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SEVILLA
(1668-1669)

Ciudad que a Tebas en grandeza iguala,

A Roma en letras y armas preferida,

Del árbol poderoso guarnecida,

En competencia de Neptuno y Palas.

LOPE DE VEGA, El Ruiseñor de Sevilla

La alegría de vivir se palpaba en cada rincón y en cada esquina de esta ciudad amada por el sol. Lejos quedaba aquella terrible peste de 1649 que diezmó la población. Tras la paz con Francia, podían sus habitantes encarar con optimismo el futuro.

En la radiante mañana de marzo, parecía que el paraíso terrenal había resuelto asentarse en esta villa andaluza. Conventos, casas, palacios y cabildos competían en sus jardines repletos de aromas palpitantes, colores decididos y sabores de tierras lejanas. El Guadalquivir había servido de transmisor para hacer llegar a Sevilla todas aquellas maravillas que arribaban de Indias. Tras la concesión en 1495 de la cédula real, el monopolio comercial de Ultramar a favor de Sevilla, Cádiz y Sanlúcar de Barrameda había convertido la primera en el destino de novedades y magnificencias traídas de allende los mares.

Más tarde, en 1503, Sevilla había adquirido nueva importancia al fundarse la Casa de Contratación, que centralizaba todo aquel comercio en su próspero puerto. Especias hasta entonces desconocidas comenzaron a arribar a sus orillas en barcos cargados de tesoros, que los sevillanos atendían con impaciencia y con el asombro pintado en sus semblantes. Desde ese puerto partían los exóticos prodigios a la corte de Madrid, e inmediatamente eran enviados a las principales ciudades de Europa. A aquellas primeras plantas que trajera Colón siguieron otras muchas de significativo valor ornamental o terapéutico.

El gran galeno Nicolás Monardes pudo descubrir en el siglo XVI grandes poderes en una extraña planta, la Exogonium, que resultó ser un magnífico depurativo. Llegó de manos de un franciscano, plantada en un pequeño barril, como anuncio de lo que había de venir. Tanto la batata como el pimiento habían sido traídos por el Almirante, y eran ya productos de uso habitual en la alimentación europea.

Notorio era el jardín del que fuera cosmógrafo mayor de Indias Rodrigo Zamorano, que consiguió reunir un notable número de plantas ornamentales. Su obra Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales que sirven en Medicina todavía se estudiaba como eficaz tratado de dicha ciencia.

Zamorano, junto con su amigo Simón de Tovar, prestigioso escritor, médico y astrónomo, organizó un jardín botánico repleto de plantas medicinales de gran utilidad para los ciudadanos. Ambos eran luminarias que enriquecían Sevilla con su saber y conocimiento.

De la herencia árabe, y también romana, los jardines y patios habían recibido la cultura del agua y los goces que ésta proporciona con los deliciosos murmullos de fuentes y acequias, que atraían numerosos pájaros que deleitaban el oído con sus armoniosos cantos. Sevilla era una villa sensual.

Mecida por el suave calor de marzo, aguzaba todos los sentidos: el oído con la musicalidad acuática y los trinos de las aves; la vista con la contemplación de las obras de arte, la belleza de las mujeres y la vegetación densa y variada; el olfato en sus perfumes variados, tanto frescos como opulentos; el gusto con el sabor de los frutos de la tierra; y el tacto por las sedas y linos venidos de allende, todo aquello tan placentero que el amor comporta. Amor que se complacía en noches cálidas, repletas de aromas que ascendían de la tierra húmeda. La esencia penetrante del jazmín se unía y enredaba con la obsesiva y sensual del galán de noche.

¡Y qué decir de las artes! En numerosos talleres trabajaban con afán escultores afamados, que ayudados por estofadores, encarnadores, doradores y pintores creaban espléndidas obras de arte que adornaban las gloriosas catedrales y los conventos, engalanando así mismo palacios y cabildos. Por doquier se sentía una frenética creación, un ansia, un frenesí de arte y excelencia; una pasión por la obra bien hecha que convirtió Sevilla en una ciudad fascinante y una de las más importantes de la cristiandad. Los talleres ora de escultura, ora de pintura se afanaban a un ritmo trepidante para producir la más bella imaginería o los cuadros más preciados del mundo civilizado. La Escuela Sevillana derramaba su genio en los pinceles, formas y colores de Velázquez, Zurbarán, Valdés Leal y Herrera El Mozo.

