Enciendo la luz. Vuelvo a recordar que quien quiera ir más allá deberá desaparecer. Después ahuyento pensamientos y evoco la tertulia de ayer con los psiquiatras del Monenembo. Última reunión del año, antes de la Nochebuena. Al contarles que había estado unos días de vacaciones, el doctor Monteiro se preguntó en voz alta —todos le escucharon con atención y se notaba que habían hablado del asunto durante mi ausencia— si no era que yo llevaba una doble vida. «Bueno, muchos de ustedes ya saben que frecuento el burdel. ¿Se refieren a eso?», pregunté. Algunas risas. Y luego dijeron que obviamente no se referían a eso. «Estamos hablando de lo que, con usted todavía de vacaciones, hablamos ayer. De un lugar común entre psiquiatras. Comentamos que la mayoría de los adultos normales nos hallamos perfectamente preparados para iniciar una vida secreta, aunque no para mantenerla», dijo el doctor Bodem. Mostré cierta perplejidad. «Comentamos», quiso aclararme el doctor Bieto, «que la capacidad de guardar un secreto es fundamental para un desarrollo social sano, y también comentamos que el deseo de probar otras identidades puede permanecer hasta bien entrada la edad adulta.»
«En un sentido muy profundo, un hombre no tiene una identidad a no ser que tenga un secreto», dijo el doctor Betancourt, y luego volviéndose hacia mí: «¿No está usted de acuerdo, doctor Pinchon?»
«Aquí, como psiquiatras, todos estamos de acuerdo en que la capacidad para guardar secretos es esencial para un desarrollo sano, para que la mente se mantenga en forma, se mantenga ágil. ¿Y usted qué dice a esto, doctor Pinchon?», me dijo Monteiro.
Me sentí algo acosado.
«No sé. Que da la impresión de que todos ustedes tienen su correspondiente amante y llevar una doble vida, tienen hogares paralelos», contesté contraatacando.
«¿Y usted no, doctor Pinchon, no participa de ese desarrollo sano?», preguntó el doctor Costa.
«¿Usted no tiene secretos?», preguntó el doctor Pinha.
«¿Usted no ha deseado alguna vez probar a tener otras identidades?», preguntó el doctor Martinho, el más serio de la tertulia.
«Es, por ejemplo, signo de buena salud mental mantener en secreto las relaciones pasadas en las que aún se sigue pensando. Como es también muy sano utilizar distintas identidades para manifestar problemas y resolverlos. ¿No lo ve usted así, doctor Pinchon?», dijo Bieto mirándome con una inquietante fijeza.
Aquello era un interrogatorio.
«Pero ¿qué quieren ustedes saber?», pregunté.
«Si lleva una doble vida. Eso es todo. Si usted es el que no es, pero también es el que es», dijo Pinha.
Era como si todos perdieran su condición de doctor en cuanto me preguntaban o me decían algo por segunda vez. Pasaban para mí a ser un simple apellido, sin la pompa del tratamiento doctoral. Y es que había empezado a verlos a todos no como médicos sino como unos detectives chismosos.
«No llevo ninguna doble vida. Además, ¿cómo se hace eso de utilizar diversas identidades?», dije.
«Unos lo hacen por Internet. Se inventan nombres falsos y resuelven problemas escribiéndose con desconocidos en una zona, la de Internet, relativamente libre de consecuencias», explicó el doctor Souza.
«Y otros simplemente camuflándose bajo un nombre falso», sugirió Monteiro.
«Y otros, como yo, escribiendo», dije.
«¿Qué quiere decir con eso?», preguntó el doctor Pinilla, que parecía estar siempre en las nubes y sin enterarse de nada.
«Que escribir es hacerse pasar por otro», dije, «y por eso es una actividad tan recomendable, pues uno no necesita llevar ninguna vida doble, la escribe y ya está. Señores, bueno es que sepan que escribir esas Tentativas que ustedes escuchan con tanta desidia me permite llevar una vida muy sana.»
«¿Y es Pinchon su apellido?», preguntó Bodem.
«Lo es. Soy Pynchon», dije con un aplomo que no era habitual en mí, como si sentirme acorralado me empujara a descubrir la seguridad que siempre había anidado en mí mismo.
Percibí en ese momento las ventajas de hablar y no escribir. La i latina de Pinchon, por ejemplo, podía convertirse en una y sin que aparentemente nadie lo notara.
«¿Alguna pregunta más?», dije con un aplomo ya total.
