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LA MALCASADA
(1678-1686)

El estilo de la escultura de Luisa, tan innovador, con características tan propias de su obra, movimiento y naturalidad, adquirió mayor expresión, como si quisiera su autora plasmar toda la vida que a su alrededor observaba y que ahora le parecía aún más preciosa. Fue así que sus tallas entusiasmaron a toda Sevilla. Por doquier se hablaba del extraordinario empeño de esta escultora, que insuflaba vida a la madera y al humilde barro, y en cuyas imágenes la sangre palpitaba bajo la piel.

No eran piezas hieráticas que nada inspiraban a los feligreses; eran rotundos seres de carne y hueso, en los que se encarnaban la divinidad o la santidad que conmovían profundamente a los fieles, ayudándolos a sentir el misterio de la Encarnación, la Pasión y la Donación a los hombres de su Hijo por todo un Dios. Pero la excelencia que Luisa buscaba tenía un precio.

Las discusiones con su marido eran cada vez más frecuentes; cualquier disculpa era buena para recriminar su comportamiento; unas veces por una razón y otras por la contraria. El resentimiento aún débil pero constante de Luis Antonio afligía a Luisa en demasía. Malos eran los tiempos. Él apenas conseguía encargos propios, teniendo que contribuir a los que su esposa creaba.

Por otra parte, la tensión que ella sentía tras los duros acontecimientos y el peso de la responsabilidad al saberse proveedora del peculio familiar estaban minando su natural resistencia. Y para colmo de males, un nuevo elemento, la insidia, se había introducido en la ya atenazada vida de esta mujer. Una aprendiza del taller, Trini, joven pero poco agraciada, sin el menor atisbo de talento, había descubierto la oportunidad que nunca habría podido soñar en el recelo que intuía en el esposo de Luisa. Comprendía su resentimiento, pues ella misma padecía de ese mal al no ser poseedora de ninguna de las cualidades de la gran escultora.

Los ojos saltones de mirada escrutadora, la nariz ancha, los labios finos y apretados, nada en Trini denotaba armonía; el talle escueto sobre espesas caderas, un cuerpo rotundo y sin gracia que ninguna elegancia proclamaba. Había acudido al taller pidiendo un puesto de trabajo, y en vez de aprender lo que desconocía, se amargaba cada vez que le indicaban sus deficiencias. Y ahí comenzó a pergeñar su taimada venganza. Hallándose Luis Antonio solo, acudía zalamera a su lado alabando aquello que él hiciera: la expresión de una imagen, la elección de las tonalidades o el escorzo de un cuerpo. La vanidad herida del esposo por la superioridad de Luisa cerraba el círculo.

Poco a poco, él encontró gusto en las palabras de aquella muchacha, que de por sí no le hubiera generado ningún interés. Si hubiera observado con detenimiento, se habría percatado de que bajo esa apariencia mansa y sometida bullía un orgullo contrariado. En realidad era mujer dura y fría, deseosa de alcanzar sin esfuerzo lo que a otros había de costar años de trabajo empeñado. Fuera porque no acertó a entender la verdadera naturaleza de ella o porque compartían similitudes, la escuchaba con deleite. Aprovechó entonces ella para destilar en los oídos de él alusiones veladas sobre Luisa, su arrogancia, sus años mozos ya lejanos y su falta de perspicacia al no reconocerlo a él como el paladín de las virtudes que era.

Acabaron intercambiando confidencias que la bribona recibía con aire afligido, mientras exultaba por dentro y estiraba un poco más la cuerda que enredaba a Luis y lo acercaba a ella. Cuando Luisa se encontraba a solas con su marido, se estrellaba contra un muro infranqueable de frialdad. Se sentía cada vez más sola, y en el taller comenzó a sufrir la insolencia de la trepadora aprendiza. Luisa, en parte porque creyó que se trataba de un asunto menor, y por otra parte por la falta de tiempo que la abrumaba, dejó pasar el incipiente descaro de Trini. Las sonrisas de suficiencia, las miradas aviesas y las respuestas deslenguadas se multiplicaron. Una tarde en que Trini había estropeado unos preciados pigmentos al mezclarlos distraída, la escultora le llamó la atención:

—Ve con más tiento, aplícate en la tarea si quieres llegar a dominar el oficio.

—Nada tengo que aprender —respondió impertinente la joven— de quien no sabe vivir la vida.

—Pero ¿qué dices, muchacha? ¿Has perdido el juicio? Mira que yo te di el trabajo porque sé de tu necesidad, mas no fuerces mi paciencia con tus desdenes de chica malcriada.

Comprendió la Trini que había ido demasiado lejos y que ponía en peligro su puesto y la oportunidad de llevar a cabo su plan. Calló mascando su futura venganza.

Francisca, hermana de Luisa, le aconsejaba cortar de raíz lo que significaba un mal ejemplo, sin atreverse a abrumarla con otra índole de sospechas que albergaba. Pero Luisa aducía la necesidad que Trini había del trabajo. Hasta que un día, volviendo de improviso, encontró a la avispada joven que, aprovechando las indicaciones que Luis Antonio le hacía sobre el estofado de una imagen, se contoneaba de forma provocativa, incitando al macho con los ojos, la boca y los movimientos del cuerpo, con los manejos propios de hembra que sabe logrará sus intenciones con la adulación interesada, porque no posee las cualidades físicas o del espíritu. Ahí comprendió Luisa las advertencias solícitas y discretas de su hermana.

—¿Qué haces, tunanta? ¿Así pagas el que te acogiera cuando bien lo necesitabas?

