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SAN FERNANDO
(abril 1670 - mayo 1671)

Corría el año 1670, y la población se preparaba para una de sus fechas más importantes, la conmemoración de la Pasión del Señor. Luisa y Carmen, su prima, se acercaron a contemplar diversos lugares de la catedral, que era siempre enseñanza y fuente de inspiración para los artistas hispalenses. Esta sede era uno de los lugares más animados de la ciudad. En su entorno, en las mismas gradas exteriores, se confundían hombres de leyes que aconsejaban a sus defendidos, ciegos que cantaban sus romances de amores y aventuras, vendedores de todo tipo y condición, pícaros en busca de caudales fáciles, y lindas muchachas que tan sólo deseaban encontrar marido. Alguna dama de alcurnia pasaba veloz acompañada de su dueña, retornando al hogar tras la misa matinal.

El bullicio y la alegría que reinaban en los peldaños y en las plazas adyacentes habían inspirado a uno de los más insignes escritores, don Miguel de Cervantes, su divertida novela Rinconete y Cortadillo, que narraba con especial énfasis las aventuras y desventuras de aquellos que osaban acercarse a ese lugar sin estar bien avisados. Las dos jóvenes se vieron asediadas por extraños personajes: uno les ofrecía un filtro para encandilar a amores imposibles; otro, un perfume venido de exóticas tierras, rutilantes sedas, abalorios varios; por último, un charlatán les brindaba conseja de buena ley.

Consiguieron traspasar la multitud y entraron en la inmensidad de la iglesia, y, tras efectuar la genuflexión de respeto, quedaron una vez más embobadas por el palmeral que, en su fuga hacia el techo, formaban las treinta y seis columnas de las naves. Se dirigieron a la capilla de San Pedro, donde Luisa deseaba volver a estudiar los hermosísimos cuadros que Zurbarán y sus discípulos habían elaborado sobre la vida del primer papa. Le entusiasmaban los fulgurantes blancos que empleaba el maestro, la serena belleza de la Inmaculada que se elevaba hacia el cielo en un revuelo de esplendores, y sentía predilección por aquel santo tan humano que lloraba su arrepentimiento con lágrimas de sentida contrición.

Encomendóse a él y atravesaron la grandiosa nave porque Luisa quería ver de nuevo la capilla de Scalas, con su retablo renacentista, un triunfo del talento que labró sus mármoles y jaspes. Tomó la escultora sus apuntes, redactó sus notas, y cuando hubo acabado, se dirigieron a la entrada, admirándolo todo. Al salir, el aroma del azahar, tan penetrante, tan característico de su ciudad, las envolvió en un manto de perfume sensual, y Luisa aspiró con fruición aquel regalo de la naturaleza. A su lado, Carmencita dio un respingo:

—¡Luisa, hija! Que un hombre nos lleva siguiendo desde que entramos en la iglesia…

—Qué cosas dices, prima. ¿Para qué iba a perder el tiempo yendo detrás de nosotras?

—¡Míralo, míralo! ¿No es Luis Antonio, del taller de tu padre?

—Vamos, vamos, novelera. Que eres una novelera. Al trabajo, que eso es real y no de libro de caballerías.

Y zanjando así la cuestión, regresaron a casa.

Escondido en un portal, el muchacho seguía en la distancia a su amada. No había conseguido ésta librarse de la compañía de su prima, como a él le había prometido, y no habían podido encontrarse a solas. Por la noche, a la luz de un candil, escribió sus frases de amor.

A la mañana siguiente, ordenando sus útiles para ponerse al trabajo, Luisa halló la nota. Era de Luis Antonio. Le confesaba su anhelo de verla, su amor sincero y todo un torrente de bellas palabras que hicieron palpitar su corazón más deprisa.

—¿Qué lees, hija? —preguntó Roldán—. Parece interesarte mucho.

—Sí, padre. Son anotaciones mías, de pigmentos y mezclas que deseo experimentar. —Y añadió—: No se lo muestro. Prefiero que cuando ya lo consiga, sea una sorpresa para usted.

«¿Por qué he mentido?», se preguntó.

Había sido una reacción instintiva. Dudaba de que a su padre fuera a complacerle el atrevimiento de Luis Antonio.

¿Qué podía hacer?

Jueves Santo

El Jueves Santo hizo honor a la tradición. Relucía más que el sol, y con ese amable clima, se acercaron a la Hermandad del Prendimiento para hacer la visita a este paso, que narraba con extremo realismo el dolor de la Virgen. Allí estaba la imagen, iluminada por el fulgor de cientos de velas blancas que se alzaban como fervientes plegarias de los fieles consumidos por el fuego del amor; nubes de albas flores rodeaban a la Virgen, envolviéndola en el aroma de la aflicción compartida. Vestida estaba María por magnífico manto y capa negros como el sufrimiento, pero bordados de oro como símbolo de resurrección. El rostro de Nuestra Señora mostraba los ojos bajos por la pena y la mirada perdida en el infinito de la divinidad, padeciendo, pero comprendiendo y aceptando. Era una visión celestial, emocionante, hecha del talento artístico y el sentimiento humano ante el dolor del Salvador y de su Madre.