«¿Y cuál es su otro apellido?», preguntó el doctor Lopes.
«Maas», respondí casi sin pensar, rápidamente, en homenaje al personaje pynchoniano de Edipa Maas.
Al mismo tiempo el «maas» parecía una pregunta.
«¿Mas o Maaaas?», quiso saber infantilmente Lopes, haciendo un poco de teatro.
«Seguro que le gustaría llamarse de otra manera…», dijo Bodem.
«Ingravallo, por ejemplo. Me gustaría llamarme Ingravallo», contesté. «No es muy corriente y suena bien. Pero estoy contento con ser Pynchon. Tengo la impresión de que llamarse Pynchon equivale a ser una persona de la que no se sabe nada. Ése debe de ser seguramente el resorte invisible que les empuja a preguntarme si me llamo Pynchon. No olviden que yo también soy psiquiatra. Puedo estar eventualmente retirado, pero me acuerdo de todo lo que estudié y también de lo que yo mismo, por mi cuenta, averigüé.»
«¿Y cree que es sano llevar la vida de un Pynchon?», me dijo Monteiro.
Pregunta rara y que seguramente venía a insistir en que mi apellido verdadero no era Pynchon, aunque daba la impresión de que Monteiro funcionaba por su cuenta, sus preguntas se dirigían en un sentido diferente de las de los otros. No había que olvidar que Monteiro no ignoraba que había un escritor muy famoso que se llamaba Pynchon y vivía en Nueva York. O bien Humbol le había informado recientemente de esto, o bien él lo había sabido siempre, pues, a fin de cuentas, tenía conocimientos literarios y referencias, aunque fueran vagas, de la existencia, por ejemplo, del escritor Robert Walser. Y, en cuanto a los otros tertulianos, podían haber sido informados por Monteiro de esta circunstancia, pero no me parecía que fuera así, los otros preguntaban a su aire, convencidos de que aquélla era simplemente una tertulia de psiquiatras.
Ahora bien, eso sí, me miraban todos con notable fijación y recelo. Y yo empezaba a sentirme en la callejuela real, húmeda, oscura y estrecha. Y al mismo tiempo tenía la impresión de estar bajando en gabarra por un río tranquilo. Después de todo, no había cometido ningún delito. El único problema estaba en que quisieran seguir indagando y acabaran por devolverme a mi indeseable identidad anterior, o a la anterior de mi identidad anterior, aún más indeseable.
«Y dígame, doctor Pinchon, ¿hasta cuándo piensa ocultarnos su verdadero nombre?», preguntó Monteiro, implacable.
«Aquí ya nada es fácil», me señaló, muy oportuno, el doctor Ingravallo. Y por poco hasta muevo la cabeza para darle toda la razón a mi voz interior.
«Tampoco ha de extrañarle que hablemos de esto. Se trata de la vieja cuestión de quién es quién y si somos o no quienes creemos ser», trató de explicarme el sesudo Souza.
«¿Quién cree usted ser?», preguntó Bieto, hombre muy llano y directo.
Me levanté y les dije que mañana sería otro día. Soñaba con no hacer nada, tumbado sobre la cama, en mi cuarto de hotel. Eso les dije. «Además», añadí, «no quiero ser nadie.»
«¿Nadie?», preguntó Costa, molesto al ver que me escabullía.
«Está bien», dije también yo enfadado, «mi verdadero nombre es Emmanuel Bove y nací en París, de madre española y padre francés. ¿De acuerdo? Pasé la adolescencia en el Paseo de San Juan de Barcelona y la juventud en el Bronx de Nueva York. Allí conocí al verdadero Pynchon, que me dio permiso para utilizar su nombre y despistar a sus perseguidores, a todos aquellos que quieren averiguar cuál es su rostro. Soy psiquiatra, en eso no les he mentido. Y es cierto, llevo una vida doble, pero sólo cuando vivo en Lisboa, donde tengo una esposa perfecta y maravillosa y una hijita llamada Nora, pero por las noches voy de bares y me dedico a acostarme con mujeres a las que humillo y degrado hasta límites insospechados. Si ando por estas tierras es porque el día en que me jubilé, decidí tomarme un periodo de vacaciones en Lokunowo y de paso descansar de mi doble vida en Lisboa. ¿Satisfechos, señores?»
«¿Y, entonces, quién es el verdadero Pinchon?», preguntó Pinilla, siempre en las nubes.