¡AY, EL AMOR!
(1671-1678)
Tras el episodio de la escultura del rey Fernando y su glorioso éxito, Pedro Roldán pidió a su hija que se incorporara al gran taller que tenía en la collación[14] de La Palma.
Corría el 1671 y de nuevo se consolidaba en los reinos la esperanza de prosperidad que había traído consigo la paz de Aquisgrán[15]. Ese mismo año fue de notable éxito para Luisa, pues comenzaba a difundirse por la ciudad el rumor de sus bondades artísticas.
Trabajaba en dicho taller un joven escultor, Luis Antonio de los Arcos, buena planta, hermosa la faz y labia certera para con las mujeres. Luisa quedó encandilada por sus gracias tanto físicas como, creía ella, espirituales. La estima, la admiración y el conocimiento que tenía Pedro Roldán del carácter de su hija habían hecho que intuyera desde el primer momento la impresión que este Luis Antonio había producido en Luisa. Y le disgustaba. Le disgustaba profundamente, pues consideraba a su hija una verdadera artista, dotada de un notable talento. Admiraba también su carácter decidido, pronto siempre a buscar soluciones a los problemas que a todos nos acechan; y gustaba de su alegría, esa alegría serena y profunda con la que contribuía a sustentar la cohesión de la numerosa familia. Mas observaba con pesadumbre la propensión a la vehemencia que aparecía de reciente en el ánimo de ella, tendencia que, unida a una cierta testarudez, podía nublar el habitual buen juicio de su hija.
Hombre inusual, se maravillaba ante su genio artístico y la consideraba un ser extraordinario, al cual precedería siempre Luis Antonio por el mero hecho de ser varón, pese a su personalidad banal, según estimaba el bueno de Pedro. Y esto lo irritaba sobremanera. Creía adivinar las dificultades que ella conocería si se ligaba de por vida a ese hombre débil, fútil y sin coraje, y además, y esto era, al entender de Pedro, pecado sin posible absolución, Luis era un mediocre en el terreno artístico.
Mientras los dos fueran jóvenes, los pocos años taparían las carencias del galán, pero cuando la vida fuera aportando sus sinsabores, necesitaría la pareja aquellas otras cualidades que sostienen el entramado de la familia.
Luisa poseía ese andamiaje de determinación, tenacidad y entereza que requieren los caminos de la existencia y sus tortuosos avatares. Creía también el padre que su hija estaba dotada para la reflexión y sabría encontrar en su espíritu inteligente el modo de plantar cara a la vida. Además ella poseía talento. Podía intuir que Dios había concedido a esa chiquilla un don especial. La había observado con delectación cuando se introducía en el pequeño taller junto a la casa para apoderarse de algunos trozos de madera, un cincel y pinturas. Su intuición había sido ampliamente confirmada.
El éxito de la escultura del rey Fernando no había sido un mero episodio: era la evidencia de una premonición tan clara como el sol de su esplendorosa ciudad.
Ella era artista, tenía en sus manos el poder de crear, dirigidas éstas por una cabeza templada, que sabía comunicarse con la realidad y entrar en el verdadero ser de las cosas de este mundo.
¿Y esa persona admirable miraba con dulzura a ese Luis anodino, que ostentaba sólo una bella fachada?
«¡No lo consentiré! —se dijo firme—. He de estar atento, y si Luisa sigue encandilada sin razón alguna, proveer para evitar el desastre».
Seguía acudiendo al trabajo con Murillo, y en ese momento se afanaba Luisa en la mezcla de unos pigmentos que el maestro le había descubierto en silencio, a la chita callando, como si entraran en un recinto secreto y misterioso. Le gustaba el trato de don Bartolomé. Creaba un ambiente de complicidad en el que ella se sentía única, donde los caminos del aprendizaje se le antojaban la aventura más intrépida a la que podía entregarse. Tenía que terminar los benditos colores que alegraban sus pupilas, pues habría de unirlos al inigualable brillo del oro.
Sus ojos mostraban la emoción, sus manos estaban prontas para iniciar el milagro de arrancar de la nada un personaje que había de conmover a quien lo observara. Se acercó Murillo y miró con interés el resultado de la labor de su pupila.
—Mucho es tu afán, Luisa, y así debe ser, porque el cuadro que tenemos aquí ha de inspirar profundos sentimientos.
En efecto, el boceto que había dibujado el maestro era una bella mujer con un aura divina, que se elevaba sobre las terrenas miserias en un revuelo de ligeros paños, ángeles infantiles y victoriosa sobre un dragoncillo con rostro de demonio.[16]
—Maestro, es ya para mí una gran satisfacción aprender al lado de vuestra merced. Os estoy agradecida, así mismo, por vuestra inclinación a mi persona y la paciencia que mostráis en la enseñanza.
—Luisa, para todo maestro es gratificante descubrir el talento. Ya te lo dije una vez; Dios te ha dado talento, no lo desaproveches. La pasión por el arte que te anima es un raro don. Te sostendrá en las épocas difíciles de la vida, que, por desgracia, no han de faltar.
—Enojoso es para mí pensar en tristes sucesos. La vida me parece ahora plena de retos extraordinarios.
—Luisa, me has de disculpar si trato un asunto que quizá no sea competencia del maestro, pero el afecto que a ti me une desde que eras una chiquilla a ello me obliga.
Luisa se puso alerta. Un cosquilleo desagradable recorrió su mente en unos segundos, advirtiéndole de que iba a oír algo que no deseaba escuchar.
—Mira, hija —prosiguió con dificultad don Bartolomé—, a un viejo, observador de la realidad cotidiana, no se le escapan algunas cosas. Percibo en ti una euforia que al principio atribuí al interés por aprender, propio de una mente despierta.
Ella intentó decir algo, afirmar que así era, pero él puso su mano con ternura sobre la de Luisa, pidiendo que le dejara continuar.
—He observado cómo Luis Antonio de los Arcos te ronda. He visto cómo te aguarda a la salida de este taller, escondido en la esquina, para intercambiar confidencias y robarte algún beso…
Ahí ella intervino:
—Maestro, somos jóvenes, el amor que nos une…
Esta vez fue él quien no la dejó acabar, y con autoridad siguió el hilo de su pensamiento:
—Luisa, te ruego que pienses lo que haces. Adornada estás de cualidades singulares. Puede ser tuyo un mundo que en el presente no lograrías abarcar. Da reposo a tus impulsos, da lugar a tu razón, no te precipites. Tengo en demasiada estima tu felicidad para no arriesgarme a tu enfado.
