CÁDIZ
(1686-1688)
En la Casa de Pilatos, en Sevilla, se aprestaban a recibir al duque de Medinaceli, a quien esperaban con el fastuoso cortejo que era propio de él. El joven duque de Alcalá de los Gazules, marqués de Cogolludo, aguardaba a su padre en el patio principal, magnífico ejemplo del mestizaje de estilos.
Acompañado de numerosas gentes de su casa, llegó Medinaceli[30]; parecía más cansado que la última vez que lo viera, pero su continencia y empaque permanecían intactos.
Tras los afectuosos saludos y parabienes, subieron por la imponente escalera de mármol genovés y se adentraron en la Salón de los Frescos. La sala, luminosa y rectangular, lucía las pinturas El triunfo de las cuatro estaciones, unas espléndidas portadas renacentistas de mármol y un artesonado mudéjar que, como decían por aquellas tierras, «quitaba el sentío».
—Hijo mío —comenzó con deje de fatiga Medinaceli—, ¡qué aprendizaje el poder y la corte! Habréis de escucharme, para aprender con la experiencia ajena, y así, caso de que lo hayáis menester, estéis avisado. —Y con aire desencantado prosiguió—: Soy hombre de mi tiempo. He servido con lealtad a la Corona según mi buen entender, y, desearía, para provecho de estos reinos. Nuestra casa, hijo mío, ha tenido siempre presente ser útil a los intereses de esta nación, mas he comenzado a pensar que ha de hacerse de diversas maneras según las épocas.
—Habéis sido varón de probada lealtad, padre, y supisteis poner vuestro ingenio al servicio de vuestro rey, ¿qué mal os preocupa ahora?
—La incertidumbre causada por la precaria salud del Rey y la ausencia de heredero desencadenan una formidable lucha por el poder que produce grandes tensiones y acapara las energías de aquellos que debieran mirar por el bien del reino. Esta situación conlleva la desmoralización de muchos buenos súbditos.
—¿Os referís a las estériles intrigas palaciegas?
—Que han estado presentes en todas las cortes es cosa sabida, pero la débil y maleable voluntad de nuestro monarca incentiva la ambición de hombres sin escrúpulos. Al mismo tiempo, la falta de criterio de la Reina sigue produciendo desencuentros que rozan el ridículo.
—¿A qué situación os referís?
—¡A caballeros vencidos por loros! ¡Válgame Dios, adónde nos ha llevado su afán por la diversión! La rebelión de los papagayos ha sido excesiva. Toda la corte comenta las disipadas y absurdas ocurrencias de doña María Luisa.
Dejó pasar unos instantes, y tornó el hijo a preguntar:
—Padre, ¿cómo pueden cambiar las lealtades? ¿O hacen bien aquellos que mudan la opinión cuando evolucionan las situaciones de las Coronas?
—Has de considerar en todo momento tu deber. Mi padre estimó que debía oponerse al omnímodo poder del conde-duque de Olivares, respaldando a Quevedo, que produjo una de las epístolas más incisivas de nuestra literatura. Eran amigos, se comprendían y tuvieron el valor que la situación demandaba para oponerse a los excesos del poder. La Epístola satírica y censoria originó a su autor quebranto sin fin y más tarde la prisión. Afirmaba don Francisco nunca haberse arrepentido.
—Padre —preguntó el joven duque—, ¿es lícito sustentar un gobierno que se aparece fenecido, pero que está encarnado por aquel a quien se venera y ama?
—Leer a los grandes de la literatura siempre fue de provecho. En la biblioteca que recibí de mi padre, y que él había aumentado con la donación de su amigo Quevedo, encontraréis la respuesta a muchos dilemas, tanto en nuestro excelso Cervantes, como en el inglés Shakespeare.
»El genio de Stratford nos relata en su Julio César que Bruto, uno de los asesinos de dicho emperador, se justifica ante los ciudadanos de Roma con sutil habilidad política:
»—Si hubiese alguno en esta asamblea que profesara entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menor que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: No porque amaba a César menos, sino porque amaba a Roma más.»[31]
Hizo su entrada en ese momento el conde de Melgar, cuñado de Medinaceli.
—¡Grandes propósitos entretenéis! Cierto es que la situación presenta un atribulado cariz, mas si en el pensamiento de hombres cuerdos os inspiráis, habéis de leer a Gracián.
—¿Te refieres por acaso a El arte de la prudencia?
—Sí. Tratado es de sabiduría sin fronteras —contestó Melgar—. Y debe ser nuestro cuidado estudiarlo con atención, pues en estos quebrantos es su juicio certero.