Entre los pintores, destacaba también el señor don Bartolomé Murillo, que pintaba tanto Vírgenes Purísimas de inimitable espiritualidad, como escenas de la vida cotidiana de esa ciudad que él tanto amaba, confiriendo tal realismo a los personajes de ficción, que se rumoreaba que algunos de sus admiradores mantenían conversaciones con los seres por él pintados. El genio de Diego Velázquez había ya alcanzado las fronteras europeas, y las colecciones de los reyes de España eran admiradas y ambicionadas por doquier.

La antigua potencia naval y el comercio con las Indias que originaba la prosperidad de los puertos andaluces atraían aún personajes de todos los confines de Europa.

En ese ambiente solar, dedicado a las artes y el comercio, se multiplicaban las tertulias, al amparo de los aromáticos naranjos al mediodía y del benigno clima en las noches perfumadas. En casa de Pedro Roldán, uno de los artistas más respetados de Andalucía, charlaban en animada conversación don Bartolomé Murillo, Valdés Leal y Simón de Pineda.

Teresa de Mena-Ortega, la mujer de Pedro, vigilaba que no faltara el buen vino, creando una atmósfera distendida, interesante y tranquila. Sin embargo, una pregunta del anfitrión iba a mudar el sereno rumbo de la reunión.

—Señor Valdés —comenzó—, ¿cómo ha encontrado vuestra merced la situación en Madrid?

—Bien sabéis, Pedro, de la inquietud que allí reina. El Rey es muy mozo y su salud, precaria.

—Sí, sí —añadió Murillo—. Pero dicen que la reina doña Mariana ha nombrado primer ministro a un jesuita de preclaro talento.

—Sí, su confesor, el padre Nithard. Mas no se os oculta —siguió Valdés— las graves dificultades económicas que padecemos y la enemistad de Francia, que origina cuantiosos reveses. Se me antoja que el buen jesuita no sea tan capaz como las circunstancias requieren.

—Ea, ea —animó Roldán—. ¡Arriba los corazones! Mañana gozaremos de un grandioso espectáculo, la prometedora visita del embajador ruso. Vivas expectativas rodean esta misión, en los integrantes de la Casa del Océano.

—Ved que afirman —intervino don Bartolomé— que ha de ser beneficiosa para el comercio y las artes de esta villa. Aseguran que Rusia es un inmenso país, que recién se asoma a Europa.

De forma inesperada se oyó la voz de Teresa:

—¡Luisa, ¿qué haces aquí?! ¡Y escuchando las conversaciones de los mayores! ¡Vete a la cama! Y sin armar bulla, ¿eh?, como os gusta a ti y a tu hermana. ¡Ea!

La niña curiosa, que quería oír y conocer todos los secretos del fascinante mundo de los adultos, se fue a acostar a regañadientes.

Quedaron pesarosos los tres amigos ante las tribulaciones presentes: falta de gobierno y sobre todo incapacidad para reconocer los problemas, y mucho menos para poner remedio. Atrás quedaban los tiempos en los que la Flota de Indias, ejemplo del buen comercio, era escoltada por la Armada, que era comandada por un capitán y un almirante. De Sevilla salía la imponente escuadra con sus navíos de aviso, que tenían la misión de protegerla durante su permanencia en Dominica. De ahí se dividía la flota en dos: la de Nueva España partía hacia San Juan de Ulúa, y la de Tierra Firme continuaría hasta Cartagena de Indias, la hermosa, fortificada y marinera villa de Nueva Granada. Felipe II, al acabar la construcción de dicha ciudad, se quejaba de su elevado coste diciendo con ironía «que era tal el precio, que se extrañaba de no poder atisbarla desde El Escorial».

Embajada del príncipe Potemkin

De las lejanas tierras heladas de Rusia, había llegado el año anterior a Madrid una embajada presidida por Pedro Potemkin. Los contactos hasta entonces habían sido esporádicos, pero, en esos momentos, Rusia deseaba estrechar las relaciones diplomáticas y comerciales con España e incorporarlos en su intendencia, con sus territorios allende los mares.