El fulgor de los ojos de Luisa probaba la intuición del maestro. Éste quedó apenado por la reacción de su alumna, pues comprobó en la mirada de ella la determinación que la animaba en todos sus actos. Tras unos saludos de cortesía, pero molesta por el cariz de la conversación, Luisa inició el retorno a casa.
Era un magnífico atardecer sevillano. La luz dorada se posaba sobre muros y jardines, ennobleciendo cada rincón. Árboles y toldos creaban densas sombras por donde se filtraban senderos de resplandor.
Andaba despacio, rumiando las palabras de aquel al que ella veneraba y que sin embargo le había demostrado no entender nada de la vida, del amor. Pasó delante del corral de comedias y el monasterio de la Encarnación, que tanto le gustaban, sin tan siquiera mirarlos. La embriaguez que ella sentía cada vez que las manos de Luis recorrían su piel, ese abandono, esa turbación eran vida palpitante. Una sonrisa asomó a sus labios cuando recordó cuán excitantes eran sus besos, la caricia en su rostro, sus dedos surcando sus cabellos. Tan ensimismada estaba, que se asustó cuando dos brazos potentes la empujaron hacia un pórtico. De seguido, sus besos comenzaron a cubrir su cara y sus labios, y un estremecimiento de placer recorrió todo su ser. Se abandonaba a esa pasión, que ella creía única y eterna.
—Te lo juro, Luis, ¡habrán de aceptar este amor!
La llama de la ilusión confería a Luisa una luz especial. Había acudido a trabajar al taller como acostumbraba. Pero su padre notó en ella ese algo indefinido que otorga el amor, o aquello que algunos creen ser amor, y no pudo reprimir una violenta sacudida interior de alarma y decepción. La miró a la vez con ternura y recelo. Ella, que no era una belleza, estaba hermosa, en plenitud. Sus ojos color de uva que ha sido acariciada con largueza por el sol brillaban con extraña intensidad; su porte erguido, los brazos bien torneados, la noble cabeza aureolada por cabellos castaños que el verano tamizaba de rubio; la nariz recta y proporcionada; la boca que anunciaba amor y el mentón decidido que finalizaba la armonía del rostro hacían de su persona una hembra placentera.
Lucía así mismo esa cadencia tan femenina de las mujeres del sur, acompañada de una gestualidad vivaz y una voz melodiosa que cautivaba a todo aquel a quien ella dirigiera su atención. Y entonces Pedro sintió el frío del miedo, miedo de que todas esas cualidades fueran a estrellarse contra quien no supiera ni tan siquiera reconocerlas. Y examinó con temor la tensión y la alarma que producen la aparición de los propios demonios interiores, aquello que conocemos y que no queremos admitir porque nuestro fuero interno cree no ser capaz de evitarlo, y si sucedido, mucho menos superarlo.
«¡Ah, qué difícil la vida! Tengo una hija excepcional, pero… ¿sabrá elegir al hombre que pueda estimar tantas virtudes, valorarla y respetarla, y darle una existencia al menos reposada y tranquila?»
En estas tristes cavilaciones estaba cuando su hija se dirigió a él:
—Padre, el retablo de Santa Ana que habéis finalizado es la obra más hermosa que de vuestras manos salió jamás. ¡Cómo me complacería participar en asunto de tanta enjundia!
—Luisa, tienes capacidad para eso y para más. El aprendizaje con maestros como Simón de Pineda y el gran Valdés Leal será fundamental en tu desarrollo. El genio y el saber hacer de Valdés han conseguido una pintura y un dorado del retablo sin parangón en una ciudad como la nuestra, donde el talento bulle en efervescencia artística.
—Bien agradecería —retomó Luisa— que pudieras poner tu industria en mi favor para los trabajos que has de recomenzar en el retablo mayor del Hospital de la Caridad. Las fiestas en honor de san Fernando han sido memorables por su emoción y fasto, pero ya es tiempo de volver al sereno trabajo cotidiano.
Un breve silencio se deslizó entre padre e hija, como si ambos custodiaran una conversación importante pero que requiriera toda la habilidad y delicadeza para entablarla. Eran dos asuntos totalmente diversos: el padre preocupado por el interés de la hija hacia quien no lo merecía; y Luisa ambicionando trabajos de mayor calado.
Fue Pedro quien rompió el fuego:
—Hija de mi corazón, durante muchos años he observado tu carácter, tu forma de ser afectuosa y, al mismo tiempo, firme. Posees una decisión y una tenacidad que te harán alcanzar metas que ahora quizá ni imaginas. Pero yo he vivido ya muchos años, y sé reconocer la calidad humana, más aún si es en mi propia hija. Tienes otra magnífica cualidad, la generosidad; pero siendo tan importante esta virtud en el desarrollo de la vida, esconde un peligro cierto: entregarla a quien no sepa reconocerla, y lo que es peor, admitirla. Se da el caso de personas que, ofendidas por un don que necesitan aceptar, no perdonan jamás ésta tu ofrenda. Puede resultar inconcebible para ti ahora, pero lo que te digo tan veraz como el día es.
—Padre, sé de su mucho conocimiento, pero no puedo comprender que existan personas que recelen de una bondad.
—Sí, harto difícil es de creer, mas el género humano conoce los extremos, el amor y el odio; la generosidad y la mezquindad, aunque a ti ahora no se te alcance. Dios te ha otorgado un don excepcional, el talento artístico. Mucho quisiera hacerte reflexionar, tú que capaz eres de hacerlo, sobre este regalo extraordinario. He visto cómo insuflabas vida y sangre en la inerte madera; he observado cómo bajo tus manos comenzaba a palpitar el ser que se escondía en el maleable barro, y luego, ha recibido expresión, color, luz y movimiento, como de manera magistral hiciste con la talla de san Fernando. Era todo un reto y tú supiste culminarlo.
—Padre, sé cuán importante en la vida es el trabajo que se realiza con vocación, mas soy moza y el amor ha inundado mi vida.
—Dices bien. Será esa pasión como una catástrofe. Has de ser consciente de las posibilidades que se abren ante ti, valora las prendas que he visto depositadas en tu persona y que tu madre y yo hemos incentivado mediante la educación y el aprendizaje. Te hemos visto crecer y madurar en la espléndida persona en que te has convertido.
En ese momento, Luisa intentó comenzar una frase, pero su padre, con un gesto de ternura le pidió proseguir sus consideraciones.
