Aquí para todos soy el doctor Pynchon, sin más problema. Llevo ya unos días viviendo en esta ciudad de bellas arcadas que está a kilómetros y kilómetros de distancia de Lokunowo. Aquí siempre estoy bien, siempre estoy encantado con todo. Llevo días viviendo en esta ciudad que parece estar siempre bajo una espectral luz de lluvia y donde procuro hablar lo indispensable con la gente, no quiero cometer más errores. Aquí todo es fácil y me siento bien conmigo siempre. A veces me acuerdo de algo que escribió Walser en El retiro: «Tú ve allí, que allí todo es fácil, quiero decir que estando allí no necesitarás nada, y te sentirás bien contigo siempre.»
Me siento bien aquí conmigo siempre. Sigue no interesándome la realidad, sino la verdad. Pero sólo en el ámbito solitario de mi caldeada habitación de hotel dedico tiempo a indagar en la verdad. Me esperan aquí largos inviernos helados y la azarosa geometría de la blancura. Yo vivo aquí emboscado, como si practicara la natación en un gélido mar sin fondo en el centro de la tierra. Y soy como aquel bandido walseriano que se diluía y ocultaba tanto en el texto que acababa incluso desdoblándose en dos. Pero no estoy aquí para escribir demasiado, sino para dedicarme al arte de desvanecerse. Mi estrategia consiste en dedicarme a ser visto sólo lo imprescindible y a tratar de desaparecer cada día más.
Mi verdadera vida la vive por mí Ingravallo. Justo cuando cree que ha llegado la hora del silencio, le vengo yo con otra historia de las mías. Le llamo doctor y le pido que anote la historia, y él me dice que no es doctor. «Non sono dottore», protesta arrastrando mucho la voz, «non sono dottore.» Y se va. Pero al poco rato vuelve, vuelve justo cuando soy yo el que se dispone a caer en el silencio, vuelve entonces Ingravallo con algún relato suyo. Ayer me vino con la historia de alguien que se perdió en Sevilla, viajó al norte de Suiza y vio tumbas verticales en la nieve y acabó buscando, a través del enigma de la poesía, la verdad de la calle única de su vida. La historia de alguien al que la belleza del mundo le conducía a la desolación, la historia de alguien que ahora se va, pero se queda, pero se va. Pero vuelve.
Nunca le había visto gravitar tanto en el centro de su bella desdicha, nunca moverse en el umbral mismo de ese mundo ulterior que él intuye perfectamente que está detrás de la bruma, como si ya sólo se dedicara a esperar que se disipe la niebla y aparezca como visible lo que hasta ahora tan sólo era invisible, como si se dedicara ya únicamente a esperar la entrada en esa visibilidad que habría de permitirle a él precisamente hacerse invisible.
«¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero?», me pregunta ahora, y parece que esté atravesando la luz de la bruma en esta alameda situada en el fin del mundo. «Permaneceré aquí. Qué motivo podría haberme arrastrado hacia esta tierra desolada, sino el deseo de permanecer aquí», dice. Y se va. Pero se queda, pero se va. ¿Acaso se ha quedado? Le veo proseguir su camino y veo cómo da un paso más allá y, por la callejuela húmeda, oscura y estrecha, acaba llegando a su rincón, y allí, sin sonido ni palabras, aparte se queda ya.