—Yo estoy aquí —respondió la lengua como un látigo— porque el maestro lo quiere. Él es el que manda.

Le había lanzado un reto dañino. Si cuestionaba la autoridad de su marido, malo; si no atajaba con claridad el atrevimiento, peor. Había tenido que aprender a controlar su temperamento vivo y pactar con las situaciones.

—Trini, eres de las que fingen que saben y disimulan que ignoran. Mi marido es maestro avisado, a quien se le han de alcanzar tus manejos. No creo sean convenientes para el buen nombre de este taller personas de poca industria y modos altaneros. Pero él habrá de decidir.

Ambas miraron a Luis Antonio, que optó por bajar los ojos y callar.

Ahí Luisa ordenó:

—Vete ya. ¡Y no vuelvas!

Boda del Rey con María Luisa de Orleans 1678

Tras la paz de Nimega, llegó de Madrid la feliz noticia de los esponsales del Rey con Luisa de Orleans. Según decían, era joven dama hermosa y de carácter festivo. Carlos II había recibido con alborozo la proposición; se lo veía ilusionado, y por un momento su entorno concibió la esperanza de una recuperación de su vigor. Era una victoria que se había obtenido gracias a la habilidad de varios personajes. Se consideró de sumo interés para el reino la boda con una princesa francesa, siendo que el astro sol se identificaba cada vez más con el rey de Francia.

Había sido nombrado para llevar a cabo esta importante misión el marqués de los Balbases, Pablo de Spínola, que junto con su mujer, Ana Colonna, y su hija, la duquesa de San Pedro de Galatino, movería en París los hilos que era menester. Se instalaron en el palacio de Nevers, de manera sobria, hasta que llegó su menaje procedente de Flandes y fue desembarcado en el puerto de Ruán. Cavilaba el buen marqués sobre la manera de hacer llegar su mensaje a la reina María Teresa, hermana de don Carlos, cuando recibió una invitación de dicha reina, pues «por acaso se encontraba en París y deseaba recibir al embajador del Rey Católico».

Se apresuró Balbases en acudir a la más que oportuna llamada y, ¡oh, casualidad!, en el séquito de la reina de Francia se hallaban sus sobrinas, la princesa Luisa de Orleans, acompañada de su hermana.

Comprobaron los españoles que la princesa era mujer de considerable atractivo. De su abuela Enriqueta de Francia había heredado el empaque sobresaliente; sus rasgos de notable armonía estaban enmarcados por un pelo negro y luciente; su ademán era amable y cortés con todos. Tenía aire de reina. El refinamiento, tanto en el vestir como en las maneras, aumentaba el encanto que poseía de forma natural. Los esponsales se celebraron el 31 de agosto en Fontainebleau. La novia causó sensación vestida de terciopelo violeta, con flores de lis bordadas en oro, el corpiño y el justillo recamados de pedrería. Las joyas eran deslumbrantes: la corona de oro y diamantes se adornaba con un globo terráqueo rematado por una cruz de brillantes.

Acompañada por el duque de Pastrana, embajador extraordinario para los esponsales, y numeroso séquito, entró la nueva reina en España por Irún, y se hizo la entrega en la fronteriza Isla de los Faisanes. En dicha isla se había celebrado el matrimonio de María Teresa con Luis XIV, unos años antes. La magnificencia con que fue organizada la ceremonia le dio fama imperecedera.

La Macarena

Todas las regiones celebraron con intensa alegría el acontecimiento, y Sevilla no podía ser menos: efímeros, desfiles y cabalgatas adornaron y recorrieron la ciudad. De nuevo los balcones se cubrieron de reposteros y estandartes; en una de las plazas se alzaba un arco que mostraba las distintas etapas del amor, a la vez que rondallas cantaban historias de felices pasiones y carrozas adornadas con esmeradas alegorías o que narraban consejas del querer entre los dioses del Olimpo destilaban un ambiente de dicha que ocultaba el oscuro porvenir.

Éste era el sentir de Luisa, a quien los sinsabores y profundas penas habían comenzado a socavar la salud de la mujer y la energía de la escultora. Adolecía de cansancio, de fatiga. Hubiera querido reposar, pero no se lo podía permitir; la subsistencia de su familia de ella dependía, y había de continuar luchando tanto cuanto fuera menester. Por estas razones, y para silenciar la congoja que la embargaba, se lanzó aún con más ahínco a un trabajo denodado y tenaz.

Decidió entonces que esa pena que le atenazaba el alma, la tortura de recordar esas caritas que ya no podría nunca acariciar, los interrogantes que la perseguían sin descanso iban a tener su catarsis. Tenía que realizar una obra que reflejara todo el dolor de una madre al perder a su hijo; una imagen que fuera una mujer transida de aflicción. Al mismo tiempo, deseaba que esa Virgen fuera símbolo de una esperanza que nunca se debería perder. La realización de esa obra sería su redención. La donaría a los monjes basilios, y lo haría en el mayor de los secretos, estrechando así los lazos con Nuestra Señora de la Esperanza en íntima y amorosa confidencia.

Trabajó con arrojo, con la pasión animando de vida pujante sus manos expertas; en silencio, concentrada y aprovechando las horas tardías, cuando la casa estaba en calma y podía aislarse en su taller. A veces sentía como si un soplo de inspiración dirigiera su mente, como si un espíritu trascendente transmitiera certeros impulsos a sus palmas vibrantes de emoción.