—No malgastes ese caudal de hermosuras. No poses tus ojos en quien, simplemente por ser varón, puede dominar tu personalidad y ensombrecerla con la mediocridad de la suya.
Luisa acertó a iniciar:
—Pero padre…
Mas fue interrumpida de nuevo:
—¡Hija de mi alma!, si me equivoco, perdóname. No me complace el interés que veo desarrollas hacia Luis Antonio.
—Padre, yo deseaba hablarle de cosas bien diversas, pero ya que lo menciona, buen momento será para discutirlo. Cierta es la inclinación que tengo hacia Luis Antonio, hombre cabal y de buenas hechuras.
El semblante de Pedro se iba oscureciendo, y en su fuero interno se iniciaba una batalla entre el deseo de no herir a su hija y el pavor que le producía constatar la ceguera que originaba el amor. Pero Luisa continuó:
—Yo estimo mi trabajo, y era mi intención que sobre él conversáramos, pero… ¡padre, hay otras cosas en la vida! Deseo conocer el amor, deseo una familia… ¡He sido tan feliz en la nuestra!
A lo que Pedro respondió:
—Para lograr esa armonía conyugal, es menester que la educación corra pareja con la generosidad, y que las cualidades de ambos por ambos sean reconocidas y estimadas.
—Creo que yo también podría realizar lo que madre y usted han logrado. Sí, creo que amo a Luis Antonio y él a mí, y tal vez podríamos pensar en un futuro cercano en formalizar nuestra relación. Padre, ¡deme su bendición!
Lo que Pedro barruntaba se había hecho cruel realidad. No era una simple infatuación; era algo mucho más serio, que podía gestar funestos resultados en la existencia de su amada hija. Muy en contra de lo que la prudencia aconsejaba, estalló el padre con una fuerte ira tintada de miedo, producido por la confirmación de sus peores sospechas.
—¡Nunca, nunca tendrás mi bendición para unirte a ese hombre mediocre! Piensa en tu vida, piensa en lo que puedes obtener de ella, trabajos de mérito, un hombre que pueda estimarte en lo que vales, y que sepa crecer contigo y dejarte volar cuando tu talento te lleve a lo alto. ¡Valórate!
—Padre, no lo entendéis. Estoy enamorada, lo quiero y habréis de aceptarlo.
—Eres tú la que no comprendes. Eres tú la que no conoce aún que la vida es muy larga, que el compañero ha de ser alguien que considere tu dignidad, alguien que sepa que tu riqueza radica en aquellas cualidades del espíritu que no se ven, pero que serán las que sustenten el difícil entramado de la existencia; que ser galana es pasajera condición. Eres tú quien no conoce que a la natural pasión de la juventud debe seguir la mutua estima, la recíproca comprensión y la ternura, que es sentimiento que lima toda aspereza y borra todo desencuentro. Y ninguna de estas virtudes adorna a Luis Antonio.
—Sois cruel en la descripción del hombre al que amo. No lo conocéis como yo lo conozco.
—Yerras una vez más —continuó el padre—. Me percato de que nunca gozará del renombre que tú puedes conseguir. Es hombre limitado que tomará como agravio tu superioridad. Sufre así mismo de accesos de melancolía de los que ni él mismo conoce el origen, y que pueden ser fuente de preocupación y desconcierto en vuestra vida en común. Y todo esto lo sé a través del trato con él durante estos años. Si te casas con él, labrarás tu desgracia. Hija mía, no he de consentir semejante tropelía.
Y temeroso de decir aquello que su hija nunca pudiera olvidar, se fue a aliviar su tribulación con el trabajo, dejando a Luisa sumida en el mayor desconcierto.
Estaba perpleja. Sabía que su padre era hombre clarividente, y que el aprecio y el amor que hacia ella había siempre mostrado eran profundos. Recordaba también los consejos que don Bartolomé le había expresado con tanto afecto. Pero, al mismo tiempo, pensaba que esta vez podían estar ambos equivocados; que él no había percibido en Luis Antonio las cualidades que ella había sabido descubrir; que el hombre ya mayor que no sentía la urgencia de la pasión no podía entender su éxtasis de amor; que ella conseguiría curar las tristezas que alguna vez aparecían en el espíritu de su novio, y que ella creía tenían origen en su acusada sensibilidad; que juntos lograrían una vida de continuados trabajos en serena armonía, y que ella alcanzaría la felicidad con Luis Antonio. La mujer enamorada tenía la certeza de que así sería.
¿Por qué sentía entonces esa vaga angustia cuando recordaba las palabras de su padre? ¿Por qué Murillo le había insistido en que demorara su decisión? ¿Por qué había quedado grabada en su retina la triste y preocupada expresión de Pedro?
Apartó con firmeza esas ideas y corrió al Patín de las Damas[17] a la vera del río, donde la esperaba Luis. La margen del Guadalquivir era un incesante ir y venir de gentes, a pie al borde de la ribera y a caballo en el paseo que bordeaba sus anchurosas aguas. La brisa perfumada de la tarde acariciaba su atribulado ánimo; las ramas de los arbustos refrescaban su encendido rostro en su carrera para llegar al lugar de la cita. Algún galán a caballo la observaba con interés, pero ella sólo ansiaba encontrarse con su amado. Al fin, bajo los rumorosos álamos plateados, se abrazaron con la viva pasión de los enamorados, tan propia de la juventud; el intenso perfume del azahar, tan voluptuoso y concupiscente, los envolvió en invisible velo mientras intercambiaban ardientes besos, y entre lágrimas de Luisa y suspiros de él, se dieron promesa de matrimonio. Pero necesitaban testigos de su compromiso, y para ello, había Luis de pedirla en casamiento, en su casa, aprovechando que los padres de ella estuvieran ausentes.
Esa noche Luisa sintió la necesidad de explayarse con su prima Carmen y hacerle esas confidencias que no se atrevía a hacer ni a su hermana Francisca, tan cómplice y tan tierna, por temor a que ésta dejara traslucir algo a su perspicaz progenitor. Carmen era su otro yo, su confidente, la tierna amiga de la infancia, clarividente con respecto a sus defectos, pero a la vez generosa y comprensiva; en resumen, el tesoro que todos ansiamos conservar. Su cuerpo menudo encerraba una energía sin límites que sólo los pequeños ojos negros delataban en toda su intensidad; la boca carnosa y la profunda mirada le daban un encanto no exento de malicia.
