoburgo.

—Excelencia, ¿es cierta esta buena nueva? —dijo incrédula ella.

—Fue su contento manifiesto por la imagen de la Virgen de la leche que realizasteis y que se le entregó al pisar suelo español. Desea su majestad otra talla que contenga la dulzura y galanura que vuestras obras poseen.

—Poned vuestra mejor industria en esa imagen —intervino Ontañón—. Será el salvoconducto para hacer que ocupéis en la corte el lugar que vuestro talento aguarda.

La duda

Trabajaba la Roldana con denuedo, pues sentía como si el triunfo pudiera finalmente estar al alcance de su mano. Sus hijos, una de sus principales preocupaciones, se acomodaban bien al clima de Madrid; la tranquilidad reinaba en su hogar y los encargos llegaban con regularidad. Era un precioso día de abril, el sol iluminaba el taller con fuerza y la luz envolvía con su magia la escultura que ella elaboraba con mimo y pasión. Se asomó Luis Antonio a la puerta, sonriente, acompañado de dos caballeros de noble prosapia a los que Luisa reconoció de inmediato: eran el príncipe Dolgoruki y el señor De Ory. Por la actitud que vislumbró en su marido, ella entendió que le habían comunicado una buena nueva, que agradaba a Luis sobremanera.

—Señora escultora —comentó De Ory—, siempre os encuentro inmersa en vuestro afán.

—Mucho me honra la visita de vuestras mercedes —respondió ella.

—Negocio de importancia traemos para vos —continuó De Ory.

—El Zar contempló con detenimiento —inició Dolgoruki— la Huida a Egipto que don Germán os encargó en Cádiz. Fue destinado a ser un presente que su majestad apreció alborozado.

—Creí —opinó De Ory— que así había de ser, pues el Zar está interesado en abrir Rusia al mundo, llevando a sus tierras la ciencia, las artes y todo aquello que eleve a Rusia al importante puesto que merece. Príncipe, ¿haréis esperar en demasía la buena nueva?

Dolgoruki, además de los brazos largos, tenía los ojos vivos como ascuas, con una expresión un tanto maliciosa, y su larga nariz parecía barruntar todo lo que a su alrededor sucedía. Despacio, con estudiada parsimonia, desgranó poco a poco la ansiada noticia:

—El Zar se sirve mandarme, previo consentimiento de vuestro esposo, para que os conduzca cerca de su real persona y en su corte produzcáis obras de mérito.

—Sin habla me habéis. ¿Cómo he de viajar yo a país tan lejano? ¿Quién cuidará de mis hijos?

—Mujer —intervino Luis Antonio—, todo está concertado.

—¿Concertado? Tan empeñado y honroso encargo merece reflexión y detenimiento.

—Sin duda —aceptó el príncipe—. Meditadlo tanto cuanto hayáis menester. El señor De Ory, que cuida de vuestro interés, sería vuestro protector durante el viaje, y una vez en la madre Rusia, os estaría yo esperando. Servíos dar vuestra respuesta a don Germán.

Tras despedirse con las cortesías de rigor se fueron los dos caballeros.

Al quedar a solas el matrimonio, ella preguntó un tanto aturdida y un mucho irritada:

—¿Todo concertado? ¿Cómo has podido dar una respuesta que sólo yo estaba en grado de satisfacer?

—Luisa, aguarda. Tal vez cuando escuches la importancia de la convocatoria, mudes el rumbo de tus pensamientos.

—Es mucha la confianza que me otorgan —replicó ella—, mas es lugar remoto y desconocido para mí. ¿Qué suerte me esperará allí?

—La paga es generosa por demás, y la honra que supone ser requerida en una corte extranjera será garantía de tu encumbramiento en estos reinos.

—¿Cuánto he de demorarme en esos helados territorios?

—No más de un año.

—¿Quién velará por mis hijos? —preguntó inquieta.

—Yo he de hacerlo. ¿No fue así mientras tú rendías viaje a Madrid?

—Sí, sí. Pero apenas sois llegados, y no tengo la voluntad de separarme de ellos tan súbito… Y sola…, ¿sola he de ir a lo desconocido?

—Irás en la mejor compañía —sentenció el marido—, con el señor De Ory, que te tiene en los cuernos de la luna. —Y añadió con cierta sorna—: Carmen puede ser tu dama de honor —continuando serio—. Marcharéis juntas con importante séquito que os dará escolta.

Pasaron días y noches en los que la Roldana consideraba los pormenores, dificultades y ventajas de la situación. Le dolía que Luis hubiera considerado más su ambición que el bienestar de ella; le costaba, ¡y cuánto!, alejarse de nuevo de sus pequeños; y por qué no admitirlo, la asustaba un país apartado del que poco sabía, y lo que conocía no era tranquilizador. Carmen, con su forma de ser un tanto timorata, no contribuía, y nunca lo haría, a despejar los temores de su prima.

Hasta que un día, sumida en sus reflexiones, recordó el consejo que su padre le diera: «Hija, no dejes que nadie te corte las alas. ¡Vuela tan alto como puedas!»

Y era ella misma la que había estado a punto de cercenar el vuelo. Su mente se puso en estado de alerta, y un fulgor de memoria le trajo vivos recuerdos: evocó aquella mañana en Sevilla cuando una niña asombrada miraba la exótica caravana que, le dijeron, venía de la remota Rusia. Sintió todos sus músculos en tensión; una llamarada de cálida energía recorrió su cuerpo, y su mente experimentó la lucidez que necesitaba. Todo estaba claro.

—Ya está decidido. ¡Partimos!