Pensaba Luisa que era apasionante poder expresar el dolor o el gozo en las imágenes salidas de sus manos de artista; tener a su alcance transmitir una emoción que diera vibrante pálpito a seres cuyas vidas no abandonarían jamás la rutina. En la noche brillaba la luz de mil candelas; la oración de los peregrinos era un murmullo que acompañaba a Cristo en emocionada comitiva.

Sevilla entera celebraba desde el año 1521 la piadosa tradición del vía crucis a la Cruz del Campo que los sevillanos se encargaban de rememorar con esa simbiosis de gozo y compasión que es una de sus características[9].

Canonización

Sevilla estaba conmocionada. Años atrás, en 1668, Fernando III, el gran rey, había sido beatificado. Hoy, 3 de marzo de 1671, había llegado la noticia de su canonización. Además de ser una fiesta de alto contenido religioso, también entrañaba significado político, ya que se glorificaba a un antepasado de Carlos II, por tanto, a la monarquía. Todas las ciudades de España se aprestaron a preparar dignamente el acontecimiento. Pero Sevilla, con gran tradición de efímeros[10] y otras festividades, tenía razones sobradas para echar la casa por la ventana. Era «su santo», aquel que les había librado de la opresión.

«¡¡Santo el rey Fernando!!», repetían unos a otros en calles y plazas. El natural bullicio de Sevilla, la animación y el dinamismo que se concentraban en torno a la Torre del Oro en los días de arribo de las naves de Indias, se desparramaba ahora por toda la ciudad en alborozado griterío. Las mujeres elegían sus mejores galas para salir a la calle a celebrar la fastuosa noticia. Esta había llegado por la mañana, mientras el cabildo eclesiástico deliberaba asuntos de la comunidad. Al recibirla, suspendieron la reunión para poder comunicar a las expectantes gentes de Sevilla la extraordinaria nueva, y antes que a nadie, al regidor y su cabildo. Don Ambrosio Ignacio de Spínola, entusiasmado, tuvo la idea de encargar una escultura del nuevo santo.

—¿Quién creéis —preguntó a sus consejeros— podría crear la imagen más significativa, llena de vigor y santidad, que representara con magnificencia a Fernando III, ahora ya el Santo?

—El taller de Pedro Roldán ha producido obras de gran simbolismo y valor artístico —inició uno de los canónigos—. Sería menester conversar con él, y ver de encomendarle el encargo.

—¡Sea! —contestó don Ambrosio—. Id a su taller y demandadle el máximo cuidado en la elaboración de dicha talla. ¡Ha de ser única! Haced también que repiquen todas las campanas de la ciudad y que comuniquen la festiva alegría que nos embarga a toda la comarca. Organicemos, por último, una magna procesión que reúna a toda la buena gente de esta villa.

Así se hizo. Desfiló por toda la capital una majestuosa comitiva presidida por el prelado, a quien seguían los ministros de las respectivas iglesias portando las cruces de sus parroquias; los prebendados revestidos de pluviales de restallante blancura; y a continuación el cabildo seglar con su brillante séquito de ministros de vara y maceros, precedidos todos por sonoros clarines. Las niñas, ataviadas con trajes de fiesta, llevaban cestos repletos de pétalos de fragantes rosas que, derramados al paso de la procesión, formaban esplendorosa alfombra en todos los tonos de rojo.

Si Sevilla es ya de por sí una hermosura, aquella mañana todo se había conjugado para hacer la celebración inolvidable. Las esencias de las flores y el azahar; el cuidado cortejo, con sus vestimentas de ricas sedas; los alguaciles y maceros, con sus penachos de plumas; el pueblo hispalense, que había seleccionado primorosas galas para la ocasión; la vibrante música de tambores, trompetas y campanas; y un sol luciente que acompañaba radioso el solemne día. Las gentes más variadas habían decidido participar en el desfile sacro; y estaban también los Roldán, padre e hija, disfrutando de la gloria merecida que la obra que había de salir de su taller les proporcionaría…

La imagen

—¡Luisa, hija, ven presta! El cabildo ha rechazado la escultura que nos encargaron. Reclaman que no es expresiva, que sus facciones no reflejan el alma y la energía de nuestro santo. No quiero ni pensar en lo que puede suceder si se conoce la noticia. ¡Qué descrédito! Hija, me voy a reposar, que bien necesitado estoy de sosiego. ¿Podrías estudiar la talla, por si se te alcanza la manera de mudar su expresión?