—Hijo mío —recordó el duque—, en uno de los aforismos, nos incita a renovar el lucimiento: «Hay que aventurarse en renovar el valor, el ingenio, el éxito, todo. Hay que aventurarse a renovar en brillantez, amaneciendo muchas veces como el sol, cambiando las actividades del lucimiento.»[32]
»Y los hechos que nos aguardan, y es notorio que también a ti en el futuro, pueden cambiar la historia. Habremos de dar lo mejor de nuestro saber y entender.
Melgar, hombre de personalidad definida y conocido por su temperamento voluntarioso, había comprendido tras la renuncia de su cuñado como primer ministro que más valía una dimisión con dignidad. Así lo hizo, y a pesar de que le ofrecieron la magnífica embajada en Roma, en el misterioso y magnífico Palacio de España, la rechazó y volvió sin la debida licencia real. No tardó mucho en llegar el perdón, pues hubieron de considerar los valiosos servicios prestados con anterioridad. Y allí se encontraba, en Sevilla, acabado su exilio en el castillo de Coca.
—Esforzados retos nos aguardan —continuó Melgar—. La corte está dividida entre las dos facciones, Imperio y Francia. La reina viuda favorece al Imperio, y la joven reina, a su país de origen. El conde de Oropesa habrá de conjugar habilidad extrema con firmeza sin quiebro para llevar a cabo su misión como primer ministro.
—Enojosa situación —apuntó Medinaceli—. Por una parte, es de lamentar que se descuidara en grado sumo la educación de nuestro rey. Los responsables de su instrucción pensaron que su aciago estado lo llevaría sin remedio a pronto fin funesto, por tanto, no se formó a Carlos II con el esmero requerido para un futuro soberano.
—Cierta es su precaria salud —dijo Melgar—, y las diversas facciones operan sin descanso. A mi entender, aumentan sin cesar los partidarios de las nuevas ideas, de la renovación que encarnan los Borbones.
El joven duque escuchaba atento la lección de historia y gobierno que estaba recibiendo de dos hombres que habían tenido papel relevante en ella.
—Luis XIV, con toda su influencia —sentenció Medinaceli—, mueve ya los hilos de la lucha por el poder, que, mucho temo, deparará días de zozobra en nuestros reinos.
Un criado pidió permiso para entrar:
—Con la licencia de vuestras excelencias, está aquí el maestro Roldán con su hija Luisa, pues vuestra excelencia mandó llamarlos.
—Decid al maestro Roldán que en breve requeriremos su compañía.
—Sí, sí. Deseo comprobar lo que toda Sevilla proclama —dijo Medinaceli—. Dicen que este escultor, ayudado por su hija, crea esculturas dotadas de tal vida, que lloraríais con un Cristo o una Dolorosa, y sentiríais feliz euforia al contemplar sus ángeles y a Dios en su majestad.
—¿Dais por cierto —preguntó— que una mujer pueda tener la fuerza requerida para tallar la madera y modelar el escurridizo barro?
—No lo dudéis. El talento de esta muchacha es singular. Así me lo aseguró, tiempo ha, Bartolomé Murillo. Por otra parte, habéis de recordar a la gran Sofonisba, que tantos retratos dejó en la corte, y a las pintoras que en los reinos itálicos florecieron. Sí, deseo conocer el trabajo de esta artista de nuestra tierra.
A pesar de no estar Luisa en su primera juventud, la fortaleza de su carácter la hacía conservar una planta erguida que denotaba la nobleza de su ánimo; la mata de pelo conservaba su color cobrizo y su brillo; la mirada atenta revelaba inteligencia; y el dolor le había permitido obtener una cierta distancia ante la vida. No era una belleza, pero sí resultaba una mujer interesante.
—¡Adelante, maestro! —animó Medinaceli—. Venís en lozana compañía, y de talento notorio, según he oído.
—Excelencia, la providencia me ha concedido una hija que, con su afán, mucho ha contribuido a la consideración de la que nuestro taller disfruta. En breve partirá para Cádiz, donde se instalará con su familia, para desarrollar su arte con tesón.
—Notable decisión —añadió Melgar—. Esa ciudad crece sin demora y los artistas relevantes hallarán oportunidades valiosas.
—En la corte he conocido a un francés, el señor De Ory[33], que comienza negocios en Cádiz y que tiene inclinación por nuestra imaginería. En vuestro provecho ha de ser que os conozca. Proveeré para que así suceda —ofreció Medinaceli.
—Doy gracias a vuestra excelencia por vuestro favor. No habré de defraudaros, y trabajaré con denuedo en lo que el señor De Ory haya menester.
—Admirado compruebo vuestro afán y decisión —intervino Melgar—. Buena será vuestra estancia en la bella ciudad gaditana, mas estimo de importancia que Madrid sea vuestro siguiente objetivo. Allí hallaréis la recompensa a vuestro esfuerzo. Si así lo decidís, contad con mi auxilio.
