ADIÓS A LA BAHÍA
(1688)
Se hallaba la Roldana esculpiendo su obra más reciente, un nacimiento para la iglesia de los Capuchinos de Sanlúcar de Barrameda, y se sobresaltó al ver un coloso barbado en el umbral de su casa. Iba acompañado de Diego Rendón, que le explicó a Luisa el interés que había manifestado el embajador el día anterior por conocerla. Ella, asombrada, pidió que le concedieran unos minutos para componerse, ya que llevaba trabajando todo el día.
—Así será. No te inquietes. Tiempo habrás de acicalarte. Mañana volveré con ellos.
Acertó a pasar por ahí su reciente amiga Margarita, y Luisa, entusiasmada con la noticia, hizo partícipe de la ilusión que albergaba por la ocasión que le deparaba el destino.
—Vendrán a las doce, de esta manera la claridad reinante pondrá en valor mis trabajos. ¡Qué feliz soy!
Si Luisa hubiera prestado atención a la extraña movilidad de las manos de Margarita, habría adivinado los verdaderos sentimientos que ella pugnaba por esconder detrás de su sonrisa.
La Roldana se afanaba en organizar aquella visita de gentes principales. Una mesa amplia, cubierta por un tejido labrado que venía de oriente, exhibía unos airosos fruteros de estaño repujado, repletos de frutas nativas mezcladas con las de otras tierras, de las lejanas Indias, que exudaban un perfume denso que aromaba las diferentes estancias.
Luisa trajinaba atareada revisando que todo estuviera perfecto para recibir esta visita de calidad cuando divisó a través de la ventana a su amiga Margarita, que se acercaba a paso ligero por la penumbra que los toldos creaban en la silenciosa calle.
—Vengo con el placer de hacerte llegar la invitación de mi padre para un refrigerio que ofreceremos a mediodía. El embajador ruso y el señor De Ory han sido invitados hacia las doce.
—Margarita, ayer te conté esperanzada que un emisario me hizo saber que a esa hora se llegarían dichos señores para contemplar mis esculturas. Esforzado empeño tengo en que así sea.
—Repara, Luisa, en que mi casa es casa de importancia, y mi madre ha aceptado su petición de visitar nuestra morada.
—Retrasa una miajita la hora de vuestro convite, por favor te lo pido —imploró Luisa—. Así podré yo mostrarles con la luz adecuada mis esculturas, y hacerlo con calma y sosiego.
—No hay nada que hacer. Ellos habrán preferido venir a nuestra casa. Así es la vida.
Y se marchó sin mirar atrás. Comprendió Luisa entonces que, en el fondo, Margarita había experimentado placer, mezquino placer, al demostrarle que la fuerza estaba de su lado, y que ésta provenía de algo tan principal como la riqueza que ellos habían acumulado con largueza, enviándole el mensaje de que podría desviar la atención de la obra de la escultora cada vez que lo deseara.
No sabía Margarita que De Ory valoraba sobre todo el arte, y que Dolgoruki, además de una misión comercial, portaba el encargo del Zar de buscar artistas excepcionales a los que los rusos pudieran comprender y que abrieran los horizontes de una madre Rusia demasiado encerrada en sus confines. Ambos diplomáticos apreciaban el esfuerzo de una mujer extraordinaria y no tenían ninguna intención de suspender el encuentro con esta artista.
La madre de Margarita había insistido con imprudencia para que visitaran su casa. La contestación del señor De Ory había sido un ambiguo:
—Tal vez. Lo procuraremos, mi estimada señora.
Así fue. Antes de que llegara la visita, el rumor de los caballos y las voces de mando para detener la carroza avisaron a la Roldana de su llegada. El embajador Dolgoruki, imponente figura de ricas vestiduras, iba acompañado por los dos regidores, Rendón y Payé, el marqués de Villafranca y el señor De Ory, además de otros caballeros y damas. Mucho admiraron el trabajo de Luisa, y se intercambiaban frases que ella no entendía, pero que llevaban implícita la admirativa expresión.
