Al día siguiente, en plena plaza Bangasu, Humbol se plantó ante mí. Tenía ya las fotografías de la rue Vaneau. Pobre hombre, pensé. Cada día me llegaba con más fuerza la impresión de que debía dejar pronto Lokunowo, donde me había yo mismo complicado demasiado la vida. Haría bien en ir a esconderme lo más pronto posible en algún lugar menos civilizado que Lokunowo, un lugar donde ya no tuviera que ser ni siquiera el doctor Pynchon.
Vi las fotos. Vi la infantil pegatina, una inocente y pequeña manzana en el cristal de la ventana de la casa de Bove. ¿Había realmente Bove vivido allí? Parecía mentira viendo aquella pobre manzana roja. Vi la embajada de Siria en el momento en que su puerta era franqueada por tres ciudadanos que se volvían para mirar con recelo a la cámara. Con razón, el detective de la rue Oudinot se había jugado el pellejo. Vi la farmacia Depeyroux con los dos refulgentes cristales de sus escaparates. Y dentro, pensé, la dependienta que sólo a mí no quiere venderme aspirinas francesas. Vi la casa de las misteriosas sombras. Apariencia de normalidad a la luz del día, pero también claroscuro e inmovilidad a la espera de una catástrofe. Vi a los obreros destrozando el vestíbulo del Suède. Vi el apartamento de Marx sin obreros. Me metí en la piel de Jakob von Gunten y me vi sirviendo a Marx en el calor de su hogar. Me comportaba como un mayordomo muy servicial con Marx, pero al mismo tiempo algo perverso, obsesionado en pasarle información sobre la lucidez de Walser con preguntas como ésta: «¿A quién dan de comer las conquistas interiores, señor?» Perplejidad pasajera de Karl Marx. «Ya le contesto yo mismo. A nadie. Por eso a mí me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero. Nada de conquistas interiores. Lléveme a la mansión de Chanaleilles, señor.» Vi la mansión de Chanaleilles y en ella, fumando un gran habano, Saint-Exupéry diciéndome: «Estoy totalmente de acuerdo con el reglamento de los aviadores.»
Vi también —pero no en foto— el regalo de Nochebuena que pensaba Humbol darle a la mujer de su segundo hijo, «una mujer que se llama Dorotea y es como un niño», precisó. Humbol estaba excitado y parecía sumido en un mundo de ficción ya permanente, constante. Parecía confirmarse que, desde que me había conocido y le había hablado yo de los misterios de la rue Vaneau, había quedado algo más que preso de aquella historia que deseaba escribir en el aire. «Querrá decir como una niña», dije refiriéndome a Dorotea. Se quedó mordiéndose el labio inferior. «No, como un niño, quiero decir como un niño. Y no me haga entrar en más detalles, doctor Bove», dijo haciendo más que evidente que había hablado con los psiquiatras de mi tertulia.
«Doctor Bove», remarcó, diciéndomelo muy directamente a los ojos. Luego, me explicó que el regalo para Dorotea lo había encontrado, hacía años, en un anticuario de Praga. Y me lo enseñó con una sonrisa que ocultaba una angustia de callejuela real, húmeda, oscura y estrecha. Una angustia muy grande, en definitiva. El regalo era «un juego de paciencia», que diría Kafka, y no mucho más grande que un reloj de bolsillo. En la superficie de madera de color caoba había tallados unos caminos laberínticos de color azul que desembocaban en un pequeño hoyo. El objetivo consistía en conducir, moviendo e inclinando el tablero, la bola primero a uno de los caminos y luego al hoyo. Imaginé que cuando la bola estaba desocupada se dedicaba a maldecir a los que querían introducirla —como a una vulgar muerta— en el hoyo.
«Todos acabaremos como esta bola, ¿no le parece?», me dijo Humbol viendo que me fijaba mucho en ella. «No, no me lo parece», le contesté muy serio, casi molesto. «Pues yo creo que sí, que ése es nuestro destino, pero que, mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es adentramos en los laberintos de una gran conspiración internacional. ¿No está viendo usted ahora a un detective que descubre una intriga cuyo centro se sitúa en el apartamento del 1 bis de la rue Vaneau, en la rez de chaussé donde vivió Bove? ¿No ve una intriga conectada directamente con una aparentemente inocente manzana infantil que en realidad es un ojo que espía las entradas y salidas de la embajada de Siria?»
«Pues no, señor. Por ahí no vamos a ninguna parte», le dije cada vez más molesto. Le había regalado una novela (para que la escribiera en el aire o donde quisiera), pero no estaba dispuesto a escuchar necedades. Me despedí bruscamente mientras me decía para mis adentros que debía abandonar pronto Lokunowo. Ya había dejado atrás para siempre mi tierra natal y mi tendencia natural a escribir ficciones. Me convenía ahora seguir dejando atrás más lastres.