Retirándose hacia su casa, antes de cruzar el umbral del imponente palacio, Pedro quiso enseñar a su hija uno de los ejemplos más eminentes del maridaje de culturas, que era la característica de esa mansión, el Jardín Grande. El escultor temía que la partida de su hija a Cádiz fuera el inicio de una separación sin retorno; sabía que su talento habría de llevarla allende las fronteras de Andalucía y deseaba despedirla con todos los aromas de ternura, recuerdos y maravillas que ella pudiera almacenar en su corazón, para los días malos, para los tiempos de pesares, pero también para que pudieran ser el estímulo necesario cuando fuera preciso dar lo mejor de uno mismo, aunque doliera el corazón, aunque las lágrimas cegaran la visión, aunque la angustiara el pensamiento de estar en un callejón sin salida.
Las avenidas clareaban al sol formando sombras que la suave brisa se encargaba de transformar de continuo; los mirtos que las bordeaban exudaban un intenso perfume y la sensación de intimidad provocaba entre los dos delicada complicidad. La voz del duque de Medinaceli rompió el encanto:
—Grato me es comprobar que apreciáis el equilibrio de este lugar.
—Excelencia, no sé qué admirar con más devoción, si la arquitectura, el jardín rumoroso o la escultura, dispuesta de manera singular —respondió la Roldana.
—Mi antepasado el primer duque de Alcalá de los Gazules, enamorado de los reinos itálicos y del Renacimiento allí victorioso, imaginó esta simbiosis de nuestra arquitectura, con el jardín secreto y la exposición para deleite de la vista y el ánima, y de las esculturas clásicas en las loggias[34] sostenidas por arcos y columnas. El papa Julio II había escenificado una imponente colección en los Jardines Vaticanos a la que llamó el Antiquarium, y que ha servido de modelo para generaciones de amantes del arte. Y además, en Sevilla tenemos la exótica vegetación proveniente de Indias y los sensuales perfumes.
—Es un placer para los sentidos cuando el jazmín desborda ahora, a la caída de la tarde —apuntó Luisa—. Su delicado aroma representa el amor de la mujer a su esposo.
Y lo dijo con tal cadencia de nostalgia, de algo perdido e imposible de recuperar, que su padre hubo de cortar esta impresión agradeciendo al duque todas sus bondades.
—Sé reconocer el talento y la industria cuando cruzan mi camino —respondió Medinaceli—. No flaqueéis, Roldana, el triunfo será vuestro.
Cádiz era una ciudad en continuo desarrollo. La antigüedad de su comercio, que se remontaba a los fenicios, hizo de su puerto uno de los más prósperos de la zona. Las transacciones se vieron incrementadas bajo la dominación romana a causa de los astilleros que éstos construyeron en la floreciente metrópoli. Tradición y afán se habían unido más adelante para ofrecer al almirante de la Mar Océana, don Cristóbal Colón, todas las facilidades que la situación de su estratégica ensenada ofrecía, y llevaron a que de allí partiera el segundo viaje al Nuevo Mundo.
Años después, el derecho de registro y la autorización del Consejo de Indias para completar la carga de las naves de Ultramar contribuyeron al bienestar de la urbe.
En 1627, Felipe IV, mediante una real orden que concedía a este puerto la facultad de suplir un tercio de la carga, dio un rotundo espaldarazo a su comercio. Por iniciativa de Andrés del Alcázar se construyó en 1685 un importante muelle de cuatrocientas varas de largo, que vino a dar cima a la excelente situación de su bahía. Importantes monumentos como el castillo de San Sebastián y el de Santa Catalina, de reciente construcción, defendían la ciudad de los ataques de ávidos piratas que ansiaban beneficiarse de su imparable progreso. Numerosos artistas acudían al socaire de este auge que había de favorecer las artes.
Esta era la alegre y confiada villa donde Luisa se iba a instalar, y en donde anhelaba encontrar una cierta serenidad en su vida familiar y un claro avance en su reconocimiento artístico.
El viaje hacia su futuro henchía a Luisa de esperanza. Pensaba que al mejorar la salud de sus hijos, como ella ardientemente esperaba, y aliviar el mal estado de su economía, aventajaría también la situación de su matrimonio. Estaba dispuesta a perdonar e intentar olvidar, pues sabía que era la única solución posible. El sol y el buen tiempo que los acompañaron a lo largo del camino eran presagio del acierto de su decisión. Cuando avistaron la mar, Luisa tuvo una sensación que permanecería indeleble en su memoria. La inmensidad de su horizonte le mostraba la amplitud del mundo, la brisa que de él llegaba regeneraba su cuerpo, y la mutación constante de su superficie le enseñaba la necesidad del cambio, el saber renovarse. Y entonces, como iluminada por una luz interior, comprendió que estas máximas debían inspirar su trabajo y su vida.