Villafranca, que habría de ser importante en la vida de la escultora, le dijo amable:
—Mucho habéis complacido al embajador del Zar. Sugiere que, a través del arte, se pueden crear estrechos vínculos de mutuo entendimiento. Dice, además, que vuestros ángeles y arcángeles le recuerdan vivamente a los iconos de sus iglesias.
—Excelencia, agradezco en grado sumo la generosidad de vuestras palabras.
—Si extraordinario es vuestro arte, más insólito aún es que venga de mujer. No podéis desaprovechar lo que habéis recibido con largueza. Luisa, es menester que a la corte vayáis. Vuestro talento lo merece. Si así lo decidís, dadme de ello conocimiento, y yo os favoreceré en vuestro empeño.
Cuando los dos cortesanos quedaron a solas, Ontañón preguntó a Villafranca:
—Es mucha la consideración que tengo por esta escultora, a quien conozco desde niña. ¿De cierto conocéis que sería beneficioso para ella trasladarse a la corte? Son muchos los problemas que asuelan la nación.
—Así es. Mas el conde de Oropesa es un acertado primer ministro. Con el marqués de los Vélez en la nueva Superintendencia de Hacienda, ordenará las medidas necesarias y que reclama la justicia social.
—Sí, sí. Su capacidad no admite discusión. Pero esas decisiones, eliminación de puestos en la administración y aumento de las horas de trabajo, serán harto impopulares. Recordad que la artesanía sufre de notable decaimiento: las lanas de Segovia se pierden, pues no encuentran quien las carde; y la antaño reputada seda de Toledo no existe, al no plantar moreras.
—No os falta razón —sentenció Villafranca con aire preocupado—. Más impopulares aún en un tiempo en que la gente desea la fiesta y no el esfuerzo. Confío sin embargo en que la empeñada voluntad del conde supere todos los obstáculos.
—Marqués —respondió el ayuda de cámara—, ése puede ser un defecto y no una virtud. Su condición autoritaria le ha granjeado muchos enemigos.
—Aquello que en verdad temo —le costaba decirlo— son unas disposiciones que aún son secretas, pero que han de realizarse: ven de recortar los sueldos de los funcionarios, y para no dejar títere con cabeza, proponen disminuir los gastos de la Casa del Rey.
—¿Y en esta circunstancia seguís pensando que es el momento idóneo para que nuestra escultora se presente en Madrid? Ella es quien sustenta a su familia.
—No os preocupéis. Oropesa es señor de valía. El embajador inglés Stanhope lo definió antaño como «el hombre más capaz que he conocido en España». Él ha de concertar el desastre de estos reinos. Su trayectoria así lo promete.
—No sé, no sé —Ontañón dubitativo—. Los taimados son legión. Un hombre en extremo avisado, Richelieu, nos legó la maliciosa y aclaratoria máxima: no existe calumnia que no pueda con toda una vida de un hombre honrado[44].
Luisa estaba atónita. Lo que tantas veces había acariciado como un sueño se le aparecía como una realidad posible. En un breve espacio de tiempo, Cristóbal de Ontañón y el marqués de Villafranca la habían animado a que se dejara ayudar para internarse en los atrayentes vericuetos de la vida artística de la corte. Los mejores habían desarrollado su actividad al amparo del mecenazgo de los reyes, los nobles y los prelados.
Luis Antonio, que había asistido a la entrevista, parecía cavilar sobre el desarrollo que podían tomar los acontecimientos y de qué manera habían de beneficiarlos.
—¿Qué piensas? —interrogó ella—. ¿Crees que es prudente abandonar esta villa tan próspera que nos trata con el mayor decoro, y dónde nuestros hijos han recuperado la salud?
—Mujer, las posibilidades en la corte son ingentes, las iglesias y palacios rivalizan en el esplendor de su arte. Es menester que consideremos si esta coyuntura ha de ser favorable a nuestra economía.