—¡Ay, Carmen!, qué goce y qué sufrimiento dan los amores. No hay quien lo entienda, chiquilla. Si supieras qué cálidos son sus besos… Siento como si nada en el mundo tuviera importancia cuando me tiene entre sus brazos.
—Luisa, mujer, no te reconozco. Tú siempre tan despierta y reflexiva. Escucha un poco a tu padre y entra en razón. El chico te gusta, a las claras se ve, pero si con él te desposas, piensa que es para toda la vida. Piénsalo bien.
—Carmencita de mi alma, no lo entiendes, ¿eres o no mi amiga?
—Claro como el sol es que mi amistad a ti me obliga, y por eso mismo te digo que has de pensar que tu padre te quiere más que a nada en el mundo, ¡ni dudarlo! ¿No será que algo de razón cumple darle?
—Ha de estar equivocado. Luis es el hombre de mi vida.
—Aguarda, mujer, y observa. Promete que aguardarás unos meses para tomar una decisión. Guárdate de la precipitación, corres el riesgo de errar el camino. ¡Por Dios y la Virgen te lo ruego! Parece que tienes fuego en el alma. Qué arrebato, niña.
—Pero, Carmen, ¿no te digo lo que hay? Que lo quiero, ¡ea!, que siento que mis sentidos todos se despiertan cuando él me besa… Mira, si el suave resbalar del agua por mis manos me produce tal placer, ¿cómo será la caricia ardiente del amado sobre mi piel en ansia? ¿Qué goces aún desconocidos me aguardan? ¿Qué placeres infinitos están aún escondidos en mi cuerpo de mujer?
—¡Calla, escandalosa! No parece el honesto proceder de muchacha decente. A veces tengo miedo de esa pasión que veo animarse en ti, como si surgiera de un recóndito ser que yo no conozco. Me asustas, Luisa, cuando se te pone la mirada de tormenta.
—He sido prudente y reflexiva, cierto es. Pero en el presente, me siento empujada por un aletear de vidas desconocidas, de pasiones por vivir y un mundo entero por descubrir. Te doy fe. Estoy cambiada.
—Luisa, por Dios bendito, serénate. Tú me has convencido para que a tu lado esté. Y aquí me tienes, en la labor que me es tan grata y para la que tienes tanto talento. Y que todo este alboroto no te haga abandonar tu trabajo.
—¡Eso jamás! —sentenció Luisa—. Es parte de mi vida.
Pasaron los meses, y como Luisa había prometido a su prima, aplazó una resolución que Luis la urgía a tomar.
Un buen día, apareció el alguacil mayor del Arzobispado, Juan Nieto se llamaba, a preguntarle si era cierto que había dado promesa de matrimonio a Luis. Fue ahí donde se enteraron Pedro y Teresa de que su hija, aprovechando la ausencia de ambos, había recibido unos días antes al ladino galán para formalizar dicha promesa. Había ocurrido el 15 de diciembre, y con Lorenzo de Ávila, respetado artista, como testigo. Ante la oposición de su padre, Luisa había decidido recurrir a esta estratagema para casarse con su amado. Tras llevarla a la presencia del juez Matías de los Reyes, éste determinó que Luisa fuera depositada en casa de Ávila para que pudieran desposarse los jóvenes. Las leyes defendían el derecho de los amantes.
Tamaño escándalo no podía sino afectar a toda la familia. La suerte estaba echada. Pedro ya no tenía capacidad para retenerla.
Cuando describieron a los entristecidos padres la boda de Luisa y cómo había trascurrido, el relato no hizo sino ahondar la herida producida por la decisión de su hija. El 18 de diciembre habían hecho ambos sus declaraciones de no haber contraído matrimonio previo, de haberse dado promesa de esponsales y que lo determinaban en plena libertad. Habían sido sus testigos Bartolomé Franco y Lorenzo de Ávila. Prosiguió su reseña Santiago Montoto, su amigo, ante el recrudecido dolor de Pedro, confirmando que el cura de la iglesia de San Marcos, don Juan Fernández Murillo, los había casado el 25 del mismo mes, en la colación de San Martín, siendo de nuevo testigos los antes citados y Tomás Díaz.
Una nueva vida se abría ante Luisa, una vida que parecía sonreírle. Se habían instalado en una casa pequeña, llena de luz, con un patio de naranjos y una rumorosa fuente en el centro. El maestro Bartolomé Murillo la animaba, cada vez con más convicción, a dejar crecer su talento, a sustentarse en su saber, a indagar y aprender, a conocer las innumerables novedades que surgían de los talleres, o la inspiración que originaban los tesoros de Indias. El buen maestro había aceptado con resignación los hechos, y se dolía con su amigo Pedro de que hubiera sucedido lo que ambos barruntaban y no habían sido capaces de evitar. Nada le reprochó sobre su súbita boda, ni volvió a darle consejos sobre su vida, pero con creciente urgencia, como si le faltara el tiempo, la animaba a ver, conocer y acumular conocimientos.
Mas Luisa estaba radiante. Su temperamento apasionado le permitía gozar de su vida matrimonial, y para completar su dicha, un venturoso día, la comadrona le confirmó que estaba encinta. La alegría de los dos fue inmensa. Ella sentía como si todo por lo que habría de luchar alcanzara un sentido más hondo, un motivo para su batallar diario.
—¡Un hijo! —se decían—. Seguirá nuestros pasos, recibirá nuestro taller, que, con el correr del tiempo, ten por seguro, Luis Antonio, será el más famoso de Sevilla —soñaba Luisa.
Así transcurrieron los meses, en la ilusión de tener a ese hijo que se movía en sus entrañas. Nunca fueron más tiernas las expresiones de las imágenes de Nuestra Señora y del Niño Jesús que salían de las manos de Luisa. El amor presidía su vida, y parecía ella colmada de felicidad.
Pero en su fuero interno echaba de menos la estimulante actividad junto a su padre; la importancia y la excelencia de los encargos que recibía el taller de Pedro; la euforizante sensación del reto; la noble ambición de superarse cada día mediante el trabajo bien hecho; en una palabra: crecer, crecer en su profesión.
Llegó el día del nacimiento, y por fin pudo Luisa tener entre sus brazos el cuerpecito frágil de una preciosa niña, a la que llamaron Luisa Andrea.
Como era de esperar, este pequeño ser fue el ángel mediador en la trifulca originada con la rocambolesca boda de sus padres. La hábil intervención de Teresa había hecho el resto. El retorno del joven matrimonio al redil generó en Pedro dos sentimientos contrapuestos: emoción por la hija tan amada y ahora recuperada, que aportaba también su contribución a la calidad del trabajo en el taller; y así mismo, resquemor por la obligada presencia de Luis Antonio, autor del desaguisado, y su mediocre capacidad.