Cuando hubo terminado, el resultado se presentó frente a sus asombrados ojos: lo que comenzara como una quimera imposible se había hecho realidad. Ante sí tenía una bella mujer, con un rostro hermoso penetrado por el tormento de perder a un hijo, dolor que ella bien conocía; la actitud del cuerpo, firme y plena de dignidad, a pesar de ver sufrir martirio cruel a quien más quiere; y los brazos alzados al cielo en ardiente súplica de esperanza. Era tal el realismo y la fuerza expresiva de esa talla, que incitaba a llorar con Ella la pérdida de su Hijo.

Entró en la sala María de la Cruz, la sirvienta a quien tanto quería la Roldana, y al ver la emocionante talla, dos gruesos lagrimones se deslizaron por sus mejillas de ébano. Ella, que estaba ya a punto de ser madre y por tanto estaba muy sensible, sentía en carne propia la angustia de la Madre del cielo y la tragedia que había sufrido su señora. Se abrazaron las dos en íntima complicidad, y depositaron juntas su esperanza en manos de Ella.

Se despidió de la imagen con ardientes lágrimas, en una noche que aromaban los jazmines y en la que unos silenciosos monjes basilios se la llevaron en misterioso séquito.

Ella le otorgaría el aliento que necesitaba[23].

Hojas volantes 1679

Se oyeron unas salvas de artillería que procedían del «cerrillo»[24]. Apareció por los meandros del río un galeón cargado de noticias de Indias. Traían así los acontecimientos de esas tierras, y los hacían circular por España.

Recordaban también las disposiciones que Carlos II había tomado con anterioridad respecto a las universidades del Nuevo Mundo. Siguiendo la tradición de sus mayores, que habían fundado la primera universidad de América, la de Santo Tomás, en 1538 en Santo Domingo, concedía una Real Cédula por la que se otorgaba rango de ciudad universitaria a Guatemala. Gracias al impulso de esta cédula se fundaron numerosos colegios que procedían de la antigua Universidad de San Carlos. La proliferación de tantos centros del saber necesitaba de esclarecidos maestros.

Llegaba en esa nave el requerimiento de que mandaran peninsulares para las cátedras más importantes, queriendo así, como ya se venía haciendo en las famosas universidades de Lima y Nueva España, otorgar el conocimiento a los reinos del Nuevo Mundo. Esta ligazón, excepcional puente con Indias, estimulaba la vida cultural y artística de Sevilla, y daba origen a la propagación de las artes. En muchos de sus talleres se elaboraban pinturas excelsas que, trasladadas a Ultramar, originaron un estilo mestizo poseedor de encanto sin igual.

Luisa vivía en este clima de intercambio y riqueza de las artes, y continuaba buscando en sí misma la mejor técnica y aprendizaje para su trabajo.

Ahora que tenía taller propio podía aislarse del mundo e intentar sanar su desconsuelo mediante una creación entregada, que produjera aquello que aliviaba su pena, a la par que beneficiaba su economía. La pérdida de sus hijos había marcado profundamente su existencia. Ansiaba la permanencia, la continuidad. Se repetía sin cesar: «Necesito crear algo que no pueda morir».

Algunas veces la asaltaba en medio de la noche una idea, o una modificación de un escorzo o una expresión, y saltaba rauda de la cama con la ilusión de mejorar la obra en curso. Su padre, que la visitaba con frecuencia, había compartido el sufrimiento de su hija en el trance de la pérdida de los niños, y había también percibido el otro calvario por el que estaba pasando.

Sabía que Luisa, por orgullo, nada le diría, pero él palpaba la frialdad que se había instalado entre el matrimonio. Además, Francisca le había manifestado su preocupación por su hermana, a la que veía sumamente desdichada. Su labor como estofadora al lado de Luisa le hacía conocer de primera mano el infortunio de la escultora. Un día, ocupadas las dos en una talla, llegó Pedro Roldán, y al ver la imagen, le dijo:

—Hay que ver cómo se advierte la influencia de don Bartolomé —y ahí su rostro se ensombreció— en la anatomía, pero el movimiento del cuerpo y los pliegues de la espléndida túnica tuyos son, ¡y portentosos!

—Padre —respondió Francisca—, harto ha sido el empeño, mas el resultado ¿es satisfactorio? ¿En verdad así lo cree?

Un niño, Pedro, el hijo de Francisca, jugaba en un rincón con los útiles de escultura. Al oír a su abuelo había alzado la mirada, que cruzó con la de Luisa. Toda la curiosidad de un mundo por descubrir se reflejaba en los expresivos ojos del chico, clavados en los de su tía. Ésta, impresionada por la viveza del sobrino, permaneció unos instantes observándolo, pero el anuncio de su padre la sacó de su abstracción.

—Su semblante me dice que algún mal lo aqueja, ¿qué le ocurre, padre?

—Don Bartolomé no está bueno —respondió él—. Es menester que vayas a visitarlo. Conoces de su amistad y aprecio a tu persona.

—Así lo haré. Muchas fueron sus enseñanzas —añadió Luisa—, pero la más importante es que me conminó, y con dulzura extrema, a no dejarme vencer por la adversidad.

Duque de Medinaceli 1680

Entre tanto, los asuntos de los reinos se complicaban sobremanera; los caudales eran escasos, ya que la Flota de Tierra Firme no había logrado hacer su aportación, mientras que las rencillas y luchas por el poder en la corte iban originando un debilitamiento manifiesto del país. El duque de Medinaceli, sumiller de corps, había sido llamado para resolver la deficiente situación, y había sido nombrado primer ministro. Juan Francisco de la Cerda, que a la sazón contaba cuarenta y tres años, era hombre decidido y no dudó en imponer severas medidas que eran muy necesarias, pero que iban a resultar impopulares. Afortunadamente, en el Alcázar, el entendimiento de la pareja real permitía la esperanza de la llegada de un heredero que alejara los temores de una difícil sucesión.