Sabía muy bien Luisa que podía ésta resultar una situación peligrosa. Un encargo de la Catedral significaba honor y prestigio, y más aún si la ocasión era la canonización del rey Fernando. El rechazo era un desastre. Había que frenar el efecto de contagio, una reacción en cadena que, una vez conocida, haría que la ciudad perdiera el interés por las obras de su taller.

Al día siguiente, Luisa pidió a su padre que le trajera la imagen a casa. Durante toda la jornada trabajó ella en la pequeña estancia junto al patio. El aroma del azahar, el zumbido de las abejas buscando el espliego y el murmullo de la fuente entraban a oleadas por las ventanas, provocando en la escultora intensas emociones de euforia que estimulaban su imaginación. Se encontraba Luisa en una efervescencia creativa que no le daba pausa alguna, haciéndole trabajar como si la salvación del mundo dependiera de esa escultura, como si san Fernando con su poder fuera capaz de, una vez encarnado, aplacar una furia desconocida pero temible.

Se retiró a descansar con el alba y, unas horas después, continuó su agitada tarea. Había cambiado la posición de las piernas de la talla, pues estimaba que como las tenía mostraban un aire rígido y poco real. Pero donde puso toda la intensidad de su afán y la inspiración de su talento fue en la expresión del rostro del santo. El Rey tenía el gesto inmóvil e inexpresivo, todo lo contrario de lo que hubo de ser aquel monarca decidido. Retocaba aquí y allá con el cincel; un toque de gris en la coraza; una filigrana más intrincada en el oro de ésta… El resultado del serio empeño era notable.

Cuando Pedro entró en la sala, su gesto de asombro hizo reír a Luisa:

—Padre, parece que ha visto un alma en pena. ¡Dígame algo, que me tiene en ascuas!

—Hija —comenzó con parsimonia Roldán—, no puedo dar crédito. Has cambiado el ademán de san Fernando. Parece vivo y pronto a defender Sevilla. Esforzado trabajo el que has realizado.

En efecto, la madera, animada por las manos de la escultora, había cobrado auténtica vida y mostraba ahora la determinada faz y la firme postura del Rey: plantado en la tierra, la pierna derecha avanza con decisión y el torso acompaña el movimiento; el brazo izquierdo alza el cetro del poder y la mano derecha sostiene con fuerza la espada. Parece dispuesto a comenzar la conquista de Sevilla. Pero lo que de verdad resultaba singular era la cara: la ancha frente anuncia inteligencia; los ojos elevados hacia el cielo, como pidiendo el favor del Altísimo; las mejillas hundidas por penalidades pasadas en guerras y tribulaciones, y la mandíbula firme, muestran el recio carácter del personaje.

—¿Cómo has conseguido esta mudanza singular? —preguntó el padre.

—No ha sido muy difícil. Comencé por serrar las piernas que ostentaba y esculpí unas nuevas para dotarlas de movimiento y necesaria veracidad. Así mismo hice con la cabeza, e imaginé un rostro henchido de la voluntad de acatar los designios del Altísimo. No sé si he plasmado con acierto lo que la industria de mi mente tomó por bueno.

—¡Es excelente! Mandémosla presto. No demoremos su entrega. Que vean lo que puede el taller más cumplido de Sevilla.

Varios miembros del cabildo aguardaban la anunciada llegada de la efigie de san Fernando. No se mostraban muy entusiasmados, ya que la anterior talla de Pedro Roldán en nada los había complacido. Cuando el escultor descubrió con lentitud la imagen, aparecieron primero las piernas, decididas y bien torneadas; luego el torso en avanzado ademán, y por último, la expresiva faz de Fernando III[11].

Una admirativa alabanza, y muy sincera, saludó el fin de la operación. Fue de inmediato admitida con la anuencia de todos los componentes del cabildo, y pagada con largueza. Era un triunfo difícil. Era obra de Luisa.

Día de fiesta

Amaneció Sevilla con la música incesante de sus campanas; unas se entrelazaban con las otras en invisibles guirnaldas, que transmitían por el aire las notas ora delicadas, ora fuertes y decididas. La buena gente se echó a la calle, inspirada por el fervor hacia el nuevo santo y la expectación animosa de un día de asueto.

El centro de la ciudad se había transformado por obra y gracia del ingenio de los artistas sevillanos en un gran teatro de múltiples escenarios. Simón de Pineda, Valdés Leal, Pedro Roldán y Bartolomé Murillo crearon marcos efímeros que narraban en alegorías y símbolos las gestas del Rey y la profunda devoción mariana que san Fernando introdujera en Sevilla, tras la toma de la ciudad. Cada institución, cada convento, en cada esquina se alzaba un altar, un efímero o una escultura perecedera levantada para la ocasión.