Entraron a la ciudad por las Puertas de la Tierra, pétreas murallas que protegían la villa. Una gran animación reinaba en sus calles, y parecía que la bonanza resplandecía en sus habitantes. Se detuvieron en el convento de Santo Domingo, donde encontraron a un fraile amigo de los Roldán y se postraron a los pies de la Virgen del Rosario, en agradecimiento por el feliz final de su jornada y con la petición de que velara por ellos en esta etapa que iban a comenzar.
Estaban ya instalados en la marinera Cádiz, y parecía que los hijos gozaban de mayor lozanía y que la relación de los dos esposos se regeneraba. La brisa del océano, la novedad y el caudal de ilusión que ésta comporta habían sellado una suerte de tregua entre la pareja. Los encargos del cabildo se concretaron, y al ser numerosos, el trabajo no faltaba tampoco para Luis Antonio. Una soleada mañana de marzo, llegaron a visitar a la Roldana los regidores municipales Diego Rendón y Plácido Payé, con el propósito de encargarle dos imágenes de los santos patronos, san Germán y san Servando.
—Presidirán —adelantó Rendón— la Sala Capitular del Ayuntamiento. Sois mujer de fortuna, es menester merecimiento y honor para tal encomienda[35].
—Toda mi industria pondré en el empeño, y mi marido dorará y estofará estas tallas con el mayor primor que jamás hayáis contemplado —respondió la escultora.
Comenzó el encargo el matrimonio con renovado entusiasmo; los ágiles dedos de la Roldana manejaban el buril con precisión, desentrañando de la densa madera la esbelta figura de san Germán, simbolizado por un hombre joven con la cruz en la mano derecha y la palma en la izquierda; se escudaba en hermosa coraza de guerrero cincelada con esmero, de donde surgía el sedoso tejido de las mangas y el leve lino de la camisa; la faldilla amplia y en movimiento; las piernas rotundas, bien plantadas en la tierra; la mirada decidida y dirigida hacia el cielo prometido y la corona de los elegidos sobre la noble cabeza. Su pareja, san Servando, ofrecía el mismo estilo enérgico e inimitable que tanto había de entusiasmar a los gaditanos.
Siguieron a éstas otras muchas demandas, tanto de la capital como de otras villas de la provincia, creando Luisa tanta obra singular, que su fama se asentó con firmeza, destacando entre todas ellas unos Ángeles lampareros para la Iglesia Mayor Prioral del Puerto de Santa María que parecían alzar el vuelo con tal resolución y dinamismo, que sorprendía verlos siempre en el mismo lugar. Algo de mágico tenían aquellas figuras; sus rostros eran bellos y expresivos y sus jóvenes cuerpos anunciaban la venida del Señor con extraordinaria convicción. Eran la representación de la bondad y el poder del espíritu. Recordaban con seguridad a aquellos ángeles que volaban resueltos por la bóveda del templo de la Santa Caridad de Sevilla.
Una importante evolución se estaba infiltrando de manera sutil pero decidida en la creación de la artista: la elegancia de los pliegues de las vestimentas, la originalidad de los dibujos de los tejidos, donde mezclaba con gusto infinito rayas, flores, anagramas, símbolos y arabescos, se esparcían sobre una paleta cromática de sumo interés. El omnipresente océano y su incesante mudanza, que tanto le impresionaron, le inspiraron todos los tonos de verdes, azulados, grisáceos o etéreos tintes de ocre; el optimismo que ahora la invadía la inclinaba a los rojos en todos sus matices: bermellón, escarlata, bermejos y carmesí; los límpidos cielos le proporcionaron arcanos azules, azul cerúleo y azul de noche profunda; de la feraz Andalucía adquirió toda la gama de los colores de las tierras, bien ahitas de sol, bien empapadas de lluvia. Y todos ellos iluminados por el sol del oro que recorría, bordeaba, ensalzaba y engalanaba las esculturas.
El trabajo del taller estaba bien pagado, pero no siempre el salario acordado llegaba con puntualidad. Los gastos de la casa eran muchos, y a esto había que añadir el alquiler y los materiales.
Sabía Luisa que necesitaba dar un paso más; sentía que, como bien le aconsejara don Bartolomé, había de ser valiente.
«Algún día viajaré a Madrid y conoceré las obras de los maestros que, con Velázquez a la cabeza, no sólo crean obras universales, sino que traen de todo el orbe culto lo mejor de cada lugar: los reinos itálicos, Roma, Nápoles, Florencia, Flandes, nada escapa al genio sevillano», pensaba.