—Demos sosiego a nuestros razonamientos —añadió Luisa—. No es preciso que demos una respuesta precipitada.
La Roldana se paseaba por el borde del mar intentando aclarar sus pensamientos, que le asediaban desde la visita que le hiciera Villafranca. Consideraba un honor que la tuvieran en tan alta estima personas de probado juicio; era, en efecto, como dijera su marido, una rara oportunidad; mas temía por el alcance que el cambio de clima podía tener en la lozanía de sus niños; y le asustaba la lejanía de su Sevilla, de sus padres y hermanos. ¡Madrid estaba tan lejos!
Sumida en sus pensamientos no advirtió el revuelo que se estaba formando a su alrededor hasta que unos gritos desgarradores la sacaron de su ensimismamiento:
—¡Favor! ¡Ayuda! ¡No es de buenos cristianos que así me maltratéis!
Vio entonces a una muchacha esbelta a la que tiraban del pelo unas mujeres enfurecidas, que le propinaban golpes y arañazos con virulento ardor.
—Pero ¿qué hacéis? ¡Dejadla en paz! ¿Cuál es su culpa, que así la ofendéis?
En un griterío sin orden ni concierto, explicaron las atacantes la causa de su furor:
—¡Es una desvergonzada! Después de su baile en el cabildo, se fue con un extranjero al que acababa de conocer. La encontraron besándose con él, como una zorra hambrienta.
—¡No es cierto! ¡No soy así! Me he enamorado, y el amor lo cura todo —decía la infeliz.
Luisa recordó sus penalidades cuando decidió casar con Luis y, haciendo gala de su energía, ahuyentó a las arpías, que soltaron su presa a regañadientes.
—¿Cómo te llamas? ¿No tienes adónde ir? —preguntó a la despavorida chiquilla.
—Sí. Tengo una hermana en Sanlúcar que siempre ha sido buena conmigo. Y Manuela es mi nombre. No he hecho nada malo. Pero mi padre dice que soy una descarada y que no me quiere ni ver.
—¡Anda, anda, Manuela! Ven conmigo. Te daré cobijo y te ayudaré para que puedas marchar con tu hermana.
Después de una larga reflexión, Luisa entendió que no podía desaprovechar la ocasión que se le presentaba de ampliar su mundo. Por otra parte, su marido parecía encontrar sólo ventajas en el cambio de posición. Las cosas le iban bien, mas, como le dijeran tanto Murillo como Villafranca, no había de temer el crecer, volar más lejos, más alto. Si no arriesgaba, se arrepentiría toda la vida de no haberlo hecho. Mandó recado al marqués para pedirle una entrevista, y a la hora convenida allí se presentó con Luis.
Sin perder tiempo, fue directa al asunto que le concernía:
—Excelencia, tras meditar largamente vuestra propuesta, hemos llegado a la conclusión de que si vuestras mercedes lo tienen por pertinente, así habrá de ser.
—Acertada decisión habéis tomado. Habréis de poneros en camino de inmediato, pues éste es el momento idóneo para vuestra aparición en la corte. Al llegar a Madrid, conversaré con Cristóbal de Ontañón para facilitaros aquello que hayáis menester.
Luisa estaba alarmada por el efecto que el frío de la capital podía tener en la salud de sus hijos, y por los inconvenientes de un traslado y encontrar la vivienda adecuada. Considerando esas razones, convinieron marido y mujer en que partiría ella primero acompañada de Carmen, que le había expresado su voluntad de acompañarla a Madrid, y en primavera, con clima más benigno, se unirían a ella. Transcurrieron rápidos los días de preparativos para la inminente marcha.
Sería la primera vez que ella se separara de sus hijos, y creía que había de ser muy duro tenerlos tan lejos. Pero el primer día de viaje sintió que un aire nuevo invadía su vida; descubrió que le interesaba el paisaje, las gentes que iban encontrando en el camino, sus expresiones; los blancos pueblos encaramados a los riscos, y sus iglesias repletas del mejor arte que se podía hallar en España.