La Reina vivía muy pendiente de su esposo y creaba con su natural disposición un ambiente de alegría en torno al Rey que era muy beneficioso a éste. No podía, sin embargo, dejar de añorar el refinamiento del palacio de Saint-Germain y los pulidos modales de su corte. La marquesa de Villiars, embajadora de Francia, la acompañaba en los momentos más difíciles, pero pronto supo entender el cariño sincero que nacía entre los jóvenes reyes.

Luisa de Orleans, mujer avisada y de rápido ingenio, tardaría sin embargo en amar a su país de adopción. Analizaba con perspicacia, pero sin sutileza ni generosidad, las diferencias de ambas sociedades. En una de esas tardes en que la embajadora acompañaba a la Reina, ésta le confesó:

—Los españoles difieren efectivamente de los franceses en carácter, ideas y costumbres. Para la vida de ceremonia extreman hasta lo desagradable el empaque orgulloso y la reservada tiesura; en lo familiar o doméstico se permiten desahogos y hasta rudezas que hacen incómoda la convivencia.

—Cierto es —contestó la Villiars— que la corte de España ignora refinamientos sociales que en la de Francia son ya normas consagradas por la civilidad y buena crianza; pero no gusta, en cambio, de la perfidia solapada ni del acecho de flaquezas ajenas para pasto cotidiano de burlonas crueldades.

—Percibo en este pueblo una generosidad, un entusiasmo por la vida que me demuestran, a veces de exageradas maneras, pero que muestra un afecto vibrante que me complace.

—El español —añadió la embajadora— suele vivir de espaldas al interés como no lo acucie la necesidad, absorto en la contemplación de sí mismo, y cuando no se hiere su vanidad ni se despierta su envidia, es muy capaz de afecto servicial, y aun del sacrificio abnegado.

—Sí, se me alcanza que el entendimiento del ser humano es harto laborioso, y a ello habré de aplicar mi afán. Pero acierto a vislumbrar que amaré éste mi reino, y seré amada por el pueblo.[25]

En uno de esos días de dicha se acercó Carlos II a los apartamentos de Luisa de Orleans y la encontró pintando una miniatura con firme pulso y mucha dedicación. Vestía de brocado gris bordado de plata, salpicado de perlas de impecable oriente; el corpiño ajustado acababa en unos lazos de seda coral, que anunciaban amplia saya de pesados pliegues. Las estrechas mangas se abrían como corolas de flores ofreciendo un espléndido encaje de tintes plateados. El escote dejaba ver su piel blanquísima, que resultaba aún más etérea al estar enmarcada por un pelo oscuro como la noche, que recogía un airón a un lado del alto cuello dejándolo luego resbalar sedoso sobre la plata de los ropajes.

Su ovalado rostro mostraba una expresión amable, y sus ojos revelaban la agudeza de su temperamento y la jovialidad de su carácter. La acompañaban sus damas, que al llegar el soberano hicieron ademán de retirarse, obedeciendo a una seña de la camarera mayor, la duquesa de Terranova, pero él las retuvo con un gesto, y pidió a la Reina que continuara su delicado trabajo.

—Me es grato admirar vuestro talento —le dijo con ternura—. De igual modo que mi bisabuelo se deleitaba con la pintura de Isabel de Valois, me recreo yo en vuestras miniaturas, que es arte laborioso y de ardua ejecución.

—Sentaos, señor. Bien está que mi ingenio se solace con la pintura, mas estando mi señor a mi lado, mi interés será atender su cuidado.

Mandó traer al instante unas tazas de chocolate, al que el Rey era tan aficionado. Cuando trajeron el humeante producto en una chocolatera de plata, su fragancia perfumó toda la estancia. La expresión del soberano se transformó en la de un niño goloso. Tras degustar su bebida favorita, retomaron la conversación.

Uno de los cortesanos alabó la precisión en la miniatura y la dificultad que su reproducción entrañaba para la vista, momento en que la Reina aprovechó para contar la noticia sorprendente que había traído el presidente del Consejo de Flandes.

—En la ciudad de Delft, un tratante de lanas, Antón van Leeuwenhoek, ha observado la manera en que una gota de agua descubre a la vista el complicado entramado de los tejidos. Parece ser que ha sido comunicado este hallazgo a la Royal Society, que ha manifestado la importancia que este descubrimiento puede tener para la salud de la entera humanidad. Siendo que si esta lente se pudiera aplicar al estudio del cuerpo humano, sería tal vez factible encontrar remedio a humores y alferecías[26].

—Es hecho singular —añadió otro de los cortesanos— que el acierto pertenezca a alguien que no tuvo una preparación científica, que le facilitara este resultado.

—Singular, sí. Proporcionará cura para muchas dolencias.

—Así lo quiera el Altísimo —sentenció el Rey.

Leyes de Indias

Entró la duquesa de Medinaceli en el despacho, y halló a su marido en profunda meditación.

—¿Qué os aflige? ¿Puedo yo aliviar vuestra preocupación?

—Pasad, señora. Nada nuevo en nuestro afán, vos ya conocéis el motivo de mi aflicción.

—De nuevo la Reina…, ¿no es así?