Conocía que no sería tarea fácil, pero si de verdad aspiraba a triunfar, habría de hacerlo. Pensaba así mismo que el quehacer más arduo sería convencer a su marido de esta decisión.
Un buen día llegó al taller de la Roldana un encopetado señor de su conocimiento, don Cristóbal de Ontañón, ayuda de cámara de Carlos II, que acompañaba a otro de la misma guisa al que presentó como el señor De Ory, y que resultó ser aquel del que le hablara el duque de Medinaceli. Gozaba el ayuda de cámara de merecido prestigio como conocedor de excelencia de las obras de arte. La mismísima reina viuda le había comprado una serie de la vida de san Cayetano, de Andrea Vaccaro, de estimable valor artístico. Lucía en todo su esplendor en la Sala de las Furias en el Alcázar.
Era este caballero afable y de buena disposición, y mucho admiró las tallas que Luisa tenía para ser enviadas a su destino. Conversaron sobre la vida en esta ciudad, que crecía en importancia, convirtiéndose en un próspero puerto al que llegaban los barcos de Indias cargados de fabulosos tesoros de allende los mares. El señor De Ory, que era francés, le habló de París, de sus anchas calles, de la belleza de los palacios y de cómo los artistas eran admirados y respetados en esa ciudad. Hablaba con mesura y discreción, en un español suave y cadencioso que delataba su origen; sus claros ojos azules tenían un brillo de bondadosa inteligencia; su pelo rubio poblaba también una barba que compensaba la juventud de la que, a todas luces, disfrutaba y él se empeñaba en disimular; y sus maneras gentiles y civilizadas hacían de él un agradable conversador. Quiso dicho señor que la Roldana hiciera para él una Huida a Egipto[36] y le recomendó que pusiera toda su imaginación e ingenio en ese grupo escultórico que deseaba fúlgido, resplandeciente y admirable. Árboles, fuentes, ángeles y cielos habían de acompañar esa fuga. Añadió que deseaba tenerlo en su poder antes de su nueva partida hacia Moscú, donde llevaba a cabo su misión como representante de Francia.
Se despidió el caballero con la cortesía con la que había llegado, y Luisa se puso manos a la obra.
La dedicación de la Roldana a sus hijos y su taller le permitía pocos asuetos, pero ese día había amanecido tan radiante y soleado, que determinó acercarse a ver el mar, motivo de constante admiración, y respirar su siempre vivificante brisa. Se adentró en la plazuela de San Martín, donde pudo admirar una vez más la Casa del Almirante, cuya magnífica portada de mármoles genoveses daba fe de la prosperidad del lugar.
La habitual animación que imperaba en el puerto henchía de optimismo los propósitos de Luisa. Una algarabía de alegría la avisó de la llegada de un barco. Avistó una hermosa nave, con todas las velas desplegadas al viento de la mañana; era un galeón de Indias que parecía no haber sufrido los tan temidos ataques piratas, pues se deslizaba por las aguas calmas en toda su grandeza. Apenas arribados, comenzaron a descargar aquellos tesoros y ganancias de los que tan necesitada estaba la Real Hacienda.
La travesía, dijeron, había sido tranquila, el clima, propicio, y la carga, abundante, mas traían otras noticias.
—Malas nuevas he de daros, señor —anunció pesaroso el capitán al práctico del puerto—, y arduo ha de ser transmitirlas, lo que haré con suma aflicción.
—¡Hablad, por Dios santo, señor capitán! No prolonguéis mi ansia.
—Las siete plagas de Egipto se han desencadenado sobre el virreinato del Perú. Un temblor de tierra ha quebrantado la paz de Lima, destruyéndola con sus crueles sacudidas; este cataclismo ha causado más de seiscientos muertos. Un brutal tifón de vientos huracanados y lluvias torrenciales ha venido a completar la obra destructora de los elementos, aniquilando las escasas industrias que quedaban en pie.
—¡Qué aflicción! ¡Cuánta desgracia se ha abatido sobre el virreinato, amigo mío!
—La desolación y la muerte reinan en el otrora fastuoso Perú —añadió el capitán—, y mucho temo que habremos de aguardar con tristeza la llegada de futuras naves de ese virreinato.
—Os deseo coraje e ingenio para referir estas amargas calamidades en el Consulado del Mar.
Cuando Luisa oyó el relato de tantas penas, rememoró sus propios sufrimientos, y el vértigo del peligro, la fragilidad de la existencia volvieron a atormentarla.
«He de realizar una imagen que nos proteja, y que después del caminar por este mundo, nos siga guiando por los senderos de la eternidad».