Los sevillanos aguardaban con impaciencia la llegada de esta embajada, cuya comitiva sería sin duda espectacular. Así fue. El benigno clima de esta venturosa ciudad regalaba a sus habitantes un fulgurante día de marzo, y los ciudadanos se echaron a la calle para ver pasar a aquellos seres extraordinarios, famosos ya por su fuerza, vitalidad, lujosas galas y largueza en los regalos. Se arremolinaban los vecinos en grupos compactos que se deshacían en cuanto alguien daba la voz de alerta, corriendo en la dirección indicada por algún enterado. Comentaban con alegre anticipación e ingeniosos chascarrillos la altura y gallardía de los hombres o la curiosidad que sentían por conocer a las mujeres. En esto comenzó a dejarse sentir una música como de guitarras, pero con un tinte oriental, a veces entusiasta, otras nostálgica y melancólica.

Por fin pudieron avistar los inquietos espectadores a los primeros músicos que abrían la comitiva; vestían largas túnicas con cíngulos de brillantes colores en la cintura, y se tocaban con unos altos gorros cónicos que les daban un aspecto imponente. Los seguían unos hombres barbados de feroz expresión, ataviados con vestes bermellón vibrante adornadas con alamares de seda negra; en la cabeza, a pesar del clima benigno de aquel marzo, unos sombreros bordeados de sedosa piel, e iban calzados con botas de cuero claro.

Apareció por fin el embajador flanqueado por dos columnas de caballeros, todos con ropas de riqueza inusitada. Pedro Potemkin, con un atuendo principesco, deslumbró al personal, preparado para disfrutar de lo más exótico que había de contemplar Sevilla: montaba un caballo alazán de largas crines que flotaban al viento, y el embajador se engalanaba con una túnica de damasco rojo bordada en arabescos de oro, ceñida por un cinturón de precioso metal del cual pendía una espada labrada con arte extremo; sobre las espaldas, a la moda rusa, un tabardo[1] sin mangas, de increíble seda dorada con aplicaciones de leopardo alrededor del cuello, el ropón estaba orlado, todo él, de arriba abajo, de oscuras cibelinas[2]. Ahí el embajador tuvo un gesto que los sevillanos agradecieron con una ruidosa aclamación.

Paró el cortejo y, bajando de su caballo, saludó a la multitud con expresivas muestras de afecto. Estaba claro, comenzaba ya su misión de acercamiento y amistad entre los dos pueblos. Plantado sobre sus botas de ante negro, resultaba un poderoso gigante, impresión que acentuaba su gorro de damasco bordeado de piel. La mirada era penetrante y, a pesar de la sonrisa que esbozaba de continuo, sus largas y pobladas barbas le daban una apariencia amenazadora. Entre la multitud, una joven imaginativa y observadora llamada Luisa se había escapado de casa para poder contemplar esa cabalgata que sería fabulosa, según había oído la noche anterior. Miraba con el asombro grabado en sus pupilas la escena, que no olvidaría jamás.

Se proponía Potemkin permanecer unos días en Sevilla, donde se alojaría en el palacio de Dueñas y mantendría conversaciones con las autoridades locales para tratar de obtener su objetivo, el comercio con las Indias. Venía de Cádiz, donde fue recibido por el duque de Medinaceli y el gobernador de la plaza, Martín de Zayas. Este puerto gozaba de una floreciente actividad que le había llevado a casi doblar su población en los últimos años[3].

Después del más que oportuno saludo, continuó la comitiva hacia su destino y, al traspasar las arcadas de estilo mudéjar, descabalgaron, siendo recibidos por su anfitrión, el duque de Alba, y por el conde de Humanes, que les ofrecieron inmediato descanso. Pero Potemkin solicitó tomar el refrigerio que les habían preparado en el jardín del palacio de Dueñas, del que tantas bondades había escuchado. La templanza del marzo sevillano adornaba el vergel de jazmines olorosos, jugosas plantas de acanto y esbeltas palmeras que seguían cimbreantes el ritmo de la brisa; el agua de las fuentes desgranaba su acuática melodía, acompañada por un trinar de pájaros que parecía había de continuar hasta la consumación de los siglos. Al hombre del norte le pareció un milagro toda aquella exuberancia, recordando que en su tierra la nieve aún cubría los campos con su fría belleza.

—¡San Nicolás me asista! ¡Qué hermosura de jardín! Es el paraíso terrenal. Cierto estoy de que gozaréis de esta sabia mansión con asiduidad.

—Señor embajador, infinita es mi desdicha, ya que mis obligaciones no me permiten gozar de esta dulzura tanto cuanto quisiera. Mas os invito a complaceros en la hospitalidad de esta vuestra casa el tiempo que estiméis oportuno.

—Agradezco vuestra generosidad, pero he de entretenerme aquí por un breve periodo, pues he de partir a Madrid, donde continuaré la misión que me ocupa.