—Es harto difícil que comprenda que la situación está empeorando; que el almojarifazgo[27] no produce los emolumentos de antaño; que la Flota de Indias, al ser presa frecuente de corsarios y bribones, no aporta la riqueza necesaria; por tanto habría que restringir los gastos de la corte. Mas no quiere escuchar. Acabará por cansar al Rey.

—Pero —argüyó la duquesa— dicen que, hace unas semanas, el soberano la vio danzar a la española con tanta gracia que quedó prendado de ella.

—Sí, porque no es conocedor de sus caprichos y andanzas. Me informan a mí de todos los desatinos que ella concibe. Estos incitan habladurías que deterioran el buen nombre de la monarquía.

En ese momento un paje entró anunciando la llegada del hijo de ambos y del conde de Melgar, que venía de su gobierno de Milán. Saludó afectuosa la madre al marqués de Cogolludo y a Melgar, y se retiró consciente de los graves asuntos que habrían de tratar.

El encuentro entre padre e hijo fue afectuoso; este último no había visto a su padre desde hacía meses, pues el duque estaba ocupado en su importante encargo de primer ministro. El principal objetivo consistía en poner orden en las maltrechas arcas, y para ello tuvo que recortar presupuestos, rebajar sueldos y tomar decisiones que resultaron odiosas para muchos estamentos, que odiosas serían, pero absolutamente necesarias. El primero en tomar la palabra fue Melgar:

—Buenos auspicios os acompañen. ¡Ardua tarea habéis!

—Avisado estoy del desastre económico de estos reinos —respondió Medinaceli—, mas he colocado gentes de dilatada experiencia, que conozco se servirán de su industria y empeño para remediar nuestras desdichas.

—Cierto es. Carlos de Herrera en el Consejo de Indias y de Castilla ofrendó cumplido esfuerzo a sus tareas.

—Es mi deseo que en el presente dirija el Consejo de Hacienda. Bien sé de su afán. En este laborioso anhelo, lo acompañará José de Veitia, que cuenta con singular talento.

—Decidme —preguntó Melgar con interés—, ¿qué disposiciones habréis de tomar?

—Hemos de impulsar el comercio de Indias, lo que redundará en beneficio del tesoro, al tiempo que habremos de reforzar la defensa de dichos territorios. Tras la paz de Nimega, la tregua en los conflictos con Francia nos da su beneplácito para atender los asuntos de diaria incumbencia. He determinado también combatir los abusos que aprovechan a unos cuantos desaprensivos y perjudican al pueblo.

—Y a propósito de Ultramar, ¿es cierto que se pretende la recopilación de las Leyes de Indias? —preguntó Melgar.

—Informado estáis. Ya en tiempos de Isabel, la excelsa Reina tuvo cristiana preocupación por sus vasallos de allende los mares. Recordad la ofensa que sufrió la Reina cuando don Cristóbal arribó con unos indios en esclavitud: fue severamente castigado. Ahora se han reunido todas las Leyes de Indias compiladas a través de casi dos siglos en nueve libros que contienen doscientos dieciocho títulos, que albergan seis mil trescientos setenta y siete preceptos elaborados con el fin de obtener trato justo para los súbditos de aquellos territorios.

—Justo es que así se haga para contener la ambición de algunos, que destruyen el buen hacer de muchos. Y una vez resuelta la necesidad en los caudales, ¿favoreceréis las artes y las letras?

—Quien ha conocido Sevilla es menester que las proteja. Sería una lástima desaprovechar el ingenio que tanto honra nuestros reinos.

Una nueva vida

Luisa sintió renacer la esperanza. Se hallaba otra vez embarazada, y este ser que se movía en su vientre le renovaba una ilusión que creía perdida. La energía que experimentaba le hacía contemplar la vida de otra manera. Pensó también que la relación con su marido mejoraría. Cuando llegó el momento del nacimiento, Luis Antonio se llenó de contento porque Luisa dio a luz un fornido varón.

Mas sólo fueron unas semanas de tregua, pues en cuanto ella inició su trabajo en el taller, los celos de él comenzaron a recorrer el camino anterior. Al verlo mohíno, queriendo hacerle sentir cuánto lo necesitaba, le pidió:

—Has de acabar esta imagen de la Virgen del Carmen que esperan en Rute. Aguardan con impaciencia la llegada de su santa patrona.

—¿Qué empeño puedo yo tener en ello? En toda la ciudad dicen que toda la obra que de aquí sale es de tu autoría.

Sabía Luisa que esos comentarios ofendían a su marido, e intentó comprenderlo y suavizar su resentimiento.

—Nada se hace sin tu cuidado. Te imploro, Luis, ahora que el cielo nos ha concedido un ángel de carne y hueso y nuestras niñas crecen galanas, que hagamos un hogar de paz. Vamos a compartir un trabajo que a los dos nos agrada y beneficia. ¡Ven aquí, anda!

Y atrayéndolo con dulzura, lo besó suavemente. Él se dejó hacer, pero cuando Luisa le miró al rostro, estaba aún ensombrecido. Y entonces, ante su asombro, estalló él:

—¡Me quitas todo lo que tengo! Primero los hijos, por tu mal cuidado, y ahora también mi profesión.

—Pero ¡cálmate, pon concierto en tu razón! Te di mi amor, te di mi vida…

No la dejó acabar.

—¡Nada quiero que venga de ti!

Y se marchó sin volver la vista atrás.

Sevilla 1682

Entró en el taller de Luisa su padre, con la expresión de alguien a quien embarga la pena.

—He de daros las malas nuevas que aquí me condujeron.