Ese día, 27 de noviembre, la ruta se estaba haciendo fatigosa. El fin del viaje estaba lejano y mil cosas podían suceder en los peligrosos caminos. Cruzaron hermosos campos de olivos, cuyas copas de un gris verdoso ondulaban con suavidad en la brisa de la mañana, creando un mar de plata al que el sol sacaba reflejos de oro. Llegaron a un hermoso pueblo que trepaba voluntarioso por los flancos de la colina, tiñéndola de blanco. En la cima, una iglesia cuyo airoso campanario tocaba el cielo con su cruz.
Todo el conjunto era de una belleza tan punzante, con el castillo previniendo a posibles transgresores, que Luisa sintió un vuelco en el corazón al pensar que dejaba atrás su tierra, tan suya, tan tierna y, a la vez, tan dura.
—¡Mira, niña! —dijo Luisa a su prima Carmen—. Mira este pueblo bendito, Almodóvar, que quizá no veamos en mucho tiempo. Chiquilla, qué pena que tengamos que marchar de Andalucía para ver mundo.
—Anda, Luisa, y qué creías, ¿qué para hacer una tortilla no se rompen huevos? ¡No fastidies! —respondió Carmen.
Se adentraron en el pueblo, ya que tenían que aprovisionarse de agua y alimentos frescos para el resto del camino. Las mulas, contentas después del descanso, apretaban el paso haciendo sonar los alegres cascabeles de sus bridas, cinchas y arneses. Al atravesar el pueblo, la gente, viendo a dos mujeres en la caravana, se hacían cruces pensando en los peligros que las acechaban. Si hubieran sabido que iban por su propia iniciativa, que una de ellas era escultora y que pretendía luchar con denuedo para imponer en un mundo de hombres su visión del arte, habrían pensado que una era más loca que la otra.
Continuaron jornada al amanecer, pasaron los suaves cerros que preceden a Alcurrucén y arribaron a la despejada planicie de La Vega, donde las copas de los olivos se dejaban platear por la brisa del mediodía, alhajando de hermosura las rojas tierras.
El 29 de noviembre de 1688 siguieron ruta; el paisaje se iba tornando agreste, difícil; las montañas, altas, y las quebradas, profundas. Los voluntariosos animales ascendían por los tortuosos caminos con fatiga, pero sin dejarse vencer por los obstáculos del camino.
—Como mi vida —apuntó a Carmen—. Sé que no es alcanzadizo mi afán, mas tengo un designio, y haré todo lo que esté en mi poder para darle cumplimiento. Si sabes escuchar con atención, la vida da inapreciables lecciones de tesón, imaginación y constancia. Mira estas altas montañas en torno: han necesitado miles de años para obtener las hermosas formas que ahora ostentan; han completado su trabajo a través de los siglos. La naturaleza nos enseña el camino. He de ser fuerte y decidida.
—¡Espanto me causas, Luisa! Parece como si con un dragón de furias levantiscas hubieras de enfrentarte.
—Sí, Carmen. He de permanecer resuelta, y muy atenta he de estar, pues las ocasiones raras son y si se dejan escapar, es peliagudo que vuelvan a presentarse. Has de coger al dios Kairós por los pelos.
—¿De qué dios me hablas, niña? ¿Quién es ese Queilós?
—Ay, Carmencita, escucha. Es un dios griego que portaba la fortuna en un solo mechón que lucía en su calva cabeza. Por eso dicen que la fortuna, la suerte, hay que agarrarla por los pelos.
Estaban las dos inmersas en esas disquisiciones cuando una polvareda las sacó de su conversación y sus sueños. Miraron en derredor y vieron, tras una nube de tierra, aparecer muchos hombres a caballo. Sobresaltadas pensaron en los bandidos que pululaban en el contorno. Los blancos caseríos que sobresalían en las cimas de las colinas podían ser refugio de estos hombres de reputación novelesca, pero peligrosos y, según se decía, codiciosos y violentos.