Unos minutos después, entraba con paso resuelto en el cybercafé de la Avenida Huambo, esquina plaza Bangasu. Entré allí con la idea de examinar, después de mucho tiempo, mi correo electrónico. Quizás había llegado la hora de atreverme a saber qué me escribía la gente. Pero no tardé en darme cuenta de que desde hacía varios meses había quedado cancelada mi cuenta en el servidor Terra y, por tanto, era imposible que pudiera acceder a mi correspondencia electrónica. Entonces se me ocurrió navegar un rato por Internet, buscar cuáles eran las últimas noticias que se habían publicado sobre mí en España y en el mundo. En España ni una sola noticia. Y en el mundo, igual. Era para desanimarse si no fuera porque aquello era en realidad muy favorable a mis intereses. Suponiendo que aún fuera mínimamente recordado, lo más probable era que me situaran vagando por el fin del mundo, por la Patagonia. No había peligro de que me localizaran. ¿Acaso no era eso lo que había estado buscando? Decidí dejar de examinar noticias sobre aquel extraño escritor que había sido yo en otros días y miré a ver si decían algo sobre un tal Pinchon, que se paseaba por Lokunowo. Y encontré sólo información sobre un plato de «pinchon relleno con castañas y foie» que daban en un restaurante de Port de la Selva. Me reí bastante, tanto por la inesperada aparición de un «pinchon relleno» como por la asociación, no menos inesperada, de ese «pinchon» con Port de la Selva, el paraíso de mi infancia.
¡Pynchon y Port de la Selva!
Y por un momento volví una vez más a preguntarme si esas coincidencias con las que algunos convivimos eran casualidad, destino, o un ejemplo práctico de la teoría de las probabilidades. Y me dije que, en cualquier caso, lo que tenía que hacer era dejar de mantenerme alerta ante estos sucesos. Todo eso tenía que quedar para gente como el doctor Humbol. En cualquier caso, movido todavía un poco por lo que hasta entonces tanto me había atraído, busqué en Google la asociación «Pasavento + Rue Vaneau». No era tan fácil dejar atrás la rue Vaneau. Busqué y no encontré nada, sólo un duro y estremecedor vacío. Tampoco había nada en «Pinchon + Lokunowo», ni en la variante «Pynchon + Lokunowo». Tras estos fiascos, se me ocurrió buscar en «Chesnot + Malbrunot», y allí, entre una multitud de entradas, di con una revista digital que se llamaba a sí misma revolucionaria y donde en el interior de la para mí oscura noticia de la liberación de los dos periodistas franceses parecía abrirse un foco de luz que daba directamente a una incierta verdad que podía estar detrás de la siempre nada transparente realidad.
Leí allí que Mohamed Al Yundi, el chófer sirio, después de ser encontrado en Faluya por militares norteamericanos el 12 de noviembre, había sido encarcelado de inmediato y torturado durante cinco días. Aunque la noticia no había llegado a la prensa escrita, el chófer, en contra de la sorprendente opinión de RSF (Reporteros Sin Fronteras), llevaba días en París queriendo denunciar a la US Army por esos «malos tratos, tortura y amenazas».
Lo que él quería denunciar era que al ser descubierto en una casa abandonada de Faluya, había sido esposado por la fuerza y conducido, por callejuelas húmedas y estrechas, a un campo militar donde había recibido brutales golpes de botas militares en la cara, y después trasladado a las afueras de Faluya, donde le habían interrogado de rodillas mientras le preguntaban las direcciones de las personas que lo habían secuestrado y de aquellas que lo habían ayudado. Había pasado por tres simulacros de ejecución, con la pistola en la sien. Y, al final, había sido interrogado por civiles que se divertían aplicándole descargas eléctricas. Le enseñaron fotos de personas buscadas, y no reconoció a ninguna. Después, quisieron llevarlo a la casa donde había sido encontrado, pero renunciaron a esto a causa de los combates. Sólo entonces le dejaron marcharse.
Cuando salí del cybercafé, me dije que también esto lo dejaba para Humbol y su observatorio de la realidad con destino a la ficción. En los días que vivimos, pensé, la verdad va por un lado bien distinto de la realidad y, por supuesto, también bien alejado de la ficción.
Tal vez para paliar el espanto que me había causado la descripción de las torturas al chófer, imaginé a Mohamed Al Yundi primero tomándose un exquisito aperitivo en la embajada de Siria en Francia y discutiendo con los turbios o, como mínimo, enigmáticos representantes de Reporteros Sin Fronteras. Y luego le imaginé saliendo extenuado a la rue Vaneau y deteniéndose por un momento en el umbral de la mansión de las tres sombras inmóviles y, tras unos vacilantes pasos, seguir su camino. Le seguí con la imaginación hasta donde pude y le vi doblar la esquina (como si él se encontrara dentro de Rayuela, la novela de Cortázar) y le vi adentrarse en la rue de Varenne por el mismo lugar en el que muchos años antes, bajo la lluvia, la Maga se había colgado del brazo de Oliveira. Y me pareció que Mohamed Al Yundi caminaba, como yo, hacia el umbral de lo desconocido.
GRACIAS POR DEJARME ESCRIBIR EL TÍTULO
Ayer tomé un papelillo y escribí: «Allá Humbol con sus ficciones», lo escribí hasta veinte veces, creo. Frenéticamente. Después, destruí el papel. Hoy he vuelto a escribir la frase, lo he hecho en este papelillo que va sin título y que luego le daré al doctor Ingravallo para que lo archive o él mismo le ponga un título adecuado. Se lo daré para que, como si se tratara de un Max Brod cualquiera, lo publique con mis cuadernos cuando yo haya ya desaparecido del todo. Los papelillos deberán ser leídos aparte y considerados humildemente escritos por mí, mientras que los cuadernos será mejor que se los atribuya el propio Ingravallo. No aspiro a ser el autor de nada más, sólo el responsable de unos cuantos papeles que deberán ser llamados papelillos de la soledad.