Conversaron sin prisa sobre la situación del florecimiento de las artes en Andalucía, su arquitectura, brillante mestizaje de estilos; y del asunto que el embajador tenía presente, el comercio de Indias.

—Excelencia —enfatizó el ruso—, se abre un periodo de excelentes relaciones entre nuestras naciones. Admirador soy de vuestro talento, y es mi parecer que el ser intrínseco de nuestros pueblos late al unísono; apasionados sois y vuestro genio artístico asombrará al mundo. Hemos de entendernos y arrinconar nuestra pasada lejanía. Una nueva Rusia os espera.

Al día siguiente aguardaban las autoridades al embajador y su comitiva en la Casa de Contratación, que regulaba y organizaba todo el comercio con Indias. Al inicio estaba asentada en las Reales Atarazanas, mas con las crecidas del río, sufría inundaciones que estropeaban con demasiada frecuencia las provisiones y pertrechos que allí se almacenaban, y que eran destinados a servir a la flota. Recorrieron los rusos la ciudad, envueltos en los intensos perfumes y seguidos por la curiosidad de sus gentes. Llegaron a la puerta del Alcázar, donde en la Sala de los Almirantes tenía su sede la Casa del Océano, como la llamara en su tiempo Pedro Mártir de Anglería. Allí los recibió con muestras de cortesía el presidente, haciéndoles pasar al Salón de Embajadores.

Los arcos de herradura dejaban entrever las estancias que se sucedían en una variada y cambiante armonía. Las yeserías de intrincado desarrollo brillaban a la luz de la mañana; los arabescos se repetían unos detrás de otros en creciente fantasía; los azulejos del zócalo recorrían la pared en espejismos sin fin; y los ricos mármoles de las columnas resplandecían como piedras preciosas. La simbiosis entre el arte oriental y el hispano complació vivamente a la embajada, que encontró en estas salas reminiscencias de su tierra, de profunda influencia bizantina.

—Bienvenido seáis, señor embajador. Sevilla os acoge, a vos y a vuestro séquito, con ilimitado placer.

—El Zar se sirve mandarme para que nuestros dos pueblos alcancen amistad profunda, y para que, mudando el rumbo de nuestras relaciones, convenga a la prosperidad de ambos.

—Así será para ventura de nuestros reinos.

Y sin más preámbulos el presidente inició la visita. Quedaron los visitantes asombrados, en primer lugar, por la racional organización que presidía los quehaceres de la institución. En segundo lugar, admiraron el fecundo centro de estudios de geografía e historia, ciencia y etnografía; luego observaron con atención la rigurosa escuela de navegantes, con los consiguientes nombramientos que allí se producían y el considerable archivo. Potemkin preguntó:

—Y ¿cómo resolvéis los litigios y porfías? ¿También en esta sede?

—Al inicio concentramos aquí toda la actividad, pero más adelante, en 1543, se separó y la jurisdicción civil pasó a la Casa de los Mercaderes. Años más tarde, nuestro señor Felipe II mandó construir al insigne Juan de Herrera el magnífico edificio entre la catedral y el Alcázar que ahora visitaremos.

Y así diciendo salieron al jardín que tanto asombraba a los venidos del frío norte. En efecto, el sol tibio, la suave brisa y el penetrante aroma de los mirtos, junto con el murmullo del agua de las fuentes, invitaban al descanso, a la conversación serena y a gozar de la vida.

—¡Ah! —musitó el embajador—, bien quisiera que mi embajada fuera para siempre. Aquí. ¡En Sevilla!

El taller de Roldan mayo de 1669

En la plazuela de Valderrama se encontraba una casa con un bello patio lleno de aromáticos naranjos, y, a un lado, el taller donde tantas veces se introdujera una niña silenciosa para no hacerse notar, y así poder conseguir fragmentos de distintos materiales, con los cuales elaboraba sus propios juguetes.

Feliz había sido la vida de Luisa entre su bulliciosa familia: su padre, Pedro, escultor de merecido prestigio, había obtenido la autorización de estofar y dorar, de manera que la calidad de sus imágenes superaba la de cualquier otro. Su madre, Teresa de Mena, cuidaba con atención y esmero esa numerosa prole que llenaba de alegría el gran caserón. Se oyó súbito una voz imperiosa:

—¡Francisca, ve de inmediato! Es mediada la mañana y tu hermana trabaja sola, mientras tú te solazas en el patio.