Pero iniciaron una andadura que produciría obras tan importantes como el Cristo de la Exaltación. En este periodo, su padre comenzó a animar a Luisa a que produjera obras de su sola autoría, y así fue como creó los cuatro Ángeles pasionarios de la Hermandad de la Exaltación.
Dada la relación que existía entre Pedro y Valdés Leal, que databa de la época en que el último dirigía la Academia y Roldán era profesor de dibujo, conservaban una buena amistad. Llegó Valdés un día al taller para conocer estos ángeles, incitada su curiosidad por su propia hija, que era amiga de Luisa. La fiel tocaya había ponderado a su padre la pasión, viveza y movimiento de estas bellas tallas.
El maestro Valdés quedó anonadado: cada ángel tenía una postura muy diversa; el primero elevaba su mano izquierda en actitud misericordiosa, la pierna derecha avanzaba hacia delante surgiendo de una túnica de elegantes pliegues; el segundo, con aire pensativo, se tocaba con el índice de su mano derecha la frente e iniciaba el camino apoyado sobre su pierna izquierda; el tercero, en un admirable escorzo, abandonaba su ser mirando hacia el cielo, al Todopoderoso; el cuarto, reflexivo, mostraba una atenta quietud custodiando el tesoro que tenían encomendado. Los colores sutiles, en la gama de los verdes apagados, luminoso marfil y varias tonalidades de rojo, se fundían en una espléndida armonía de dibujos de oro; los pliegues se abrían con delicadeza ante la decidida apostura de los ángeles; y en sus alas vibraba un misterio del espíritu que provocaba la más sentida emoción.
—Luisa —comenzó Valdés—, debo admitir que estoy conmovido. He visto mucha pintura y conocido a muchos escultores. En la Academia he visto mucha dedicación, alguna vez el talento, y excepcionalmente el genio. Has de estudiar, trabajar y esforzarte. Tienes talento; quizás algún día alcances el genio.
Y se fue casi sin despedirse, lo cual no extrañó a padre e hija, pues Valdés era conocido por su carácter altanero. Pero sus palabras habían complacido a Pedro sobremanera. La idea que él había acariciado desde hacía mucho tiempo se confirmaba de nuevo. La aptitud que él había creído observar en su hija crecía año tras año. El orgullo de ver la continuación de su taller no sólo asegurada sino tal vez mejorada lo llenó de satisfacción. La preocupación por su hija malcasada disminuía al comprobar que, pasara lo que pasase, ella podría salir adelante. Sus otras hijas y su hijo eran cariñosos, buenos ayudantes en el taller y en su profesión; felices en sus matrimonios, pero ninguno de ellos poseía esa pasión, ese fuego interior que podía llevar a Luisa a metas muy altas, a hacer realidad sueños inalcanzables.
Pero esa misma calidad, esas cualidades únicas le iban a provocar sufrimientos desdichados, pues aquel que iba a estar más tiempo a su lado, por situación y por edad, su marido, no estaba capacitado para comprenderla, y, temía, valorarla.
Sintió de nuevo un intenso frío en el alma y un paralizante sentido de impotencia. Un cálido abrazo lo sacó de sus penosas reflexiones.
—Padre, ¡cuánto debo a su generosidad y cuidado! Quiero aprenderlo todo. Quiero conocer todas las técnicas, quiero conocer la obra de aquel que engrandeció a Sevilla con su genio, el gran Velázquez. ¡Basta de cháchara! Me apresto al trabajo.
Su padre había realizado para el paso del Cristo de la Exaltación los relieves del canasto. Los cuatro ángeles de las esquinas y los dos ladrones se decía por la villa que eran autoría de Luisa, a pesar de que estaban firmados por su marido. Se percibía que las imágenes estaban cargadas de extraordinaria fuerza y expresividad, ambas condiciones presentes en la mano de Luisa. De manera casi imperceptible, se fue instalando en el marido el resentimiento que instiló el veneno de la competencia profesional. El superior talento de su mujer se le antojaba cada vez más insolente. Luisa no percibía la tormenta que se formaba sobre su casa, ocupada como estaba en sacar adelante un trabajo que la apasionaba y del que necesitaba provecho económico. Una nueva decisión de su mujer excitó sobremanera el malestar de Luis Antonio.
Al poco tiempo de cosechar el éxito del famoso paso, Pedro Roldán propuso a su hija una obra de importancia: una Dolorosa encargada por la Hermandad de los Panaderos.
La escultora sorprendió a su padre, proponiéndole firmar ella misma su obra.
—Padre, ¿no cree que es ya dada la hora de que ponga mi nombre en mi trabajo?
—Hija, justo me parece, pero has de contemplar que a día de hoy no ha sido ésa la costumbre.
—En algún momento la costumbre se ha de mudar —respondió ella—. El señor don Cristóbal Colón mucho penó para cambiar los conocimientos de la mar; don Diego de Velázquez modificó la visión de la pintura; la señora Sofonisba fue sutil maestra de la reina Isabel, todos ellos nos dieron ejemplo de valor para realizar cambios esforzados. Menor afán será conseguir la equidad en el reconocimiento. Cierta será la hora en la que lo habitual de paso al mundo nuevo.
—Sí, sí, así es. Pero está en tu saber que en los talleres donde trabajan mujeres, firman sus obras los padres, hermanos o maridos.
—Algún día, esta injusticia habrá de terminar, padre.
Cuando Luisa refirió esta conversación a su marido, éste reaccionó con asombro ante el atrevimiento de su mujer. Estaba escandalizado. Su fuero interno se rebelaba ante la parcialidad de su suegro, la injusticia de la que se consideraba víctima. Todo el atávico sentimiento de la superioridad masculina se agolpaba en su corazón bombeando sangre a su mente, que no lograba razonar. No sabía él que mayores males le aguardaban.
—Mal asunto es ir contra la costumbre —dijo conteniendo su disgusto—. La mujer debe quedar siempre protegida de ajena curiosidad, tras su marido, en los muros de su hogar.
—Mi padre, que es hombre cabal —apuntó ella queriendo tranquilizarlo—, ha dado su consentimiento. Dice que nuestro taller ganará encargos al contar con dos artistas reconocidos. ¡Tú y yo, qué contento! Desearía que tú también dieras tu venia.