Luisa pensó que tal vez sus anhelos acabaran aquí, en las recias serranías.
—¡No es posible que mis aspiraciones tengan este fin! ¡Y en un día tan hermoso! —dijo Luisa.
A medida que los jinetes avanzaban, los perfiles de los hombres y las cabalgaduras se hacían más nítidos y precisos. La faz adusta, el ademán imperioso, cabalgaban sobre bellas monturas, quizá robadas a señores de alcurnia. Los bandoleros las aderezaban como para asistir a una feria de postín. Y se aproximaban hacia ellos con muestras de impaciencia. Al llegar a la altura del mulero, uno de los salteadores exclamó:
—¡¡Hombre, Curro, podías señalarme que eras tú!! ¿Adónde te diriges?
—Voy a Madrid, Frasquito, y llevo gente buena que va a luchar y trabajar por su pan.
—Y esas dos mujeres tan galanas ¿quiénes son?
—Son damas de paramento[45]. Mira que la Roldana es una escultora que va a la capital para que sus imágenes sean reconocidas, y la otra es su prima Carmen, que es paloma sin hiél.
—¡Qué lástima que dos mujeres tan hermosas se nos vayan de Andalucía! ¿Qué vais a buscar que no encontréis aquí? Seguro que hombres decididos a ser vuestros no van a faltaros.
—Tengo marido —contestó muy seria Luisa—. Y mi afán es esculpir imágenes de Nuestra Señora como las que realicé con mi padre. Y deseo depender de mí misma. Dejadnos marchar en paz, pues no queremos con vos pendencia.
—O sea, que eres tú la Roldana, la que ha hecho la Virgen más donosa de Andalucía…
—Sí, yo misma.
Curro asistía a la escena un poco asustado ante la resolución y la autoridad que mostraba la dama, que no era habitual para los hombres de estos pagos. Al percibir el temor de su amigo, Frasquito intervino:
—¡Hembra valiente llevas en tu caravana, Curro! No será sencillo, amiga, pero te deseo mucha suerte. Te la mereces por atrevida y bonita. Seguid en paz. ¡Id con Dios!
Y dando media vuelta se marcharon con la misma celeridad con que habían llegado. Curro estaba furioso con Luisa:
—¿Cómo ha osado? ¡Frasquito es un hombre violento!
—Bueno —respondió ella—, no nos ha ido mal, ¿verdad? —Y miraba retadora al asustado hombre, consciente de que acababa de ganar su primera batalla.
Amaneció el 30 de noviembre, el día de San Andrés, y en honor al santo, lo hizo claro y soleado; el aire era suave y se pusieron en marcha con el optimismo que el buen tiempo infunde en muchos de nosotros. Los corceles aspiraban por sus aterciopelados belfos la fresca brisa de la mañana, y parecían felices de comenzar una nueva jornada, piafando y soltando de vez en cuando relinchos de contento. Los campos a ambos lados del camino conservaban el ligero rocío de la madrugada, y poco a poco la naturaleza se despertaba haciéndoles disfrutar los aromas matutinos. Las oscuras encinas creaban un tapiz de intrincado diseño sobre el brillante verde de la tierra, que se extendía como alfombra de vida por llanos y espesuras.
Al aproximarse a Madrid, Luisa comenzó a observar unos altozanos de tierras pardas y todos los tonos de ocre, rodeados de suaves colinas con oscuros matorrales aquí y allá. El otoño había sido lluvioso y esa sinfonía de colores se engalanaba con el esbozo verde claro de la fina hierba. Algunas construcciones modestas, alquerías varias, que a medida que progresaban en el camino iban en aumento, señalaban la proximidad de la Villa y Corte. Luisa comenzó a imaginar cómo sería esa gran ciudad, la capital del reino:
—Urbe inmensa ha de ser, Carmencita; más poblada que nuestra metrópoli, pero ¿podrá ninguna igualarse a mi querida Sevilla en donosura y encanto? Carmen, muy pasmada te veo, ¿en qué piensas?
