Me dirigía hacia la terraza del Li Astol cuando me he encontrado, frente a frente, con el joven español de la voz alta, su novia y el carnicero y una mujer que no había visto hasta ahora y que me ha parecido el vivo retrato de Lidia. Lo primero que he pensado ha sido que el joven no es un turista como en un principio me había parecido, pues lleva ya demasiado tiempo en Lokunowo para serlo. Me había casi olvidado de él y de repente me lo he encontrado delante de mí. He seguido avanzando, como si no pasara nada. Pero enseguida he visto que, como una continuación de la última vez que le vi, seguía mirándome con interés, y ya no digamos el interés con el que me miraba el carnicero. A modo de venganza, he imaginado que el carnicero era simplemente un personaje de novela, de una novela del nuevo realismo posmodernista. En fin, un personaje de Pynchon.
«Usted es…», me ha dicho el joven. «No. Yo no soy. Me llamo así. Me llamo Yo no soy», le he interrumpido inmediatamente. Ha quedado rara esta disuasoria respuesta, pero no me ha parecido que sorprendiera demasiado al joven. «¿Y hasta cuándo será usted el doctor que se llama Yo no soy?», se ha atrevido a preguntarme, con una sonrisa en los labios.
«Hasta nunca ser nada», me he atrevido a contestarle. Y me he quedado en riguroso silencio, con la sensación de tener mi cerebro atravesado por una larga metáfora: restos de cruces de un cementerio nevado se erguían y se doblaban siempre que el trastornado viento que circulaba por mi mente cambiaba para un lado o para el otro.
Un simple vértigo, en realidad. Pero también cierto temor a haber sido descubierto. Y la impresión, siempre de fondo, de que, en efecto, lo más conveniente será dejar pronto Lokunowo.
He doblado una esquina, después otra. He caminado, como si huyera de algo. Más de media hora y a buen ritmo. Hasta que, casi sin darme cuenta, me he plantado en la puerta de la selva. He comido un emparedado y luego he tomado un café en el quiosco de la entrada. Me he ido calmando. He dado la espalda a la selva, con la intención de calmarme aún más y emprender el viaje de regreso, volver a pie al Lubango. Entonces, cuando ya iba a marcharme de allí, el hombre que hace retratos en la puerta de la selva me ha preguntado si quería hacerme uno. He dudado. Y finalmente me he negado. Le he citado a Plotino al pobre retratista. Le he dicho: «Yo mismo soy una sombra, una sombra del arquetipo que está en el cielo. A qué hacer una sombra de esa sombra.»
Ha sonreído como puede sonreír alguien que cree haber escuchado las palabras de un loco. Sin embargo, lo que ha escuchado ha sido una reflexión sobre el arte. Porque Plotino pensaba que el arte era una apariencia de segundo grado. Si el hombre es deleznable, ¿cómo puede ser adorable una imagen del hombre?
Una hora después, al entrar en mi cuarto de hotel, me he mirado en el espejo y, horrorizado, he visto a Pynchon y he tenido que desviar inmediatamente la mirada. ¿Cómo explicarme ese momento de terror? Tal vez, me he dicho, el retratista de la entrada en la selva ha querido vengarse de mí a través de este espejo. Algo más tarde, sólo unos segundos después, me he serenado. Me ha parecido que era absurdo haber visto a Pynchon si ni siquiera sabía qué aspecto tenía. A menos, claro está, que hubiera pasado a ser yo uno de los rostros del escurridizo Pynchon.