Comprendió él que era ya una batalla perdida, que el prestigio del suegro avalaba la determinación, y no supo o no pudo defender su criterio. Por esto mismo el resquemor comenzó a anidar en su corazón.
Otro acontecimiento vino a perturbar la quietud de Luis Antonio: Pedro decidió incorporar a su hija a la creación de un importante encargo.
Corría el año 1673 y Pedro Roldán estaba satisfecho por la ingente labor que había rematado para la iglesia de la Hermandad de la Santa Caridad. Ahora habían de retocar la policromía. Luisa había colaborado con su padre en la ejecución de alguna de las obras, sobre todo en los dos alados Ángeles lampareros[18].
Éstos estaban representados por dos hombres jóvenes y llenos de vitalidad que acababan de emprender el vuelo con el fin de ensalzar a su Señor, acompañándole para la eternidad con la luz de sus lámparas. En ambos, las piernas vigorosas en actitud ascendente; las alas desplegadas con intenso brío; el torso girado en su vuelo de gloria y los brazos sosteniendo con firmeza las luminosas lámparas confirmaron una vez más a Pedro el talento de su mejor ayudante, su hija.
En la jornada elegida para ir a visitar la Santa Caridad[19], la expectación de Luisa crecía por momentos cuando hacia allí se encaminaron. Finalmente se adentraron en el barrio del Arenal. Sabía ella que lo que iba a contemplar era la certera crónica del arte de Sevilla. Los grandes entre los excelsos de esa ciudad, aquellos que representaban el talento insigne bendecido por las musas y alimentado por el buen hacer habían producido una joya de las artes.
Respiró hondo, dispuesta a internarse del brazo de su padre en el sanctasanctórum del Barroco. Unos años atrás, en 1645, el maestro de obras de la ciudad y del Arzobispado, Sánchez Falconete, había erigido una nueva iglesia para la antigua Hermandad y Cofradía de la Santísima Caridad y Entierro de los Pobres, con capilla y hospital, llamada de San Jorge, sita en la Resolana del Guadalquivir. Manifestaba así sus fines e intenciones. Tras el permiso real para ocupar una nave de las Atarazanas, Sánchez Falconete había elevado el nuevo edificio dos metros con el propósito de evitar el problema recurrente de las inundaciones, a causa de la cercanía del río.
Al finalizar la construcción, y a impulso del mecenas y hermano mayor don Miguel de Mañara, se había iniciado la decoración de la iglesia, creada también para enviar un mensaje certero: frente a la «sola fides, sola scriptura» de los luteranos, «la fe sin obras nada vale» de los católicos. Era la fuerza creadora de la reacción católica, que, unida a la del mecenas y sus artistas, engendraría el más esplendoroso ejemplo del Barroco sevillano. Dos años más tarde se había obtenido de la Real Casa la utilización de otra nave para hospital de pobres y enfermos, según las pautas reveladas por el hermano mayor en su Discurso de la Verdad. La impaciencia de Luisa era evidente para su padre; apenas se detuvo en la contemplación de los Jeroglíficos de las postrimerías, la aterradora visión de Valdés Leal, y se lanzó al interior del templo para conocer el resultado del trabajo en equipo de los mejores de su época.
Lo que se reveló a los ojos de Luisa la dejó atónita:
Una bóveda de cañón conducía la vista hacia el refulgente retablo. Simón de Pineda había realizado su obra magna. En ese triunfo del banco inferior, las columnas salomónicas se elevaban en sinuosa espiral, el cuerpo principal y el ático se aunaban en armonía y vitalidad sin límites. El dorado y las pinturas se debían al arte del excelso Valdés.
Pedro Roldán había conseguido en las esculturas del entierro insuflar vida a la muerte. Acompañando al Cristo exangüe, los personajes que rodeaban el cuerpo torturado de Jesús llevaban a cabo una de las obras de misericordia, y expresaban sus sentimientos de profundo dolor, esperanza en el más allá o el lancinante esfuerzo de enterrar a quien se ama. Detrás de las magistrales tallas, un calvario completaba el acontecimiento que se deseaba escenificar: tres cruces, una de ellas ya vacía, abandonada por el cuerpo yaciente, y las dos restantes con los ladrones que pendían aún de sus brazos de leño.
San Jorge y san Roque, este último protector de los enfermos, custodiaban desde las hornacinas laterales el misterio de Cristo. En el vértice del ático, reinaba la Caridad, flanqueada por dos imágenes que representaban las otras dos virtudes teologales, la Fe y la Esperanza. El brillo del oro, la intensidad de los colores, la tensión poética entre los diferentes volúmenes y formas, el poderío de la profunda simbología hicieron tal mella en el espíritu de Luisa, que se sintió al borde del desvanecimiento. Había de ser muy evidente la emoción de su hija, pues Pedro preguntó solícito:
—Luisa, ¿estás bien? Parece que vayas a perder el sentido.
Se complacía en constatar el efecto que en la sensibilidad de su hija producían la conjunción de las diversas artes y el soplo de genio inconmensurable que todos y cada uno de ellos habían logrado plasmar en esa obra maestra. Conocía él también que ella había aguardado semanas enteras para ver colocadas todas las tallas que se elaboraron en el taller. Así mismo valoraba Luisa el empeño de su padre en el trabajo que había realizado; se sentía orgullosa de él, emocionada al haber podido participar en esa iglesia que ya reconocían como única.
Quedó absorta largo tiempo, deleitándose con las distintas figuras, cada una con su expresión, señeras y conmovedoras. Y de sopetón la emoción fue tan viva, que las lágrimas se agolparon en sus ojos. Miró el padre preocupado a su hija, y volvió a preguntarle si se encontraba bien.
—Padre, no sufráis desconcierto. Es la más pura felicidad lo que origina mi llanto. Lágrimas son de contento, de admiración, de exaltación… Y de supremo orgullo al contemplar vuestra creación.
Ya de retirada se arrodilló reverente Luisa ante el Cristo de la Caridad que había su padre tallado durante largos días en el taller familiar. Las indicaciones que al respecto le diera don Miguel de Mañara habían resultado decisivas: «Antes de entrar Cristo en la Pasión, hizo oración, y a mí me vino el pensamiento de que sería ésta la forma como estaba. Y así lo mandé hacer, porque así lo discurrí».