—Ay, prima, que me da por pensar que en esta villa tan formidable no tenemos amigos, y que venimos tú y yo a preparar la morada de tu familia y no tendremos quien nos ampare. ¡Ay, tú y tus ideas de triunfar! ¿No se te alcanza que no eres un hombre, y que tenías todo a mano en el taller de tu padre? ¿Por qué habías de ambicionar Cádiz, la corte y las garambainas del gran sultán?
—Sí, fue decidido que yo vendría primero para buscar acomodo, y que Luis Antonio con nuestros hijos llegaría en estación más benigna. Así ha de ser.
—Sí, sí, todo eso se me alcanza una vez que la decisión de partir estaba tomada. Pero ¿por qué tuvimos que hacerlo y dejar el refugio de nuestro hogar?
—Mi padre me alentó para que no desperdiciara el talento que él creía que Dios me había concedido. Habré de esforzarme, habré de luchar, pero si yo alcanzo mi meta, otras mujeres vendrán detrás de mí.
No fue fácil, en efecto, pero varios amigos de su padre y algunos conocidos de relieve, entre los que se contaban el marqués de Villafranca y otros nobles sevillanos como el duque de Medinaceli o el conde de Melgar, habíanle abierto las puertas necesarias para el buen desarrollo de su trabajo, y le proporcionaron una vivienda modesta en las cercanías del Alcázar. Luisa estaba convencida de su capacidad; comprobaba que la madera sin vida que llegaba a sus manos se convertía en tierno niño, dulce madre, dolorido hombre o portentoso arcángel. La escultura era su vida, y por eso estaba dispuesta a batallar por el reconocimiento que ella necesitaba, no por un vano deseo de notoriedad, sino para, desde la estabilidad económica, ser libre para crear lo que su inspiración le dictara.
Tras la efervescencia de Sevilla, con su inconmensurable actividad artística, y Cádiz, con su dinámico crecimiento y el bravio océano que todo lo dignifica, Madrid le pareció triste. El invierno extendía su nostálgico manto sobre calles y jardines, mansiones y hogares. Sentía Luisa añoranza de su tierra, del alegre bullicio de sus avenidas, de las acequias rumorosas, del calor de su familia, como ya había presagiado Carmen.
Pero amilanarse no entraba en los planes de la Roldana. Sabía que había de aprovechar el tiempo de soledad para conocer la pintura que escondía esta capital, y que contaba con genios como Velázquez, Tiziano, Rubens o Carreño de Miranda.
La vida de la Roldana se desarrollaba tranquila, con la viva ilusión de alcanzar aquello que tanto esfuerzo requería. Estaba próxima la Navidad y recibía algunos encargos de grupos escultóricos que eran muy apreciados, los belenes, donde cada figura ofrecía una expresión diversa; la delicadeza y la ternura de la Virgen y el Niño contrastaban con los atavíos exóticos de los Reyes Magos; los colores, vivos rojos, cálidos ocres de Umbría y verdes misteriosos, cobraban aún más intensidad con el brillo luminoso del oro.
Trabajaba tranquila, en la buena compañía de Carmen, y poco a poco, le iban llegando comisiones de nacimientos, grupos de la Sagrada Familia o delicadas Vírgenes que adornarían las capillas de los palacios madrileños.
Con el nuevo año, en febrero, una noticia luctuosa vino a traer tristeza a la corte y ansiedad al futuro de Luisa. Acababa de fallecer la Reina, hundiendo a Carlos II en la más absoluta desolación. El conde de Melgar se ocuparía de los funerales, que serían llevados a cabo con toda la pompa que el acontecimiento requería y el Rey deseaba. De nuevo la incertidumbre se cernía sobre los reinos.