—Padre, ¿qué sucede? No nos tenga en ascuas.

Con aire contrito comenzó:

—Acaba de morir un buen artista y mejor cristiano… Ha fallecido el maestro Murillo.

—¡Qué lástima, padre! Qué pena más grande. Aprendí tantas cosas en su taller… Siempre me agradó esa manera de pintar con tanto esmero a los humildes de Sevilla —sentenció, lastimosa, Luisa.

—Cierto es —corroboró Pedro—. Trataba la representación de las buenas gentes con ternura y dignidad, como si todo lo que viviera y respirara en su amada ciudad tuviera suma importancia.

—Sí —añadió Francisca—. Cada ser humano por él pintado irradiaba la condición de criatura del Padre.

—Llevaba a la pintura —concluyó Pedro— sus creencias de firme cristiano.

Acudió Luisa con sumo pesar al funeral por Bartolomé Murillo, su venerado mentor. Sevilla entera se había volcado para despedir y honrar a aquel que tanto había enaltecido a la ciudad con su talento.

De pie, sola, comenzó a llorar Luisa ante quien la había alentado en vida. Sollozaba con un llanto quedo y suave, pero doloroso y desgarrado por dentro. Lloraba su muerte, la de su maestro, pero también su propia muerte; la muerte de sus ilusiones, el estruendoso final de un amor y el ocaso de sus esperanzas.

Regresó a su casa cabizbaja y dolorida; sentía en su corazón un puño de hierro que lo agarrotaba e impedía la respiración.

Allí la estaba esperando su buena Carmen, que no había logrado alcanzarla a la salida de la iglesia. Se conocían desde niñas y compartían una complicidad afectuosa que crecía con las vicisitudes y los años.

—¡Qué alegría verte, Carmen!

—Cualquiera lo diría. Bien se ve que vienes de un funeral. Sé que apreciabas y admirabas a don Bartolomé, pero te siento mohína en demasía.

—Es eso… y más.

—¿Otra vez enredos con tu marido? ¿Es que ese hombre no te va a dar paz?

—Todo aquello que he intentado alcanzar, mi familia, mis hijos, ha huido de mi existencia. ¡Me siento a veces tan sola!

—Luisa, por Dios santo, tienes tres hijos vivos y ellos te necesitan. El hombre que te sorbió el seso ahora devora tu ánima. ¡Reacciona! No lo permitas. Tu fama como escultora aumenta día a día. Eres una luchadora, pon tu pensamiento en recrear la belleza que Sevilla te ofrece por doquier. ¡Arriba los corazones!

Continuaron la conversación, y Carmen intentó dar ánimos a aquella que siempre los había regalado a los demás, y a la que ahora no reconocía en su desesperación. Al cabo de unos momentos de desahogo, y sintiéndose Luisa consolada, le dijo que iba a retomar su trabajo, pues conocía que a menudo era buena medicina.

Cuando quedó a solas, puso toda su voluntad en seguir el consejo de su amiga, pero no tenía fuerzas, se encontraba vacía de la necesaria energía que requiere la escultura. Caviló entonces, que la reflexión es vital, más aún en la turbación, e intentó buscar una luz en el laberinto de sus penas.

«Mi vida ha sido dura —consideró—, luchando contra la muerte en la enfermedad de mis hijos; peleando por un amor que con horror veo desintegrarse, usado por la mezquindad; me afané en destacar en un trabajo digno que me permitiera sufragar las necesidades más perentorias, mías y de mi familia, y que, al mismo tiempo, aliviara mis ansias de belleza. Al no quejarme, al no contar a nadie este combate interno, había yo de parecer a la gente que me rodeaba mujer venturosa: un marido, hijos, un trabajo[28].

»No consideraban que cada ápice de esa vida había sido alcanzado con esfuerzo, habiendo de convivir con el resentimiento de aquel de quien hubiera debido recibir comprensión y ternura. Miraba a mi alrededor y veía a otros hombres, mi padre, sin ir más lejos, que seguían el mensaje de Cristo, compañera te doy y no sierva, y que en la dificultad se convertían en el brazo fuerte que ampara en las calamidades.

»Mi situación era diversa. Al avenirme alguna de las asechanzas propias del vivir, la narración de estas inquietudes se tornaba arma arrojadiza sobre mi carácter, actitudes y aptitudes, lo cual agravaba mis pesares. La parquedad en los caudales empeoraba la situación, produciendo discusiones en las que el gesto hosco, la mirada airada y las palabras violentas me causaban una inquietud sin límites, que impedía el descanso con el necesario sosiego. Mis noches estaban plagadas de pesadillas, y al despertar, la realidad me cortaba la respiración. Hube de asirme a la responsabilidad hacia mis hijos y la familia que había creado para ser capaz de continuar, pero sentía que la tarea era esforzada.

»Me encontraba así en un estado de desvarío que yo temía afectara al sereno desarrollo de mis hijos y su educación como seres cabales.

»Al llegar a esta conclusión, percibí la enorme fortuna de tener un padre que creía en la tolerancia, en el valor de la mujer. Al entrever lo que él llamaba mi talento me impulsó a desarrollar las capacidades que Dios había tenido a bien concederme, y mediante el trabajo esforzado, alabar al Señor y vivir como artista, como mujer, como persona completa. Mi madre, dulce y prudente, asentía complacida.

»Ya casada, una vez pasados los primeros años de pasión, presto comprendí que mi vida no sería fácil; me había desposado con un hombre vanidoso, más inclinado a parecer que al celo continuado; más interesado en la efímera belleza física que en la firme hermosura de los atributos del espíritu; más afín a prender el instante que a forjar sereno caminar en este mundo.