Tras la oración, los Roldán se detuvieron a gozar de las pinturas que Murillo había pergeñado para reforzar el mensaje de las obras de misericordia: Abraham y los tres ángeles, dar posada al peregrino; la Curación del paralítico, la asistencia a los enfermos; San Pedro liberado por el ángel, la excarcelación de los cautivos, y el Regreso del hijo pródigo, vestir al desnudo. Su antiguo profesor se había superado a sí mismo[20].
Ahora que Luisa había conocido lo que tanto ansiaba, podía detenerse en la mágica luz que se deslizaba por los dos amplios patios, separados por una galería porticada de esbeltas y numerosas columnas. En uno de ellos, la fuente octogonal era airosamente coronada por una escultura de la Caridad; la otra, por la Fe, a la vez que ambas escanciaban un murmullo de agua cantarina. Al salir contempló por último la fachada, reluciente en su blancura, sobre la que revoloteaba el brillante ocre de su frontón y sus volutas, que se encaramaban hasta el balcón flanqueado por unos azulejos blancos y azules que representaban a san Jorge y a Santiago, simbolizando ambos la lucha contra el mal. Remataban el conjunto tres escenas de las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.
La indisposición de Luisa durante la visita tenía un motivo: está otra vez embarazada y dará a luz un precioso niño, al que llamarán Fernando, en recuerdo del santo que a ella diera tanta fama.
El rotundo éxito por la espiritual y contundente belleza de las imágenes de la Santa Caridad consiguió para el taller una lluvia de encargos de suma importancia: el Misterio de la Hermandad de la Santa Mortaja; el Nazareno de Alcalá de Guadaira; el Niño Jesús del Hospital del Pozo Santo; el San Juan niño del convento de la Encarnación de Sevilla, y un sinfín de obras que muchos ya presumían de manos de Luisa. La satisfacción de Pedro iba en progresión al buen nombre de su hija. Por desgracia, también el resquemor de su marido iba en aumento a medida que crecía la fama de la esposa.
Llegó la Semana Santa, y tuvieron los Roldán la satisfacción de ver sus imágenes veneradas y reverenciadas por sus conciudadanos. La noche era suave y perfumada, como pueden ser las noches de la primavera sevillana. Las estrellas iniciaban su esplendente titilar, y la media luna destilaba su fría luz por las calles abarrotadas de fieles. Todos y cada uno habían contribuido con denuedo a que las calles fueran los espléndidos escenarios que requería el paso de las procesiones.
En el taller donde trabajaban, se producían entre marido y mujer roces que de momento eran menores:
—¿Qué te parece esta sombra en el manto? —preguntó.
—Nada singular hallo en esa imagen —contestó displicente.
Calló Luisa, pero una frase de su padre recorrió su mente como un relámpago, y un escalofrío la atravesó.
Tras dura jornada, marchó a casa con el ansia de ver a sus queridos niños. Había corrido apresurada por la impaciencia, y ahora le faltaba el resuello. Encontró a María de la Cruz, la fiel sirvienta, con expresión inquieta.
—¿Qué sucede, María?
—Fernando está inapetente y creo que le ha subido ahora la temperatura. Vea vuestra merced.
En efecto, el niño, acalorado y somnoliento, no daba las habituales señales de alegría al verla. Llamaron al médico, mientras ella acunaba a su bebé y le ponía paños fríos por todo el cuerpecito, intentando contener la fiebre. Nunca olvidaría Luisa aquel mes de julio de 1675. Se fue poco a poco apagando aquel niño adorado, cuando contaba sólo un año de vida. La pena fue muy honda, el vacío dejado por la criatura la atraía con insana obsesión. Pero estaba la dulce Luisa Andrea; tenía que esmerarse en cuidarla, que no sucediera nunca más aquel horror.
Las noticias que llegaban de la capital del reino no eran alentadoras. El Rey, débil y de precaria salud, era dominado por las diversas tendencias que agitaban la corte. La privanza de Valenzuela, que gozaba de la confianza de la regente, generaba muchos descontentos. Este caballero, que había servido al duque del Infantado, virrey de Sicilia, había adquirido notable influencia sobre Mariana de Austria, que le concedió el título de marqués de Villasierra y acabó nombrándolo para el Consejo de Indias. Tras una breve estancia como capitán general en Granada, volvía a la corte con renovado poder, siendo entonces designado primer ministro.
Crecía, alentada por la precaria situación, la indignación de Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV y la actriz María Calderón, hombre de fuerte carácter y muy dotado para ponerse de relieve. Ejercía el cargo de vicario general de la Corona de Aragón, con sede en Zaragoza, donde se preocupó de cimentar el poder político que tanto ambicionaba. El descontento general y el suyo propio acabaron incitando a la población, y marchó desde Aragón acompañado por diez grandes de Castilla y lo más granado de la aristocracia aragonesa. Era el fin del valido Valenzuela. El 23 de enero de 1677, don Juan José fue recibido en triunfo en Madrid, como el salvador de la Patria, acompañado por un ejército de quince mil hombres e importantes personalidades del reino. Avanzó hasta el palacio del Buen Retiro, donde Carlos II lo recibió con afecto en el Salón de Reinos, lugar de preferencia de los reyes para las ceremonias de relieve.
El Rey parecía cansado, apenas podía permanecer erguido; los cabellos rubios y los ojos azules no conseguían equilibrar la fealdad del rostro largo, de prominente mandíbula de pronunciado movimiento ascendente. El rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, duque titular de Borgoña y soberano de los Países Bajos no estaba en condiciones de soportar una larga audiencia.
Sin embargo, la estancia, grandiosa, donde se desarrollaba el encuentro mostraba a los visitantes la gloria del monarca a través de las victorias narradas en sus muros, gracias al talento de los más insignes pintores. Antonio de Pereda había realizado un lienzo, El socorro de Génova, en una extraordinaria composición en diagonal, donde aparecía en el centro el marqués de Santa Cruz; a la derecha los valientes capitanes de su ejército, y a la izquierda los soldados italianos con las picas alabardas en ristre. Se escenificaba un despliegue que mostraba la fuerza de los ejércitos de un país poderoso.
La defensa de Cádiz, de Francisco de Zurbarán, rememoraba de manera magistral el auxilio a dicha ciudad llevado a cabo con empeño generoso e inteligente eficacia por Fernando de Girón, que, a pesar de estar enfermo y ser de edad madura, desde su sillón comandaba con gesto vigoroso al teniente maestre de campo y experimentado soldado Diego Ruiz. Un paisaje inundado de luz describía la hermosa bahía atacada por abigarrada flota.