Luisa había finalizado una imagen de Nuestra Señora de la Soledad que había destinado a la nueva capilla del convento de los Padres Mínimos de Puerto Real. Era un homenaje a la Virgen con una súplica a los religiosos: deberían celebrar misa cantada con diácono y subdiácono, sermón y responso por las almas de la Roldana y sus seres queridos una vez que ella hubiera partido al encuentro del Padre; y había de ser los viernes anteriores al Domingo de Ramos y los de la resurrección de Lázaro. Era su manera de agradecer a María su protección y ayuda, animándola al mismo tiempo a extender ese apoyo tras su partida de este mundo.
Así mismo realizó para la iglesia de San Pedro, por quien sentía viva devoción, una Divina Pastora plena de gracia y ternura hacia el Divino Niño que la acompañaba, un Niño Jesús Quitapenas que se secaba las lágrimas con una actitud de desconsuelo infantil de tal realismo, que invitaba a arrullarle, y que la buena gente visitaba con frecuencia, pues gozaba de la fama de liberar de la pesadumbre[37].
Mil intrigas se anudaban en la corte, y se deshacían en un tris para ser sustituidas por otras maquinaciones más astutas y emboscadas. En vez de considerar la esterilidad del matrimonio real como proveniente de la naturaleza de uno u otro, dieron en conjeturar hechizos, maleficios y demás diabluras. La Reina, consciente de lo que de ella se esperaba, sentía a su alrededor creciente presión teñida de hostilidad. La acompañaban a menudo la bella Olimpia Mancini y su hermana María, ambas sobrinas del cardenal Mazarino. La condesa de Soissons, Olimpia, «intrigante por vocación y temperamento», según uno de sus contemporáneos, servía como útil espía al Emperador.[38]
Recién llegada de París, narraba a María Luisa las novedades y sucesos de su tierra. Entre paseos a caballo, representaciones teatrales y conversaciones animadas, entretenía la Reina sus soledades con las dos hermanas, que tan bien sabían utilizar halagos y zalamerías en beneficio de su interés.
Buscaba su majestad a Olimpia cuando creyó oír la voz de la condesa. Se acercó la Reina a la estancia con cautela, extrañada por los susurros, que se hacían cada vez más ininteligibles: alguien deseaba el anonimato. La puerta entreabierta le permitió escuchar que a ella se referían. Habituada ya a desconfiar, detuvo su impulso de entrar y decidió prestar atención. Eran un hombre y una mujer cuyo tono le era muy familiar, pero no conseguía vislumbrar el rostro de ninguno de ellos. La urdimbre de la conjura era peligrosa. Según decían, acusaban a la Soissons, ya conocida por sus hechizos y venenos, de recibir en su casa a una turba de tahúres, camorristas y mujeriegos que tenían el verbo fácil y la imaginación calenturienta.
Según extraños rumores —añadió el cortesano— estos mismos individuos habían contado entre risotadas y expresiones de mal gusto que la anfitriona había dispensado al Rey un bebedizo que aumentaría la fertilidad de María Luisa.
—¡Qué espanto! —exclamó la dama—. ¡Estar así en boca de gentes soeces!
—No es ésa la cuestión más desdichada —apuntó él—. A fuer de sincero habré de deciros que aprovechan el ansia de un heredero para esquilmar a sus majestades con pociones que de nada son remedio. Así engrosan sus haciendas. Pero más dañoso es aún la mofa que de todo ello hacen las gentes que frecuenta la condesa. Dan origen a coplillas y libelos que socavan el buen nombre de nuestro monarca, poniéndolo así en solfa.
—¡Que Dios nos asista! Qué maldad tan grande. Y la Mancini —preguntó la voz femenina— ¿qué papel juega en este enredo?
—Ignorante está —respondió él—. Pero temo que todas las miradas acusadoras irán a converger en ella como dardos ponzoñosos cuando la infame trama salga a la luz. Habéis de recordar que el mismísimo Luis XIV la repudió con denuedo cuando Olimpia se vio implicada en el escándalo de La Voisin y sus venenos.
—Pero nada de eso salpicó a la otra hermana, a María.
—Razón he de daros, mas la condestablesa también tuvo proceder inoportuno. Huyó de Roma y abandonó a su marido, el príncipe Colonna, que es persona respetada de manera suma. El comportamiento de ambas causa asombro en estos reinos. No estamos habituados a damas intrigantes que adulan en exceso a la Reina esperando así obtener valimiento y prebendas.
Quiso la Reina descubrir la faz que correspondía a la dama, y para ello tuvo que aproximarse al dintel e inclinarse tras los pesados cortinones. Al hacerlo, dos naranjas que solía llevar en el bolsillo cayeron al suelo. Logró atrapar una al vuelo, pero la otra se deslizó diligente por el resbaladizo mármol, atravesó la puerta y corrió decidida en dirección a los contertulios.