»Soy mujer, no tan moza, y tengo dos hijos, ¿qué puedo hacer?»

Con una energía que procedía de generaciones de supervivientes, se dijo:

«Trabajar y ocuparme de mi familia; intentar entender con todas mis fuerzas a Luis Antonio, que no perciba mi pena y ver de salvar lo que se anuncia perecedero».

El loro malhablado

No atravesaba la Reina una de sus mejores épocas en su relación, habitualmente tierna, con el Rey. El nuevo embajador de Francia, La Vauguyon, aliviaba la soledad de su compatriota, ayudado por la embajadora, que reparaba su fealdad con una considerable fortuna. En esas entrevistas acompañaban a Luisa de Orleans sus famosos loros y cotorras. A veces entretenía a sus huéspedes con música que interpretaba ella misma con sus damas. En los momentos felices, el Rey acostumbraba tocar el clavicordio, formando hermosos dúos. Una de esas tardes, bajo la vigilancia de la duquesa de Terranova, camarera mayor, iniciaron el concierto. El grupo, llamado Las Danzerías de la Reina, que constaba de violines, arpas y algún oboe, comenzó a afinar sus instrumentos antes de la llegada de los reales personajes. El maestro de baile aguardaba en un rincón, a la espera de los acontecimientos.

La Reina, acompañada de sus damas, hizo su entrada en el Salón de los Espejos, donde ese día se preparaba la función. Un gran cuadro de Rubens, La reconciliación de Jacob y Esaú, presidía la estancia, y se reflejaba infinitas veces en los espejos que repetían así mismo la titilante luz de cientos de candelas. Los grandes abanicos de plumas, que balanceaban los servidores, producían un rumor refrescante.

Una de las señoras comenzó a desgranar notas de un arpa que difundía en el aire su música acuática. Se unió la Reina a la melodía acompañándola con el sonido vivaz del clavicordio. Tras una interpretación pausada, dejó María Luisa la melodía en manos de violinistas y arpistas, y pidió ritmos de baile, alemandas y también las típicas españolas, como pavanas, jácaras y españoletas, una de las cuales bailó con suma gracia. La lenta cadencia fue tomando fuerza. Cotorras y papagayos, que habían permanecido apagados e inactivos hasta ese momento, comenzaron a mostrar interés en los alegres compases. Sus alas iniciaron un suave aleteo. Poco a poco, el movimiento se hizo más enérgico y medido a la canción; bailaban pasando de una pata a otra con perfecta armonía. Excitados, comenzaron a parlotear en absoluto guirigay, creando gran confusión. Esta se transformó en tumulto cuando empezaron a revolotear por la cámara, soltando palabras en francés, algunas de significado subido de tono. Ante la algarabía de las atolondradas aves, uno de los gentilhombres tomó uno de los abanicos e intentó apartar a uno de los loros, que se acercaba peligrosamente a la embajadora. Pero la acción del caballero tuvo el efecto opuesto.

Ya fuera de todo control, se lanzaron los pajarracos contra aquel que intentaba arruinar su diversión. Uno de ellos, un pequeño loro africano con un plumaje del más elegante gris del que asomaba una rutilante cola roja, con las alas desplegadas, hizo alarde de su extenso vocabulario y le espetó enfurecido: «Imbécile!»

La afrenta fue acogida con ira por el agraviado, sin discurrir que el humor habría sido mejor respuesta. Mandó un ataque en toda regla contra los combativos loros. Estos, viéndose en peligro y con la audacia que produce el temor, se lanzaron al combate. Entre los arañazos de sus potentes garras y los picotazos de sus acerados picos, iban ganando la batalla dejando a sus víctimas ensangrentadas y, sobre todo, encolerizadas por perder la partida en duelo tan extravagante. Corrían despavoridos los servidores, intentando ocultarse de las aladas furias, refugiándose en armarios y alacenas o tras puertas y pesados cortinajes.

La Reina fue llevada de inmediato a otra estancia. Si el elegante cortesano se ofendió por el breve insulto, ahora era una catarata de invectivas lo que había de soportar. Finalmente, tras ardua lucha, fueron reducidas las cotorras y encerradas en su jaula. El ofendido gentilhombre se aprestó a salir. Se detuvo en la puerta, miró hacia atrás y, entonces, el loro africano, desde la pajarera, mirándolo con fijeza, le soltó con decisión un sonoro «Cocu!» Y para que no hubiera dudas, repitió en español: «¡Cornudo!»

Eccehomo

La desbordante alegría producida por el nacimiento de su hijo Francisco, un mocito de fuerte constitución, fue cercenada dos años más tarde, en el funesto enero de 1683. Sus dos adoradas Fabiana y Luisa Andrea, aquellas que le insuflaran una razón de vivir, murieron con pocos días de distancia. El corazón de Luisa se partió en mil pedazos. Nada pudo hacer por retenerlas en el mundo de los vivos. Las tinieblas se abatieron sobre la casa de Luisa, que creyó perder la razón. El dolor era una pesada losa que la empujaba al mundo de los muertos y le impedía respirar, comer o dormir. Su cuerpo se debilitaba y su alma se hundía en una niebla espesa, que no le permitía ver la vida que continuaba a su alrededor.

Toda su familia siente una honda preocupación, pues la madre, enloquecida de aflicción, está embarazada. Pero un ángel vino a consolar a la atribulada mujer. Nace una niña, Rosa María, que será la dicha de Luisa.