Dos de estos efímeros causaban admiración y sorpresa entre los espectadores. El primero era obra de Simón de Pineda y Valdés Leal: El triunfo de san Fernando, se llamaba, y reproducía un majestuoso arco sostenido por dos grandiosas columnas que se enroscaban hacia la cúpula, en un revuelo de oros y carmesí; rodeaban a su vez una vasta nave de iglesia que custodiaba un tabernáculo cincelado con el arte exquisito del que hacían gala los orfebres de aquella tierra.

El segundo, Visión de san Fernando, era la feliz creación de Murillo. Una capilla se alzaba a las alturas, desde donde una luz irisada se filtraba por las ventanas que se abrían bajo su cimborrio[12]. Un retablo de altos pináculos y pinturas de colores vibrantes referían el sueño que tuvo el Rey, y que le inspiró la estrategia, se decía, con la que habría de vencer al enemigo.

Desde las Sierpes, recorrió el cortejo de la plaza de san Francisco, las calles de Génova y las gradas, llegando por fin a la catedral, donde, en el centro de la capilla, se hallaba una imagen del santo Rey. Se trataba de la escultura que Luisa produjera con sus manos. Tras la frase del Prelado: «Deus qui beatum Ferdinandum…», estalló el júbilo de los presentes, que elevaron su gratitud por medio de bellos cánticos. La catedral era ya en sí un sueño ciclópeo hecho realidad, como habían diseñado los antiguos canónigos, que en 1401 anunciaron su propósito de esta manera: «Que se haga la iglesia tal o tan buena, que no haya otra igual; que cuando la vea terminada, la posteridad nos tenga por locos».

La antigua mezquita se llenó de cánticos en alabanza al Señor, y en la inmensidad de las cinco naves la música se entrelazaba con las volutas de incienso, creando esa atmósfera mágica que ninguno de los presentes olvidaría jamás. Ya la noche venida, las calles y plazas estaban abarrotadas de gentes de la más variada condición. Los nobles paseaban en sus magníficos carruajes, tirados por espléndidos caballos adornados con la gracia que tienen en Sevilla: cintas y borlas de seda, y bandas de cuero repujado lucían sobre los lustrosos cuerpos de los equinos.

La Villa resplandecía como si fuera de día. Gracias a mil artilugios de luz, hachones, hogueras, velas y candelas, la fiesta continuaba entrada la oscuridad, y los alegres cantos que acompañaban a toda suerte de instrumentos terminaban en bailes envueltos en el opulento y penetrante aroma del azahar que incitaba a la pasión. Hermandades y cofradías, más galanas que nunca, y todos los habitantes de aquella villa singular que albergaba una inmensa capacidad para la alegría y el gozo se unían en una misma pasión, la pasión de vivir.

Aquella pasión que llevaría a Luisa a realizar obras extraordinarias y a obtener un destino sin par. ¡Sevilla había de ser!

La Judería

Se había internado Luisa por las estrechas callejuelas del barrio de la Judería. Las casas, tan apretadas entre sí, dejaban pasar en sus resquicios una luz tamizada que producía una atmósfera misteriosa. Por otra parte, los geranios de un rojo restallante que cubrían las fachadas aligeraban el denso ambiente. Poco a poco fue apretando el paso. Observaba con placer los balcones de sólidas maderas, las paredes blancas dibujadas con las sombras que provocaba la claridad. En la dichosa contemplación, había ya casi olvidado el encargo que a este lugar la había traído.

Tenía que visitar la casa de un rico comerciante que deseaba unas imágenes.

Buscaba la casa que su padre le indicara, pero no era fácil, pues todas eran muy similares: blancas, con bellos miradores de madera y celosías en las ventanas; alguna parra trepaba diligente aquí y allá, creando con la repetición serena armonía.[13]

En esto se hallaba cuando oyó una voz que susurraba:

—¿Cómo has podido ordenar un belén? ¿Has olvidado acaso tan presto tu origen y tu raza?

—No, padre, no lo he olvidado. Pero habéis de entender que fiel cristiano soy, a la par que me enorgullezco de mi pueblo.

—¿Quieres decir que adoras a dos dioses a la vez? ¡Escándalo y vergüenza!

—No. No es escándalo ni vergüenza, es comprensión. Dios es uno, es bondad, es perdón. Creo en la omnipotencia de ese Dios, que nos ha de amar. Son los hombres los que le dan distintos nombres, mas Él es Uno.

Echó Luisa marcha atrás y entendió que había encontrado lo que buscaba. Volvió a recorrer el camino hacia aquella casa, produciendo todo el ruido que pudo con el fin de hacerse notar.

Las tranquilas frases del joven resonaron durante muchos años en su mente.