Conocedora la Reina de la importancia de mantener el incógnito, emprendió la huida con celeridad.
Al llegar el fruto de China a los pies de la dama, ésta lo cogió en silencio mirando interrogante a su interlocutor. De mutuo acuerdo y en total silencio se acercaron a la puerta, que hallaron entreabierta. Confirmaron su temor de haber sido escuchados. Quienquiera que allí se hubiera escondido había escapado raudo.
—¿No es nuestra señora quién porta siempre naranjas de la China en su faltriquera?
—Sí —contestó ella—. Mas también nosotras las llevamos por si le viene el antojo.
Del oscuro rincón salió un monito, aquel que tanto divertía a María Luisa de Orleans. Apareció asustado con otra naranja en la mano. Los dos cómplices rieron desahogados. Un poco más allá, la Reina suspiró aliviada.
Al poco tiempo el Rey extendió un edicto de expulsión para la Soissons y algunos de sus compinches. Mas Olimpia permaneció gracias a la enérgica intervención de la Reina, que la protegió hasta su muerte. Pero la afrenta zahería ya en un cantar que se oía por las calles de Madrid:
Parid, bella flor de lis, en aflicción tan extraña; si parís, parís a España; si no parís, a París. |
Como sucediera con la embajada de Pedro Potemkin en Sevilla, la visita del príncipe Dolgoruki a Cádiz causaba sensación allí por donde pasaba. El príncipe destacaba en todo lugar, pues era hombre de elevada estatura y porte marcial. El pelo ya gris y un tanto ralo, la mirada avizor, la larga nariz redondeada en su extremo y una boca escueta, más habituada a callar que al insulso parlamento, hacían de él un hombre casi feo, pero de notable distinción. Su nombre en ruso quería decir «manos largas», y sus amigos decían que este apodo se debía a sus largos brazos, y los malintencionados, que era por su afición a apoderarse de todo lo que lo rodeaba.
Era tiempo de carnaval y la buena gente derrochaba fantasía e imaginación a la hora de decidir sus atuendos: emperadores de la Antigüedad; santos varones de la Biblia; dioses menores de la mitología; suntuosos monarcas orientales; reyes y reinas de las exóticas tierras de Indias, con sus exquisitos penachos de plumería, giraban en engalanadas carrozas que mostraban alegorías, mitos, dioses y leyendas como algo cotidiano y posible. Bacos ahitos de buen mosto, Vulcanos creadores del fuego, Neptunos coronados de caracolas y acompañados de náyades esbeltas, y Júpiteres tenantes recordaban a los gaditanos el carpe diem. Alegres comparsas desfilaban, danzando y cantando, bebiendo y amando. Los sones de guitarras, laúdes y castañuelas, acompasados a los pasos de baile, generaban un espontáneo alborozo que no había conseguido arruinar ni las terribles nuevas de Ultramar.
Por el contrario, la posibilidad de desgracias futuras impulsaba a los moradores de esta ciudad al regocijo total, al esparcimiento sin freno. En ese ambiente de algazara, la misión de los rusos era aceptada como una extraordinaria contribución, a la vez que las mujeres del sur provocaban un entusiasmo sin mesura en los hombres del norte, poco acostumbrados a los ojos de fuego.
Los extranjeros a su vez estaban asombrados con la capacidad de ingenio de los gaditanos, con su ansia de vivir, tan cercana a la propia alma rusa. El príncipe Dolgoruki portaba una misión que ya se había intentado con anterioridad. El anterior embajador, Potemkin, había visitado Cádiz con la intención de unirse al próspero comercio con Indias mediante la adhesión de Rusia a las flotas españolas, aprovechando la dilatada experiencia de éstas. El proyecto había sido considerado con detenimiento, y llegaron ambos gobiernos a un acuerdo mediante el cual se permitía el libre comercio a los mercaderes rusos en los puertos españoles. Este tratado no llegó a hacerse efectivo, a pesar de las buenas intenciones de ambas partes.
Ahora tornaba el nuevo embajador a intentarlo desde otro ángulo y con el decidido impulso del nuevo zar Pedro[39].
Queriendo producir una buena impresión, habían cuidado su apariencia en todos los extremos: las túnicas imponentes en sus damascos de vivos colores, las suaves pieles de cibelinas y zorros que adornaban sus gorros y mantos, la altura de estos hombres, que parecían gigantes, la comitiva numerosa, los músicos, que ejecutaban una melodía ora sensible y tierna, ora endiabladamente rítmica, casaban a la perfección con el festivo ambiente de la ciudad. El regidor los recibió junto con el cabildo en pleno, con muestras de suma deferencia, y comenzaron las negociaciones, que continuarían al día siguiente con una visita al puerto.