Una vez más, un nuevo ser le infundirá ganas de vivir; y el trabajo la ayudará también a salir del marasmo en el que se encontraba.

Así mismo, un importante encargo de la catedral de Cádiz contribuye a sacarla de su letargo. La requieren para que realice un eccehomo. Labor difícil y singular, en la que había de hacer gala de un penetrante conocimiento de la anatomía, y, a la vez, de una sincera aflicción ante el sufrimiento de Cristo, y reflejarlo de tal manera que llevara a los fieles a la emoción auténtica.

Luisa vierte todo su punzante dolor en la talla. Produce un hombre torturado por el sufrimiento, la boca abierta que pugna por recibir el aire que sus pulmones ansian; la sangre que producen las espinas de la corona surca el rostro como siniestros riachuelos; los ojos intentan descubrir la eternidad para que acabe el tormento; el patetismo ahoga la figura. Pero para que no olvidemos quién es la víctima, una capa de rey, carmesí y oro, envuelve a Jesús[29].

Pedro Roldán se acercó con interés a ver el resultado.

—La expresión es de cierto sorprendente. Es un hombre joven que sufre agónica tortura: la mirada ya vencida, la faz emaciada y la boca entreabierta, buscando un hálito de vida. Produce en el ánima turbación y congoja. Es imponente; a la vez conmovedora y deslumbrante; enternecedora y pavorosa. ¡Es obra del talento!

La hija escuchaba complacida la opinión del padre. Ninguna otra le importaba más que aquélla.

El cabildo de Cádiz quedó maravillado ante el realismo y grandeza de la talla. Comenzaron a llover los encargos, y además de otro eccehomo que le encomendó el convento de San Francisco de Córdoba, le llegó un buen día una proposición de la catedral gaditana para que se trasladase a esa ciudad y así pudiera elaborar numerosas piezas del conjunto monumental Patriarcas y ángeles, que daría gloria al arte de la ciudad. Ella, que temía siempre no estar en situación de subvenir a las necesidades de su familia, consideró este ofrecimiento como una dádiva del Altísimo.

—¡Padre, ved que Nuestra Señora no me abandona! He recibido un requerimiento de Cádiz. Realizaré mi sueño. Crearé mis propias tallas. ¡Se acabaron las estrecheces y las penurias! —Y luego, como considerando algo de lo que no se había percatado, añadió—: Mas no sé si tendré el coraje de separarme de ustedes.

—Luisa, es mi intención recordarte que don Bartolomé te dio advertencia singular: tienes la fortuna de conocer tu vocación. Pocos son los que lo perciben con esa claridad. Eres poseedora de una pasión. Muchos morirán sin haberla conocido jamás. No te amilanes ante la dificultad. No lo olvides, hija.

—Sí, padre, lo tengo siempre presente. Para mí significa esta oportunidad la economía saneada de que hemos menester. Por otra parte, la pérdida de mis hijos, que tanto dolor me ha causado, me produce terrible ansia. Tal vez el clima de Cádiz, con su brisa marina, sea favorable a la salud de mis dos hijos. Creo que será bueno para Francisco José y Rosa María.

—Entonces, ¿qué te retiene?

—La fatiga que me produce dejarlos a usted y a madre.

—Has de pensar en ti y en tu familia. Alcanzada fama notoria en esta ciudad, es harto difícil que logres aumentarla, habida cuenta que los artistas de prestigio aquí son legión. Cádiz es villa próspera y el progreso es su futuro. Podrás descollar en tu trabajo. Tengo allí amigos que desearán darte amparo.

—Padre, he de reconocer que hay otra razón para mi cuidado. Estimo que la reacción de Luis será positiva, pero…

Y ahí dudó unos instantes. Pedro pensó que necesitaba confiarse a él, que tenía que compartir su tribulación con alguien, pero ella continuó:

—Temo sentirme sola sin vosotros.

A pesar de la sobria expresión de su hija, Pedro creyó comprender bien el temor de Luisa; sabía de las frecuentes desavenencias del matrimonio, e intuía que ella se podía sentir desprotegida sin la alentadora compañía de padres y hermanos.

—Hija, no dejes que nadie te corte las alas. Vuela tan alto como puedas.

Tras un abrazo a Pedro, se fue a comunicar la buena nueva a su marido. Corría más que caminaba, deseosa de participar su alegría al esposo, queriendo olvidar los recientes sinsabores y deseando ser feliz; pero cuando hubo narrado la proposición, la noticia no pareció complacerlo. Unas breves frases:

—Bien está. Pensaremos que ha de hacerse.

Y marchó envuelto en un silencio reprobador, como si Luisa fuera culpable de algún ignoto pecado.

Al día siguiente, estaba ella en el taller cuando llegó su marido, pues había de estofar y dorar el doliente Eccehomo. Su humor tenebroso se leía en su semblante, y antes de que Luisa pudiera comprender lo que se le avecinaba, él le espetó con rabia:

—Sólo sabes estar trabajando. No te ocupas de tu casa ni de tus hijos. ¡Quizá sea ésa la razón de tanta muerte, por falta de buen cuidado!

En ese instante, la daga de dolor que la torturaba sin piedad se hundió un poco más en su corazón. El pesar la dejó sin aliento y apenas pudo murmurar:

—Sabes bien que los cuatro niños que perdimos eran lo que yo más quería. Hubiera dado mi vida por la suya. Mas no puede este sufrimiento impedirme el trabajo. Hemos de él menester.