A regañadientes, Francisca se dirigía con parsimonia hacia el taller donde se realizaban las imágenes más hermosas de Sevilla. Es una brillante mañana de mayo, el aire viene cargado de aromas de azahar, tan sensual e incitante, y de los dulces jazmines. El verde de las hojas de los naranjos refulge a la luz del mediodía inspirando a la joven estofadora el color de un manto o una túnica para Nuestra Señora.

¡Pero es tan maravilloso ese patio de su casa! ¡Tan cuajado de colores, olores y sensaciones! Y Francisca quiere disfrutar y entrar a trabajar le cuesta.

—¡Hay que ver! —suspira Francisca—. Que no pueda una buena cristiana gozar y loar a Dios en las bellezas por Él creadas.

—¡Calla, calla, deslenguada! —responde su madre conteniendo la risa—. No comprometas a Nuestro Señor con tu pereza.

Entró a la estancia y vio a Luisa absorta, con los brazos cruzados bajo el pecho, observando una hermosa talla. Era una plácida imagen de la Virgen, que compondría uno de los nacimientos que les habían encomendado. Francisca miró a su hermana: parecía estar iluminada por un intenso fuego interior que le hacía crear esas delicadas figuras dotadas de vida y movimiento. A pesar de ser mayor que Luisa, ésta estaba siempre dispuesta al trabajo antes que ella, lo cual le había valido numerosas regañinas. La juventud de ambas contaba ya con la experiencia almacenada en años de convivir con el arte.

Se acercó con lentitud para no sobresaltarla y, abrazándola, le dijo cariñosa:

—Hermana, parece que te recreas en la labor. ¡Qué diligente y dispuesta eres!

Absorta, le respondió:

—Mira, Francisca, mira con atención esta imagen. Si cambio un poco la expresión de su sonrisa, parecerá que la ternura con que lo observa tiene un tinte de preocupación que a veces hemos creído ver en nuestra madre, cuando alguno de nosotros estaba indispuesto. Los colores han de ser también más sutiles… Que nada perturbe esa tenue armonía entre madre e hijo. ¿Sabes, Francisca?, creo que gozamos de una ventura muy grande. Tenemos esta familia, con tantos hermanos que de bulla que hacen tiembla el misterio, pero que animarían a un moribundo; padre nos quiere y nos enseña un oficio de inagotable interés; madre es dulce y tierna, y logra siempre lo mejor para nosotros… —Y luego, decidida—: Venga, hermana, basta de charla. ¡Hay que entregar este nacimiento! Prepara tus mejores pigmentos, y que el estofado y el dorado sean perfectos.

Estaban ambas en diligente complicidad cuando entró su padre y, al contemplar el espléndido retablo, anunció:

—Hijas, habéis de ganar fama si creáis tallas tan primorosas. Luisa, traigo buenas nuevas. —Y tras observar un instante el efecto de sus palabras, continuó—: He estado conversando con don Bartolomé Murillo, y ha consentido en tomarte como alumna. Es una oportunidad sin par.

—Padre…, ¿don Bartolomé? ¿El artista al que venera Sevilla entera? ¿Me acepta como pupila?

Y comenzó a dar caricias y mimos a Pedro, agradeciéndole de corazón la oportunidad que le brindaba.

—Quita, quita, zalamera. Escucha. Allí aprenderás el sólido dibujo y el hábil escorzo; cómo dar vida a la madera más recia mediante el color y conceder movimiento a la materia inerte. Además encontrarás ahí a tu amiga Luisa Valdés. ¡No se puede pedir más!

Y como ella continuaba con sus carantoñas, ordenó:

—¡Vamos, vamos, niñas! ¡Qué vuestra madre nos aguarda para almorzar!

Unos días más tarde, se encaminaron padre e hija hacia el taller de Murillo. Estaba situado en la calle de San Jerónimo, en la parroquia de San Bartolomé; era muy amplio y dos grandes ventanas dejaban entrar una luz tamizada y sinuosa. El pintor estaba en el centro de la estancia, los pinceles en la mano, observando la obra recién acabada. Don Bartolomé se conservaba erguido, y parecía aún brioso; la cabellera lustrosa reposaba sobre los hombros; la ancha frente daba origen a una nariz potente que equilibraba unos labios sensuales coronados por un fino mostacho; la expresión de su mirada denotaba serenidad y todo en él rezumaba armonía. Al oírlos entrar se volvió con cálido ademán de bienvenida:

—¡Pedro, Luisa, dichosos los ojos!