Antes de separarse, el regidor intercambió presentes con el embajador; éste le regaló un icono de inicios del siglo XVI que representaba a san Jorge luchando contra el dragón[40]; a su vez, el cabildo entregó a Dolgoruki una hermosa talla de san Jorge alanceando al demonio[41]. Fue considerada una feliz coincidencia la comunidad de símbolos y santos de las dos religiones. El embajador se sorprendió cumplidamente al conocer que la imagen salía de las manos de una mujer, tan estimada y apreciada en su arte, que había esculpido las figuras de los patronos de la ciudad. Expresó su deseo de conocerla, y quedó concertada una visita al taller de artista tan notoria.
El día no podía amanecer más hermoso para una visita al puerto, que discurrió interesante y amigable. La ciudad bañada por el Atlántico invitaba al entusiasmo, a proyectos sin límite, a lanzarse al océano infinito en busca de nuevos retos.
Por la noche, el cabildo quiso honrar a tan ilustres huéspedes con una cena en la que las notas de la eufórica música española embrujaron las almas rusas.
La que causó efecto sobresaliente esa noche fue la princesa Dolgoruki. Vestía túnica ajustada de seda escarlata, bordada en arabescos de hilo de oro, recamada así mismo con piedras preciosas en el alto cuello y la cintura; un abrigo de terciopelo del mismo tono bordado en oro y perfilado de oscuras cibelinas en todo su contorno, mangas y cuello; unos encajes altos y enhiestos coronaban su cabeza, a modo de peineta, según la moda de la época. Usaba con gracia el abanico que le habían regalado el día anterior, y ofrecía a los presentes su sonrisa más amable. Los acompañaba el señor De Ory, diplomático francés en la corte del Zar, junto con un cumplido séquito de damas y caballeros.
Fueron recibidos por las autoridades, el regidor y el capitán de Costas y Galeras de Andalucía. Tras las cortesías de la bienvenida, fueron invitados a sentarse para escuchar el concierto que habían preparado en su honor. La música en Andalucía en esos años carecía del brillo que tuviera en el siglo anterior, mas nada había perdido de su contagioso entusiasmo y su incontestable ritmo. La sala, que lucía con mil candelas, el olor de los arrayanes que adornaban la estancia, la belleza de las damas que alegraban la vista y las notas que comenzaron a desgranar los diversos instrumentos crearon un ambiente festivo pleno de calor y concordia.
Tocaron deliciosas obras de los maestros Guerrero y Cristóbal de Morales, plenas del colorido de su tierra, cuya melodía se escapaba fugaz inundando de sublime contento a los presentes; tocaron a continuación una composición de Fuenllana, que tanto se había distinguido en su trabajo para la marquesa de Tarifa; las notas se encerraban en las entrañas de las hermosas vihuelas, tratadas con esmero por los atarices[42], y las restituían en vibraciones armónicas inigualables; los panzudos laúdes producían sonidos de gran belleza que parecían deslizarse con suavidad infinita por sus cuerdas; y la música acuática de las arpas serenaba las almas con su ritmo sosegado.
Unas guitarras risueñas iniciaron unas festivas canciones de corte a las que siguieron tientos del gran Mudarra, quiebros y redobles[43] que caldearon el ambiente hasta tal punto que los rusos, emocionados con la sonora interpretación española, iniciaron un diálogo musical con sus balalaicas de tintes nostálgicos, que se fueron enardeciendo a medida que se sumaban las liras germánicas de esféricos vientres, recién incorporadas a la armonía rusa.
Parecía que se había alcanzado la cumbre de la celebración cuando una joven de ojos centelleantes inició una danza sensual que le hacía cimbrear la cintura y temblar los brazos en el aire formando extraordinarios arcos y volutas. Su pareja, un muchacho esbelto, la miraba de continuo a los ojos, sin perder un instante su mirada, creando entre los dos una tensión amorosa que crecía por momentos.
Era más de lo que los rusos podían soportar. Un atlético galán del septentrión salió al círculo donde se escenificaba el baile, y comenzó una coreografía nunca vista por los buenos gaditanos: tan pronto saltaba en el aire desafiando la gravedad, como continuaba danzando en cuclillas para elevarse ágil como una pluma, a la vez que movía los brazos como amenazadores sables, para caer de nuevo a los pies de la bella, que miraba fascinada a su cortejador. Tras los aplausos de los invitados de ambos países, comenzó una recepción que nadie olvidaría jamás. En el tumulto que se organizó con las viandas y los euforizantes caldos de la zona, los súbitos amantes aprovecharon para desaparecer con sigilo, asegurándose de que nadie los siguiera. En las oscuras calles se perdieron sin dificultad entre comparsas y cantos de regocijo.