Mas el cuadro que atraía todas las miradas, llenándose las pupilas de asombro, era La rendición de Breda. Nunca un lienzo había reunido la victoria y la derrota, el honor y la nobleza, la gloria y el poder, la dignidad y la clemencia con semejante grandeza. Era, sí, una batalla lo que se narraba en esa escena, pero era mucho más que eso, era la superioridad moral de un vencedor, que haría escribir a Calderón de la Barca una frase para la eternidad que pondría en boca del victorioso Ambrosio de Spínola, dirigiéndose al jefe de las tropas holandesas, Justino de Nassau, del que recibe las llaves de Breda: «Justino, yo las recibo, / y conozco que valiente / sois, que el valor del vencido / hace famoso al que vence».
La diáfana atmósfera; el fornido bosque de picas a la derecha y reducido de alabardas de los adversarios; la expresión contenida o reverente, atenta o contrita de sus participantes; los sutiles tonos de rosas y azules, intensos ocres y sienas, brillantes blancos y escarlatas; los potentes escorzos de los caballos hacían de este lienzo una obra inigualable que ponía de relieve las mejores características del ser humano, y contribuía con el dominio de la pintura del genio a propagar la magnificencia de la monarquía, visión que distaba mucho de la realidad[21].
En la pared de poniente, los retratos ecuestres de Felipe III y Margarita de Austria, y en la oriental, los de Felipe IV e Isabel de Borbón contribuían, junto con una serie de diez cuadros de Zurbarán, Los trabajos de Hércules, a la estrategia de loor y ensalzamiento de la realeza y, por consiguiente, del gobierno.
El Rey parecía satisfecho de recibirlos en este salón, que representaba con tanta omnipotencia la gloria del soberano; mas su aspecto doliente y enfermizo contrastaba con tan magna pompa. Su piel tan blanca hacía resaltar sus ojos azules, enmarcados por un pelo rubísimo; sus maneras corteses le daban un aire de bondad que era auténtico. Sólo la larga nariz, que caía hacia el labio superior, y un mentón ascendente rompían el equilibrio de este rostro.
Alrededor de Carlos II se situaban el duque de Alba, presidente del Consejo de Italia; los duques de Osuna, Medina Sidonia, Arcos y Gandía, y los condes de Benavente y Monterrey, antiguos propietarios de una de las fincas que ahora formaban el parque del palacio, todos ellos partidarios del nuevo primer ministro. Del otro lado, el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, afectos a Mariana de Austria, no parecían compartir el entusiasmo por don Juan José. El conde se había enfrentado al ambicioso hermano del Rey, pero a su manera, astuta y prudente. Sin embargo, Medinaceli, a pesar de no ser afecto a la causa del nuevo ministro, fue nombrado por don Juan José presidente del Consejo de Indias.
Vestían ropas de importancia, como correspondía a corte excelsa; los señores, terciopelos de Utrecht o de Génova, jubones acuchillados[22] y calzas de seda, algunos usaban casaca de ante con piel en el cuello; un caballero lucía la cruz de Santiago bordada en rojo en la negra capa. Una dama, la duquesa de Medinaceli, destacaba por su elegancia, con un corpiño de un verdiazul extraordinario, color de gema preciada; la falda de seda de un vivo bermellón y el manto de damasco oro, rematado por escarapelas de seda rojo y oro. El ambiente era grandioso, y sus personajes habían cuidado el entramado de la propaganda con esmero. Don Juan José había también preparado su aparición con celo: chaleco carmesí adornado por cuello de fino encaje, calzón de terciopelo siena oscuro, medias de color de la tierra y escarpines de hebilla. Una banda de general le cruzaba el pecho.
El soberano mostraba sumo contento con su presencia, y lo nombró de inmediato primer ministro. Los comienzos de este gobierno crearon muchas esperanzas y sin duda las intenciones eran buenas, ya que una de las primeras providencias consistió en presentar al Rey un edicto que don Juan consideró imprescindible. Leído el documento, Carlos II interrogó a su ministro con la mirada:
—Es, majestad, una denuncia contra la falta de limpieza de los ministros, en el que se amenaza a los infractores con aplicarles el más ejemplar escarmiento. Habremos de crear, bajo vuestro discernimiento y autorización, una Junta de Comercio y otra de Moneda. La inflación creciente y el sistema monetario desastroso empujan a estos reinos a una situación desesperada que habremos de remediar con nuestro mejor afán.
—Contáis con nuestra confianza y afecto. Remediad pues las dificultades —repuso fatigado el Rey.
Poco duró el entusiasmo y vigor del flamante don Juan, que se vio rodeado de ambiente hostil, al no haber conseguido colmar las expectativas en él depositadas. Unas fiebres acabaron con su salud, y moría en septiembre de 1679 siendo despedido por copla cruel:
Cuando se vio solitario fue del pueblo amante tierno pero en tomando gobierno hizo todo lo contrario. |
El recuerdo de Fernandito estaba siempre presente, pero los nacimientos de Fabiana dos años después y de María Josefa en 1677 llenaban su tiempo. La jornada había sido activa, de alegría y contento, compartiendo risas y juegos con sus hijas. Temprano, a la mañana siguiente, Luisa despertó con prontitud, disfrutando con la anticipación de tomar a su dulce hija en brazos. La alcoba estaba silenciosa en esas primeras horas de la amanecida. Se aproximó gozosa a darle el alimento, y con una intuición de algo funesto, encontró a su niña quieta, a su delicada María Josefa, inerte.
La tomó en sus brazos, alcanzó a ver el color ceniciento, los ojos entreabiertos y el pulso débil. El corazón de la madre comenzó a galopar intentando huir del pavor, del espanto de volver a sufrir la pena que ya la había torturado en ocasión anterior. Había creído enloquecer de dolor al perder a su primer hijo, a su adorado Fernando, hacía tan sólo tres años, y se encontraba de nuevo en los preliminares de una situación dolorosamente conocida. Comenzó a susurrar a su hija como si ésta pudiera oírla:
—Hija de mi vida, ¿qué tienes?
Y de repente, gritando:
—¡Favor, ayuda! ¡Luis, ve a por el médico! ¡Ve a por él! Estoy aterrada. Dios mío, otra vez no, no… Dios mío, no me aflijas de nuevo con la misma pena.
El marido acudió a los lamentos desgarradores de la madre, y quedó demudado cuando vio a la niña, que apenas respiraba. Él parecía no poder reaccionar y Luisa hubo de gritarle:
—¡Luis, venga, por Dios! Deprisa, ve. ¡Se nos muere!