—Aquí te traigo a mi hija para que aprenda del mejor artista de Sevilla. Verás, hija, cómo se puede transmitir a través de la pintura la fe cristiana y las ideas católicas, contribuyendo así a esa valerosa Contrarreforma que inspira los más nobles pensamientos de Europa. De esta manera, servirás al Señor y al mismo tiempo al arte.

Pero Luisa no escuchaba, absorta delante del caballete. El cuadro recién pintado lucía con sus colores frescos y luminosos, en una gradación de sutiles pinceladas que tamizaban la luz en diversos planos. En el lienzo, dos mocitos en actitud vivaz y golosa daban vida a una escena cotidiana, llena de calor humano y ternura juvenil; eran dos niños callejeros que compartían amigablemente su tesoro: un cesto de uvas y un melón que, abriendo sus entrañas en un súbito fulgor, brillaba con tal realismo que Luisa inició un movimiento de su mano hacia el cuadro[4]. Se detuvo cuando el olor a pintura fresca le advirtió del error que iba a cometer.

—¡Es un reto a la realidad, maestro! —pronunció con admiración Luisa—. ¡Qué expresión tan veraz! ¡Qué semblante tan hermoso el del chiquillo de la derecha! ¡Con qué deleite mira a su compañero de andanzas, que goza ya con anticipación del frescor de las uvas!

—Luisa, te conozco desde que eras niña. Sé de tu seriedad y dedicación. Tu padre tampoco ha escatimado los elogios hacia tu talento. Aquí serás bien recibida. Y quiero que recuerdes siempre lo que te voy a decir: es gran favor conocer tu vocación y tener talento para ello. Cuando vengan las dificultades no abandones. El tesoro de tu arte lo merece.

Caballo cartujano

Las márgenes del Guadalquivir, de ameno paseo, proporcionaban la excusa a los jóvenes para comenzar el galanteo que requería toda relación en su inicio. Los caballeros se desplazaban despacio, luciendo los hermosos ejemplares de equinos que cuidaban y engalanaban con esmero a la moda de Andalucía. Caballos cartujanos de airosa estampa hacían honor a su antiguo linaje de equinos de raza andaluza. Habían sido cuidados, cruzados y protegidos durante más de novecientos años por pacientes monjes de la Cartuja de Jerez de la Frontera.

Viendo disminuir la yeguada, se hizo efectiva la prohibición de venta de yeguas al extranjero, cuidando así su permanencia.

Las damas eran graciosas y se movían con ese duende tan propio de la mujer del sur. Una de ellas, la más joven, pertenecía a la casa de Medinaceli, y era por matrimonio condesa de Melgar. Vestía, de acuerdo con su rango y condición, un atuendo de fino paño que consistía en una saya roja y un jubón ajustado de amplias mangas en un tono ocre muy claro, ribeteado todo él de un fino cordón de seda bermeja. Su amiga era alta y escasa de carnes, pero con una sonrisa amable. Parecía muy interesada en la conversación, mientras las dos se dejaban llevar por caballos de sólidas patas y poderosas grupas.

El equino de la duquesa de Medinaceli lucía un brillante pelo castaño, con la melena trenzada con cintas de seda roja que se deslizaban sobre su cabeza. Contrastaba ésta con las riendas y tarabitas[5], en cuero claro, rematadas en ondas que ribeteaban hermosos bronces dorados, así como la gualdrapa, que terminaba en largos flecos de oro. El animal estaba atento a cualquier indicación de su ama mientras ella conversaba.

La otra señora acariciaba con frecuencia el cuello de su montura, como si quisiera calmar su temperamento demasiado fogoso. Era una potra de finas patas y cabeza erguida, y debía de ser aún muy joven; tenía un bello manto tordo, en el que destacaban los arreos de piel rojiza, trabajados con esmero en cincelados bronces. Ella vestía un elegante terciopelo verde oscuro, con el jubón ribeteado de cinta marfil. Las dos componían una fina estampa, y los caballeros que a su lado pasaban las saludaban con grandes muestras de cortesía.

En eso aparecieron unos señores que incitaban las miradas de los presentes, pues montaban los más bellos ejemplares que se veían en Sevilla. Eran dos caballos árabes, puro nervio y alta la testuz; uno era blanco, y el otro, negro azabache; los dos se adornaban del pecho a la grupa con unas cinchas de color bermellón; las sillas de montar habían sido realizadas con el mayor esmero por sabios talabarteros[6] que se daban cita en la villa. Era un espectáculo que nadie quería perderse. Cuando llegaron a la altura de las damas se saludaron afectuosos y comenzaron amable coloquio. Uno de ellos era el conde de Melgar, pariente de la duquesa, que habría de obtener cargos de relevancia en los reinos itálicos.

El río brillaba con luz de plata, y en sus aguas se reflejaban galeones, galeras y un sinfín de navíos cuyas velas, unas henchidas de viento, otras en el proceso de arriar o desplegar, producían suaves quejidos de música marinera, mientras los mástiles se manifestaban con una bronca melodía de órgano antiguo. Pequeñas falúas y bateles transportaban desde los embarcaderos a los buques frutas, toneles de agua o vino y toda clase de bastimentos necesarios para la navegación oceánica o para la de cabotaje. En lontananza se alzaba la monumental catedral, de la que emergía la esbelta Giralda, antiguo minarete, que anunciaba a los marineros la cercanía de su adorada Sevilla.

Era una hermosa tarde de finales de octubre de 1668, y cuando más amable parecía la vida, y los sevillanos se entretenían en corteses requiebros paseando a la vera del río, el vigía que se apostaba en la esbelta Torre del Oro anunció la llegada de una nave. Un galeón de Indias se acercaba majestuoso, causando intriga y expectación entre las numerosas personas que paseaban por la orilla. Habían ya retirado la pesada cadena que cruzaba el río de lado a lado y que tenía como misión defender la ciudad de visitantes indeseados. Una vez finalizadas las maniobras de atraque, una súbita conmoción recorrió a la concurrencia como una serpiente de temor. Los cuchicheos incrédulos fueron sustituidos por exclamaciones de indignación a medida que las noticias se propagaban entre la multitud. El capitán del barco narraba con aire sombrío las noticias al piloto mayor y al contador de la Casa de Contratación, que aguardaban ansiosos la llegada de la flota.

—Habréis de creerme si os digo que me cuesta ser portador de estas malas nuevas. Las ciudades de Puerto Príncipe y Portobelo han sido cruelmente saqueadas por el feroz pirata Henry Morgan. Este bellaco se confabuló con sus secuaces para, por sorpresa, organizar un despiadado ataque por tierra, ya que la defensa por mar se había redoblado. Se tomaron estas previsiones pues acababan de arribar algunas naves de la Flota de Tierra Firme cargadas de riquezas y bastimentos para la feria anual que se celebraría en los días siguientes.

—Decid, capitán —interrumpió un caballero—, ¿qué les ha sucedido a la guarnición y al gobernador?

—Tened paciencia, señor —continuó el capitán—. Los centinelas de la guardia de noche, alertas y ojo avizor, dieron raudos la voz de alarma, pero eran muchos los atacantes, y éstos, en su audacia y encono, lograron entrar en el castillo de San Jerónimo, tomando muchos rehenes, que tanto el virrey de Nueva España como don Agustín de Bracamonte se afanan en liberar, bien por las armas, bien por rescate.

La reacción no se hizo esperar; las mujeres se hacían cruces pensando en parientes o amigos que podían estar entre los capturados. El conde de Melgar se apresuró a tomar noticias del alguacil y, una vez que hubo escuchado con suma atención, despidiéndose de las damas, espoleó su montura seguido por su amigo. El capitán corrió raudo a narrar al capitán de Costas y Galeras las sombrías noticias.

Entre la multitud estaba un hombre sereno que con gesto turbado rumiaba sus pensamientos: «Cualquier día de éstos, esos malditos piratas ingleses se atreverán a llegar a nuestros puertos, como ya hicieron en el pasado, sembrando el dolor y la destrucción. Esta ciudad bendecida por este suave clima, y con arte hasta en los empedrados de las calles, es una presa demasiado codiciada como para que permanezcamos libres de esos miserables corsarios».

Se trataba de Pedro Roldán, el escultor de reconocida fama y antiguo profesor de la Academia de Sevilla, fundada en 1660, que vivía con su familia en la apacible casa de la plazuela de Valderrama.

Casa de Pilatos

Al mismo tiempo, en la Casa de Pilatos se observaba una conmoción inusual. El duque de Alcalá de los Gazules, atareado en su misión en las costas de Cádiz como general de la Mar Océana y Costas de Andalucía, había ordenado que prepararan palacio, jardines y vituallas para la inminente llegada de su padre, el duque de Medinaceli. Un numeroso cortejo acompañaba a este último, y los sevillanos lo esperaban con expectación, ya que sabían de la magnificencia de su comitiva.

La bella dama que se paseaba por la orilla del Guadalquivir esperaba con ansia la llegada de su esposo. Era el duque hombre culto, que había recibido de sus mayores el gusto por la Antigüedad romana y griega, cuidando de ornar con esculturas y dinteles labrados el esplendor de su palacio de Pilatos.

Este curioso nombre se debía a don Fadrique Enríquez, marqués de Tarifa, quien, tras una peregrinación a los Santos Lugares, comprobó que de su palacio sevillano a un montículo de las afueras mediaba la misma distancia que de Jerusalén al Gólgota. Decidió repetir el vía crucis eligiendo su casa como la estación de la visita a Pilatos.

Junto al duque de Medinaceli cabalgaba el conde de Melgar, quien, al oír las noticias de Indias, se había apresurado a ir a su encuentro, ya que esas malas nuevas eran causa de alarma y precisaban de soluciones contra la creciente osadía de los ingleses. Halló al duque acompañado por numeroso séquito. Llegados al palacio, atravesaron el triunfal portal renacentista de labrado mármol genovés y entraron en el característico apeadero[7].

Pasaron, tras descabalgar, al Salón del Pretorio, magnífico en su conjunción de estilos: árabe en sus yeserías y celosías, de figuras geométricas, que impulsaban a la mente a viajes sin fronteras; sevillano en sus azulejos de cenefas intrincadas; e italianizante en sus mármoles, dando origen al mestizaje arquitectónico más notable de su época, realizado por alarifes[8] moros y cristianos, hermanados por el arte.

En esa estancia los aguardaba la condesa y su madre, con la felicidad pintada en el rostro. Estaban aún en las efusiones del reencuentro cuando irrumpió un joven: era Luis Francisco, el hijo de los duques. El encuentro entre padre e hijo fue afectuoso, y sin demora subieron la magnífica escalera asimétrica, recubierta por entero de azulejos de la más bella factura, en azules, ocres y verdes sobre un resplandeciente blanco. Coronaba la escalera una singular cúpula de media naranja destellante de oro y con los escudos de la familia. Entraron en el Salón de los Frescos, donde estaba preparado un refrigerio para los viajeros.

—Malas nuevas hube de daros —dijo Melgar—. Si no buscamos remedio a la codicia de los piratas ingleses, nuestros puertos estarán de nuevo en peligro, y no habremos de aguardar en demasía para que veamos nuestra Sevilla asediada por esos demonios.

—Bien decís —contestó Medinaceli—, es situación porfiada. Mas remedio tiene nuestra afrenta. El marqués de Mancera, virrey de Nueva España, cuando hubo de hacerse cargo de su gobernación, halló aquel inmenso territorio indefenso ante los feroces ataques de Morgan y Davis. ¡Malditos sean éstos y todos los corsarios! Asolaron, digo, estos satanes la hermosa fortaleza de San Agustín de la Florida, sembrando destrucción y miseria por donde pasaban.

—Creo recordar que Mancera acompañó a su padre cuando era éste virrey del Perú, ¿no es así? —preguntó la duquesa.

—En lo cierto estáis. Antonio de Toledo había sufrido en carne propia los desmanes de esos filibusteros, que convertían la navegación de la mar en aquellos confines en temible empresa. Lo primero que hizo nuestro Mancera fue sustituir los pesados y lentos galeones por naves ligeras y bien artilladas, que acudían con presteza a perseguir y castigar a los autores de tamaños desafueros.

—A mi entender, no pudo ser alcanzadiza la tarea —sentenció Melgar—, pues son numerosos en las Antillas y el Caribe los refugios y escondrijos con los que cuentan esos desalmados.

—Esa es mi intención al referiros la estrategia del virrey. Es menester que cercenemos de raíz la audacia de los ingleses, organizando de nuevo, como ya se hizo en el pasado siglo, la defensa de nuestros puertos con una flota pertrechada con armas ligeras de largo alcance y naves prontas a la acción.

—¿De dónde vendrán los caudales para semejante empresa? —preguntó Melgar—. Vos bien sabéis de la penuria que asuela nuestros reinos.

—Ardua demanda me hacéis; mas habremos de resolverlo, pues la seguridad y la paz de este solar dependen de nuestra industria y afán.